Órdenes, estrictas o no
Gran parte de los problemas, en mi vida o en cualquier otra vida
ordenada, se producen como resultado, a veces letal, de órdenes, estrictas
o no, que son flagrantemente desobedecidas o que, en realidad, jamás
debieron darse.
Miyurs Carthult, mercader de Calaunt,
El dinero que hice: narración de un mercader;
publicado en el Año de la Luna Humeante
El mundo se reducía a brillantes llamaradas y silencio, el breve y atribulado silencio de los que sufrían una sordera temporal. El pasillo empezó a dar vueltas en torno a Jhessail cuando fue arrojada lejos, indefensa; dio tumbos por el aire con los demás Caballeros a su alrededor. Vangerdahast y muchos liches fueron arrastrados como impotentes hojas otoñales en medio de una tormenta delante de sus ojos.
Por todas partes rebotaban huesos partidos, esqueletos que se esparcían al golpear contra el duro suelo del pasillo, y Jhessail apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que se precipitaba hacia un final parecido cuando dio de lleno contra algo muy sólido que llevaba armadura; algo que la recibió con un gruñido, aunque la rodeó con los brazos y patinó por el pasillo bajo la fuerza de su aterrizaje, dejando a un matón despatarrado e inerme a su paso.
Era Intrépido. Jhessail había aterrizado en los brazos del ornrion que con tan malas artes había perseguido a los Caballeros durante mucho tiempo… ¿Qué estaría haciendo precisamente allí? El hecho era que ahora la miraba con absoluto estupor mientras los sonidos volvían poco a poco a los oídos de la pelirroja. En medio de su atontamiento, Jhessail empezó a pensar que al menos todavía estaba viva.
Alguien más que estaba hecho un ovillo en el suelo, al lado de su pie izquierdo, se movió para ponerse de pie. Era Vangerdahast. La magia se arremolinaba en torno a él y, por un momento, le pareció más alto, más esbelto y de piel más oscura.
A continuación, volvió a ser el familiar mago real de Cormyr, panzudo y malhumorado, que musitaba un conjuro totalmente desconocido para ella mientras echaba miradas desconfiadas en derredor, especialmente al brillante muro flamígero que recubría un lado del pasillo, bastante alejado de él.
Los liches observaban a Vangerdahast de lejos, pasillo abajo, más allá de las llamas, pero nadie hizo ademán de atacarlo o de lanzar magia contra él.
Vangey acabó de formular su conjuro y dio un paso atrás, extendiendo las manos en una especie de gesto triunfal.
En ese momento, el aire se abrió ante él como una especie de grieta oscura y vertiginosa, como si hubiera sido cortado por la espada de un gigante invisible. La grieta era más alta que un hombre y rápidamente se hizo más ancha. En su fondo se vislumbraba una oscura vorágine.
Al irse agrandando, Jhessail, Intrépido y todos los demás sintieron un tirón repentino y terrible, como si algo se apoderara de su carne, sus ropas e incluso de su respiración y tratara de arrastrarlos hacia la grieta. Mientras ellos contemplaban horrorizados ese nuevo peligro, Vangerdahast se limitó a meterse dentro.
Detrás de él se produjo un destello de luz, y tanto la grieta como su tirón irresistible desaparecieron, con la misma brusquedad con que habían aparecido. Jhessail parpadeó. Ahora que en el pasillo ya no quedaba ningún vestigio del mago real de Cormyr, observó la presencia de algo que había permanecido oculto tras él.
Era la espada voladora que volvía.
Se lanzó como una flecha hacia la grieta, tratando de llegar a ella. Desaparecida la grieta, la espada —que, por todos los dioses, era un objeto espléndido, grande, largo y delgado— destelló inútilmente surcando el aire donde había estado y siguió adelante, sin reducir en absoluto su velocidad.
Jhessail descubrió que el abrazo del ornrion le permitía volver la cabeza para seguir su vuelo vertiginoso. Vio así que la magnífica espada recorría el resto del pasillo y se precipitaba por la oscura abertura donde antes se encontraba la puerta que había sido volada.
Es decir, lo intentó. Al entrar en la arcada vacía, la oscuridad se desvaneció en un estallido de luz cuando otro óvalo resplandeciente —¡maldición!, ¿es que por ahí había portales al acecho en todas partes?— cobró vida.
