En nuestros brazos
¡Adelante mis atrevidos y bravos Dragones!
¡Desenvainad y comprobad los mapas,
buscad bellezas y vino en abundancia,
y todos acabaran en nuestros brazos!
El personaje del Gran Rey de Cormyr
en Alimontur de Puerta Oeste,
Cabalgar al Dragón Púrpura,
representada por vez primera
(y prohibida en Cormyr).
en el Año del Whyrm Vagabundo
Gruñendo para sus adentros, el mago real de Cormyr formuló el conjuro de escudriñamiento por segunda vez, se recostó en su asiento para contemplar la superficie brillante de mármol negro de la mesa y esperó.
Tampoco esa vez obtuvo respuesta.
Sacudió la cabeza. Con todos esos aumentos y con una formulación perfecta, la magia debería haber dado algún indicio. Aun en el caso de que Deltalon estuviera en otro plano, o muerto, el eco del Tejido debería haber llegado hasta Vangerdahast para decirle que la magia había buscado sin encontrar nada. Sin embargo, estaba claro que no llegaba ningún eco, nada, como si el conjuro estuviera vagando por distancias infinitas, buscando sin cesar y sin encontrar…
Vangerdahast gruñó. Eso tenía un aspecto cada vez más siniestro.
Se puso de pie y dio unas zancadas para salir de la habitación, pero se detuvo, volvió a sentarse y lanzó una magia mucho más simple.
Esa vez no buscó a Deltalon, sino que, dejándose llevar por un impulso, hizo una comprobación sobre Taltar Dahauntul, tomando como referencia el cinturón y las botas del ornrion. Murmuró el encantamiento añadido que le permitiría ver a través de los ojos del Dragón. Eso le produciría a Intrépido un feroz dolor de cabeza, pero ¡bah!, según él mismo había dicho tantas veces a lo largo de los años, todos debían hacer pequeños sacrificios al servicio de Cormyr.
Por encima de la mesa, el aire se arremolinó en silencio, y luego tomó la forma de una escena. Vio que Intrépido estaba mirando…, y él también mediante sus ojos… a través de una espesa maraña de árboles jóvenes, vides y arbustos, ¡nada menos que a Lorbryn Deltalon!
Vangerdahast parpadeó, respiró hondo para maldecir, y abruptamente la vista sobre la mesa cambió cuando el distante Intrépido giró la cabeza. Ahora estaba mirando a la maga de guerra Tsantress Ironchylde, que evidentemente estaba agazapada en alguna parte de un bosque, justo al lado del ornrion.
Intrépido volvió otra vez la cabeza para observar a Deltalon, que avanzaba con cautela por el terreno boscoso, con la varita en la mano, hasta llegar a la entrada de…
Vangerdahast, volcando el taburete con estrépito, se puso de pie como un rayo, y alzando la vista al techo, pronunció las mayores blasfemias que conocía.
Sobre la mesa, la escena seguía desarrollándose tranquilamente, como si no importaran las miradas duras y furiosas del mago real.
—¡Que los dioses lo confundan todo!
Se le acabaron las maldiciones y sacudió la cabeza, atónito al ver el lugar donde se encontraban los dos magos de guerra y ese ornrion que era un auténtico grano en el trasero: el único acceso abierto al Palacio Perdido.
Vangerdahast invocó el poder de sus anillos y llamó a su ayudante con un estentóreo:
—¡Laspeera!
A través de una oleada de niebla roja de dolor y un respingo, ambos por parte de su maga de guerra de más confianza, que estaba medio palacio más allá, vio las caras atónitas de los magos novicios a los que ella estaba instruyendo.
Laspeera hizo una mueca y se llevó las manos a la cabeza, pero Vangey no perdió tiempo en disculpas ni cortesías. Pasando brutalmente a la mente de la maga lo que estaba viendo sobre la mesa, preguntó con furia:
—¿Tú sabes algo sobre esto?
