Capítulo 15

Espadas entre los muertos vivientes

Nada podía ser peor que una carnicería salvaje:

el hedor, los gritos, la sangre tan roja.

Pero eso fue antes de que hiciera la guerra por primera vez,

con espadas, entre los muertos vivientes.

De la balada

Ninguna tumba tan cálida,

Bendilus el Bardo Osado de Berdusk,

publicada en el Año del Roble Derribado

El decimosexto panel cayó hecho trizas, y cuando la luz relampagueante brotó, una marea azul blancuzca tiró a todos los Caballeros al suelo.

Sólo el mago real se mantuvo en pie. Esperó con la paciencia de una estatua entre los que gemían a su alrededor.

Pasó algún tiempo antes de que pudieran ponerse derechos. Pennae fue la primera que avanzó arrastrándose hasta donde estaban los dos sacerdotes, uno encima del otro. Se fue asiendo a ellos, hasta que pudo sentarse encima. Bajando los pies hasta el suelo, se apoyó sobre los enredados sacerdotes que tenía detrás, hasta que consiguió ponerse en pie, todavía tambaleándose. Dio unos cuantos pasos temblorosos y se agachó, corriendo el riesgo de caer de bruces, para ayudar a Jhessail a levantarse.

Las dos quedaron abrazadas, apoyándose la una en la otra para no caer. Cuando encontraron fuerzas para separarse y mantenerse firmes, la mayoría de los demás ya habían conseguido, por lo menos, ponerse de rodillas.

Islif fue la primera que consiguió dar unos pasos normales, y cuando lo hizo, surgieron relámpagos que crepitaron en el aire ante ella a cada paso. El aire parecía más denso, como si estuviera abriéndose camino en medio del barro, o tratando de bañarse en la masa que su tía hacía para el pan.

No lejos de ella, Florin reprimió una maldición.

—¿Tú, también? —preguntó Islif—. Cuando caminas… el aire parece espeso, ¿verdad?

El explorador asintió y dirigió a Vangerdahast una larga mirada.

El mago real abrió las manos con aire —o supuesto aire— de inocencia.

—Puedo tratar de conjeturar qué es lo que os ocurre, pero no pasará de ser una conjetura. Nadie ha llegado tan lejos en el proceso de la Desvinculación.

—No me sorprende —dijo Jhessail, que estaba a su lado—. Indícanos la siguiente habitación, Vangey. Ocupémonos del panel que toque ahora, y sólo entonces nos preocuparemos del que vendrá después. Creo que carezco de la energía necesaria para hacer otra cosa.

—Oídla, oídla, yo apenas puedo —fue la respuesta vacilante de Semoor a eso mientras trataba de ponerse de pie—. Tymora, acompaña mis pasos.

—Si lo hace, procura que ella rompa los paneles por nosotros —dijo Pennae, observando mientras Vangerdahast alzaba el brazo para señalar la puerta.

El portal se tragó a Tsantress y a Intrépido sin el menor ruido, y el sótano quedó silencioso y desierto.

Pero apenas un instante.

Luego, una luz mágica lo inundó, y resultó tan iluminado como cualquier salón real con una hilera tras otra de velas encendidas, y todo gracias a un movimiento ondulante de la mano del mago real.

Vangerdahast bajó a toda prisa la escalera, seguido por Laspeera y Dalonder Ree. Observó el portal que relumbraba con su luz arremolinada, suspiró a la vista de aquella silenciosa escaramuza mágica.

—No voy a esperar a ningún Dragón Púrpura —le dijo a Laspeera—. Si quienquiera que sea consigue esa Desvinculación…

Ella asintió, y él avanzó. Dalonder Ree se pegó a él y tendió un brazo para impedir el acceso de Laspeera al portal.

La maga de guerra lo miró con una muda interrogación. La respuesta del Arpista fue señalar, primero, la escalera de salida del sótano, y luego a ella, para indicarte con claridad que esperara a los Dragones que seguramente enviaría Tarhanter.