Jhessail vio con claridad cómo el portal se tragaba a la movediza espada. El arma desapareció con un parpadeo en lugar de atravesar el resplandor.
Un resplandor que quedó suspendido en el aire, silencioso y brillante.
Laspeera, Lorbryn y el Arpista apuntaban sus casi exhaustas varitas con cuidado y precisión. Estaban de espaldas contra el muro de llamas y derribaban a un lich tras otro. Vangerdahast confiaba lo suficiente en ellos como para dejar de disparar un momento y echar una mirada o dos hacia atrás.
El muro de fuego que él había transformado en llamas devoradoras de liches se estaba desvaneciendo y muriendo, tal como esperaba. Sin embargo, por una razón que se le escapaba, esas llamas se deshacían desde el lado más lejano del pasillo hacia el más cercano, dejando ver una parte cada vez mayor del corredor cubierto de huesos.
—Un cementerio de liches —murmuró más que nada para sí mismo, mirando los huesos esparcidos.
La espada había ido atacando pasillo abajo hasta el final, y ahora no podía ver ni traza de ella. Ni tampoco del falso Vangerdahast.
Sospechaba que la terrible descarga había sido la explosión de los encantamientos de la puerta que había al final, y no se equivocaba. A lo lejos se veía la arcada de lo que había sido la puerta, y allí, sembrados ante él, los cuerpos de los Caballeros, caídos donde los había arrojado la explosión. Algunos gemían. Mano de Halcón y la granjera, Lurelake, incluso se movían y procuraban ponerse de pie.
Ya era suficiente. Había que detenerlos. Ahora mismo.
—¡Intrépido! —le dijo abruptamente al ornrion que estaba sentado, aturdido, sobre el fuego con una de las aventureras (la muchacha, por supuesto, los soldados jamás perdían ocasión) en sus brazos—. ¡Detén a los Caballeros! ¡Que no sigan derribando paneles, aunque para ello tengas que matarlos a todos!
Vio que Intrépido volvía la cabeza para mirar a la chica que tenía en sus brazos —Jhessail era su nombre— y que ella lo miraba a su vez, casi tocándose sus narices. En sus rostros había más confusión que otra cosa.
Juntos, la maga y el ornrion miraron a los Caballeros que había a su alrededor. Doust estaba tirado, sin sentido; Pennae era una pobre cosa desarrapada; Semoor parecía tan muerto como la ladrona, y Florin e Islif hacían muecas de dolor mientras intentaban levantarse.
Jhessail se volvió a mirar a Vangerdahast.
—Considéranos detenidos —le dijo con voz áspera y quebrada mientras perdía el sentido en brazos del ornrion.
—Escúchame bien —le dijo Rhallogant Caladanter al guardia de la puerta del Palacio Real—, soy un noble, maldita sea.
Alzó una mano que pretendía ser admonitoria ante el hombre y se dio cuenta de que estaba temblando. Todo él temblaba. Temblaba de miedo.
Boarblade, en cambio, parecía tan tranquilo como de costumbre al acercarse al bigote del guardia.
—Entenderás que mi señor está muy alterado —le dijo—. Se trata de una cuestión mágica, no sé si entiendes lo que quiero decir. Una cuestión que puede ser muy importante para la seguridad de Cormyr. Esa es la razón por la que necesitamos hablar con un mago de guerra de alta jerarquía. Con urgencia. Podría ser que estuviéramos equivocados, y ojalá que así sea, pero como cormyrianos leales, no podemos correr ese riesgo. Si tú lo eres, tampoco te atreverás a correrlo.
El guardia los miró con la misma falta de expresividad y dijo:
—Esperad aquí. —Se apartó de la puerta cerrada, caminó un poco a lo largo de la muralla, hasta donde había un débil resplandor mágico, como la luz de un farol invisible, y dijo—: Joven noble y su sirviente, conmocionados y deseosos de ver a un mago de guerra de alta jerarquía. Ambos van armados, pero no veo señales de magia.
Rhallogant no pudo oír respuesta alguna, pero el guardia asintió.
—Oigo y obedezco —musitó, y volvió a la puerta, que golpeó produciendo un ritmo particular con la empuñadura de su daga.
