Ningún reino puede confinarme
¿Harto de trabajar? ¿Quieres ser libre?
¿De falta de dinero, de la carga del tedio?
Soy un aventurero errante
que siempre piensa en nuevas empresas.
Ningún reino puede confinarme;
lo mío es el camino abierto.
Zaunskur Morlcastle,
bardo de Starmantle,
La canción del camino abierto,
publicada por vez primera
en el Año de la Caída de las Estrellas
—De modo que una vez más estuvieron a punto de matarnos, y perdimos los caballos y todo el equipo. ¿Es este el tipo de aventuras que podemos esperar? —preguntó Semoor con un gesto de dolor porque los pies le dolían más a cada paso que daba y las ampollas no le hacían precisamente ilusión—. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que nos encontremos en el camino, desnudos y muertos de hambre, esperando que cualquier bestia famélica o un forajido armado con un cuchillo nos liberen para siempre de nuestra miseria?
—Piensa en ello como en una secuencia sin fin de nuevos comienzos, queridísimo Diente de Lobo —le dijo Pennae—, y el Señor de la Mañana proveerá. ¿O es que tu fe es tan endeble como tu osamenta?
—¡Eh, tú! —saltó Semoor, mirándola con rabia—. ¿Acaso pongo yo en duda tu profesión, ladrona?
Pennae se encogió de hombros.
—Me importa un bledo si lo haces, señor Lengua Afilada. Los hay que abren la boca y hacen más ruido del que los demás estamos dispuestos a escuchar…, y me temo que tú seas uno de esos. Supongo que en tu funeral, tus quejas y gemidos, y tus observaciones no demasiado sagaces van a salir de tu tumba sin descanso, hasta que los sepultureros te echen suficiente tierra encima para librarnos para siempre de toda esa cháchara.
—¡Eh, eh, ya está bien! —dijo Jhessail—. Basta. ¡Menuda banda de aventureros vamos a ser si no dejamos de lanzamos pullas los unos a los otros como borrachos pendencieros de taberna!
—Cada vez echo más en falta la oferta de amenidades nocturnas que hay en Espar —dijo Pennae—, y aunque estoy de acuerdo contigo hasta cierto punto, Jhess, pienso que es hora más que sobrada de que aireemos algunas cosas antes de que estrangule al tal Semoor con su propia lengua viperina.
Doust apoyó una mano apaciguadora en el brazo de su amigo casi al mismo tiempo que Islif le tapaba la boca con la mano al lathanderita, que estaba rojo como la grana y lanzaba fuego por los ojos.
—Antes de contestarle a Pennae, párate a pensar —le dijo suavemente al oído—. Me gustaría que hicieras una cosa por mí. Haz como si varios sacerdotes de alto rango del Señor de la Mañana estuvieran aquí, escuchando todo lo que dices. ¿Te parece bien?
Ella retiró la mano. Semoor le echó una mirada más tranquila.
—Gracias, Islif—le dijo.
Luego, se volvió hacia Pennae.
—Soy lo que soy. Si hay algo en mí que realmente crees que es necesario cambiar, tendrás que convencerme. No creo que los insultos me motiven mucho. ¿Te cambiarían a ti?
—¡Ah!, muy aguda observación —murmuró Doust.
Florin hizo un gesto afirmativo.
—Tus palabras, Semoor, suenan a verdad en mis oídos. ¿Pennae?
La ladrona miró a Florin, pensativa; luego asintió, se dio la vuelta, fue hacia Semoor y… le dio un beso.
El sacerdote trató de apartar la cara con un gesto digno, pero ella fue mucho más ágil que él, y podía ser muy hábil con sus caricias y sus besos cuando quería.
Un instante después, Semoor estaba gimiendo bajo su lengua y abrazándola ardientemente.
Jhessail alzó al cielo una mirada de desesperación.
—Y por supuesto siempre queda esa manera de resolver las pequeñas disputas —dijo—. Como no soy un chico, no tengo lo que llena la bragueta para que me manejen con ello de un lado para otro, pero parece que a ellos les funciona. Siempre.
—¿Quieres llevarme de un lado para otro por la bragueta, muchacha? —preguntó Doust, esperanzado mientras señalaba con una mano—. ¡Está ahí abajo!
Esa vez fue Islif la que alzó los ojos al cielo.
—¿Cuánto falta para el Valle de las Sombras? —le preguntó a Florin con tono de desaliento.