—No, Van…, lord Vangerdahast —respondió Laspeera con voz ronca, sujetándose las sienes y con cara de dolor—. Nada en absoluto.
Los estudiantes que la miraban oyeron claramente el rugido de respuesta del mago real, que salió por los oídos de Laspeera.
—¡Reúnete conmigo! ¡Deprisa! ¡La seguridad del reino depende de esto!
Laspeera se desplomó con un respingo cuando el furioso mago abandonó su mente. Luego, se puso de pie y dedicó a sus jóvenes discípulos una sonrisa poco convencida.
—Siempre es así —explicó—. Una llega a acostumbrarse.
Y volviéndose, abandonó la habitación como una exhalación.
—¿Qué lugar es este? —preguntó uno de los sembianos, escrutando los oscuros pasillos que tenían delante.
—Esperaba que me lo dijerais vosotros —les soltó lord Maniol Corona de Plata—. Vosotros sois los magos.
—¡Esperad! —dijo el otro sembiano con voz tensa por el miedo—. ¿Qué es eso?
Señalaba hacia delante, hacia la boca oscura de un pasillo lateral donde había entrevisto algo que se movía.
Venía hacia donde ellos estaban, caminando con la lentitud de un anciano noble y decrépito, y vestía los harapos de lo que en algún momento habían sido una vestimenta espléndida de tela satinada y multerdelvys. Su cabeza era mitad carne y pelo lacio, y la otra mitad hueso desnudo, y tenía los ojos como dos puntos relucientes de luz. Sonreía.
—Creo que es un lich —dijo en voz baja el primer sembiano, cuyas manos ya rebuscaban en su cinturón.
—Entonces, tutor —les preguntó el no muerto—, ¿qué va a ser esta vez? ¿Invocamos a los demonios o arrojamos fuego a jarros?
Los dos magos se miraron de reojo.
—Ni una cosa ni otra —dijo el segundo sembiano—. Nada de magia por hoy.
—¿No? ¡Pero he practicado tanto! ¡Observa!
Sus dedos huesudos dibujaron algo en el aire y de ellos brotaron unos puntos de luz rosada, y un destello repentino voló furiosamente hacia lord Corona de Plata.
—¡Haced algo! —gritó el noble, encogiéndose—. ¡Os pago para que hagáis algo!
Mientras su voz reflejaba un miedo cerval, aquel destello rosado-purpúreo chocó con algo apenas entrevisto y de color esmeralda, que pareció salir del cinturón del primer sembiano. La luz púrpura fue desviada hacia la pared del pasillo, de donde brotaron radiaciones irisadas que se enfrentaron a ella.
—¡Oooh! —El lich batió palmas mirando el choque entre su magia y la custodia de color esmeralda—. ¡Qué bonito! ¡Qué bonito! ¿Tienes más deleites que compartir conmigo, oscura hechicera?
Lord Corona de Plata y los dos sembianos se miraron, y después volvieron a mirar al lich. Les había vuelto la espalda y ahora se alejaba pasillo abajo, dando saltitos como si fuera bailando y cantando.
—Qué bonito…, tan bonito…
—Mirad —dijo el segundo sembiano, señalando más allá del lich a una cosa que se asomaba para mirarlos desde un pasillo distinto—. Hay otro.
—Por el aliento de fuego de Azuth —maldijo el primer mago.
Los dos sembianos se miraron, asintieron al unísono y se apartaron de los liches.
—¡Aquí, ahora mismo! —dijo abruptamente lord Corona de Plata, tirando de la manga del primer mago—. ¿A qué estáis jugando? Os pago para…
El sembiano avanzó el rostro hacia su jefe con tal agresividad que el noble, de menor estatura, se replegó.
—Señor —le espetó el mago—, esos son liches. Liches desquiciados. Ni todo el oro y las piedras preciosas de Cormyr harán que me quede aquí.