—Yo ocuparé tu puesto —dijo una voz surgida de la oscuridad interior mientras el guardia franqueaba el paso a Rhallogant y a Boarblade. El guardia asintió, sin aminorar la marcha, y llegó hasta la intersección con un corredor, donde se volvió.
—Por aquí, por favor —dijo abruptamente.
Siguieron al guardia pasillo abajo, dieron la vuelta a una esquina y continuaron por otro pasillo, donde el impasible Dragón Púrpura se detuvo ante una sencilla puerta, la abrió e hizo señas a los dos huéspedes para que entraran.
Así lo hicieron y se encontraron en una gran habitación, cuyas paredes estaban cubiertas de tapices. Una gran lámpara de seis velas colgaba de una cadena encima de un gran escritorio cubierto de pergaminos, detrás del cual estaba sentado un mago de guerra de aspecto cansado, vestido con ropajes rojos polvorientos y que tomaba notas con una pluma cochambrosa.
—Yo lo consideraría más como una táctica que como un irenikon —murmuraba mientras consultaba un libro sin prestar la menor atención a la puerta que se había abierto ni a los dos visitantes que habían entrado.
Cuando el guardia volvió a cerrar la puerta, quedándose fuera y dejando a los dos visitantes a solas con el mago, este tomó una última nota, colocó a un lado el libro parsimoniosamente y alzó la vista. Su expresión era neutra y no mostraba la menor alteración.
—Tathanter Doarmund es mi nombre —dijo con severidad—. ¿Los vuestros? ¿El asunto que os trae?
—Señor —preguntó Boarblade con respeto, inclinándose hacia delante—, ¿eres un mago de guerra de alta jerarquía?
—Creo que tengo dos preguntas pendientes —replicó Doarmund.
—Por supuesto —dijo Boarblade con una sonrisa, sacando una daga que llevaba a la espalda y arrojándola contra el mago cuando este se incorporó.
La daga dio contra una custodia invisible y se desvió sin producir el menor daño. Boarblade pronunció en voz baja un rápido conjuro mientras se volvía hacia la puerta, pero a medio camino se quedó silencioso e inmóvil, como una estatua.
Algo pequeño abultó bajo su chaleco al replegarse, y luego salió con dificultad de debajo de la prenda, quedó suspendido en el aire como una extraña burbuja amorfa que carecía de ojos, boca e incluso miembros, pero, sin embargo, tenía vida. Cuando estaba por apuntar unas formas, se quedó paralizada en el aire.
—Un hargaunt —dijo una voz desde detrás de uno de los tapices—. Bastante inofensivo hasta que el conjuro se desvanezca, te lo aseguro.
El que había hablado salió de detrás del tapiz acompañado por media docena de magos de guerra.
Era Alaphondar, el máximo erudito de la Corte Real. Iba vestido de marrón tornasolado y estaba visiblemente irritado. Señaló la daga tirada en el suelo.
—En la hoja hay veneno —les dijo a los magos que venían detrás—. Tendrá más. Tened cuidado.
Se inclinó y fijó la mirada oscura y desconfiada en el acobardado Rhallogant.
—Lord Caladanter, ¿por qué no vienes conmigo a donde podamos sentarnos mientras me cuentas todo lo que sabes sobre este amigo tuyo?
—S…, s…, sí —tartamudeó Rhallogant—. ¿Por qué no?
Vangerdahast entregó varitas de reemplazo a los tres que tenía a su lado, y lo que quedaba del muro de llamas se extinguió por completo detrás de ellos.
—Ahí va el escudo que nos protegía —dijo Laspeera—. Deberíamos…
Lo que fuera a decir quedó acallado para siempre cuando los liches del otro extremo del pasillo empezaron a lanzar poderosos conjuros. Su magia chocó contra el fuego desatado por las varitas y luchó con él, dando lugar a una arrasadora y creciente conflagración que volvió como una oleada hacia los cuatro cormyrianos vivos.
—Esto es lo que temía que sucediera —dijo el mago real—. Cuanto más luchamos, tanto más afinan su divagante ingenio y recuerdan cómo elaborar conjuros y aferrarse a un fin para hacerlo.
—¡Ay! —dijo con pesar Dalonder Ree—. El fin de destruirnos.
—Eso mismo —dijo Vangerdahast, observando cómo un conjuro tras otro se sumaban al caos mágico, que se acercaba cada vez más.
