Un secreto de la corona, o tal vez más
Que se lleven mis caballos altos,
mi cofre de monedas, carretas, once,
mis mejores botas, espada y manto.
Pero el mayor tesoro mi cabeza esconde:
secretos de la Corona ¡cuantos!
Dasshara Lornyl,
dama comerciante de Neverwinter,
La canción del mercader;
representada por vez primera
en el Año del Trueno
Había hecho lo correcto, reducir al mínimo las pérdidas y escapar.
Lo correcto, se repitió, buscando la calma refrescante, calculadora que tanto apreciaba.
Los impetuosos solían labrarse su propio infortunio. La furia quemaba al que la sentía. Había que ser tan paciente como el hielo y como la piedra, y sumirse en el silencio hasta el momento de la estrepitosa caída.
Los tan trillados dichos le aportaron el esperado alivio, y Manshoon siguió avanzando por los oscuros pasillos de Zhentil Keep, convencido de que si algo se permitía sentir, eso era alivio; pero, a pesar de todo, hervía de furia.
—Pésimo, pésimo humor —murmuró las palabras de una cancioncilla de moda, tratando de distraerse, pero no lo consiguió.
Estaba de un humor de perros. Su representación de Vangerdahast había sido un trabajo magistral. Había estado a punto de efectuar la Desvinculación. Había provocado la destrucción de muchos de los liches de los que tan difícil le había resultado escapar y a los que le había costado tanto pacificar en sus anteriores visitas al Palacio Perdido. Había conseguido herir, debilitar o incluso matar a muchos enemigos potenciales: esos aventureros, unos cuantos Arpistas, algunos magos de guerra, incluso al propio Vangerdahast.
Y sin embargo, nada de eso le producía placer ni satisfacción, ni el menor atisbo de consuelo.
Estaba furioso con todos los que lo habían puesto al borde mismo de la muerte, y más furioso aún consigo mismo por tener miedo de volver al Palacio Perdido para destruirlos a todos.
—Fuego negro —dijo con rabia—. ¡Talar y fuego negro!
Blasfemias moderadas, pero él pocas veces blasfemaba, y casi nunca en voz alta. Los comandantes no tenían necesidad de blasfemar, y esa era la imagen que había escogido como blindaje, especialmente entre todos esos taimados, sanguinarios y ambiciosos hermanos que había entre sus zhentarim.
Sanguinario, sí. Eso era lo que había que ser ahora mismo. Por la mayor gloria de Bane y la mayor exaltación, también, de un tal Manshoon. Ahora sabía lo que tenía que hacer.
Una vez llegado a esa conclusión, tomó el camino lateral que partía de la siguiente gran cámara, girando en la resonante oscuridad para dirigirse a cierta bóveda.
No era un camino corto. Con rostro impasible, pasó por delante de un puesto de guardia tras otro, respondiendo con soltura a un desafío tras otro.
Al final del camino, detrás de más puertas vigiladas, había una mesa. Era el único mueble de una habitación oscura, cuatro patas rectas y un tablero liso sobre el cual descansaba un lecho de madera abierto por un extremo. En ese lecho descansaba el mayor tesoro mágico que había conseguido crear hasta entonces: un Bastón de Perdición.
Nada que ver con los bastones de perdición de la antigüedad. De hecho, algo así como una comedia de un solo acto. Aparte de permitir al que lo portaba caer suavemente desde un acantilado o un lugar elevado, y alterar la luz en una pequeña área a su alrededor, sólo podía hacer una cosa: emitir ojeadores letales. Es decir que sus extremos globulares se convertían, con la orden pertinente, en portales que lanzaban fuera un ojeador cada uno desde un espacio de estasis que él había llenado hasta el momento con catorce ojeadores no muertos.
Lo había estado manteniendo en secreto para el caso de una necesidad apremiante, con la esperanza de que esa necesidad surgiera después de haber aumentado el bastón con otras potencias batalladoras.
Sin embargo, la muerte era lo que les aguardaba a los que esperaban demasiado para considerar que sus necesidades eran apremiantes.
Podía, y debía, usarlo ahora, sin más tardanza.
