Dagas que me persiguen
En los rincones oscuros de la habitación te veo,
con ojos como dagas persiguiéndome,
tan frío que mi pecho atraviesas,
persiguiéndome, siempre persiguiéndome.
¿Por qué te mataste y me dejaste a mí?
Un siniestro suicidio no puede estar bien.
Escúchame, amor mío, tanto te quiero.
Ven a por mí, en el frío de esta noche.
Jorn Tareth,
bardo de Marsember,
de la balada Persiguiéndome,
recitada por vez primera
en el Año de la Espada
Onsler Ruldroun estaba empezando a superar la excitación que lo había hecho parlotear tan nerviosamente. Ahora se estaba convirtiendo en un hombre cada vez más observador, callado y cuidadoso.
Era de suponer que estaba regresando a su verdadera forma de ser.
—Hay algo que quisiera saber, señor —le dijo Boarblade antes de que Ruldroun se volviera todavía más taciturno—. Tú te hiciste pasar por el mago Gheldaert Howndroe como investigador del fuego y escribiste sobre ello, o más bien, en un libro de servicio de un mago de guerra. ¿Por qué? Eso hizo que los magos de guerra empezaran a desconfiar los unos de los otros, y que la familia real y determinados cortesanos de las altas jerarquías empezaran a vigilar de cerca a los magos de guerra. ¿No habría sido más prudente dejar que las cosas siguieran su curso normal, sin que nadie sospechara de nada? ¿No hubiera facilitado tu trabajo y hubiera reducido el riesgo de que repararan en ti?
—La facilidad no es una meta que yo persiga —replicó Ruldroun—, y no lo ha sido nunca. Dentro del círculo de los magos de guerra, yo quería sembrar dudas sobre Howndroe para así poner trabas a su trabajo. Fuera de ese círculo, quería que el reino en general sospechase cada vez más que los magos de guerra son corruptos, y que dentro de él surgieran activamente las conspiraciones, hasta el día de hoy. Los magos que desconfían de sus colegas tienen muchas más probabilidades de vacilar en la batalla o incluso de negarse a obedecer las órdenes con las que no están de acuerdo. Eso es lo que yo necesito para que funcione mi pequeño plan. Y tal como descubrieron los lores Yellander y Eldroon, haré todo lo que pueda para ayudar y favorecer mis planes.
—Pensaba que estabas trabajando por ellos.
—Lo estaba… con habilidad suficiente para que lo pensaran, cuando en realidad eran ellos los que hacían lo que yo quería sin que se dieran cuenta de ello. Continuamente me ordenaban que cumpliera mis propios fines, pensando que eran ellos quienes lo habían tramado todo. Sus muertes me privaron de muchos recursos y de la ventaja de que se culpara siempre a ellos de todo lo que yo hacía, pero nada más. Simplemente voy a ordenarte a ti que hagas lo que debían hacer Brorn Hallomond y Eerikarr Steldurth: perseguir a esos Caballeros, matarlos sin que nadie te vea, ocultar sus cadáveres, o mejor aún, quemarlos y apoderarte del Colgante de Ashaba.
Boarblade asintió.
—Y cuando desaparezcan, y con ellos el colgante, ¿crees que Vangerdahast no va a enviar a alguien a buscarlos? ¿Crees que no lo harán los Arpistas dado que Storm Mano de Plata vive precisamente allí? ¿Crees que el Brujo del Valle de las Sombras no se va a meter en esto?
Ruldroun hizo un gesto con una de sus varitas, como si fuera la vara del maestro de ceremonias de la Corte.
Cinco protuberancias amorfas surgieron entre los pliegues de la estera arrugada y se deslizaron un poco hacia Boarblade, antes de alzarse como los brazos de reclutas ansiosos que se ofrecieran voluntarios.
Cinco hargaunts.
El mago sonrió.
—Cuatro hombres a los que todavía retengo irán contigo. Vosotros cinco os convertiréis en los Caballeros de Myth Drannor y os otorgaré recuerdos a todos que demostrarán que quien realizó esa suplantación fue Khelben Bastón Negro.
Boarblade se frotó el mentón con aire pensativo.
—Eso podía funcionar —dijo—, pero los Caballeros son seis, no cinco.