Algunos conjuros conseguían abrirse paso también, a pesar de las custodias que él había creado y que se apoderaban de magia de todo tipo. En el momento en que una súbita llamarada chamuscó las piedras no lejos de los tobillos de Laspeera, un torbellino mágico errante chocó contra el techo, hizo trizas la protección mágica allí instalada y provocó una lluvia de piedras que cayó con estruendo justo detrás de Lorbryn Deltalon.
El mago se apresuró a guardar sus propias varitas en el cinturón y se dispuso a preparar otro conjuro de custodia. La pared de tejido que Elminster le había enseñado a hacer años atrás estaba pensada para aprovechar todo tipo de magia, como el agua absorbida por un drenaje en una telaraña, pero si se prolongaba demasiado tiempo sin descargar sus efectos atrapadores en una criatura y absorbía conjuros en exceso, podía llegar a colapsar, diseminando magia desatada por doquier, o a explotar, destruyéndolos a todos.
La nueva pared de tejido se fundió en la antigua, relumbrando momentáneamente y aquietando la magia feroz hasta convertirla en una amenaza más circular, sólida y tersa que se fue acercando cada vez más al Arpista y a los tres magos de guerra.
Más cerca…
Unos cuantos pasos más cerca…
Vangerdahast observó con preocupación el destino evidente que les esperaba.
La pared de tejido se acercó más aún.
Cuando tocara a alguien, todos los conjuros que había absorbido saltarían a esa criatura. Era tan grande que mataría al instante, liberando en todas direcciones su magia macabra, y probablemente eliminaría a todas las demás criaturas que quedaban en el pasillo.
—El miedo había hecho palidecer a Laspeera y Deltalon, y Vangerdahast sospechó que el Arpista sabía lo que se les venía encima, aunque permanecía con la boca cerrada.
—Ree, Deltalon, dispersaos para que podáis mantener vuestras varitas en mi pared de tejido —ordenó, desenvainando la vara más poderosa que tenía y retorciéndola para activar su magia.
—No, Vangey —dijo Laspeera en tono llano—. No.
—Sí —dijo él, dando un paso adelante, hasta que tuvo la pared de tejido justo enfrente.
Levantó entonces la vara negra mientras las gemas incoloras que tenía incrustadas en toda su extensión empezaron a destellar furiosamente.
—Mago real Vangerdahast —dijo Laspeera—, creo que lo que estás a punto de hacer es un error, y…
—¡Laspeera, cierra la boca! —le dijo Vangerdahast con voz ronca—. ¡Abre un portal…, ni se te ocurra usar el de la puerta…, y sácalos a todos de aquí! ¡Incluso a Ree y a Deltalon! ¡A todos!
—Lord Vanger… —trató de protestar.
Pero el mago alzó su voz en un furioso bramido.
—¡Obedece! ¡Que el verdadero Dragón Púrpura te confunda! ¡Por una maldita vez limítate a obedecerme!
Entonces, le dijo algo a su vara y se internó en la turbulenta pared de tejido. La vara destelló en el corazón de aquel caos cegador… y la pared de tejido se convirtió en un rugiente torrente de magia que se llevó consigo el pasillo y destrozó a los liches a su paso.
Al observar cómo se desmoronaban los esqueletos y cómo saltaban fragmentos de hueso en todas direcciones mientras las calaveras rebotaban y se hacían trizas, Dalonder Ree y Lorgryn Deltalon maldijeron entre dientes, con el fuego de sus varitas mágicas constante y seguro.
Meneando la cabeza y volviéndose para que no pudieran ver sus lágrimas, Laspeera se dispuso a obedecer a Vangerdahast, el mago real.
El mago de guerra Gheldaert nunca estaba de muy buen humor, ni siquiera cuando se despertaba de la siesta. Y ahora, arrancado de la cama por varios magos jóvenes y perturbados, estaba decididamente de un humor de perros.
Paseó una mirada furiosa por la habitación llena de rostros jóvenes y ansiosos.
—¿Y por qué habría de preocuparme que se quemara un granero en las afueras de Wheloon? —preguntó—. ¿Por qué tendría nadie que informarme siquiera de que se ha quemado un granero en cualquier parte? ¿Por qué tenéis que perder el tiempo dándole a la lengua sobre esas menudencias? ¿Acaso no sois magos de guerra? Y puesto que lo sois, ¿no tenéis nada mejor que hacer?