—A mí no me preguntes —bromeó él—. ¡Yo no soy más que un explorador de los bosques!
—Que se codea con reyes y se mete en la cama de doncellas nobles con la misma facilidad con que algunos cambiamos de chaleco —le dijo Pennae con tono sarcástico, aprovechando una pausa para respirar.
—Si vuelvo a pelearme contigo —le preguntó Semoor con gesto esperanzado sin dejar de abrazarla—, ¿querrás hacer las paces conmigo de esta manera? Alrededor de la hora de acampar y de decidir cómo pasamos la noche, ¿te parece?
—Y hablando de eso —dijo Islif—, estamos atravesando una región salvaje y más nos valdría decidir cómo acampar y seguir vivos antes de caernos de sueño y quedar a merced de algo que tenga fauces. Hasta una comadreja o un gato montés podrían cortamos el gaznate cuando estemos roncando en el suelo.
—¿O sea que montaremos guardia todas las noches? ¡Oh, dioses! —se quejó Semoor—. ¿Por qué será el mundo tan malditamente injusto?
Fue Florin el que hizo un alto esa vez para volverse y echar a Semoor una mirada severa.
—No sé por qué; tal vez lo sepan los dioses. Lo que sí sé es que somos aventureros y que, es cierto, el mundo no es justo. Para hacer que sea justo, estamos nosotros. Todos nosotros.
El silencio se impuso cuando terminó de decir esas palabras, y envueltos en él, los Caballeros siguieron andando, mientras cada uno manifestaba a su modo su acuerdo con las palabras de Florin.
Absorto en sus pensamientos, el mago Targon abandonó un alto balcón de Zhentil Keep y avanzó por la cámara desierta y en penumbra que daba a ese balcón. No tenía ningún conflicto particular con la mayor parte de los magos zhentarim de menor rango —todos eran unos advenedizos sin escrúpulos, sin duda, pero ¿había alguien que no lo fuera en la Hermandad?—; no obstante, los cinco o seis magos a los que quería sacar de en medio eran duros de pelar. Para evitar que la totalidad de la Hermandad lo considerara un peligro para todos, tendría que actuar con gran cautela contra cualquiera de ellos a quien decidiese eliminar primero.
Eso quería decir que tenía que aprender mucho más sobre sus alianzas con los ojeadores y con los sacerdotes de Bane, y sólo los dioses sabían con cuántos más, para…
Se tambaleó, se curvó hacia atrás y allí quedó, temblando, súbitamente atravesado por la espada Armaukran.
Había llegado volando por el cielo y atravesó la arcada desde el balcón con tanta rapidez que el conjuro de custodia luminosa que estaba usando no había tenido ni tiempo de tintinear. Ahora el dolor era tan lacerante que a duras penas podía pensar nada coherente.
Tendría que haber oído la espada al aproximarse.
¿Qué le había sucedido?
Desesperado, Viejo Fantasma tanteó con su voluntad los encantamientos de la espada mientras una bruma roja de dolor amenazaba, con sumir su mente en el olvido…
—¡Muere! —exclamó Horaundoon, horadando con su odio, como un bramido ensordecedor, la mente de Viejo Fantasma—. He sido modificado y ya no necesito tenerte miedo nunca más, ¡cruel maquinador!
El zhentarim avanzó a tumbos por la habitación atravesado por la espada, mientras las dos mentes luchaban en medio de la oscuridad que se iba condensando en su cabeza, una oscuridad que sonreía y se concentraba en torno a Horaundoon, con garras cada vez más firmes.
Desde algún punto próximo a su mano, oyó que Viejo Fantasma decía con voz untuosa:
—Conque no lo necesitas, ¿eh?
Entonces, se apoderó de él una oscuridad que estalló en furia carmesí cuando un sentiente invadió a otro sentiente abrumado.
Esa vez, Viejo Fantasma se aseguró de su enemigo, doblegando totalmente y sin clemencia a un Horaundoon que no paraba de aullar.
Cuando el estruendo mental se hubo acallado otra vez y se encontró solo en las rezumantes ruinas de la mente y el cuerpo moribundo de Targon, sólo supo que la espada era un recipiente suficiente en que habitar y en que confiar.