Ruldroun se encogió de hombros.
—A ti te toca elegir cuál muere.
—¿De modo que el Palacio Perdido de Esparin fue utilizado por Baerauble, Amedahast, Thanderhast y todos los demás, durante siglos, para mantener allí encerrados a todos los magos de guerra o de otro tipo del reino que se volvían locos? —La incredulidad había hecho que la princesa Tanalasta elevara la voz hasta el borde mismo del alarido.
—Pues sí —dijo Vangerdahast—, como alternativa preferible a hacerlos volar por los aires después de haberlos perseguido por todo el reino sembrando el terror entre los cormyrianos, que habrían llegado a temer que la locura pudiera extenderse a todos los magos.
—¿Y has estado mandando allí tanto a cormyrianos leales como a oportunistas de paso, para que acamparan incautamente encima de ese lugar, atrayéndolos con la promesa de convertirlos en barones de las Tierras Rocosas? —dijo Alusair—. Ante todos los Dioses Vigilantes, mago, ¿eres capaz de sentarte aquí y decir esto, y osar, y digo bien, osar someterte al juicio de todas las personas del reino?
—¡Altezas, altezas! —se apresuró a decir Vangerdahast—. ¡Tana, Luse, por favor! Esta ha sido la política en Cormyr desde su fundación. ¡Allí hay elfos locos desde la época en que los bosques cubrían la tierra y tus ancestros vivían en chozas al borde del agua, reunidos en torno a embarcaderos de troncos que había que reconstruir cada primavera después de los embates del invierno!
—«Y como todos los hombres han sido malditos villanos antes que yo —dijo Tanalasta, citando palabras de una obra de teatro—, no tengo más opción que ser a mi vez un maldito villano».
—¡Muchachas, por favor! ¡No es así en absoluto!
—¿Cómo es entonces, mago? —le espetó Alusair—. ¡Convéncenos con esa lengua tan sabia que tienes! —Se levantó la manga para mostrarle un amuleto de custodia mágica que llevaba en una cadena—. Y te ruego que te abstengas de tratar de controlar mi mente con conjuros. ¡Este no es el único escudo que llevo contra semejantes triquiñuelas!
—¡Princesa! Yo jamás…
—¿Con que no, eh? ¡Eres el mismo maldito Lanzaconjuros de siempre!
El mago real de Cormyr se la quedó mirando, rojo de ira y de azoramiento, la cara le temblaba. Luego, de repente, rompió a reír, tapándose la cara con las manos, meneando la cabeza, y alzando finalmente las manos en gesto de rendición.
—Bueno —dijo, cuando por fin pudo hablar—, me habéis pillado. Me declaro culpable de todas las acusaciones.
Miró primero a una de las rabiosas princesas y después a la otra, y no vio ninguna sonrisa. En los ojos de Alusair había una mirada de triunfo, mientras que en los de Tanalasta sólo se veía decepción.
Suspirando, Vangerdahast se miró las puntas de los dedos.
—Veo que vamos a tener una larguísima conversación. Muy bien, poneos un momento en mi lugar. Suponed que acabáis de acceder al cargo de mago real y os enteráis de este secreto del reino. ¿Qué hacéis entonces? Si no os gusta la idea de encerrar a lanzadores de conjuros no muertos en una fortaleza «perdida» bajo tierra, ¿qué hacéis con ellos? Y no os perdáis en palabrería vana, os lo ruego. Tratad de tomar una decisión con calma.
Sobrevino el silencio.
Tanalasta frunció los labios.
—¿Están todos locos? ¿Sin remisión?
Vangerdahast abrió las manos en un gesto de resignación.
—¿Cómo saberlo? Hay docenas de ellos; algunos son tan viejos que sus nombres han caído en el olvido y no sabemos con exactitud cuáles son sus habilidades. Puede que algunas vayan decayendo, y que otras incluso se fortalezcan. El reino carece de un lugar seguro *** NO HAY *** poder llevarlos, uno a uno, para tratar de hacer algo con ellos.
—¿Son todos liches? —preguntó Alusair sin alterarse.