Volvería subrepticiamente al Palacio Perdido, plantaría el bastón en un lugar adecuado, lo dispararía para desatar a dos ojeadores mortales a fin de destruir todo vestigio de vida y de no vida en el lugar, y a continuación, a volar. Unos días más tarde, cuando volviera, los únicos entes sentientes serían los ojeadores mortales. Les ordenaría volver al bastón para cualquier uso ulterior y para saquear el lugar a voluntad. Otra posibilidad era dejarlos sueltos para que presentaran batalla a Vangerdahast o a cualquier mago de guerra que viniese a merodear por ahí mientras él se dedicaba a despojar al Palacio Perdido de toda la magia que quisiese.
Había superado los últimos puestos de guardia humanos, y los monstruos mantenidos en estasis, a excepción de la araña venenosa que aguardaba en la propia bóveda. También había superado al último par de autómatas provistos de espadas, y estaba atravesando la abertura que sus murmuraciones habían abierto en la cortina confinada por conjuros de cieno reptante y carnívoro. Sólo quedaban sus propias custodias: cortinas reverberantes de conjuros mágicos entrelazados que podían ser destruidos por un asalto de magia de poder suficiente, pero que nadie fuera de sí mismo podía restablecer exactamente como él los había dejado.
Frente a él, reverberaron intactos, por supuesto.
Siguió andando, apartando cada uno de ellos a su paso y dejando que se volvieran a sellar a continuación. La falta de cuidado es lo que más muertes produce entre los magos, y andar entre la Hermandad sin cuidado era como bailar con los ojos tapados y desnudo en un pozo de víboras enfurecidas y hambrientas.
La última custodia se abrió a una palabra y un gesto suyos, y entró en la bóveda, pronunciando las palabras que mantendrían a la araña inmóvil por encima de él.
Se detuvo, estupefacto e incrédulo.
El lecho que había sobre la mesa estaba vacío.
Miró en derredor mientras se acercaba a él.
—¡Sangre blanca! —susurró, atónito, marcando bien las sílabas.
Su bastón —su obra maestra inacabada— había desaparecido.
Manshoon corrió alrededor de la mesa, sabiendo que su búsqueda sería infructuosa. Ya podía ver todos los rincones de la bóveda y el suelo del otro lado de la mesa. Alzó los ojos y sólo vio el resplandor satinado y constante del conjuro de irradiación que había formulado hacía tiempo para dar luz al lugar. El techo, al igual que el suelo y las paredes, estaba desnudo. Se puso de rodillas y examinó el lado inferior de la mesa, aunque el bastón era demasiado largo como para que hubiera sido escondido allí. Nada, por supuesto.
Sintió bullir la rabia en su interior. Manshoon de los zhentarim hizo un conjuro de rastreo sobre el lecho, con la esperanza de que una mota de polvo o un fragmento imperceptible se hubiera desprendido del bastón y hubiera quedado como vestigio para tratar de rastrear el artilugio desaparecido. Si la magia hacía su trabajo, podría identificar a quien lo hubiera cogido y averiguar adónde lo había llevado.
Su conjuro relumbró y una esperanza nació dentro de Manshoon al ver que había encontrado algo y se ponía a trabajar.
El conjuro se desvaneció y dejó a Manshoon ante algo pequeño y blanco que había en el lecho, algo que antes no estaba allí, o al menos no era visible. Era…
Era una diminuta talla en piedra de una mano izquierda humana, pero con el dedo índice apuntando directamente hacia fuera o hacia arriba; estaba perfectamente tallada en piedra blanca.
Un diminuto símbolo sagrado de Azuth.
Lo que salió de su boca esa vez fue una auténtica blasfemia. Se puso tan blanco como el hueso.
Se retrajo de la pequeña talla como si quemara, y luego, con todo cuidado, volvió a acercarse y la miró con detenimiento. Su rabia se fue disipando poco a poco y se envolvió en una calma fría.
En su recorrido de vuelta por todos los puestos de guardia, encontró consuelo en una súbita idea.
Manshoon de los zhentarim se había convertido en alguien tan importante que hasta los dioses habían reparado en él.