Miró, colándose entre hilos de encantamientos y poderes desaprovechados… y se sintió otra vez entusiasmado, después de tanto tiempo…
—Hay mucho espacio en esta espada, espacio para una docena de mentes o más si soy capaz de dominarlas a todas a un tiempo. Compañía para siglos, para calentarme con sus fantasías y sus recuerdos y sus odios, hasta que me canse de ellas y las subsuma o las destruya.
Targon, moribundo, se desplomó, y la espada lo abandonó y salió volando. Dejó atrás el balcón y describió un gran arco ascendente, camino del Valle de las Sombras.
Un tonto menos para ponerme trabas. Adelante, en busca de otros.
Mientras la hoja color azul plateado zumbaba surcando el aire como una centella, Viejo Fantasma se preguntaba si la espada sonreiría con tanta satisfacción como él. En realidad, no tenía ninguna prisa. Habría tiempo más que suficiente para destruir aventureros cuando los Caballeros de Myth Drannor llegaran finalmente al Valle de las Sombras.
Brorn Hallomond encontró el viejo ataúd que andaba buscando. Se necesitaría la fuerza de un oso para apartar la tapa de piedra y atacarlo. Allí podría dormir y recuperarse.
¡Oh!, si al menos hubiera podido robar otra ampolla curativa.
Puestos a desear…, si hubiera podido hacerse con un castillo lleno de sirvientes y buena comida, y un título para rematarlo.
Tal vez la próxima vez.
Golpeó el cierre de la piedra corredera con el pomo de su daga, jadeando por la aflicción que le producía cada golpe. Levantó la tapa con bisagras, aullando de dolor y más o menos se dejó caer encima del cadáver quebradizo y amortajado que había dentro.
Bajo su peso se transformó en astillas y polvo de huesos, y tuvo que sofocar todo lo que pudo el inevitable acceso de tos y estornudos que sobrevino a continuación. Cuando por fin se pasó, Brorn volvió a colocar la tapa desde dentro, se volvió hacia la hendidura de la piedra para poder respirar y se quedó allí quieto, esperando que el cansancio superara al dolor y le permitiera dormir.
Agradeció a los dioses, fueran cuales fuesen, que le hubieran sonreído. Cuando esa maga de guerra, Tsantress o comoquiera que se llamase, descubriera que le faltaba su pequeño símbolo, tal vez sólo entonces recordase que también cierto matón se había desvanecido de la hondonada donde se estaba realizando la sanación.
Era de esperar que no fuera tan obstinada como para volver allí a buscarlo.
Aunque lo cierto era que la mayoría de los magos de guerra lo eran, ¡maldición!
Palpó la daga que llevaba al cinto, para estar preparado si ella retiraba la tapa. Una daga contra su varita, y probablemente las de media docena más de valientes magos de guerra.
De todos modos, era lo mejor que podía hacer. Él no era lord Yellander; apenas era un matón a su servicio.
Por ahora.
—Niebla nocturna, y estamos llegando a promontorios rocosos —dijo Florin en voz baja—. No me gusta esto.
—Al menos las rocas son un escudo sólido contra nuestra espalda —dijo Islif—. Todavía no he encontrado un solo árbol, por grande que sea, que me inspire tanta confianza.
—Debemos montar guardia —dijo Pennae, que iba por delante de todos ellos—, y encontrar algún refugio que seamos capaces de defender, aunque para eso tengamos que matar a algún oso y apoderarnos de su cueva.
—Aventura —dijo Jhessail, consiguiendo un tono ácido mientras bostezaba.
—Ahí arriba —dijo Doust, señalando un poco más arriba por una pendiente de piedras sueltas que tenían a su izquierda y que se transformaba en la pared de un acantilado en las alturas—. Ese saledizo. Si dormimos ahí arriba, nada que no tenga alas podrá llegar a nosotros sin hacer un montón de ruido.
—Cantos rodados en abundancia hasta el camino bajo sus pies, garras o barriga reptante —coincidió Pennae—. Buen hallazgo, Suerte de Tymora.
—¡También Lathander nos sonríe! —dijo Semoor.
—He oído insinuaciones mejores para llevarme a la cama —le dijo la ladrona con tono casi cariñoso—. Ahora, cuanto más rápido llegues ahí arriba y te acomodes para dormir, tanto más pronto podrás estar orando al Señor de la Mañana para que nos mantenga con vida y veamos el siguiente y glorioso amanecer…, y más pronto podremos dormir un poco.
Semoor suspiró, miró a Doust y empezó a subir.
