La respuesta del fuego
Hay aquellos cuya fe flaquea
cuando pasan por amarguras en la vida
y cuando el fuego del altar responde
muchas veces consigue que crean.
Antiguo dicho popular de la Costa de la Espada
Los sacerdotes de Bane conversaban en el patio del templo en Zhentil Keep.
—¿Tan pronto se ha acabado? ¡No tienen mucha resistencia estas sacerdotisas de Sune! Todo ese ardor y amor avasallador es un pobre escudo contra el dolor verdadero, ¿no?
—¿Acabado? ¡Ja! ¡El látigo se ha roto! —El verdugo de Bane levantó su látigo estropeado para inspeccionarlo. Lo que debería haber sido su tercio superior colgaba inútil, pendiendo de un solo hilo—. ¡Y eso lo ha hecho una espalda desnuda! ¡Alguien nos está vendiendo basura, eso es seguro!
—¿Sólo has traído un látigo?
—Por supuesto que no. ¡Ya he roto antes los otros tres, uno por uno, y no soy el más fuerte de todos, ni mucho menos!
Su superior frunció el entrecejo.
—¡Te digo que estos látigos sagrados son pura basura!
La Mano Vigilante de Bane asintió.
—Tendremos que averiguar quiénes los hicieron, seguirles la pista y exaltarlos con una muerte adecuadamente lenta y dolorosa a mayor gloria de Bane. Trabajo y más trabajo… —dijo, meneando la cabeza—. No se termina nunca, ¿verdad? Vaya, apenas…
No solía cruzar nadie el patio del templo de Bane en Zhentil Keep, excepto los clérigos de Bane, de modo que los sacerdotes no tenían costumbre de prestar mucha atención a los movimientos que se producían a su alrededor.
Fue así como no repararon en la larga espada reluciente que surcó el aire de punta, como una flecha. Salió como una exhalación de las sombras y les cortó el gañote tan profundamente que sus cabezas cayeron de los hombros antes de que se desplomaran los cuerpos.
Para entonces, la espada voladora Armaukran ya estaba al otro lado de la plaza, remontando el vuelo y dejando a su paso una delgada cinta de sangre en el crepúsculo, mientras Horaundoon iba ala caza de más zhentarim a los que matar.
Los arrogantes sacerdotes eran una presa fácil. Lo que los tenía preocupados era cómo matar a un ojeador. O a treinta.
Sintió la pared fría y lisa bajo la espalda. Jhessail respiró hondo y cerró los ojos, y a continuación, lanzó uno de los pocos conjuros que le quedaban, pronunciando con cuidado las palabras del Tejido —palabras sin sentido para la mayoría—, y luego la rima:
—¡Permite ahora que a los ojos de cuantos me miren, lo que vean, no una Jhessail, sino tres sean!
Se pasó las manos en sentido vertical por delante hacia arriba y hacia abajo, de modo que las imágenes especulares que se formaran parecieran desplazarse una a través de las otras y que el lich no encontrara forma de distinguir cuál era la Jhessail real.
Caminando de lado hacia delante y hacia atrás para aumentar la confusión, ordenó a las imágenes falsas que se movieran hacia su derecha; luego alzó las manos para dibujar los gestos esquemáticos de… una falsificación, nada de conjuros. Confiaba en que eso hiciera dudar al lich un momento, mientras tres Jhessails idénticas hacían una magia de aspecto impresionante que no podía reconocer.
Pero el lich sonrió, y al hacerlo se desprendieron trozos de carne gris-pardusca de sus mandíbulas.
—¡Ah, vuelves a tus viejos trucos! ¡Cómo me gusta que me abrumes con tus caricias! ¡Ven a mí, Mara! ¡Ven ahora a los brazos de tu Elmariel!
Sin esperar a que lo obedeciera, avanzó, pasando junto a Doust y Semoor. Uno a cada lado, aunque a algunos pasos de distancia, los dos sacerdotes se quedaron mirándose con expresión preocupada, sin saber qué hacer.