Lentamente, Laspeera asintió, y Ree pasó detrás de Vangerdahast.

El mago real se había vuelto, justo delante del portal, y vio las señas que intercambiaban Laspeera y Ree, y cómo ella se retrasaba.

—¿Es que todo Cormyr ha tomado la costumbre de no obedecerme? —rugió después de respirar hondo—. ¡Maldita sea, el reino está condenado!

—Pues cállate y entra ahí para salvarlo —dijo Ree, dándole un buen empujón en dirección al portal.

Todavía furioso, Vangey desapareció.

Ree le dirigió a Laspeera una sonrisa y también él atravesó el portal.

—Bueno, todos tenemos que morir en algún lugar.

—¡Por los dioses! —exclamó Islif, tratando de avanzar inclinada hacia delante—. ¡Ahora me explico por qué nadie ha conseguido antes esta Desvinculación!

Pennae lanzó una mirada siniestra a Vangerdahast, caminando lentamente, pero ilesa, tras ellos.

—Supongo que ningún mago real contó nunca con una banda de cabezotas amantes del dolor —dijo con un respingo.

—¿He mencionado ya que realmente tengo ganas de hacer pis?

—¡Ahora no, santurrón! —le dijo Pennae—. Estamos rodeados por rayos relampagueantes, ¿lo recuerdas?

A todos los Caballeros les costaba cada vez más moverse, como si el aire se hubiera transformado en barro succionador. Sus pasos eran lentos y trabajosos, y el Palacio Perdido estaba sumido en un profundo silencio. Hasta su difícil respiración parecía haberse amortiguado.

Jhessail seguía dando rumbos, y Florin volvió a sujetarla para que no se cayera. Luchando denodadamente, mientras Vangerdahast seguía de pie, incólume, en medio de ellos, los Caballeros de Myth Drannor trataban de avanzar por un largo y alto pasillo.

Por delante de ellos, esperándolos al final del corredor, había una puerta alta que tenía tallada la cabeza de un unicornio entre árboles.

A medida que se acercaban, la puerta empezó a brillar; sus líneas talladas relucían con un azul profundo. Al acercarse aún más, esos canales relucientes comenzaron a palpitar y a escupir pequeños relámpagos azules.

Esa era la habitación favorita de Rhallogant Caladanter en todo Suzail. Y era algo muy conveniente, siendo como era una habitación de su propia casa. Reclinado en su salón favorito, bebía a sorbos otra copa de vino —la séptima…, ¿o sería la octava?— y se preguntaba adónde habría ido Boarblade.

La puerta se abrió. Rhallogant alzó la vista para ver qué sirviente osaba interrumpir su soledad y se quedó con la boca abierta. La persona que tenía delante era… ¡él mismo!

Mientras miraba atónito, el otro Rhallogant, atravesó la sala y se dirigió a la puerta de su dormitorio.

—¡Eh, eh, tú! —protestó Rhallogant, llamando al intruso y agitando su copa—. ¿Quién crees que eres?

Su doble se detuvo, se volvió y le dedicó una sonrisa aviesa. El rostro que lucía esa sonrisa se transformó. Vio a Telgarth Boarblade, y algo más; algo así como una joroba descendía por la parte delantera del chaleco de Boarblade. ¡Ah!, era una especie de máscara que se había quitado. Debía de ser eso.

—Buen disfraz, ¿no?

Rhallogant asintió, ofuscado al sentirse tan desconcertado.

—Desde luego, desde luego. Lo es realmente. ¿Qué está pasando?

La sonrisa de Boarblade se convirtió en una de auténtica satisfacción.

—Un gran tumulto. Esta misma noche iremos a palacio con la necesidad urgente de hablar con ciertos magos de guerra.

—¿Sobre?

—Sobre algo secreto.

Boarblade fue al mueble donde Rhallogant guardaba los licores como si fuera suyo. Abrió sin miramientos las puertas y sacó un decantador alto y de cuello fino que el jefe de la Casa Caladanter no recordaba haber visto antes.