—Dormid vestidos, con botas y todo —intervino Islif, observando mientras Semoor conducía a Doust perezosamente por la resbaladiza pendiente de piedras movedizas. Luego, miró a Florin y sonrió—: Creo que ya está elegido el campamento, valiente jefe.
—Yo no soy nuestro jefe —dijo Florin con exasperación.
—¡Oh, sí que lo eres! —le dijo Jhessail en voz baja—. Da la casualidad de que vas al frente de unos aventureros afligidos, con mentalidad de bufones, que de vez en cuando se sobreponen a su condición de tales. —Dicho esto inició el ascenso, con el pelo rojo formando un remolino sobre sus hombros.
Un poco más arriba lo miró por encima del hombro.
—¿Me pones a dormir, valiente jefe?
Florin esperó que estuviera de guasa.
—Sus nombres eran Harreth y Yorlin —le dijo el joven mago de guerra a Vangerdahast mientras contemplaban los dos cadáveres en las mazmorras—. Eso es lo que hemos averiguado. Trabajaban para el traidor lord Yellander. No sé cómo llegó Harreth aquí abajo ni cómo pensaba liberar a Yorlin, pero fuera lo que fuese lo que intentó, le falló y los mató a ambos.
El mago real suspiró.
—Una conclusión razonable, muchacho, pero equivocada. Puede que Yorlin esté colgado ahora en esas cadenas mágicas, pero no era el prisionero que yo encerré aquí ni el prisionero que estaba aquí anoche, cuando escudriñé por última vez las mazmorras. Falta un hombre en esta celda, un mago de guerra traidor, y no creo que nos equivoquemos mucho si decimos que fue liberado por la acción de estos dos y que estos recibieron la muerte como recompensa. —Su boca se plegó en una especie de sonrisa—. Bien mirado, fue realmente una recompensa.
El joven mago de guerra parpadeó.
—¿Lo fue?
—Sea cual fuera la muerte que les dio, disfrutaron de un final más rápido y menos doloroso del que yo les habría dado por perder otra vez a Onsler Ruldroun.
—¡Padre! —el grito de Torsard Espuelabrillante reflejaba auténtico entusiasmo.
Su padre se apresuró a esconder la pequeña nota que había recibido de Luna Plateada, usándola como marcador en el grueso volumen —una historia de la vida de Baerauble de Cormyr— que estaba leyendo. Cerró el libro justo a tiempo, cuando el joven lord Espuelabrillante irrumpía ya en la habitación.
—¿Has oído ya la noticia? ¡Un mago de guerra traidor escapó de las mazmorras de la Corte Real, de las celdas más profundas!
Lord Elvarr Espuelabrillante enarcó las pobladas cejas.
—¿De las mazmorras?
—¡Sí! ¡Se llamaba algo de Runa! Ha estado colgado de esas cadenas encantadas porque en su mente hay algo precioso, por eso el viejo lanzaconjuros no puede matarlo. ¿Has oído hablar de eso?
Lord Espuelabrillante padre asintió lentamente.
—Sí, resulta que sí. ¿De dónde proviene esta noticia? ¿Trae adjunta alguna advertencia?
Torsard hizo un gesto con la mano, como restándole importancia.
—¡Bah!, lo habitual: mirad bajo las camas, está en todas partes. ¡En todas partes! Pura alharaca.
—¿Y de qué boca salió por primera vez esa alharaca? —volvió a preguntar Elvar pacientemente.
Su hijo parpadeó.
—¡Oh!, dicen que de la boca de la princesa Alusair.
Lord Elvarr Espuelabrillante hizo una mueca, y luego rio en voz baja.
—¡Vaya! Eso no va a gustarle nada a nuestro queridísimo Vangerdahast.
—Mi viejo amigo Yellander me retribuyó muy bien. Esos idiotas no sabían quién era yo, pero sin duda sabían dónde estaba y lo que me tenían que traer. Incluso llevaban sus instrucciones por escrito, para asegurarse de que lo harían todo como debe ser.
—¿Y?
—Y yo los maté, por supuesto. Usando el conjuro que tantas ganas tenía de volver a usar, un conjuro, dicho sea de paso, que significa que no te atrevas a intentar traicionarme, y me bebí sus vidas. Ese es el motivo por el que sonrío así. ¡La energía vital de tres hombres arde en mi interior como una llama!
Telgarth Boarblade procuraba que su rostro no expresara ninguna emoción. Se había estado preguntando por qué un mago de guerra veterano de mirada fría hablaba ahora por los codos.