—Un acuerdo, Amigo Conseguidor, es un acuerdo —dijo el regordete y andrajoso sacerdote de Tymora con dignidad—, y me he ocupado de que este sea un vínculo ante los dioses, o al menos los dioses que más nos gobiernan a ambos. Tymora ha respondido a mis plegarias con sagradas visiones tan vividas como específicas. ¿No me has asegurado tú que lo mismo había hecho Máscara contigo?
—S…, sí —dijo Torm, no muy convencido y alzando el bastón en las dos manos—. Es sólo que yo… jamás había robado nada tan poderoso ni tan bien protegido. Yo… —Agitó una mano para indicar la lucha que estaba manteniendo para encontrar las palabras adecuadas. Su habitual ingenio lo había abandonado; luego dijo abruptamente—: Mis manos se niegan a soltarlo. Ansío tenerlo, acariciarlo…, entiéndeme bien, no como a una mujer, pero acariciarlo… con frecuencia, cada vez que sienta la necesidad. Algo en mi interior me dice que no quiero apartarme de él, no sea que nunca vuelva a tener la oportunidad de tocarlo con mis manos. Haularake, incluso mientras te lo estoy diciendo me parece descabellado, pero… es así. ¡Te aseguro que es así!
Rathan asintió con gesto comprensivo.
—Nosotros, los consagrados, sentimos lo mismo la primera vez que tocamos los sagrados altares y reliquias de nuestros dioses. No podemos soportar la perspectiva de apartarnos de ellos. Ese es el motivo por el cual algunos altares de los templos están rodeados por las noches por sacerdotes que duermen con las manos, o las mejillas, o alguna parte de su piel apoyado contra la piedra santa. ¡Acaban siendo un gran montón, roncando, en torno a un altar!
—Eso debe de ser un gran incordio para las devociones matutinas —dijo el joven ladrón, abrazando el bastón como si fuera un niño desmesurado que apoyara tiernamente sobre su corazón—. ¡Yo… no, no puedo hacer esto, de ningún modo!
—Y al negarte a hacerlo vas a abjurar de tres dioses —le recordó Rathan—. Veamos Torm, en la plenitud de la vida, ¿ya estás cansado de vivir?
—Tú no eres mucho más viejo.
—Yo —replicó el sacerdote de Tymora con tanta dignidad como cualquier viejo, lento y sabio supremo sacerdote— no soy el que está pensando en quebrantar un vínculo sagrado. Mi edad no tiene nada que ver con todo esto. Jamás he afirmado ser mayor que tú, ni más sabio. Simplemente creo que un vínculo es un vínculo, e incluso un ladrón para quien mentir y romper vínculos es cosa de todos los días debería sostener que un vínculo es un vínculo cuando el mismísimo dios de los ladrones ha tomado parte en el vínculo en cuestión. En suma, ladrón de bastones: si rompes este acuerdo, maldito seas.
Torm lanzó un hondo suspiro, observó el bastón que tenía en las manos y echó una mirada al claro del bosque donde se encontraban.
—Muy bien. Soy un sacerdote. Tengo todos los momentos de vigilia de mi vida para hablar de cuestiones sagradas, excepto cuando estoy realmente orando, por supuesto. Confío en que eso no te mueva a tratar de poner fin a mi vida en este mismo momento.
—No me tientes —musitó Torm—. Quiero oír cuál es el trato.
Rathan sonrió y se inclinó hacia delante sobre la roca en que se encontraba para clavar un dedo acusador en el ladrón.
—Se suponía que debías ser tú quien robara el bastón y pusiera en su lugar el símbolo de Azuth que te entregué. Eso te iba a proporcionar protección contra todo daño gracias a los conjuros y a la vigilancia del Invisible, dios de los lanzadores de conjuros, mientras realizaras el robo. Después, yo debía colocar el bastón en este altar de Azuth. —El sacerdote se volvió para señalar la piedra circular y de superficie plana que había en el extremo más alejado del claro, en medio de un lecho de hojas y tierra—. Y entonces el Invisible lo recuperaría y dejaría una recompensa en su lugar. Dividimos esa ofrenda a partes iguales, insisto, a partes iguales, ladrón, y tú le das tu mitad a Máscara, mientras que yo pongo la mía en un altar a Tymora.
Torm asintió, un poco cansado.