—Eso —dijo el otro sembiano—. Los muertos no necesitan riquezas, y dentro de poco, todos seremos hombres muertos, o algo peor, si nos quedamos aquí más tiempo. ¿Por qué yo…?
Su colega emitió un estentóreo gorgoteo.
El sembiano había desasido su manga de la mano de Corona de Plata, había dado dos zancadas precipitadas pasillo abajo… y se había ensartado en la espada que esgrimía una mujer de sonrisa aviesa y que iba vestida de cuero negro hasta el cuello.
Con la mano libre se había apoderado del símbolo custodio que el mago llevaba en el cinto y lo mantenía en alto para rechazar cualquier magia que el otro sembiano pudiera lanzar contra ella.
Con esa defensa, la Alta Dama Ismra Targrael observó cómo el hombre se ahogaba ensartado en su acero. Ella mantuvo su sonrisa inalterable cuando él se desplomó, con la respiración entrecortada y cayó al suelo con los ojos fijos en ella.
Soltó la espada que el sembiano moribundo arrastraba consigo al suelo, y bajo la mirada de lord Corona de Plata, pálido y demudado, sacó la daga de su cinturón, describió un giro lateral y la arrojó con pericia.
El noble no pudo volver la cabeza con rapidez suficiente para seguir su destellante vuelo, pero vio perfectamente cuál era su destino.
Con la daga clavada hasta la empuñadura en su ojo izquierdo, el segundo mago sembiano cayó mientras unos diminutos destellos saltaban y se arremolinaban en vano en torno a la hoja, mientras su débil magia defensiva trataba de anularla sin conseguirlo.
Targrael ni se molestó en verlo caer. Estaba ocupada en liberar su espada.
Lord Corona de Plata miraba fijamente los dos cadáveres que yacían sobre el suelo del pasillo, delante de él. Después, alzó la vista hacia la mujer que los había matado y que seguía luciendo una sonrisa imperturbable.
—Bueno, pequeño noble traidor —dijo en un susurro, avanzando hacia él mientras describía círculos con su espada—, creo que ahora sólo quedamos tú y yo.
Manshoon sonrió. Estaba dispuesto a burlar la magia sensitiva de la verdad de los sacerdotes —paparruchas, en realidad—, pero le habían ahorrado el trabajo. Esos Caballeros estaban demasiado ansiosos de servir a Faerun. Tontos ingenuos.
Si todas las tierras contaran con una docena de bandas como esa, podría conquistar la totalidad de los Reinos en una sola temporada.
Había habido un tiempo en que Vangerdahast iba allí muy a menudo, cuando los tesoros que este lugar encerraba colmaban cada día sus necesidades y le proporcionaban consuelo, cuando constituían la mejor protección contra sus temores. Sin embargo, hacía ya mucho tiempo que no irrumpía allí presa de agitación, buscando… buscando…
¡Con expresión lobuna, Vangerdahast iba de un lado a otro cogiendo varitas de aquí y de allá, y…, y…, y cinturones cargados de pociones de acullá! Amuletos… Sí, mejor llevar también algunos.
Formó con todo ello un gran montón sobre la mesa y se dio la vuelta para enfrentarse al armario más próximo. Lo abrió de golpe y se quedó mirando una reluciente armadura mágica de factura elfa que había dentro. Siguió buscando en un vano intento de encontrar algo más útil; luego, dio un brutal portazo al armario y se dio la vuelta con un gruñido que le salió del alma.
Fue entonces cuando vio a un hombre vestido con gastadas prendas de cuero que lo observaba desde la puerta, un hombre al que no conocía, pero a quien recordaba vagamente haber visto por palacio una o dos veces.
Eso ya fue motivo suficiente para irritar a Vangey. Nadie debería visitar el palacio más de una vez sin que el mago real supiese quién era y el motivo por el que estaba allí.
—¿Quién…?
—Dalonder Ree, Arpista —dijo el hombre en voz baja—. He venido a ayudar. Tienes todo el aspecto de un mago real de Cormyr necesitado de ayuda. Y si no la necesita el mago real, parece necesitarla todavía más el mago de la Corte de Cormyr.