Así pues, no había sido rescatado por un espectro chiflado, sino por alguien casi chiflado.
¿O sea que para vivir una triple vida era necesario que te atravesaran tres veces con una espada? Era para pensárselo…
Onsler Ruldroun seguía parloteando.
—¡Lo mejor de todo es que Vangerdahast no puede lanzarme ni el menor conjuro! Ningún reino puede confinarme y n…
—¿Qué es eso? —dijo Boarblade abruptamente para poner coto a esa corriente de insensateces. Inclinó la cabeza como si hubiese oído algo.
El mago de guerra o, como suponía Boarblade, ex mago de guerra —¿qué era lo que se hacía oficialmente con los magos de guerra traidores, aparte de ejecutarlos?— se calló, loados fueran los dioses, y echó la cabeza hacia delante para escuchar con atención.
A continuación, hizo un movimiento con la mano para lanzar un conjuro rápido.
Después de un momento, asintió, sacó algo de un bolsillo que tenía en el cinto y se lo entregó a Boarblade. Era una piedrecita de lo más corriente.
—Bien hecho, Boarblade. Me devuelves el favor de haberte liberado. Arroja eso al hombre que encontrarás merodeando fuera. Aciértale, pero ten cuidado de lanzarla con lentitud y solapadamente, como una niña pequeña que balancea el brazo para atrás y para adelante para arrojar algo lo más alto posible.
Boarblade asintió, sin pedir explicaciones, aunque de todos modos el mago de ojos relucientes le dio una.
—Necesito tiempo para pronunciar la palabra activadora, mientras la piedra está en el aire; para hacer que tenga un efecto letal sobre el siguiente ser vivo al que toque.
—¿Hay sólo una persona ahí fuera? —inquirió Boarblade en voz baja, preguntándose, mientras cogía la piedra, a qué inocente habría condenado con su estratagema, aunque realmente no era algo que le preocupase demasiado—. ¿No hay posibilidad de que confunda el objetivo?
—Sólo uno. Lánzala lentamente, no lo olvides.
Boarblade asintió y se puso en movimiento. Bueno, había trabajado para peores amos.
Mientras las dos princesas se sentaban en las butacas que les había señalado el mago real, el propio Vangerdahast cerró y pasó el cerrojo a la puerta, recogió una varita mágica de una mesa auxiliar que había por allí y formuló un minucioso conjuro que hizo que las paredes, el suelo y el techo quedaran bañados por un resplandor de un color azul profundo.
Eso dio lugar a un breve sonido parecido a un cántico, y a medida que se desvanecía, también desapareció la luminosidad, y todo recuperó el aspecto que tenía antes.
—La custodia más fuerte que conozco —explicó el mago, yendo a reunirse con las princesas—. Tal como os había prometido, esta reunión será totalmente privada.
La mirada de la princesa Tanalasta era fría y cuando habló, lo hizo con una calma perfectamente educada.
—Entonces, lord Vangerdahast, ¿saben nuestros padres que está teniendo lugar? —preguntó.
Alusair echó una mirada a la pequeña habitación de sencillo mobiliario. No recordaba haber estado antes en ella, a pesar de que había dedicado varios años a deleitarse metiéndose, enredando y rebuscando por todo el Palacio Real. ¿Cómo era posible que jamás hubiera reparado en esa puerta que había en el fondo de la Cámara de los Dragones Astados?
Esa maldita magia. Tanalasta se cansó de esperar una respuesta que, evidentemente, no iba a llegar.
—Sí, antes de que lo requieras —dijo Tanalasta—, nos estamos preguntando por qué nos has, ¿eeeh?, invitado a venir aquí. También esperamos algunas respuestas cuando preguntamos, Vangey. Somos de sangre real y lo que decimos vale para un cortesano y para todos.
El mago real se sentó frente a las dos princesas, sorprendiéndolas con una sonrisita amistosa.
—Lo siento, Tana. Mis más sentidas disculpas si la informalidad puede ofenderos, a una u otra. He dedicado gran parte de mi vida a vigilaros y a tratar de formaros, aunque a veces lo haya hecho con cierta torpeza y rudeza, y muy a menudo pienso en vosotras como si fuerais una especie de nietas. Espero que con el correr de los años podamos incluso ser amigos.
—Quiere algo —le dijo Alusair a su hermana.