—Yo crezco en el favor de Máscara gracias a mi osadía al robar algo realmente poderoso, y tú te ganas una sonrisa de la Señora Suerte por idear este descabellado plan y convencerme a mí de participar en él.
—Exactamente —reconoció Rathan, entusiasmado—. ¡Tymora sea loada!
—Y Máscara tome un tinte rosado, o cualquier otro que lo favorezca —replicó Torm con amargura mientras alargaba un extremo del bastón hasta tocar el pecho de Rathan, al mismo tiempo que bajaba la cabeza y cerraba los ojos—. ¡Cógelo!
Cuidadosamente, casi de forma reverente, el sacerdote asió el bastón con ambas manos y tiró de él con la mayor suavidad.
Echando la cabeza atrás para suspirar con tal intensidad que su eco alcanzó a los árboles más próximos del bosque de Hullack, Torm lo soltó.
—Muy bien —dijo Rathan con tono apaciguador—. No fue…
—¡No lo digas! —gritó Torm, saltando de su roca para gritarle al sacerdote a la cara—. Sí, fue condenadamente difícil. ¡Muchísimas gracias por no pedir, ni sugerir siquiera, que siguiera esa línea de pensamiento! ¡Grrr!
Empezó a pasearse en torno a las rocas a grandes zancadas, sacando su florete y lanzando estocadas al aire, con tanta furia que el arma siseaba y silbaba al no encontrar nada que cortar.
Se detuvo, suspiró otra vez, devolvió el florete a su vaina y se sentó de nuevo en las rocas como si no hubiera sucedido nada.
—Está bien —dijo más calmado—. Está hecho. Supongo que ahora te toca a ti.
Rathan asintió. Tenía toda su atención fija en el bastón que sostenía en las manos, tal como lo había estado desde el momento en que el florete del ladrón había vuelto a su vaina. No lo acariciaba como había hecho Torm, sino que lo estudiaba, sopesándolo en las manos como si tratara de percibir la magia que contenía.
—¡Tymora mira hacia abajo! —dijo con voz entrecortada—. ¡Habrase visto semejante arrogancia! ¡Incluso le puso nombre!
—Bastón de Perdición —entonó Torm con tono grandilocuente—. Hecho por Manshoon, el más poderoso de los zhentarim —rio entre dientes—. ¡Vaya modestia!
—¡Hum! Tal vez temía que se confundiera con el bastón de otro zhent en una reunión cualquiera de la Hermandad —dijo el sacerdote de Tymora—. Debemos contemplar esa posibilidad.
—Sí, y también debemos pensar que tal vez al árbol del que lo cortó ya le naciera la rama con esas palabras grabadas por las manos de los dioses —replicó Torm con sarcasmo—, y él simplemente lo encontró y se apoderó de él la inspiración, pero perdona si no me inclino por esa posibilidad, ¿eh?
Rathan alzó la cabeza y le echó al ladrón una mirada grave.
—Tu fe dista mucho de ser fuerte.
—Lo que es fuerte es la fe que tengo en mí mismo —contraatacó Torm—. De los dioses no estoy tan seguro, especialmente de las fantasiosas versiones de los dioses que me ofrecen algunos sacerdotes. Algunos sacerdotes, obsérvese bien. No tú, robusto defensor de Tymora.
Rathan volvió a alzar la vista.
—¿Robusto defensor?
—¡Ah!, veo que estabas escuchando —dijo Torm, sonriendo—. Fue un desliz, te lo aseguro.
—Tus seguridades —le respondió el sacerdote con sorna— son tan firmes como tu fe.
Se puso de pie, con el bastón en las manos, y le echó a Torm una mirada larga y firme.
—Hazlo —dijo el ladrón con calma después de un tiempo—. No voy a abalanzarme sobre ti ni a arrancártelo de las manos.
Rathan asintió, se volvió lentamente, y luego recorrió con aire solemne el claro, sosteniendo horizontalmente el bastón ante sí.
Torm lo siguió, bastante apartado hacia un lado, observando de forma alternativa el bastón y el altar, como esperando que uno u otro, o ambos a la vez, estallaran en algo estruendoso, brillante y diferente.