—¡Gheldaert, es que este no fue un fuego cualquiera! —dijo Rhindin—. ¡El granero estalló como por efecto de una explosión mágica y lanzó rayos relampagueantes en todas direcciones, y también bolas de fuego verde por doquier!
—¡O sea que alguien estaba lanzando conjuros y cometió un error, o dos magos decidieron sostener un pequeño duelo privado en un granero! Supongo que habréis consumido unos cuantos conjuros tratando de averiguar el motivo, ¿no? El viejo lanzaconjuros no se cansa de recordarnos qué es lo que hay que hacer, ¿no? ¿O vais a decirme que todo este jaleo se debe a que habéis olvidado hacerlo? ¿O que alguien hizo los conjuros y voló él mismo en el intento, dejando sólo humo tras de sí? ¿O que simplemente desapareció?
—Si te decimos esto, Irvgal Gheldaert —dijo una voz fría desde la puerta—, es porque el investigador del incendio que destruyó el granero de Indarr Andemar escribió su nombre en el registro de servicio, añadió el título de un informe sobre su investigación y, a continuación, no escribió nada más y dejó el resto de la página en blanco. Y el nombre que escribió fue Gheldaert Howndroe. Tú, por casualidad, no sabrás nada de esto, ¿verdad?
Gheldaert miró perplejo a la persona que estaba de pie en la puerta.
—¿R…, reina Filfaeril?
—¡Vaya!, los magos de guerra siempre ven a través de mis mejores disfraces —dijo en un tono decididamente agrio la mujer que no llevaba ningún disfraz y que evidentemente tampoco llevaba nada debajo de una camisa de dormir de seda que se le pegaba al cuerpo—. Así pues, espero un informe completo sobre esto por la mañana. No antes, tenlo en cuenta. Tengo un pequeño duelo privado del que ocuparme ahora mismo. En el dormitorio real.
—S…, sí, gran reina —consiguió responder Gheldaert—. Yo, oh, yo…
—Y ya puestos, Irvgal —dijo la Reina Dragón por encima del hombro mientras se marchaba descalza por el pasillo—, recuerda que has estado siguiendo aquella cuestión de transformismo en el Valle de las Sombras…, el informe de Craunor Askelo…, y ya hace de ello algunos meses. ¿No eres un mago de guerra? Y siendo así, ¿no tienes nada mejor que hacer?
Gheldaert tragó saliva, sin saber qué decir, y luego trató de decir algo.
Lo que dijo, le salió del alma:
—Joder.
Se quedó mudo y horrorizado. ¡Por los dioses! Acababa de decir una palabra muy descortés a la reina de Cormyr.
—Precisamente —le contestó ella pasillo abajo—. Eso es exactamente lo que voy a hacer. Vaya perspicacia la tuya. Con unos magos de guerra tan sagaces y que nos sirven con tal diligencia, todavía hay esperanzas para el reino.
Luego, añadió algo que hizo que se pusiera de pie, vacilante, y con repentino alivio.
La reina rio entre dientes.
Fue la risa más cargada de humor y lascivia que hubiera oído jamás.
Dalonder Ree parpadeó, se sacudió y volvió a parpadear. Se encontraba al aire libre, sobre terreno muy pisoteado entre árboles. En algún lugar. ¿Dónde estaba?
¡Oh!
El Arpista estaba de pie en la hondonada entre el camino y las ruinas de Corazón de Ciervo, en medio de una noche cálida y apacible, bajo la brillante luz de la luna.
De igual modo parpadeaban y miraban a su alrededor Lorbryn, Tsantress y dos de los Caballeros de Myth Drannor —el explorador Florin y la guerrera Islif, los dos bastante aturdidos—, que miraron la hondonada, se miraron el uno al otro y luego se echaron una mirada a sí mismos.
Al observar hacia abajo vieron a la maga de guerra Laspeera tendida boca arriba y sin sentido entre ellos sobre la hierba pisoteada; sujetaba los extremos rotos y humeantes de dos varitas mágicas, una en cada mano.
Más allá, dispersos por el campo, estaban los cuerpos acurrucados del ornrion Intrépido, del matón Brorn Hallomond y del resto de los Caballeros.
—¿Cómo…? —preguntó Florin con voz ronca.