Cuando le dio la luz vio que estaba lleno hasta más de la mitad de un líquido traslúcido, de color purpúreo. Ante la mirada de Rhallogant, Boarblade lo abrió y se puso a mojar en el líquido todas las dagas que llevaba, una tras otra, dejándolas a continuación sobre la mesa para que se secaran. Daba la impresión de que llevaba un montón de dagas, algunas ocultas en lugares insospechados.

—¿Qué eres realmente…? —empezó a preguntar Rhallogant, pero rápidamente hizo un gesto negativo como para borrar su pregunta—. No, no. No me lo digas. Quiero vivir.

Boarblade alzó la vista con una sonrisa casi cordial.

—Muy sabio por tu parte. Y lo harás si haces exactamente lo que te diga.

—Veneno —musitó Rhallogant.

—Es estupendo que no lo haya probado —dijo Boarblade—. Los resultados, de haberlo hecho, podrían muy bien haber sido fatales. Algunos magos de guerra van a probarlo muy pronto, y veremos qué suerte corren.

De repente, Rhallogant sintió un frío espantoso. Se encontró tiritando y decidió —echando mano del segundo decantador de su vino color rubí favorito— tomar otra copa para calentarse.

Al observar los intentos inseguros del noble de rellenar su copa, la fría sonrisa de Boarblade se hizo más ancha.

Laspeera salió del sótano, abandonó las ruinas y se internó en el bosque. Si su destino era morir después de atravesar aquel portal siguiendo a Vangey, quería respirar aire fresco y ver el follaje del bosque por última vez.

A tres pasos de lo que una vez había sido una puerta apareció, de repente, una docena de Dragones Púrpura que rodearon a la maga. La hierba cubierta un momento antes sólo de hojas, pasó a estar llena de soldados de gesto adusto y totalmente armados para una batalla inminente.

Los guerreros la miraron fijamente, expectantes.

Laspeera devolvió la mirada a casi todos a los ojos, tratando de presentar aquel aspecto de imperiosa calma que siempre lucía Vangey; luego, se volvió y señaló la entrada.

—¡Por ahí! —dijo—. Bajad la escalera y atravesad el resplandor. Salvad a Cormyr y obedeced a Vangerdahast, como de costumbre.

Eso le ganó las sonrisas de determinación de todos, sonrisas que se acentuaron cuando la vieron dar la vuelta y apresuradamente tomar la delantera en lugar de quedarse allí y observar cómo todos ellos se internaban en lo desconocido sin ella.

Tras saludar y sonreír cortésmente a su paso a los guardias que vigilaban la puerta de la armería, lord Elvarr Espuelabrillante volvió a mirar al frente y parpadeó, sorprendido.

Sí, era la princesa Alusair que avanzaba hacia él a toda prisa por el pasillo, a grandes zancadas y con una expresión severa, más propia de un alto caballero furioso. ¿En qué andaría ahora, con sus trece años a cuestas?

Al aproximarse y cruzarse sus miradas, los ojos de la joven casi lo chamuscaron. ¡Vaya, había heredado el aspecto fiero del temperamento Obarskyr! Había fuego donde su madre, la reina, sólo tenía hielo.

Con gesto casi jovial le hizo una profunda reverencia y le preguntó si podía serle útil.

—Sí. —La respuesta fue tan abrupta que lo sobresaltó, y las palabras que siguieron lo dejaron parpadeando y mudo de asombro—. ¡Busca una espada y a ese presumido hijo tuyo, así como a cualquiera que encuentres a mano y que esté dispuesto a morir por Cormyr, e id todos a la Sala del Unicornio lo más rápidamente posible! Allí encontraréis al mago de guerra Tathanter Doarmund y al sabio real Alaphondar. Tathanter os enviará a donde hagáis falta. Tengo entendido que hay un portal por el que deberéis pasar, en unas ruinas.

Lord Espuelabrillante se la quedó mirando con la boca abierta.

—¿Morir por Cormyr? ¿Hacer qué?