—No; pero el encantamiento que reina en el lugar parece convertir a los vivos en no muertos, en lugar de permitir una muerte natural. Los prisioneros no dejan de discutir, pero pocas veces se destruyen unos a otros. Existen ciertas pruebas de que el Palacio Perdido restaura o sana, o como queráis llamar a la «reparación de los no muertos dañados». Algunos de ellos fueron en vida enemigos del reino; otros, leales magos de guerra; los hay que fueron traidores o nobles chasquianos que llegaron demasiado lejos…, y también hay algunos por cuyas venas circula sangre Obarskyr, por ilegítimo que haya sido su nacimiento desde el punto de vista de la heráldica.
Tanalasta entrecerró los ojos.
—¿Y qué pasa si los liberan? ¿Sobreviene un desastre?
—Los que todavía pueden pensar coherentemente tienen agravios que cobrarse. Los demás serían como perros rabiosos si se los dejara campar a sus anchas. Yo mismo estuve a punto de perder la vida no hace mucho tratando de revincularlos.
Tanalasta se estremeció.
—Entonces, ¿estuviste revirtiendo la Desvinculación?
—Así es.
—¿Cómo? —preguntó Alusair perentoriamente.
—Perdonadme, princesas, pero revelaros los detalles de los conjuros sería una tontería, ya que cualquiera que os tomara desprevenidas con la magia adecuada podría obligaros a contarlos, y además no serviría para nada. Vosotras no poseéis el Arte para realizar semejante magia.
—Tenemos plena conciencia de eso, Vangey —dijo Alusair con frialdad—. Lo que quería preguntar era cómo te las arreglaste para hacer la revinculación solo, después de hacer salir del lugar a Laspeera y a todos los demás. Según nos has dado a entender, un importante mago de guerra traidor consiguió escapar mientras estabas ocupado en el Palacio Perdido. No es descartable que en el futuro pudieras estar otra vez ocupado o muerto cuando vuelva a surgir la necesidad, de modo que debes considerar vital para la seguridad del reino contarnos lo que hiciste. Como una Obarskyr, y por lo tanto una persona a la que se supone que debes obedecer sin vacilar y sin reservas, te ordeno que me lo digas, ahora.
Tanalasta echó a su hermana menor una mirada apenada, pero Alusair se limitó a enarcar las cejas.
—Si soy cortés con él —le dijo—, se limita a marcar la perdiz diciéndonos cosas que queremos oír y tranquilamente mantiene su actitud de superioridad como diciendo «yo decido lo que conviene que sepáis». Eso tendría que haberse solucionado por lo menos hace seis temporadas. Si tengo edad para tener herederos reales o acabo calentando el Trono del Dragón porque una calamidad castiga a nuestra familia, entonces también tengo edad para conocer esos secretos. —Volvió a señalar con la barbilla al mago real—. Dínoslo, pues, lisa y llanamente. Y mientras lo haces, trata de convencerme de que un rey Obarskyr tras otro, o una reina tras otra, conocieron y aprobaron todo eso a lo largo de los años.
Vangerdahast suspiró y se miró las manos un momento.
—Algunos de ellos jamás lo supieron —dijo por fin—. Los magos reales sí lo sabían, siempre, pero…
—¡Vaya, vaya —dijo Alusair con un tono que destilaba acidez—, eso es lo que llamamos lealtad al Trono del Dragón!
Vangerdahast maldijo entre dientes, respiró hondo, dibujó una brillante sonrisa y comentó animadamente:
—Bueno, veamos, ¿por dónde empezamos?
—¿Qué es eso? —bisbiseó Doust, inclinándose hacia delante para escuchar con atención.
Florin alzó una mano pidiendo silencio e imitó a Doust. El leve crujido avanzaba en dirección sudeste allá abajo, entre la maleza, hasta que se alejó demasiado para ser oído.
—Algo pequeño —dijo el explorador con tranquilidad—. Tal vez una rata. Todo ese ruido, ese deslizarse… nada de qué preocuparse.
—¿Entre nuestras preocupaciones mayores?
—Sólo son preocupaciones si dejas que lo sean. Piensa en otra cosa.
El sacerdote se quedó escudriñando la noche otro buen rato antes de preguntar de no muy buena gana:
—¿Cómo por ejemplo…?