El lich acortaba rápidamente la distancia entre él y las tres Jhessails, que no hacían más que urdir conjuros.
Doust se encogió de hombros y movió los labios sin emitir sonido:
—¡Rompehuesos!
Semoor se encogió de hombros retrocediendo como si dijera «¿por qué no?», y ambos formularon conjuros rompehuesos. Era probable que la magia fuera demasiado endeble para afectar a un lich cuyos huesos estaban animados y protegidos por su propia magia, pero ¿qué podían perder?
Doust le echó al lich una mirada firme y le lanzó el conjuro a la cabeza, mientras que Semoor apuntó a la mano que tenía levantada, encendida con tanto anillo.
Vieron las radiaciones breves, silenciosas, de sus conjuros, que golpearon esos huesos; pero fueron unos destellos que se desvanecieron rápidamente, sin el menor efecto. El lich siguió adelante, sin hacer caso de ellos.
Estaba ahora a apenas algo más de un metro de Jhessail, que esperaba temblorosa y entonando palabras sin sentido, a punto de gritar.
Semoor dio dos pasos rápidos y se apoderó de esa cosa peluda en que se había transformado Florin, asiéndolo por los ijares.
Era pesado…, por los Dioses Vigilantes que era realmente pesado…, pero podía…, podía…
Semoor se tambaleó un momento bajo el peso del jabalí, vio a Doust que lo miraba boquiabierto y salió corriendo.
Semoor iba inclinado hacia atrás bajo el peso del jabalí, formando con los brazos y el pecho un estante en el cual se balanceaba la bestia mientras el sacerdote corría hacia él. Semoor imploró que su cuerpo peludo pudiera servirle como escudo contra cualquier conjuro que el mago pudiera lanzar.
Estaba casi en la pared —desde donde Jhessail miraba horrorizada cómo extendía los ávidos brazos hacia ella— cuando llegó al lich, plantó el pie derecho y empleó el impulso tambaleante que había conseguido para darse la vuelta y enfrentarse a él, lanzando el bulto peludo que seguía roncando a las manos del lich.
El jabalí pasó por en medio de ellos y cayó pesadamente al suelo, donde se despertó con un ronquido sorprendido, dejando tras de sí trozos de hueso. Los anillos mágicos rebotaron por todas partes y dos pares de huesos astillados, rotos, de los antebrazos sonaron contra el suelo.
Los puntos brillantes de luz que servían al lich como ojos lanzaron llamaradas de furia. Rugió rabioso y se volvió para enfrentarse a Semoor.
La Luz de Lathander se encogió, tan aterrado como Jhessail.
El jabato de Doust, la durmiente Islif, cayó sobre el lich con toda la fuerza que pudo reunir la Joya de Tymora, dando de lleno en lo que quedaba de la cara de la criatura y atravesándola. Al caer, el jabalí separó la cabeza de los hombros del lich. El cráneo rebotó contra el suelo y estalló en mil esquirlas de hueso. Ahora el cuerpo tambaleante estaba rematado por las escápulas y los huesos del cuello destrozados. Ante la mirada de los dos sacerdotes, un brazo se desprendió.
Doust y Semoor se miraron, se encogieron de hombros, esta vez un poco más contentos, y pasaron corriendo ante lo que quedaba del lich para recoger al último jabalí.
—Levanta, Pennae —dijo Semoor mientras levantaban el animal hasta sus rodillas, y luego, tambaleándose, más arriba—. ¡Eres un cerdito (o comoquiera que se llamen estas bestias), muy cómodo de llevar!
Corriendo juntos esta vez, los dos sacerdotes apuntaron con cuidado a los restos expectantes del lich, alzaron el jabalí casi a la altura de la caja torácica del esqueleto y le dieron un envión antes de soltarlo.