—La misma causa de muerte que espera a la mayor parte de los Dragones —le dijo sin ambages por encima del hombro mientras continuaba su camino—: Obedecer a lord Vangerdahast.

—¿Y qué harás tú mientras tanto, exactamente?

—Decidir dónde y cómo puedo defender mejor a mi padre, el rey —dijo, deteniéndose ante las puertas de la armería y haciendo señas a los guardias de que se apartaran de su camino.

Espuelabrillante volvió a parpadear mientras ella atravesaba las puertas abiertas con precipitación.

Luego, se volvió y rompió a correr por el pasillo. Torsard debía de estar en una de las antesalas en ese momento, tomando una o dos copas antes de partir hacia la mansión de los Espuelabrillante en la ciudad.

—Seguidme —ordenó Laspeera, adentrándose en el portal.

Los seis Dragones Púrpura que le iban pisando los talones no redujeron el paso en ningún momento y la siguieron a través del resplandor.

Los otros todavía estaban bajando la escalera a todo correr para no perderla de vista y ni siquiera repararon en la espada voladora que llegó por detrás de ellos y atacó tres veces en veloz sucesión antes de que los tres últimos Dragones notaran su presencia.

Después de que la espada diera un viraje y se le clavara en la garganta, la tercera víctima cayó hacia delante encima del Dragón que acababa de llegar al pie de la escalera.

Los dos cayeron al suelo con el acompañamiento de un grito sobresaltado del que quedó debajo. Eso hizo que los dos Dragones que corrían hacia el portal se dieran la vuelta y desenfundaran sus espadas con la velocidad del rayo.

Justo en ese momento vieron una espada que volaba como una flecha sin que ningún brazo la guiara y que se precipitaba hacia ellos. No les dio ni tiempo a pensar en salvar la vida.

La espada voladora hizo otro viraje y se clavó profundamente en la boca del Dragón caído al pie de la escalera, que apenas había acabado de sacarse de encima a su compañero muerto y se había levantado.

Acto seguido, la espada retrocedió, chorreando sangre, y quedó suspendida en el aire un momento, como estudiando el portal.

Dio la impresión de que el resplandor de la puerta mágica se intensificaba mientras la Espada Incansable avanzaba hacia ella lentamente, de punta.

Entonces, salió disparada hacia delante y se internó en el resplandor que la aguardaba.

El portal parpadeó, emitió una especie de rugido al brotar de él unos relámpagos furiosos que lo recorrieron de arriba abajo formando espirales desenfrenadas… y, finalmente, se precipitó en medio de una oleada de chispas que se dispersaron rápidamente hasta desvanecerse, dejando sólo oscuridad para amortajar los cadáveres de los Dragones muertos.

—Bienvenido al Palacio Perdido de Esparin —le dijo Vangerdahast con gesto torvo al Arpista que lo seguía mientras recorrían velozmente los salones vacíos, uno tras otro.

Dalonder Ree tenía la prudencia necesaria para mantener la boca cerrada y dejar que el mago lo guiara. Al parecer, el mago real necesitaba casi todo su aliento para mantener su marcha vertiginosa.

—¡Maldición! —dijo por fin entre dientes al entrar en una habitación donde alguien acababa de destrozar uno de los paneles de las paredes—. ¿Lo percibes? ¡Casi han terminado! Tenemos que…

Los dos hombres atravesaron a todo correr la puerta que había al otro lado de la habitación y salieron a un pasillo por el que siguieron corriendo, hasta que llegaron a un recodo. Al superarlo se encontraron con una masa de no muertos que les daban la espalda y que llenaban el pasillo por el que avanzaban lentamente en sentido contrario a donde estaban ellos dos.

Con su profusión de varitas, largas túnicas y coronas adornadas con piedras preciosas parecían liches. Todos estaban atentos a algo que había al otro lado y que ni el mago ni el Arpista podían ver entre la aglomeración de cuerpos esqueléticos con ropajes oscuros.

Sin embargo, Vangerdahast y Dalonder repararon en otra cosa, o más bien en otras cuatro cosas, que tenían mucho más cerca que los liches. De hecho, estaban a unos tres pasos de ellos.