—La maga Laspeera —le dijo Ree—. Obedeció la orden del mago real de sacarnos a todos del Palacio Perdido mientras él se quedaba para luchar solo contra…
Dejó de hablar y se volvió, alzando sus varitas cuando detrás de él se oyó el suave repiqueteo de unas Campanillas mágicas y el aire se iluminó con un súbito resplandor blanco azulado intenso.
Cuando el resplandor desapareció, se encontraron una docena aproximada de hombres que antes no estaban allí. Todos parpadearon y miraron a su alrededor. Eran en su mayor parte Dragones Púrpura con armadura y llevaban sus espadas desenvainadas, pero con ellos, y vestidos con finas ropas de corte, estaban los nobles lores Espuelabrillante, padre e hijo.
—Bienvenidos —los saludó Tsantress con tono serio, alzando las varitas mágicas y apuntándolos con ellas—. ¿Cómo habéis venido a parar aquí y con qué objetivo?
—Para defender a Cormyr ayudando al mago Vangerdahast en estos momentos de necesidad —dijo lord Espuelabrillante padre—. Nos envió aquí la princesa…
Uno de los Dragones que estaban detrás de él dio un grito, abrió los brazos y cayó de bruces. Una espada reluciente estaba saliendo de su espalda, cubierta de sangre.
—¡Cuidado! —gritó Dalonder Ree, disparando sus varitas contra la espada—. ¡Protegeos!
Tsantress también disparó, mientras los Dragones y los nobles se dispersaban a todo correr, maldiciendo a cada paso. Deltalon se arrastró hasta donde pudiera hacer un disparo seguro.
La espada saltaba de un lado para otro, hiriendo piernas y manos, y luego hacia arriba para atacar las caras de los Dragones Púrpura.
—¡A por ella! —dijo Ree con rabia—. ¡Estas varitas mágicas tienen que servir para algo! ¡Destruidla!
Lorbryn y Tsantress se unieron a él, atacando repetidamente mientras Dragones y nobles se echaban cuerpo a tierra, rodaban por el suelo y se arrastraban hasta donde el fuego de las varitas pudiera darles cierta cobertura contra la espada voladora.
Volando en zigzag, la espada finalmente se refugió detrás de los árboles y huyó, internándose de nuevo en el bosque bajo el azote de los disparos.
Sobrevino un silencio, sólo roto por los quejidos de dolor de algunos de los Dragones heridos. Ree paseó la mirada por todos ellos, y luego por todos los caídos.
Por fin alzó la mirada hacia Lorbryn y Tsantress.
—Y ahora…, ¿qué? —preguntó.
Cuando los Espuelabrillante se unieron a ellos silenciosamente, los dos magos de guerra se encogieron de hombros.
Tsantress frunció el entrecejo cuando la asaltó una idea.
—Dadle la vuelta a Laspeera —dijo, alzando un dedo—. Seguramente lleva pociones sanadoras; siempre las lleva.
Con todo cuidado, Ree alzó el torso inerte de la maga de guerra y le dio la vuelta. Inclinado sobre él, Lorbryn Deltalon cogió algunas ampollas de metal de unos pasadores que había por dentro del cinturón de Laspeera.
El Arpista hizo un gesto de extrañeza.
—Yo llevo toda una bolsa de esos, creo. Los cogí de la mesa de Vangey.
Se dio un golpe sobre la cadera, y una cartuchera hasta entonces invisible cobró visibilidad y solidez.
Tsantress echó un vistazo a la fila de ampollas metálicas dispuestas en la cartuchera. Lo que vio la hizo sonreír; luego señaló a los heridos y a los caídos que había a su alrededor.
—Empezad a verter esto en sus gargantas. No ahoguéis a ninguno mientras lo curáis u os acusará.
Ree se estremeció recordando a los liches que los seguían de cerca en el pasillo.
En una cámara sellada por los conjuros de cierta torre de Zhentil Keep, Targon, mago de la Hermandad, miraba fijamente en una esfera de escudriñamiento una hondonada iluminada por la luna en la que ahora no había ninguna espada voladora.
Viejo Fantasma conocía una magia de la que Targon no había oído hablar siquiera y que le habría permitido obligar a la bola de cristal a rastrear y observar el vuelo de la espada a través del bosque…, pero no podía molestarse.
Encogiéndose de hombros, desvió la vista.