—¡Nada de eso! —le dijo Vangey abruptamente.
Laspeera entró en la habitación y se ladeó al pasar junto al Arpista.
—¡Nunca te había visto tan alterado! ¿Para qué me necesitas? —dijo sin aliento.
Vangerdahast se quedó mirando impotente el rostro estudiadamente inexpresivo del Arpista, luego alzó las manos, resignado, y sin preámbulos le dijo a su maga de guerra más leal:
—¡Carga con todo lo que puedas llevar y ven conmigo! ¡Es posible que algunos descerebrados estén a punto de poner en marcha la Desvinculación y nos vacíen encima el Palacio Perdido!
Laspeera parpadeó, maldijo de una manera crispada y nada femenina, y empezó a apoderarse de los ingenios mágicos que Vangey había acumulado en la mesa. Lo mismo hizo el Arpista.
—¡No, tú no! —le espetó Vangey—. ¿No tienes otra cosa en que meter las narices?
—¡Nada que sea tan importante como esto! —dijo Ree.
—¡Bueno, podrías quedarte aquí, apartar tus manos de la magia e ir por ahí reuniendo a los magos de guerra para enviarlos detrás de nosotros! ¡Si todos caemos, realmente no tendrá importancia cuántos queden aquí para defender el trono! ¡Ah!, y podrías advertir a la familia r…
—En realidad, mago —dijo la princesa Alusair con tono cortante desde la puerta—, yo puedo ocuparme de eso, y lo haré. Este valiente Arpista va a acompañarte si él lo desea. No puedo darle una orden real, pero sí puedo dártela a ti…, y estoy comenzando a creer que es algo que debería haber empezado a hacer hace años.
Vangey iba a decir algo, dejándose llevar por la ira que lo inundaba, pero la princesa más joven del reino alzó la voz en una perfecta imitación de la suya propia, y le dijo con tono estentóreo.
—¡Ahora, deja ya de discutir con todo el que se te pone por delante y en marcha!
—Esto debería bastar para comenzar con la Desvinculación —dijo Vangerdahast con parsimonia, deteniéndose ante un panel.
Cuando los Caballeros se reunieron en torno a él, Islif no pudo por menos que mirar hacia atrás, y Jhessail y los sacerdotes atisbaron a uno y otro lado con expresión tensa por el miedo.
El olor los perseguía, un leve y nauseabundo olor a podredumbre y moho que despedían los aproximadamente seis liches que venían tras ellos.
Como a uno solo se le ocurriera lanzar un conjuro…
—¿Florin? —llamó el mago real con voz grave.
El explorador asintió, respiró hondo y balanceó la maza que le había cedido Doust. El panel se hizo trizas bajo la solidez del golpe; su recubrimiento mágico de madera lustrada se desintegró en breves remolinos de luz azulverdosa.
—¡Todos, mirad a un lado y otro de este pasadizo! ¡Deprisa! —les dijo Vangerdahast.
—¡Allí! —señaló Pennae cuando casi no había terminado de hablar.
—¡Deprisa! —dijo de nuevo el mago real, abriéndose camino entre los Caballeros y avanzando hacia el panel distante y relumbrante—. ¡Vamos! ¡Debemos marcar el que corresponde!
Se fue directo hacia los liches.
—¡Vamos! —les gritó a los demás por encima del hombro—. No os van a hacer daño. Lo que quieren es ser liberados. ¡Encontrar reposo por fin!
Todavía se seguía reuniendo una siniestra variedad de no muertos que salía de pasillos del lado oscuro y a través de los portales, pero se separaron y dejaron paso incluso antes de que surgiera en torno a Vangerdahast un resplandor azul verdoso que obligó a los liches a retroceder.
Los Caballeros iban pegados a él, tratando de no mirar a la multitud que los asediaba, observándolos, y los seguía de cerca.