Eran cuatro personas vivas a las que conocían.

Uno los miraba de frente y estaba, de rodillas. Era Brorn Hallomond, que durante mucho tiempo había sido un matón al servicio de lord Yellander y ahora observaba amedrentado a los otros tres, que, dispuestos en semicírculo, lo amenazaban con dos varitas mágicas y una espada. Ni Vangerdahast ni Dalonder Ree necesitaron que esos tres se volvieran para saber quiénes eran: los magos de guerra Lorbryn Deltalon, Tsantress Ironchylde y el ornrion más conocido como Intrépido.

Vangerdahast tranquilamente sacó las varitas de su cinto. Brorn vio ese movimiento, miró más allá de los tres enemigos que tenía delante y, reconociendo al mago real de Cormyr y al Arpista, lanzó una maldición.

—¡Malditos dioses de las alturas, llevadme ahora mismo! ¡El condenado Vangerdahast! ¡Ahorradme eso de ser transformado en rana o en un pez boqueante, o de que me frían vivo!

Sus voces hicieron que incluso los liches de la última fila se volvieran para ver de qué se trataba en el preciso momento en que Vangerdahast empezó a quemar a los muertos vivientes a fuerza de conjuros.

—¡Usa esas cosas si sabes cómo hacerlo o morirás aquí mismo! —le dijo a Ree.

El Arpista asintió, activó las varitas mágicas que llevaba en las manos y lanzó ráfagas brillantes de magia por el pasillo. Apuntando cuidadosamente con ellas, se puso a derribar liches lo mejor que supo.

Lorbryn y Tsantress se tiraron al suelo para evitar las descargas y empezaron a arrastrarse hacia donde estaban Vangey y Ree.

El matón trató de escabullirse a cuatro patas en la dirección opuesta, para escapar por una puerta lateral que había pasillo abajo.

Intrépido se agachó para evitar el fuego de las varitas y los malignos rayos mágicos con que los liches contraatacaban a los magos de guerra. Pronto llegó hasta Brorn.

El matón se volvió para atacar a Intrépido, pero el ornrion lanzó un revés y logró desviar la espada de Brorn con una mano mientras con la otra le daba un puñetazo, al mismo tiempo que caía encima del matón y por encima de los dos pasaba el crepitante fuego mágico a una distancia que no era como para tranquilizar a nadie.

El pasillo y el aire mismo empezaron a sacudirse con los conjuros de los liches que chocaban con el fuego de las varitas en un caos cegador y rugiente que producía destellos y nubes de humo que impedían a Vangerdahast ver a sus enemigos.

De repente, Lorbryn se colocó detrás del mago real y empezó a coger algunas de las varitas que este llevaba en el cinto, y Tsantress comenzó a hacer lo mismo con las que llevaba y no usaba Dalonder Ree. Pegados a las paredes del pasillo, los dos magos de guerra se sumaron al ataque e hicieron retroceder aquel caos reptante de magia, hasta que pudieron ver otra vez a los liches, incluidos aquellos que eran reducidos a polvo y astillas por el fuego mágico que los alcanzaba.

Los liches empezaron a volar, a convertirse en seres fantasmales o a desvanecerse sin más, teleportándose lejos de la furia desatada de las varitas que hacía estragos en sus filas.

—¡A dispersarse todos! —dijo Vangerdahast—. ¡Colocaos de espaldas a una pared sólida!

Se deshizo de una varita agotada y cogió otra. Un momento después, Ree maldijo y lo imitó, sacudiendo la mano por el dolor de los dedos charnuscados. Su varita gastada salió rodando por el suelo, echando humo.

Tsantress dio un grito de advertencia cuando un lich asomó de repente a su lado; sus huesos estaban envueltos en verdes llamaradas mágicas y trataba de abrazarla. El fuego de cuatro varitas se concentró dentro del lich e hizo desaparecer la parte superior de su cuerpo. Tsantress se las arregló para destruir a puntapiés las piernas llameantes del lich, hasta que cayeron al suelo del pasillo.