—Por supuesto que quiere algo —dijo Tanalasta—. Todos los que vemos o conocemos siempre quieren algo. Sin embargo, entiendo lo que quieres decir: este mago nunca se molesta en ser cortés, salvo con nuestros padres, a menos que quiera algo que no pueda obtener por la fuerza ni por imposición.
Se volvió a mirar al mago real.
—Sin embargo, puesto que estamos hablando en privado, no me importa lo más mínimo que me llames Tana, Vangey —volvió a mirar a su hermana—. ¿Luse?
Alusair se encogió de hombros.
—Puede llamarme como le apetezca. Si se pone demasiado impertinente, pasaré de Vangey a Lanzatruenos. Ahora, ¿podemos seguir con esto?
—Sí —suspiró Vangerdahast con un atisbo de resignación—. ¿Por qué no?
—Enterrado, y la pila de estiércol otra vez sobre la tumba —informó Boarblade, decidido a no usar palabras innecesarias.
Después de todo, el charlatán de su amo ya le proporcionaría muchas más de las que necesitaría jamás.
—Bien —dijo Ruldroun—. Cierra la puerta.
Cuando Boarblade se volvió, el antiguo mago de guerra estaba de pie y silencioso en el rincón más apartado de la habitación; tenía dos varitas en las manos y le apuntaba a él con las dos.
La larga estera que antes estaba en el suelo entre la puerta y ese rincón había sido apartada hacia un lado para dejar al descubierto una secuencia de círculos de tiza, como una fila de piedras que se tocasen entre sí entre el lugar que él ocupaba y el otro desde el cual su nuevo amo lo observaba. Se percibía un claro peligro.
—Entonces, Telgarth Boarblade —dijo Ruldroun en voz baja—, ha llegado el momento de que me cuentes algunas verdades. Eres un mago de escasa capacidad, ¿no es así?
—Lo soy.
—Durante años has sido un zhentarim.
—Así es.
—No me lo habías mencionado.
—Jamás me lo preguntaste, ni insinuaste siquiera el deseo de conocer mi pasado.
—¿Tu pasado? ¿Quieres decir que ya no eres un zhent y que no volverás a colaborar con ellos?
Boarblade asintió.
—Sí, cuando me arrancaste de mi prisión y me ofreciste que te sirviera, acepté, y eso puso fin a todas mis alianzas anteriores. Si alguna vez me ordenas que finja una colaboración leal con la Hermandad, lo haré, pero incluso antes de que me llevaran los magos de guerra ya había decidido que los zhentarim se estaban convirtiendo en un nido de víboras que cazaban cada una por su cuenta, y que sólo manifestaban suficiente obediencia para evitar encontrarse entre los cazados. Un Cormyr despojado de los magos de guerra que lo mantienen unido nos beneficiaría a todos, de modo que continué con la tarea que me había sido asignada, pero ya había empezado a trabajar en una manera de fingir mi propia muerte y desaparecer. Mi opinión de la Hermandad no se ha modificado.
—¿Todavía trabajas por un Cormyr donde facciones enfrentadas de nobles pretenden llegar al poder y donde los Obarskyr pierden el férreo control que les garantizan los magos de guerra?
—Creo que eso sería mejor para todos que el Cormyr en el que estamos en este momento. Ahora no trabajo por nada que no sea lo que tú quieras encomendarme.
—Bien dicho. Los conjuros hechos sobre tu mente me impiden penetrar en ello o afectar tus sentimientos y puntos de vista. Elimínalos.
Boarblade suspiró.
—No puedo. Me fueron impuestos por zhentarim mucho más poderosos que tú o que yo. Ni siquiera puedo tratar de tocarlos. Si tú o cualquier otro los transgrede, no sólo me volvería loco sino que inmediatamente alertaría a los zhents de los niveles más altos sobre lo sucedido y sobre el lugar preciso donde estoy. También me transformaría para ellos en un instrumento con el que trabajar. Además, no creo que tú quieras enfrentarte a los conjuros de lord Manshoon, que saldrían de un cuerpo que no le importa arriesgar en lo más mínimo.
Los ojos de Ruldroun destellaron.
—No sería una de mis situaciones preferidas, es cierto. Así pues, tengo que confiar en ti, y sin embargo, no puedo.
Boarblade se encogió de hombros.