Los liches estaban en diversos estados de corrupción, que iban desde simples calaveras coronadas que flotaban en el aire desprovistas de cuerpo, hasta mujeres que habían perdido miembros y lucían restos andrajosos de trajes que se caían a pedazos. Los había incluso que llevaban la cabeza bajo el brazo.
Las custodias azul verdosas parecían mantener a raya por un lado a los liches, y por otro al auténtico terror, pero ninguno de los Caballeros estaba realmente tranquilo. Mientras caminaban los rodeaba por tres lados una multitud que avanzaba silenciosa, arrastrando los pies, tan cerca que podían tocarla, y los liches tenían un aspecto tan macabro que era como caminar a través de una pesadilla sin fin.
—Creo que necesito aliviarme —dijo Semoor.
—Desearía que no hubieras dicho eso —dijo detrás de él Jhessail con una mueca.
—Yo… ¡Espera! ¡No me mates! —balbuceó lord Corona de Plata, retrocediendo—. ¡Soy rico! ¡Puedo pagarte bien! ¡Rubíes, oro, hasta lágrimas de rey! Yo…
—Tú hablas mucho —le dijo la Alta Dama con un brillo feroz en los ojos—. No quiero oro, llorica.
—¡Tierra, entonces! ¿Tierra?, ¿un pequeño feudo que puedas llamar tuyo? ¿Una mansión en Suzail…?, ¿dos mansiones?
Paso a paso el noble iba cediendo camino, y paso a paso, Targrael lo seguía, con calma, estirándose como un felino.
—¡Oooh!, un pequeño castillo —dijo con voz falsamente zalamera—. Me estás tentando, Maniol.
—¿De veras? —dijo Corona de Plata atropelladamente, con la esperanza brillando en sus ojos—. Eso está muy bien. ¡Q…, q…, qué puedo hacer para tentarte más aún!
—Morirte —le dijo la Alta Dama sin perder la calma, y estirándose todo lo que daba atravesó con su espada la mano y la garganta de Maniol Corona de Plata.
—Casi sin prisas No ha sido la muerte de noble que más trabajo me ha dado, y me he ocupado de muchas a lo largo de los años, sin duda.
Se la quedó mirando, asombrado, mientras la boca abierta se le iba llenando de sangre. Targrael le envió un beso con la punta de los dedos y le dedicó una sonrisa sarcástica.
—Que lo dioses te acompañen, proyecto fallido de hombre. Buena suerte en los Infiernos.
Era probable que las últimas palabras ya no las hubiera podido oír porque para entonces tenía la vista perdida. Targrael se irguió, tiró de la espada y lo dejó caer.
El noble se desplomó de golpe, como una enorme calabaza sobre una calle empedrada, que a causa del impacto se hubiese vaciado de su contenido. La sangre salpicó en todas direcciones. Targrael dio un salto atrás, entrecerrando los ojos al ver que del cadáver salían volutas de humo dorado y resplandeciente…, por todos los Reinos, como si la sangre del hombre fuera la corriente de fuego líquido de una forja.
Después, retrocedió aún más, echando rápidas miradas hacia atrás y alzando la espada para trazar en el aire un círculo amenazador en torno a su persona.
De todas direcciones afluían liches hacia esas llamas, y de sus ojos salía un resplandor del mismo color dorado.
—No os acerquéis —les advirtió, palideciendo al ver sus sonrisas desdentadas cada vez más cerca.
»Soy la Alta Dama Ismra Targrael. ¡En el nombre del Trono del Dragón al que sirvo os ordeno que os marchéis!
La Alta Dama alzó el símbolo de custodia que había arrebatado a uno de los sembianos a los que había matado, pero las manos huesudas lo apartaron mientras otras tantas la cogían por los brazos y le clavaban sus gélidas garras.
Ni siquiera tuvo ocasión de luchar cuando los dedos huesudos la estrangularon, casi sin prisa.