Detrás de los portadores de varitas llegaron corriendo Laspeera y un puñado de Dragones Púrpura; parecían aterrados, pero llevaban las armas preparadas.

Tsantress no había acabado de gritarles una palabra de bienvenida cuando vio aparecer una espada reluciente que surcaba el espacio tras ellos. Volaba hacia ellos como si fuera una flecha disparada por un arco.

Atravesó a un sorprendido Dragón desde atrás, penetrando por debajo de su bragueta y llegando a sus órganos vitales. El hombre dio un alarido y trató de asirse al aire, pero se desplomó.

—¡Poneos contra una pared! ¡Por parejas! —bramó el mago real.

Vangey apuntó sus varitas de modo que los rayos de furiosa magia que brotaban de ellas coincidieran en el aire justo donde acababa de aparecer un lich. El lich estalló con la cegadora explosión blanca que sobrevino, pero ya venían más por el pasillo, por detrás de los Dragones, teleportados del grupo que Vangey y Ree habían estado arrasando con su fuego mágico.

Con graznidos enloquecidos, una calavera pasó por encima de todos, lanzando fuego por los ojos y sin atacar a nadie. Parecía gozar con toda esa destrucción. La espada voladora volvió a golpear, revoloteando con la agilidad de un picaflor en un jardín palaciego mientras los Dragones Púrpura le lanzaban frenéticas estocadas. El fuego de las varitas escupía en todas direcciones. Deltalon pidió a gritos otra varita al ver que la que estaba usando se oscurecía y se hacía polvo entre sus dedos. Ree le arrojó una que salió dando volteretas por el aire hacia él. Los liches no dejaban de lanzar conjuros pasillo arriba y abajo, y la magia defensiva del palacio destellaba en docenas de lugares.

En medio de todo eso, Vangerdahast echó una mirada a los liches que había carbonizado en primer lugar con el fuego de su varita y a través de sus mermadas filas atisbó a los Caballeros de Myth Drannor y, en medio de ellos, a otro mago real de Cormyr: una reproducción perfecta de sí mismo que le sonrió triunfal a través del caos de magia que ahora llenaba el pasillo.

Mirando fijamente al impostor a los ojos, Vangerdahast rugió mostrando los dientes con una rabia que, con toda probabilidad, no serviría para nada.

—Ya no me gustaba mucho el aspecto de esto —dijo Semoor, señalando con un gesto de la mano la enorme puerta que había al extremo del pasillo. Tenía grabado un reluciente estandarte azul de Esparin—, pero, por amor de Lathander, echémosla abajo. ¡Ahora!

Una espada larga y fina salió de entre la batalla de conjuros, volando por sus propios medios y con la punta por delante. Relucía a causa de la sangre fresca, surcaba el aire con la velocidad de una flecha e… ¡iba directa hacia Vangerdahast!

El mago real ya estaba moviendo las manos, trazando en el aire intrincados signos con una prisa febril. Apenas un segundo antes de que la espada lo ensartara, se desvaneció y reapareció mucho más abajo, en medio de los arremolinados liches y lanzando conjuros.

La espada atravesó el lugar donde había estado el mago, y luego ascendió como un rayo y dio un repentino viraje para abalanzarse hacia la cara de Florin.

El explorador apretó los dientes y la hizo a un lado con su propia espada. Le dio tal golpe que la envió dando tumbos y repicando contra el suelo, hasta que se dirigió hacia Doust.

El sacerdote la esquivó, maldiciendo, y todos los Caballeros arremetieron contra la espada, lanzándole cortes furibundos, hasta que saltó hacia lo alto en medio de ellos, golpeó el techo con un sonido metálico y…

Se precipitó otra vez como una flecha para hundirse en el pecho de Semoor, cubierto con la armadura.