—Piénsalo. Cada hombre de todo Faerun que no sea un sacerdote o un mago de poder considerable tiene que confiar en otros sin entrar en sus mentes, y muchos de ellos lo consiguen. A veces, esa confianza es justificada e incluso se ve recompensada. Yo intento justificar y recompensar tu confianza. ¿Prefieres un pacto de sangre?
Ruldroun no pudo ocultar su sorpresa.
—Ese era precisamente el conjuro que yo iba a proponer. Mejor que mejor, Telgarth Boarblade, podrías llegar a gustarme.
—Y tú a mí, mi señor, incluso cuando empiecen las matanzas y las traiciones.
—Confieso que tu sinceridad me encanta, Vangey —dijo la princesa Tanalasta—. Incluso me atrevería a dudar mucho de que haya alguien en Cormyr que en este momento esté teniendo una conversación tan directa y sincera sobre asuntos del reino y sobre la lealtad y otras cuestiones de peso.
—Considérame a mí también complacida —añadió Alusair—, aunque molesta por el hecho de que nunca hayas considerado adecuado tratarnos así, en pie de igualdad.
Vangerdahast dejó escapar un suspiro.
—Os ruego que me perdonéis, altezas, pero antes de este momento vosotras no estabais preparadas para esto. ¡Oh!, no tengo la menor duda de que os creíais preparadas. También lo creía vuestro real padre cuando era un poco más joven de lo que sois vosotras ahora. Sin embargo, no estuvo preparado hasta tener más o menos una década más que tú, Tana.
Todavía anteponía sus deseos del momento al amor por el reino.
—¿Sus deseos del momento? —preguntó Alusair—. Yo diría que aún lo hace. Una doncella aquí, la esposa de un mercader allá, una…
—¡Luse! —le soltó Tana—. ¡Basta ya!
—¡Vaya! Creía que estábamos siendo directos y sinceros —dijo la princesa más joven—. ¿O es que todavía pretendes poner límites, tal como lo hace Vangey?
—Altezas —dijo el mago con tono de reprobación y alzando una mano como señal a Tanalasta para que no diera una respuesta airada—, como ya os he dicho, yo no voy…
—Sí, pero lo haces —retrucó Alusair—. Controlas todas las conversaciones que tienes, Vangey. Incluso cuando respondes a órdenes directas, o a peticiones del rey y la reina. Pones límites por lo que dices y por lo que no dices, y lo que niegas o adviertes con semblante grave que no debe ser discutido. Pones límites respecto de casi todo en el reino. Es una de las cosas que haces. Alguien tiene que hacerlo, supongo, pero ¿por qué tú? Es algo para lo que nunca he encontrado una buena respuesta. Mi madre, la reina, lo haría mucho mejor, e incluso Alaphondar. Yo…
—Luse, por favor, ya basta —interrumpió Tanalasta—. Coincido con todo lo que estás diciendo, pero considero que no es necesario, a menos que vayamos a asesinar de algún modo a este hombre que tenemos sentado delante. Descalificar todo lo que hace es una pérdida de tiempo. Prefiero oír más de esas verdades sinceras de él, por si no volvemos a tener ocasión de hacerlo. —Se inclinó hacia delante en su silla y le dijo a Vangerdahast—: Así pues, cuéntanos una historia, mago; sobre el motivo por el cual se envió lejos a los Caballeros de Myth Drannor y lo que les está sucediendo, y todo lo que consideres adecuado revelar sobre la conspiración entre los magos de guerra… y sobre lo que te traías entre manos en el Palacio Perdido.
—De acuerdo —concedió Vangerdahast—. ¿Por dónde empezamos?
—Podemos comenzar conmigo expresando, lo más cortésmente que pueda —dijo Alusair—, lo que mi hermana mayor es demasiado educada y cortés para decir: ¡lo endiabladamente furiosas que estamos las dos, mago, de no haber sabido siquiera que el Palacio Perdido era algo más que una leyenda! ¿A eso lo llamas tú prepararnos para conducir, o en su caso gobernar, el reino?
El mago real suspiró.
—Supongo que explotaréis si digo que todavía no estabais preparadas para que os dijeran esas cosas.
—Sí —le dijo Alusair con fingida dulzura—, y además encima de ti.
Vangerdahast no sonrió… del todo.
—Entonces, siendo como soy el hombre más sabio de todo Cormyr, no lo diré.
A pesar de sus denodados intentos de no hacerlo, la princesa Tanalasta lanzó un bufido.