Florin le dedicó a su ansioso amigo una sonrisa.
—Las mujeres que todavía no has conocido y que te esperan en el Valle de las Sombras.
—¡Florin! ¡Soy un sacerdote, maldita sea!
—¿Acaso Tymora no considera que la santidad es afrontar los riesgos con osadía?
—Bueno, sí, pero…
—De modo que por una vez la inexperiencia te prestará un buen servicio. Un error, un tropiezo, ¡por favor, Señora de la Suerte, que no termine!
—Gracias, te lo agradezco —dijo Doust—. Eso creo. —Un buen rato después añadió una risita entre dientes.
—¿Mmm? —preguntó Florin.
—No estaría tan mal, lo de equivocarse, quiero decir. Me limitaré a observar lo que hace y dice Stoop, y haré todo lo contrario.
El explorador asintió, pero adoptó un aire serio.
—Tymora va a sentirse decepcionada.
Doust le dio un leve codazo y volvió a reír.
—No —dijo Vangerdahast—, eso no fue una filtración. Mi intención fue que la princesa Alusair fuera quien advirtiera a todo Cormyr de la huida de Ruldroun para que estuviera la gente alerta.
—Para librarte tú de tener que anunciar un fracaso de los magos de guerra —dijo Tanalasta.
—En absoluto. A mi modo de ver, la colaboración de los ciudadanos será más rápida tratándose de la princesa más joven y más vulnerable que si se tratara de ayudar al odiado mago real a subsanar su último error. Si Alusair les lanza una llamada de advertencia, considerarán que el problema es del reino y, por lo tanto, suyo. Si lo hago yo, gruñirán y dirán que debería ocuparme de mis problemas. Y lo más importante era empezar a dejar claros la imagen y el papel de tu hermana a los ojos de la ciudadanía.
—¿Ah, sí? —le soltó Tanalasta—. ¿Y cuándo vas a empezar a establecer cuáles son mi imagen y mi papel?
—Tu imagen y tu papel quedaron establecidos cuando naciste. Tú eres la heredera. Es el puesto de Alusair el que debe aclarar la Corona, a menos que lo haga algún enemigo por haber guardado nosotros silencio.
—¿Y tú, mago, eres la Corona?
—Lo soy. No el rey, ni una amenaza para él, sino la Corona. Sirvo, defiendo y mantengo a la Corona, la imagen de que se revisten los Obarskyr gobernantes cada mañana, como la diadema que se colocan en la frente.
—¿Y si resulta que yo creo otra cosa? —Tanalasta le preguntó en voz muy baja, en ese tono que tanto su hermana como el mago real sabían que anunciaba problemas.
Vangerdahast se inclinó hacia delante para mirarla directamente a los ojos.
—Usando una frase del Sabio del Valle de las Sombras, ese es un puente que quemaremos cuando los dos estemos encima. Si todavía soy mago real o mago de la Corte cuando tú asciendas al trono, hablaremos más al respecto.
—¡Hablar! —dijo Tanalasta con tono destemplado—. ¡Hablar y hablar, pero no cambiar nada!
—¡Nada de eso! El mago real y el gobernante del reino deben ponerse de acuerdo sobre qué hace cada uno para llevar a Cormyr a buen puerto y sobre cuál es el puerto al que tratan de llevarlo. Lo que la Corona es y la forma en que funciona siempre deben cambiar hasta alcanzar ese acuerdo.
—Está bien —dijo Alusair, alzando una mano—. Podríamos sentarnos aquí a discutir el futuro del reino hasta que ese futuro hubiera llegado. Volvamos a ese tal Ruldroun y a lo que nos preocupa ahora mismo. —Amenazó con un dedo a Vangerdahast y añadió—: Y no olvides explicarnos lo del archimago Ondel, y Sundraer, la dragona, y ese granero en llamas del que oí hablar.
Vangerdahast parpadeó y se la quedó mirando, perplejo.