El tercer jabato atravesó al lich, dejando su pelvis y sus piernas hechas una ruina.
Con alaridos triunfales, los dos sacerdotes se lanzaron tras él, golpeando los huesos que quedaban con sus mazas y pulverizándolos hasta que no quedó más que polvo.
—¡Agua bendita! —dijo Semoor de repente, sacando una de las preciosas ampollas que llevaba en la cintura y que les habían dado en la Corte Real después de la recepción de la emisaria de Luna Plateada, de tan triste recuerdo.
Él y Doust reunieron con los pies lo que quedaba de los huesos, despedazando los trozos más grandes con unos últimos golpes de sus mazas, y luego rociaron las cabezas de sus mazas y el montón de astillas con agua bendita.
Salió un humo crepitante, como si estuvieran vertiendo agua sobre un fuego. Después de eso, los restos de hueso relucieron momentáneamente. Se oyó una especie de mezcla entre gemido y suspiro… y del montón de huesos no quedó más que una mancha oscura en el suelo de piedra.
Doust se puso de rodillas y recogió los harapos que habían sido las ropas del lich y que ahora tenían todo el aspecto de una telaraña. Semoor y él los examinaron, y vieron la fila de botones que caían lentamente a medida que se desintegraba la tela, uno por uno, y se hacían trizas al caer al suelo. Eran de hueso teñido y de forma semiesférica y tenían grabados dos signos alternos: uno, el del dragón rodeado por nueve estrellas y luego un círculo de cadena, que era el antiguo sigilo de los magos de guerra, y el otro, el estandarte con dos cuernos de caza cruzados de una familia noble que Doust no lograba identificar.
—Emmarask —dijo Jhessail, asomándose por encima de ellos. Su voz todavía sonaba débil y jadeante—. Ese fue en vida un Emmarask.
—Y mago de guerra —dijo Semoor con aire sombrío—. Está bien saber qué destino les espera ¿no os parece?
—Yo nunca pensé en convertirme en maga de guerra —dijo Jhessail.
—Yo nunca pensé que te fueran a aceptar —replicó él con un bufido—. Ahora, oh gran maga, respecto de todos estos otros liches y de nuestros amigos, esos jabalíes que no paran de roncar…
—¿Decías? —preguntó Islif, dominándolos a todos con su estatura—. Me han llamado cosas peores, pero ni siquiera a una chica de campo le gusta que la tomen por…
Jhessail y los dos sacerdotes alzaron la vista mientras el último andrajo se desmoronaba entre los dedos de Doust. Florin, Islif y Pennae les sonrieron, recuperadas ya sus formas originales.
—Siempre pensé que en el fondo eras un auténtico cerdo —fue el saludo con que Semoor le dio la bienvenida a Florin.
—Ten cuidado —dijo Pennae—. Cualquier sacerdote de lengua lo bastante larga como para hacer una broma sobre cochinos o algo por el estilo tendrá que lamentarlo… cuando la punta de mi bota le responda adecuadamente.
Semoor miró a Doust, que alzó un dedo admonitorio y dijo con una sonrisa:
—¡Te saludo, codestructor de liches!
La Luz de Lathander sonrió.
—¡Eh, espera a que se enteren de eso en un templo! ¡Va a haber auténtico fuego en los altares celebrando la hazaña, y será por nosotros!
—Ehem —les recordó Jhessail a ambos con voz trémula— no os olvidéis de una cosa. Primero tenemos que encontrar una forma de salir de aquí, y de llegar a un templo.
—Sin duda —dijo una conocida voz de varón proveniente de las sombras.
La más joven de las princesas Obarskyr de Cormyr había conseguido llegar a sus aposentos sin que nadie la reconociera en los establos ni en el Palacio con su vestimenta plebeya, pero sí que la habían echado de menos, y ni sus doncellas ni el anciano mago de guerra lleno de cicatrices ni el más joven (pero con otras tantas cicatrices) comandante de la guardia de los Dragones Púrpuras estaban demasiado complacidos con ella.