Vangerdahast vio cómo la espada volaba por el pasillo hacia el impostor, pero luego perdió de vista ese extremo del corredor. Los Caballeros, la espada voladora, su falso doble y todo desapareció en una enorme explosión cuando un lich se apoderó de la magia malvada de varios otros liches, a los que destruyó al instante, y transformó esa magia liberada y feroz en un muro de fuego.

Vangerdahast había visto una cosa así sólo una vez en su vida, pero sabía lo que había que hacer. Arrojó la varita que llevaba en la mano izquierda al corazón mismo de aquella muralla de llamas que avanzaba; luego liberó toda la furia de la varita que sostenía con la derecha contra la que había arrojado y murmuró un encantamiento capaz de disolver la magia controladora de la primera.

La varita se encendió y transformó el muro de fuego en llamas de una clase diferente. Las llamaradas se elevaron formando una pared cegadora de fuego blanco que engulló a media docena de liches aulladores. Vangerdahast selló el resto del pasillo durante los pocos instantes que iba a tardar el fuego en sofocarse.

Con gesto determinado, esperando no estar condenando a leales magos de guerra a los que no volvería a ver, Vangerdahast gobernó aquellas llamas mentalmente y las obligó a retroceder y a acabar con tantos liches como fuera posible antes de que se desvanecieran.

Un fuego blanco ardió brevemente en torno a la herida del pecho de Semoor cuando fallaron los conjuros menores de su armadura. Gritando, la Luz de Lathander se arqueó hacia atrás, retorciéndose de dolor.

Desde el lugar donde se encontraba en el pasillo, aquel Vangerdahast de feroz mirada lanzó un conjuro. Jhessail conocía lo suficiente de aquel encantamiento para saber que el mago pretendía desintegrar la espada.

Cogida en el repentino resplandor misterioso de aquella magia, la espada clavada en el pecho de Semoor repicó como una campana; luego se estremeció y expulsó algo oscuro que parecía humo. Formó una gran voluta y se transformó en una cara enorme y maligna, con llamas blancas por ojos; una cara que miró fieramente a los Caballeros mientras le salía una mano para asir la espada.

El conjuro de Vangerdahast se desvaneció en torno a la espada, y aquella cosa imponente y de mirada lasciva arrancó la espada del pecho de Semoor.

El sacerdote herido se desplomó. De su pecho empezó a brotar fuego blanco y de su boca salió sangre. Todos los demás Caballeros, gritando de miedo y de rabia, comenzaron a descargar su ira contra la espada, arrancándole chispas con la mera furia de sus golpes, mientras el espectro de humo que se cernía sobre ellos luchaba por sostener y manejar el arma y ellos procuraban hacer que cayera al suelo y destruirla.

Los Caballeros, finalmente, consiguieron arrancarla de la mano del espectro de humo. Este espectro se retrajo y dejó libre la espada voladora para que se clavase en los que la asediaban.

Los aventureros saltaban, esquivaban y golpeaban la espada en una danza frenética y jadeante que los mantenía vivos, hasta que Vangerdahast formuló a gritos otro conjuro, que avanzó por el pasillo y fue, reuniendo a su paso las custodias de las paredes del corredor.

La magia aullaba pasillo abajo y se cerró en torno a la espada como un puño asfixiante; el espectro se vio obligado a volver en forma de humo que corría por el filo del arma.

La espada voladora dio un salto hacia arriba y empezó a retroceder por el pasillo atacada ferozmente por el sistema de custodias.

Los Caballeros se encontraron mirando a la distancia, por encima del cuerpo de Semoor y de los huesos esparcidos de los liches, a Vangerdahast, que estaba de pie en el corredor mientras las custodias convergían en él y formaban a su alrededor una crepitante protección. Más allá del mago, la espada se desvaneció a través de un brillante muro de fuego que antes no estaba ahí y que ocultaba tras su brillo feroz el resto del pasillo.

—¡Entrad por esa puerta! —les gritó el mago real a los Caballeros—. Parad para defenderos de los liches cuando sea necesario, ¡pero atravesad esa puerta!

—¡Pero… Semoor! —dijo Jhessail entre sollozos.