—¡Oh, sí, mago real! —dijo la menor de las princesas—, en el caso de que tú de algún modo te olvides de mencionarme algunas cosas, ciertos Arpistas que llegan al palacio de vez en cuando me las cuentan con lujo de detalles. Parecen tener esa extraña idea de que la familia real de Cormyr tal vez tenga derecho, y necesidad, de ser informada sobre las cuestiones del reino, en lugar de ser mantenida en la ignorancia por los miembros de la Corte, quienes al hacerlo, magos o no, puede decirse que incurren en algo llamado «traición». Y antes de que te equivoques, ten presente que no hago más que informarte de la noción que aducen, una que casualmente yo comparto.
—Y yo —dijo Tanalasta.
Se produjo un silencio, y ninguna de las dos princesas se dispuso a romperlo. Estaban demasiado ocupadas observando, en silenciosa fascinación, mientras el mago real hacía una mueca, y luego se iba poniendo de un color escarlata cada vez más intenso.
Andaero Hardtower no estaba de buen humor. ¿Por qué se empeñaba la Hermandad en permitir la entrada de semejantes zoquetes en sus filas?
¿Y por qué tenían que terminar todos en su regazo?
—Escúchame —le dijo al enfurruñado aprendiz de mago que estaba frente a él—, y escucha bien. Cuando un miembro de nuestra Hermandad que es de mayor jerarquía que tú te da una orden concreta y detallada…
La cara ceñuda del aprendiz cambió y sus ojos se encendieron con un interés que no tardó en convertirse en alarma al mirar por encima del hombro de Hardtower. El resentimiento fue reemplazado por la perplejidad.
Hardtower suspiró y su irritación subió de tono.
—Esos recursos tan viejos no sólo no nos engañan, joven Galaeren, sino que deberías avergonzarte de usarlos. Veamos, nosotros…
Un alegre repiqueteo sonó justo detrás de Hardtower, y fue lo último que oyó en su vida.
Tuvo tiempo de identificar el ruido como una advertencia de su escudo y de preguntarse qué podría traspasar un escudo mágico de cinco capas tan callada y velozmente antes de que la Espada incansable lo atravesara.
Vangerdahast suspiró y apoyó la barbilla sobre la mano.
—¿Estás decidiendo qué debes olvidarte de decirnos? —preguntó Alusair.
El mago la miró apenado.
—Onsler Ruldroun era un mago de guerra; obstinado, fuerte en el Arte, pero carente de ambición, y por lo tanto, no demasiado experto en la magia más poderosa. Eso estaba bien. Tengo una necesidad inmensa de magos como él, siempre y cuando su falta de ambición no se transforme en desidia. Trabajaba en la Corte Real, entresacando información de los muchos documentos e informes que se envían allí a diario, y haciendo un seguimiento de las cuestiones interesantes. ¿Os resulta interesante hasta aquí?
Las dos princesas lo miraron con expresión idénticamente fulminante.
—Sigue, mago —le ordenó Tanalasta.
Inclinando la cabeza en mudo asentimiento, Vangey continuó.
—Sin que lo supiéramos los demás, cayó en manos de Ruldroun un curioso y antiguo artilugio mágico, eso debió ser dos temporadas atrás, cuando asistió a unos funerales de su familia, en Marsember. Ese artilugio le permitió ocultar sus pensamientos más íntimos a todos los conjuros, incluso cuando se comunicaba mentalmente con otros magos de guerra. Creo que se reunió con los traidores de lord Yellander, del que había sido amigo años antes, y lord Eldroon en uno de esos funerales y empezó a trabajar para ellos. Les dio cierta información privada de la Corte y de los magos de guerra. Cuando reparamos en ello, y al descubrir que no podíamos leer su mente, lo llevamos a prisión. En cautividad se negó a cooperar, hasta que dos agentes de lord Yellander encontraron unas instrucciones escritas que este había dejado para hallar y contactar con Ruldroun en caso de una emergencia, donde indicaba que llevaran consigo ciertos elementos mágicos. Creemos que Ruldroun se los había dado antes a Yellander como una especie de promesa de que si no lo traicionaban, no faltaría a la confianza que habían depositado en él, pero le sirvieron bien a Ruldroun cuando los agentes llegaron a la celda que ocupaba. Los utilizó para que lo liberaran; luego los mató y dejó a uno de ellos en las cadenas que le habían impedido formular conjuros. Fue así como escapó. Suponemos que tiene funestas intenciones para con nosotros, pero no sabemos con seguridad cuál es su paradero ni qué es lo que pretende hacer a Cormyr.