Al final, Alusair había puesto los brazos en jarras, enfrentándose a todos desde el otro lado del recibidor de sus habitaciones.
—Parece que todos vosotros os olvidáis de que soy una niña. Pues bien, los niños, incluidas las princesas, e incluso en este civilizado Cormyr, juegan y tienen aventuras, y yo estuve muy ocupada en esas cosas.
—Tú —dijo el aya— has dejado de ser una niña unos siete días después de nacer.
—¿Y quién tiene la culpa de eso? —preguntó Alusair, al borde de las lágrimas y más furiosa aún por esa humillación—. ¡Ni siquiera puedo agacharme sobre una bacinilla sin que me espíen! Que todos los dioses vigilantes os condenen, si ni siquiera puedo…
Se contuvo en el preciso momento en que iba a revelar lo que había estado haciendo, pero para entonces, el ornrion de los Dragones Púrpuras, bendito sea, había dicho con voz ronca:
—Ya he oído bastante. Dejad sola a la damita real. Todos. Los dioses son testigos de que yo sentiría lo mismo si estuviera en sus botas. Vamos, andando.
Se dirigió a la puerta agitando sus armas como para hacer que todos salieran por delante de él.
—Ahora salgamos todos de aquí y dejémosla un poco en paz. Estoy seguro de que podréis informar de ello o reñirla mañana o pasado, en cualquier momento, de modo que…
El mago de guerra emitió una airada protesta entre dientes mientras salían todos juntos por la puerta, pero el comandante de la guardia ni siquiera se molestó en responder en un susurro.
—Considero que eso es tu problema. Ve al Viejo Lanzaconjuros para que le imponga algún tipo de conjuro de castidad de cintura para abajo si eso es lo que realmente os tiene preocupados.
Y a continuación, por fin, Alusair se quedó sola, acompañada únicamente por el aya, que la miraba con severidad, y dos doncellas que mantenían un discreto silencio y permanecían apartadas en las habitaciones interiores.
Alusair despidió cortante a la vieja Tsashaeree cuando no había dicho más de dos palabras de la sarta de reproches que había iniciado y luego agitó la campanilla para llamar a los dos Dragones Púrpuras que debían escoltarla hasta salir de la habitación. Llegaron sonriendo, uno de ellos incluso le hizo un guiño, y Alusair tuvo buen cuidado de no dejar que Tsashaeree viera el guiño con que ella le respondió. No quería que nadie pensara que necesitaba a los Dragones junto a ella noche y día.
Alusair entró en las habitaciones para someterse a las hábiles y cariñosas atenciones de sus doncellas. Por una vez daba la impresión de que la admiraban, pero esa noche no encontró ninguna satisfacción en ello. Estaba demasiado inquieta, demasiado temerosa de que aquello trajera consecuencias, y al fin, para nada. Tal vez el Arpista hubiera olvidado la promesa que le había hecho o estuviera en cualquier lugar apartado de Faerun, imposibilitado de oír su llamada… o puede que estuviera herido o muerto quién sabe dónde y nunca volviera a acudir a sus requerimientos.
Tendida en la cama, a oscuras, ese desasosiego no la abandonaba, y estuvo dando vueltas, sin dormirse, toda una eternidad.
Por fin debía de haberse quedado dormida, pero sin duda se despertó cuando una voz masculina le susurró suavemente al oído.
—¿Querías verme, alteza?
El mago Targon estaba solo en el alto balcón de una torre de Zhentil Keep, escrutando la oscuridad de la noche. No solía hacerlo, pero ahora no había nadie cerca que pudiera verlo y considerar extraña su conducta.
Viejo Fantasma hizo que su nuevo huésped sonriera con sarcasmo. No era nada sorprendente esta falta de espías zhentarim teniendo en cuenta el número de ellos a los que había matado Horaundoon antes de que se hubiera corrido la voz y se hubiera dado la alarma.