Lanzando al rostro de la princesa Alusair una rabia muda para obligarla a apartarse de su camino, el mago real de Cormyr salió corriendo de su arsenal y siguió pasillo adelante, buscando la siguiente cámara de conjuros.
Dalonder Ree le iba pisando los talones.
—Si encuentro a Intrépido, te lo enviaré de vuelta —le dijo a la princesa mientras pasaba a toda prisa.
Detrás de ellos iba Laspeera, arrastrando con dificultad cintos y vainas de varitas mágicas, y una mano esculpida con los dedos cubiertos de anillos resplandecientes. Seis pasos más adelante refrenó la marcha, se volvió y le dijo a Alusair:
—Busca a Tathanter Doarmund o a Alaphondar para que reúnan rápidamente a todos los magos de guerra que puedan para teleportar una docena de Dragones hasta mí. ¡Ellos ya saben la clave!
—¿Dragones Púrpura? —gritó Alusair—. ¿No más magos de guerra?
Laspeera ya corría por el pasillo abajo.
—¡Vamos a necesitar gente con sentido común! —gritó sin volver la cabeza.
El tercer panel derramó la proverbial luminosidad azul verdosa al romperse.
—¡Allí! —gritó Pennae al vislumbrar el siguiente panel.
Doust se tambaleó, a punto de caerse contra Jhessail, que casi acabó en el suelo. La pelirroja procuró mantenerse y mantenerlo en pie, hasta que Islif extendió su largo brazo, sujetó al sacerdote por el hombro y lo enderezó.
Todavía vaciló un poco, con las rodillas tan inermes como las verduras que cuecen en una olla.
—Ese me dejó entumecido —musitó—. Mantente lejos de los paneles —añadió, mirando a Jhessail—. Creo que esto puede matar a cualquier mago. —Echó a Vangerdahast una mirada desconfiada y se aferró a Islif para no caer mientras todos los Caballeros corrían pasillo abajo hacia el cuarto panel.
—¿Cuántos de estos paneles tendremos que romper? —le preguntó Islif al mago real.
Todos vieron cómo se encogía de hombros.
—No lo sé. Más de una docena. Trate de rastrear la magia una vez y observé trece nodos antes de que el intento me superara.
Islif enarcó una ceja.
—¿Superarte? ¿Qué significa eso?
—Sí, dejarme sin sentido —replicó Vangey con una inclinación de cabeza a Florin.
El explorador apretó los dientes, dio un golpe con la maza y convirtió otro panel en una ruina destellante.
—¡Un resplandor! —gritó Semoor desde atrás—. ¡Por esa puerta!
Todos se volvieron a mirar lo que señalaba, y Florin se tambaleó tal como lo había hecho antes Doust.
—¡Que alguien lo ayude! —gritó Vangerdahast, encaminándose hacia la puerta relumbrante—. Pennae, corre delante. ¡Tenemos que ver qué panel de la habitación es el que corresponde antes de que deje de destellar!
Mientras todos corrían, el mago real formuló entre dientes una especie de encantamiento.
—Es la segunda vez que haces eso justo después de que Florin golpee un panel —dijo Islif, desconfiada—. ¿Qué clase de magia estás usando exactamente?
—Estoy reuniendo las custodias antes de que caigan para protegernos con ellas, contra los liches y contra cualquier magia desatada que pueda liberarse al romper un nodo.
—¿Qué custodias? —preguntó Semoor mientras entraban en la habitación y la encontraban fría y desnuda.
—Los antiguos conjuros que protegen las paredes, los suelos y los techos contra la magia que los liches liberan aquí —explicó Vangerdahast, acudiendo a toda prisa hacia el panel en el que estaba Pennae. Ya no relucía.
—Estaremos perdidos si no los reúno —dijo el mago real—. ¿Acaso queréis ser destrozados por un lich?
Un lich que estaba al lado de Semoor lanzó una risita fría, y el sacerdote se retiró de él.