—¿Y por qué, si nunca te ha temblado la mano en otras ocasiones, sólo te limitaste a encerrar a ese traidor? —inquirió Tanalasta—. Si eres capaz de enviar calladamente a cualquier chiflado al Palacio Perdido, ¿por qué tú y Laspeera, y alguien más, no entrasteis a la fuerza en la mente de Ruldroun para averiguar lo que teníais que saber?
El mago real pareció incómodo.
—No nos atrevimos. Habíamos confiado en él hasta el punto de permitirle formar parte de la magia de advertencia impuesta sobre vuestras mentes cuando erais muy pequeñas.
—¡¿Qué?! ¡¿De qué magia de advertencia nos estás hablando?! —gritó Tanalasta.
Junto a ella, Alusair asintió con gesto adusto y le dirigió a su hermana una mirada triunfal, como diciéndole «ya te lo decía yo».
—Escudos capaces de impedir repentinos intentos mágicos de invadir vuestras mentes, atrayéndolos en cambio hacia las de seis magos de guerra por cada una de vosotras. Esto evitaba por completo la mayor parte de esos ataques y nos advertía de su lanzamiento.
—¿Evitaba?
—¡Oh, sí! Muchos magos: zhentarim, magos pagados por los sembianos para tratar de conseguir futura influencia en Cormyr, unos cuantos lanzadores de conjuros independientes, y no menos de dos veintenas de magos contratados por diversas familias nobles del reino. Todos trataron de influir en vuestras mentes o de controlarlas, o simplemente de destruirlas antes incluso de que empezarais a andar.
—¿De modo que este Ruldroun sigue vinculado a mi mente? —preguntó Alusair—. ¿O a la de Tana?
—A la de Tanalasta, sí. O eso creemos. Ese escudo mental que encontró nos impide estar seguros.
—Así pues, este es otro de tus brillantes éxitos en eso de juzgar la lealtad —dijo la más joven de las princesas—. Igual que con Applethorn y Margaster, y…
—Princesa Alusair —la interrumpió Vangerdahast—, ningún mago de guerra puede ni debe, ¡y me imagino todo lo que me dirías si no lo intentara!, controlar mentalmente ni siquiera a un puñado de cormyrianos. A todos nos sirven muchísimos magos de guerra leales. Los pocos que se tuercen son raros ejemplos de cómo corrompe el poder.
—Se me ocurre un buen número de leales cormyrianos que incluirían a nuestro mago real entre las filas de los corruptos —dijo Tanalasta—. Dime, ¿qué les dirías a ellos?
Vangerdahast suspiró.
—Que no lo soy, y no tienen más que observarme para verlo, a menos que no quieran reconocerlo. Puede que no estén de acuerdo conmigo sobre lo que un cortesano leal u honesto haría en mi lugar, pero pocos son capaces de apreciar debidamente lo que los magos hacen y las cosas por las que pasan, y mucho menos de saber todos los secretos que yo sé y las preocupaciones que tengo. Si supieran sólo un poco delo que yo oigo, y sopeso, y sé, tal vez me verían de una manera muy diferente.
—Muy bien —replicó Tanalasta—. Dinos, pues, algunos de estos secretos.
—Por ejemplo, todo lo de Ondel, y la dragona y el granero —dijo Alusair.
Vangerdahast volvió a suspirar.
—Muy bien. Ondel fue un mago de gran poder, un sembiano residente en Saerloon que despertó el interés de la Corona porque había empezado a comprar tierras de labranza en Cormyr, cerca de Marsember. Alguien lo asesinó, probablemente un asesino o un equipo de matones contratados por un rival sembiano, o tal vez alguien de Puerta Oeste. Hemos investigado, pero sin descubrir quién fue el culpable. Tenemos sospechas de que en sus compras en Cormyr tal vez actuara en nombre de una de las antiguas familias nobles desterradas, pero no pasa de ser una suposición. Lo descuartizaron y dejaron trozos de su cuerpo por todo el Valle de las Sombras, otro lugar donde había empezado a comprar tierras. El mago de guerra Lorbryn Deltalon, que, dicho sea de paso, no es sospechoso de ser un traidor, fue el que más investigó sobre la muerte de Ondel. A ninguna de vosotras se os dijo nada de esto porque no pudimos averiguar nada definitivo en lo tocante a la seguridad o a la gobernanza de Cormyr, y porque indagamos en miles de cuestiones como esta todos los años. ¿Os apetecería que me pasara medio día llenándoos los oídos con extraños asesinatos de magos sembianos y medio centenar de otras cosas, y eso un día tras otro?