—¡Horaundoon, Horaundoon! —dijo con aire disgustado, haciendo a un lado las rejas y abriendo de par en par las puertas hacia la cámara bañada por la luna que había al otro lado.
»¡Qué falta de disciplina! Matar a alguien simplemente porque te dispara. ¿No te había dado yo órdenes, idiota?
La misma luna que iluminaba a Targon, el exasperado mago zhentarim, iluminaba también una habitación en lo alto de una torre en ruinas, sin ventanas, que se elevaba por encima del dosel de hojas de un olvidado espacio boscoso.
Tocaba asimismo las botas del mago Hesperdan, que estaba de pie, con los brazos cruzados, observando una escena flotante, fruto de un conjuro, que brillaba en el aire. El disgustado Targon se apartaba de aquella distante esfera de escudriñamiento y se dirigía hacia la puerta.
Hesperdan sonrió.
—O sea, Arlondor Viejo Fantasma Darmeth —murmuró—, que empiezas a entender cómo se siente uno al tener subalternos indolentes, sabelotodos que desobedecen todas tus órdenes, intimidaciones, advertencias y sugerencias. Ve acostumbrándose a ello en el tiempo que te queda, que no será tan largo como tú piensas.
El archimago se paseó por la habitación en ruinas mientras la escena flotante se desplazaba junto con él para mantenerse a la altura de sus ojos.
—Librar a los zhentarim de los indignos va a llevar más tiempo de lo que esperaba —se dijo. Tenía costumbre de hablar solo, porque hacía tiempo había descubierto que un tal Hesperdan era, con mucho, su interlocutor más paciente—. Además, poner a Fzoul al frente para poder usar a Manshoon para mis propios fines va a llevar algunas temporadas más. Menos mal que soy un hombre paciente.
Se quedó pensando un momento y con aire casi ausente se corrigió con una voz tan suave que ni siquiera él pudo oírla.
—Bueno, al menos paciente.
La princesa Alusair echó a los hombres su mirada más furiosa.
—Creí haberos dado órdenes estrictas —empezó con un tono amenazador, enfadada por sus medias sonrisas y consciente de que tenía un aspecto bastante ridículo vestida con la armadura demasiado grande para ella que había sido de su padre cuando este era joven.
Sin embargo, no cedió terreno, y sus manos cubiertas de guanteletes no soltaron la empuñadura de la espada desenvainada. La mantuvo con la punta apoyada en el suelo y los pies bien plantados detrás de ella, defendiendo con determinación las puertas del dormitorio real.
—Por definición —replicó Tathanter Doarmund ácidamente—, un idiota es alguien que obedece tus órdenes, alteza.
—Es cierto, Cormyr está lleno de idiotas —añadió el sabio Alaphondar con voz como de «sólo estoy haciendo una observación inocente».
—¡Maldita sea, tomadme en serio! —les espetó Alusair—. ¡Si despertáis a mis padres…!
—¡Oh!, ya estamos despiertos —gruñó el rey de Cormyr a sus espaldas.
Alusair giró sobre sus talones, sorprendida de no haber oído la puerta al abrirse.
—Así pues, pequeña leona —le dijo Azoun a su hija pequeña, enarcando una espléndida ceja amenazadora—, ¿qué explicación tienes para esto? No podemos tu madre y yo disfrutar retozando un poco sobre las almohadas reales sin…
Se quedó boquiabierto al echar una mirada al pasillo por encima del hombro de su hija. Todos se volvieron.
Vangerdahast subía cojeando por el pasillo hacia donde ellos estaban. Tenía el rostro desencajado, uno de sus brazos parecía haberse derretido por debajo del codo y, tras la carne lacerada del otro lado del torso chamuscado, se le veían las costillas.
—Esos liches chiflados están encerrados otra vez —dijo con voz ronca—, pero me temo que son muchos menos que antes.
—¿Los…, los liches chiflados? —preguntó Alusair, alzando la espada, y sintiendo que se ponía roja como un tomate al ver que la hoja temblaba en sus manos.
—Un secreto de la Corona —dijo Vangey— que todavía eres muy joven para conocer.
—¿Ah, sí? —dijo la joven con rabia—. ¿Y cuándo tendré edad suficiente?
—Mañana, alrededor del mediodía —musitó…, y cayó redondo a sus pies.