—De todos modos, ¿por qué están aquí todos estos liches?
—Fueron encerrados en este lugar por el mago real que lo precedió —dijo Doust—. Son magos que se han vuelto locos. No llegaron aquí siendo liches. Creo que este sitio los transforma.
Vangerdahast se volvió, les dirigió la sonrisa más desalentadora y dijo en tono cordial:
—Y yo creo que estás en lo cierto. Antes de que alguno de vosotros lo pregunte, no, yo no he enviado a ninguno aquí.
—Ni falta que hace —dijo Semoor, colocándose rápidamente detrás de Islif—. Tú coges a todos los magos locos y los transformas en magos de guerra.
—Gracias, muchas gracias, Luz de Lathander —respondió Vangerdahast con sarcasmo—. Tus observaciones son muy útiles en nuestra actual situación. Elevan la moral de tus compañeros hasta el infinito.
Florin dio un paso adelante, pero el mago real lo frenó interponiendo un brazo. Vangerdahast asintió cuando Islif le quitó la maza de las manos.
—Ya basta de heroicidades por hoy —dijo Vangerdahast, mirando a Islif—. ¡Este lo romperás tú, señora!
Islif asintió, dando un paso adelante, y Vangerdahast miró a los demás Caballeros.
—Todos mirando hacia otro lado —dijo—. Pennae y… tú, Diente de Lobo, volved a la puerta y vigilad si hay algún resplandor. Voy a lanzar las custodias hacia fuera para mantener a los liches alejados de vosotros.
Pennae se dirigió hacia la puerta, pero Semoor no se movió. Miraba a Doust con el entrecejo fruncido.
—¿Qué estás mirando, Clumsum?
—Eso —dijo Doust en voz baja, señalando hacia el rincón más oscuro de la habitación.
Su dedo apuntaba a la calavera flotante de mayor tamaño que había entre los liches. Les sonreía, con los ojos reluciendo. Tenía sobre la frente una corona con picos que todavía conservaba el color plateado en algunos puntos, pero estaba casi toda renegrida y, en algunos puntos, verde de tan vieja.
—De modo que ese era un rey, un príncipe o algo así —dijo Semoor lentamente, echando una mirada a Vangerdahast—. ¿Se trata de algún oscuro secreto de Estado?
El mago meneó la cabeza, interponiendo la mano otra vez para impedir que Islif golpeara el panel.
Pero Doust volvió a hablar.
—No, no me refiero a la corona. Mirad por encima de los picos.
Los Caballeros miraron. No era fácil ver en la oscuridad los picos de la corona y el espacio que había por encima de ellos, pero desde la puerta, Pennae dijo:
—La punta del final no tiene una gema encima. La piedra está flotando en el aire sobre ella. ¿Y qué, Doust?
—No estaba allí, me refiero a la gema, antes de que entráramos en la habitación —dijo Doust—. Da la casualidad de que he mirado justo a esa calavera con la corona.
—¿Estás seguro de que no la confundes con otra? —preguntó Florin.
—Ninguna de las otras calaveras flotantes lleva corona. Ni siquiera diadema.
—Estoy obsesionado, realmente obsesionado… —empezó a cantar Semoor. Era una conocida canción de taberna.
Islif le dio un buen empujón en el estómago con la maza y dejó de cantar con un respingo sorprendido.
—De modo que la observamos por si sucede algo más —dijo con firmeza—. No podemos hacer otra cosa, ¿verdad?
—A la puerta, Diente de Lobo —le recordó Vangerdahast a Semoor—. Sulwood, ¿por qué no le echas una mirada de cerca a tu calavera de una vez por todas?
—Eso haré —dijo Doust mientras Islif se adelantaba para amenazar de nuevo el panel con su maza.
Esa vez el mago real dio un paso atrás y le hizo un gesto afirmativo.