—No, en eso estamos de acuerdo, Vangey. ¿Y lo de Sundraer la Dragona?
—También una sembiana. Tiene interés para nosotros porque era la amante de Ondel cuando adoptaba forma humana. Murió hace algunos años, pero aparte de algunos puñados de objetos valiosos que compartía con Ondel, nadie encontró jamás su tesoro. Es una leyenda local en Saerloon desde hace casi una década, los rumores habituales sobre sus grandes dimensiones y sobre alguien que lo encontró. Bueno, creemos que alguien lo halló por fin, alguien en los Picos del Trueno. Sobre dónde, cuándo, quién y qué encontraron… una vez más son todo rumores y conjeturas. Nada que debamos compartir con los Obarskyr que tienen auténticas preocupaciones sobre Cormyr de las que ocuparse. Los Harper se interesan por los rumores y los sucesos extraños lo mismo que nosotros, pero no creo que una princesa de Cormyr desee eso, a menos que estén implicados directamente nobles o cortesanos, o personajes encumbrados de este reino.
Alusair asintió.
—¿Y el incendio del granero?
—Siempre hay incendios en graneros. Si surge alguna sospecha sobre un granero incendiado en Cormyr, lo investigamos. Este tuvo lugar en nuestro reino y de él salieron rayos relampagueantes y llamaradas verdes mientras se quemaba, o sea que hubo magia, y estamos investigando. Si sale a la luz algo de lo que valga la pena informar, sin duda lo compartiré con vosotras.
—Ocúpate de que así sea, mago real —dijo Tanalasta—. Supongo que a estas alturas te habrá quedado claro que Luse y yo estamos cansadas de que se nos trate como a niñas tontitas.
Vangerdahast asintió. Se le veía un poco cansado.
—¿Os basta por ahora con lo que habéis oído? —preguntó—. Creo que oír todo lo que oigo y preocuparos por todo lo que me preocupa no haría más que apesadumbraros y amargaros la vida y llegaríais a lamentar haber nacido Obarskyr en Cormyr. Creedme las dos: ha sido mi intención y mi trabajo protegeros de todo lo posible, para que podáis disfrutar de vuestras vidas, antes de que empiecen las pesadas cargas, esas cargas de las cuales, una vez asumidas, sólo la muerte os librará.
—¿De modo que tu corazón está apesadumbrado, Vangey? —preguntó Alusair casi con amabilidad—. ¿Tienes pesadillas? ¿Qué es lo que te atribula?
El mago real la miró con gesto grave.
—Sueños de dagas desenvainadas. Imágenes de vuestra real madre llorando afligida. Ver tristeza y decepción en los ojos de vuestro padre cuando me mira porque no he sido capaz de ver el peligro a tiempo y el desastre se ha abatido sobre su familia. Esas son algunas de las cosas que me atribulan, sobre todo, pero mi colección de atribulaciones no es pequeña —dijo, y se levantó de su silla—. Ahora, si me permitís la impertinencia, lo que he oído de vuestras bocas en esta habitación me da a entender que ya tenéis edad suficiente para disfrutar de un buen trago. Y eso es lo que yo necesito ahora.
Doust bostezó otra vez.
—¿No es hora de despertar a Jhess y Stoop? —preguntó, reprimiendo otro bostezo.
—Sí —dijo Florin, acercándose para retorcer con sus dedos de acero la oreja de Doust y despertarlo dolorosamente al instante—, pero hazlo con suavidad. Y ten las armas preparadas.
Doust parpadeó.
—¿Por qué? ¿Hay alguien ahí fuera?
—Alguien. Y una bestia para más datos. Nos están observando.
Dichas esas palabras, Florin se levantó espada en mano.
Y lo cierto es que fue justo a tiempo.