—¡Dejadlo! —rugió Vangerdahast.

—¡De ninguna manera! —gritaron Doust, Islif y Florin, tendiendo las manos hacia el amigo sin vida.

—Yo lo llevaré —les dijo Doust a los otros dos—. ¡Ocupaos de combatir!

Levantó a Semoor en brazos, vaciló, y el peso lo hizo caer al suelo.

Islif le ofreció su brazo.

—¡Lo llevaremos nosotros, entre los dos! —dijo.

—Hacedlo —sancionó Florin, pasando por delante de ellos para hacer frente a los liches con furiosos embates de su espada.

Pennae abrió la marcha en la otra dirección. Los resplandores azules del estandarte grabado de Esparin relucían ahora lanzando unos destellos descontrolados, y el aire parecía espesarse y adelgazarse en oleadas sucesivas, empujándolos hacia atrás cuando se adensaba y permitiéndoles avanzar cuando se volvía más ligero.

—¡Deprisa! —gritó Florin por detrás de sus compañeros—. No los puedo… contener.

Jhessail dio un grito cuando los dedos huesudos de un lich le arañaron el costado y el pecho, y dejaron un rastro de llamas mágicas. Empezó a darle puntapiés, lo hizo retroceder con paso vacilante y, a continuación, se lanzó y descargó sobre él una lluvia de puñetazos. A su alrededor rugían las feroces llamas, la envolvían, trataban de llegarle a la caray hacían crepitar su pelo…, hasta que cayó al suelo pesadamente, entre huesos rotos y dispersos, y las llamas desaparecieron. Un lich graznó desde un punto más alto y, de repente, una mano fuerte la asió por el tobillo y tiró de ella.

—Lo siento —oyó que decía Florin con la respiración entrecortada—. ¡Protégete los ojos, Jhess!

Se vio arrastrada velozmente sobre astillas de huesos hacia la puerta.

—¡No se abre! —Esa vez la que gritó fue Pennae—. ¡No tiene cerrojo, pero no puedo hacer que esta maldita cosa se abra!

Entonces, Pennae lanzó un gemido de dolor.

—¿Qué pasa? —preguntó Doust.

—Me he quemado los dedos —respondió la ladrona, jadeando. Ahora parecía estar más cerca mientras Florin seguía tirando—. Esta puerta es…, es…

—Mágica, sí —dijo Islif—. Doust, deja a Semoor. ¡Te necesitamos para apartar a esos malditos liches!

Florin la soltó, y Jhessail abrió los ojos mientras intentaba ponerse de rodillas. Lo que vio le hizo dar un grito. Una docena o más de liches se habían reunido formando una especie de muralla de un lado a otro del pasillo y avanzaban hacia los Caballeros. Tenían la puerta reluciente y palpitante a apenas uno o dos pasos por detrás de ellos, y los liches seguían avanzando, tratando de superar las espadas con que Florin e Islif los amenazaban, de aplastarlos con su superioridad numérica y de hacerlos pedazos. Daba la impresión de que los conjuros se habían vuelto inútiles ante las oleadas de magia que salían de la puerta y que hacían que todo lo que brotaba de los dedos de los liches se apagara. Sin embargo, los liches también usaban la magia sobre sí mismos, transformando sus dedos huesudos en garras, y esos conjuros no parecían afectados.

—¡Esto no se va a acabar nunca! —dijo Doust, jadeando y sumándose a los esfuerzos de Islif y de Florin con su maza.

Entre gemidos de dolor, Pennae se lanzó otra vez contra la puerta, desafiando sus fuegos mágicos para tratar de encontrar cualquier asidero, cerrojo o apertura que se les pudiera haber pasado por alto.

—¡Estos malditos liches son interminables!

—¡Imaginad que estáis cortando leña en Espar! —dijo Islif con voz entrecortada—. ¡Cortadlo todo, y podremos disfrutar después junto al fuego!

—¡Oh, dioses, ojalá no hubieras dicho eso! —La voz de Pennae sonó por detrás de los demás.

Y la puerta explotó.