No sucedió nada, y nadie saltó a la vista detrás del altar.
Cuando llegó a ese disco de piedra enorme y liso, el sacerdote de Tymora se detuvo, avanzó el bastón y anunció con calma:
—Soy Rathan Thentraver, un indigno sacerdote de Tymora. Al sagrado Azuth le entregamos esto, el señor Torm y yo.
Inclinándose hacia delante, depositó cuidadosamente el bastón en el altar, retrocedió, hizo una profunda reverencia y retrocedió aún más.
El bastón permaneció inmóvil sobre el altar. Sobrevino un silencio y no sucedió nada.
Cuando hubieron pasado varios segundos, Torm suspiró.
—Bueno, eso fue algo…
El altar resplandeció; un brillante puño blanco de motas danzantes se elevó de la piedra negra en torno al bastón y las motas se reunieron en una esfera que había a unos treinta centímetros por encima del altar.
Ante los ojos de Torm y Rathan, la esfera creció hasta llegar al tamaño de un escudo; después se hizo tan grande como las rocas sobre las que habían estado sentados en el otro extremo del claro. Una luz blanca y cegadora hizo retroceder rápidamente al ladrón.
—¡Si eso explota…!
Rathan ni se movió. La luz cubrió el altar y se derramó por sus bordes como la cera derretida de una vela, ocultando totalmente el bastón. Luego, de forma totalmente repentina, pasó del blanco a un azul profundo, intenso…, y empezó a disiparse.
El bastón había desaparecido, pero había algo en su lugar. Un montón…, no, dos montones, acompañados de un tufillo a tabaco de pipa.
La radiación azul alcanzó todavía mayores proporciones y se hicieron visibles dos montoncitos de gemas, uno a cada lado del altar, cubiertos con un saquete de cuero del que sobresalían cuatro ampollas metálicas cilíndricas.
—¿Pociones curativas? —dijo en un susurro Torm al desvanecerse totalmente el resplandor.
—Es posible —musitó Rathan sin dejar de mirar el altar ni por un instante.
En uno de los saquetes podía leerse «Torm» y en el otro «Rathan». Cada uno tenía un trocito de pergamino metido dentro.
Torm y Rathan dejaron de mirar el altar por un instante, y se miraron el uno al otro con perplejidad. Luego, los dos se encogieron de hombros, dieron un paso adelante, cogieron sus pergaminos y los leyeron.
—¿Y bien, hombre santo?
—Rathan —leyó el sacerdote en voz alta—, ve al Valle de las Sombras. Una vez allí, utiliza cualquier pretexto para convertirte en un Caballero de Myth Drannor digno de confianza.
Entonces, lanzó una exclamación de sorpresa cuando el pergamino se convirtió en polvo entre sus dedos. Miró rápidamente al ladrón.
—Torm —leyó el ladrón rápidamente—, ve al Valle de las Sombras. Una vez allí, utiliza cualquier pretexto para convertirte en un Caballero de Myth Drannor digno de confianza. —Igual que el otro, su pergamino se convirtió de inmediato en polvo.
Volvieron a mirarse el uno al otro.
Rathan por fin pudo hablar, aunque con voz apenas audible.
—¿De confianza? ¿Nosotros?
Torm hizo una mueca.
—¿Tienes algo de beber? Siento que ahora mismo necesito beber algo. Más bien mucho.
A solas en una habitación del Palacio Real de Suzail, la maga de guerra Laspeera terminó de formular cuidadosamente un conjuro.
En torno al hargaunt que estaba suspendido en el aire apareció una luz y se oyó un sonido, y Laspeera se quedó mirándolo en reconcentrado silencio durante un largo momento.
No sucedió nada. El hargaunt se mantenía sin peligro en estasis.
Tras salir de la habitación retrocediendo, sin apartar los ojos de la masa amorfa, Laspeera usó una varita mágica para sellar la puerta. A continuación, sacó una segunda varita de una vaina que llevaba sobre la cadera e impuso otro sello sobre el primero.
De pie en el pasillo, junto a ella, había tres personas que habían observado todos sus movimientos: la princesa Alusair, el rey Azoun y la reina Filfaeril. Todos se dieron la vuelta al mismo tiempo y partieron por el pasillo desierto bordeado de puertas.