Islif tomó impulso y dio un golpe que hizo estallar el panel con un brillo azul verdoso, y ese resplandor lanzó arcos brillantes de luz relampagueante que enviaron a Islif lejos e hicieron que todos los Caballeros gritaran cuando las custodias se encendieron en torno a ellos con su color azul verdoso.
Momentáneamente cegados, ninguno de los Caballeros vio que ni los relámpagos ni el resplandor azul verdoso habían tocado a Vangerdahast, que permanecía sonriente en medio de ellos.
—Ahora —dijo Vangerdahast— empieza la parte dura de la Desvinculación. Sed fuertes, mis Caballeros. Sólo un poco más.
Brorn Hallomond se pasó la lengua por los labios, respiró hondo y volvió a soltar el aire, echó la cabeza hacia atrás para mirar el techo, y a continuación se encogió de hombros, asió su espada y avanzó con atrevimiento para internarse en el resplandor mágico.
Un momento después, una forma oscura se alzó de donde había permanecido agazapada, cerca de la escalera. Lorbryn Deltalon no tenía una espada que esgrimir, pero llevaba su varita como un arma mientras caminaba con cautela a través del sótano hacia el portal que aguardaba. Tras vacilar un momento, se metió dentro.
Dos rostros que habían visto la desaparición del mago de guerra se retiraron del punto desde donde habían estado observando, en el pozo de la escalera. Los dos se miraron.
La maga de guerra Tsantress Ironchylde y el ornrion Taltar Dahauntul de los Dragones Púrpura se miraron largamente; después, se encogieron de hombros al mismo tiempo, asieron varita y espada respectivamente, y empezaron a bajar la escalera hacia el portal.
La Desvinculación se había convertido en una lenta marcha de dolor. Cada vez que los Caballeros destrozaban un panel, las custodias lanzaban relámpagos que los atravesaban a todos.
Con determinación iban pasando de una habitación a otra, seguidos por la hueste silenciosa de los no muertos. Ya había más de cuarenta liches en cuyos ojos se veía un brillo ávido. Con cada nueva custodia caída, se acercaban más a los Caballeros.
Cada vez que los Caballeros entraban en una habitación, aparecía de la nada otra gema flotante, para unirse a las que ya sobrevolaban los picos de la corona de la más grande de las calaveras flotantes.
Tres veces trató el mago real de obligar a Jhessail o a uno de los sacerdotes a intentar romper un panel, hasta que Florin e Islif le dijeron que dejase de dar esas órdenes. Con el pelo y la cara chamuscados, el explorador y la luchadora se turnaban con la maza. Seguían adelante, inclinados y temblorosos entre semejantes vicisitudes.
Los Caballeros ya no podían ver el resplandor del siguiente panel, pero Vangerdahast parecía conocer o sentir de algún modo dónde debían dar el nuevo golpe.
—¿Por qué no te dañan a ti los relámpagos? —le preguntó Jhessail al mago real mientras avanzaban por otro pasillo que se parecía mucho al anterior.
—Sí que lo hacen —dijo Vangerdahast—. Es sólo que estoy mucho más habituado al dolor que, digamos, las bandas de aventureros con cédula de la Corona. Llevo años soportándolo.
Jhessail le echó una mirada cargada de desconfianza.
Él le devolvió la mirada, y su rostro adoptó fugazmente una expresión maníaca y gozosa que no tardó en desaparecer para dejar paso otra vez a su aspecto circunspecto y viejo.
—Esta puerta —dijo sin molestarse en mirarla—. El siguiente panel está aquí, a la izquierda. Puedo sentirlo.
—¿Puedes sentir lo que estoy pensando ahora? —le preguntó Semoor con voz ronca.
—Sí —respondió Vangerdahast—. Dos cosas ocupan tu mente: una es tu vejiga y la otra es traicionera, de modo que te aconsejo que mejor pienses en Lathander. La Desvinculación traerá, sin duda, un nuevo comienzo.
—¿Y viviremos para verlo? —se preguntó Semoor con un gruñido.