—Y así tenemos otro secreto de la Corona —murmuró Azoun—. Ya tenemos una buena colección.
—Así es —dijo Laspeera, acomodando su paso al de los reyes.
—Creo haberte oído pensar, pero no decir del todo, las palabras «Y eso contando sólo los que os permitimos saber a vosotros, los no magos de guerra», si no me equivoco —dijo la reina.
Laspeera se paró en seco, apenas un momento.
—Así es —repitió luego cortésmente, y siguió andando.
—¿Se sabe cuando volverá el mago real a su ser gruñente? —preguntó el rey.
—Por el momento —replicó Laspeera con suavidad—, me temo que no.
Todos dieron un salto, que Alusair acompañó con un gritito, cuando de una de las puertas por las que pasaban asomó la cabeza del mago Vangerdahast.
—¡Conque gruñir! —les dijo abruptamente.
Luego les ofreció una sonrisa del tipo de las que solían denominarse «avergonzadas».
La reina Filfaeril puso los ojos en blanco.
—Siempre se me olvida que fuiste educado por Elminster.
Lenta, apagadamente, la Alta Dama Ismra Targrael empezó a tomar conciencia de sí misma. Tenía los miembros enredados y yacía de espaldas sobre una superficie dura y lisa. Piedra fría, húmeda, un lugar subterráneo, un lugar que no le resultaba familiar a pesar de haberlo visto antes…, recientemente.
Trató de desenmarañar los brazos y las piernas. Sentía el cuerpo pesado y sumido en una especie de profundo entumecimiento. De él brotaba un ligero olor. Un olor desagradable.
Volvió a moverse, tratando de incorporarse. Los miembros le pesaban, le pesaban mucho, y no respondían a sus órdenes. ¿Estaría muerta?
A su alrededor reinaba la oscuridad. Había paredes oscuras, recubiertas de madera, más allá de lo que ella podía distinguir en la penumbra. Seguía en el Palacio Perdido.
Así pues, eso debía de ser la no muerte.
Algo se acercó a ella. Algo que pudo percibir como un poder, una energía fría incluso antes de verla. Algo que se convirtió en un hombre de pie que se cernías sobre ella.
La acechaba, la miraba con unos ojos que eran luces parpadeantes y fríos en unas cuencas oscuras, desde una cara que no era más que carne más o menos pegada a una calavera. Un lich.
Luego, ya fueron dos, y tres, y cuatro, un cerco de rostros esqueléticos inclinados sobre ella, mirándola fríamente. Targrael reconoció a uno como el lich que la había matado.
—Levántate —le ordenó precisamente ese lich—. Y baila. ¿Puedes aprender a amarnos?
Tirada en el suelo en medio de ellos, Targrael los miró a todos, examinando los ojos fríos, centelleantes, las calaveras y la carne pútrida, y murmuró:
—N…, no, no creo que pueda.
—Bueno —observó con frialdad otro lich—, tu carne todavía tiene belleza, al menos por un tiempo. Bastante para que aprendas.
Los brazos esqueléticos se alargaron hacia ella, y Targrael descubrió que su ser nuevo y grávido carecía de la rapidez suficiente para esquivarlos.
Con fuerza sorprendente alzaron su cuerpo.
—Aprende a abrazar la locura —le dijo el lich que la había matado antes de inclinarse a besarla.
Targrael trató de gritar, pero se encontró con que estaba muda.
Con la mano en la empuñadura de la espada, Intrépido miraba, furioso, a los Caballeros de Myth Drannor.
—Soy el adalid real de la princesa Alusair —dijo—, y estoy aquí, aún, bajo órdenes claras y explícitas del mago real Vangerdahast. Estoy aquí para asegurarme de que abandonéis el reino, sin desviaros a ningún otro sitio y sin tramar una traición.
—No tenemos esa intención —replicó Florin un poco cansado—. Díselo a lord Vangerdahast cuando lo veas.
—Y dile también esto —añadió Islif—: Nunca es tarde para aprender a confiar en la gente de Cormyr, incluso en los aventureros.
—Transmitiré vuestros mensajes —dijo Intrépido, y una sonrisa, tan repentina como inesperada se extendió por su cara—, aunque pienso que podría ser unas décadas demasiado tarde para que ese mago en particular aprenda nada.
A su lado, la maga de guerra Tsantress puso los ojos en blanco.
—Lamento haber oído eso, porque podría verme obligada a coincidir…, y entonces en qué tamaño problema me encontraría.
—Yo todavía no puedo creer que esté vivo —intervino Lorbryn Deltalon, que estaba detrás de ellos.
—Pues créelo —dijo Laspeera con desánimo. Luego dio un paso adelante y sorprendió a Florin con un abrazo—. Sois buena gente, Caballeros —dijo por encima del hombro del explorador, pero es mejor que lleguéis al Valle de las Sombras con vuestro colgante antes de que pase algo más.
Los Caballeros manifestaron su acuerdo de diversas maneras, se volvieron sonriendo y saludando con la mano, y se dirigieron al camino del Mar de la Luna para recorrerlo hacia el este.
Intrépido se colocó rápidamente en un punto desde donde pudiera verlos. Laspeera sonrió y meneó la cabeza ante esa actitud y luego se volvió y cuidadosamente formuló un conjuro con el que abrió un portal en el centro del claro.
Cuando el resplandor de esa puerta mágica fue brillante y firme, condujo al Arpista y a los demás magos de guerra hacia él. Todos obedecieron; pasaron uno por uno a través del resplandor y volviendo a Suzail con un solo paso.
—Ornrion —llamó.
Intrépido volvió la cabeza, vio el portal y el gesto de la maga, echó una última y larga mirada a los Caballeros y luego, obedientemente, se puso en marcha hacia el resplandor que aguardaba.
Estaba apenas a un paso de él cuando algo salió deslizándose silenciosamente de entre los árboles desde el otro extremo del claro.
La espada voladora, flotando a poca altura, de punta, por debajo de las hojas.
—¡Pasa de una vez! —le gritó Laspeera al ornrion—. ¡No, no te detengas ni te vuelvas, corre!
Intrépido corrió, y Laspeera se hizo a un lado y empezó a cerrar el portal.
La espada voladora se lanzó contra el resplandor desfalleciente del portal.
Laspeera frunció el entrecejo al sentirse asaltada por una idea. Sacó dos varitas de su cinto y las descargó con cuidado sobre los bordes parpadeantes del portal, que se iban encogiendo.
Lanzó un destello y formó unas ondas descontroladas y, de repente, se disparó hacia el aire mientras la espada estocaba a ciegas por debajo de ella y luego se daba la vuelta para volver a embestirla.
El ondeante resplandor volvió a esquivarla, y la espada estuvo a punto de atravesarla. La radiación dio la impresión, apenas por un instante, de iniciar un movimiento helicoidal descontrolado… Luego, se volvió otra vez brillante y dura, pero más pequeña, y empezó a zumbar sonoramente.
La espada arremetió otra vez contra ella.
Laspeera le ordenó que se pusiera de canto y se elevara, y de nuevo la espada erró por un pelo. Para entonces, su antiguo portal había formado un escudo delante de ella.
La espada ganaba velocidad. Se lanzó contra el escudo, se hundió en él tan silenciosa como si el escudo no fuera más que aire… y volvió a avanzar tan lentamente como un caracol, quedando suspendida, casi inmóvil, mientras trataba de encontrar un camino a través de la reluciente barrera.
Su punta relucía a apenas un metro del pecho de Laspeera.
La maga se hizo a un lado con tranquilidad, volvió a guardar sus varitas y preparó el conjuro más potente que conocía mientras sentía que se le secaba la boca.
O bien acababa de cometer el mayor —y con toda probabilidad el último— error de su vida, o…
La espada emergió del escudo, deslizándose todavía con tanta lentitud que parecía casi inmóvil. Había adquirido un extraño brillo propio, un púrpura blancuzco satinado y palpitante, que la recorrió toda, desde la punta hasta la empuñadura y de nuevo hacia la punta.
—¡Sí! —gritó desde su interior una voz exultante—. ¡Ssssí!
La Espada Incansable se volvió y partió en dirección nordeste, más rápida que nunca.