Ahora mismo, requería de Viejo Fantasma un acto supremo de voluntad cubrir la distancia que los separaba y retirar a la reticente espada voladora antes de que siguiera con su matanza. Armaukran era una espada sedienta, y Horaundoon, por lo que parecía, sentía verdadero odio por muchos zhentarim.
Por lo tanto era hora más que sobrada de que tuvieran una conversación.
El conjuro de custodia que Targon había establecido a su alrededor estaba dispuesto para desviar la punta penetrante y el filo mortal de Armaukran en caso de que la espada superara a su habilidad para gobernar la voluntad de Horaundoon, pero Viejo Fantasma no creía realmente que Horaundoon fuera tan necio.
La espada llegó horadando la noche con un floreo, de punta, pero haciendo en el último momento una voltereta en el aire y quedando de repente, silenciosa y suspendida con la empuñadura hacia arriba, a la distancia justa para que Targon no pudiera asirla.
—Bienvenida —dijo Viejo Fantasma.
—He descubierto que me lo paso bien eliminando elementos indeseables de la Hermandad —fue la respuesta—. Estoy ávido de seguir haciéndolo.
—Pronto te enviaré de vuelta a esa deleitosa actividad —le dijo Viejo Fantasma a la espada—. ¿A cuántos has matado? ¿Y exactamente a quiénes?
—Cuarenta y tantos —replicó Horaundoon—. Harkult y el viejo Gesker y a algunos novatos de su cuerda, magos de poca monta a los que no conocía. Nadie más a quien pueda poner nombre, pero a muchos, muchos sacerdotes de Bane, en su mayoría novicios porque pude sorprenderlos solos y sin que me vieran… ah, y a un pequeño espía.
Targon enarcó una ceja en muda interrogación.
—Uno de la especie de los ojeadores que tenía el tamaño de mi puño, o todavía menos. Un globo ocular flotante que se mantenía suspendido junto al hombro de un mago que consiguió escapar.
Viejo Fantasma asintió con su cuerpo prestado.
—No fue el único que escapó de ti. Tus acciones están causando tumulto en la Hermandad. Todos los zhent sospechan de sus colegas, y muchos de los de mayor jerarquía están llevando a cabo sus propias «investigaciones» para averiguar quién está detrás de estas muertes.
—Sí, docenas de indagaciones inútiles. Que un hermano sospeche que todos sus camaradas quieren matarlo no es nada raro, pero los zhentarim más viejos han empezado a dar órdenes y a presentarme un problema cada vez mayor. Se están retirando a fortalezas protegidas y guardadas por conjuros y enviando a los novatos más jóvenes y a sus acólitos menores a ocuparse de los asuntos de los zhent. Esto hace que el trabajo de la Hermandad sea más lento y deficiente, pero me deja a mí pocos objetivos que valgan la pena. Más aún, Manshoon parece desaparecido. Muchos zhentarim de alto rango han tratado de contactar con él y han recibido la callada por respuesta.
Viejo Fantasma se encogió de hombros. ¿Qué importancia tenía que Horaundoon lo supiera? Compartía algo que había sido durante años el mayor temor y el secreto mejor guardado de su cuerpo huésped. Targon sabía que algún día sería la causa de su muerte, muy poco después de que Manshoon descubriera que lo sabía.
—Es muy probable que ese silencio sea real. Lo más seguro es que Manshoon esté en uno de sus pequeños intentos de recopilar magia.
—Reuniendo nueva magia, sin duda una buena manera de mantenerse por encima de la Hermandad —concedió Horaundoon—. ¿Qué clase de intentos?
Viejo Fantasma descubrió divertido que los dedos de Targon estaban tamborileando con displicencia sobre la barandilla del balcón de piedra. O sea que este cuerpo conservaba algo de voluntad propia, después de todo. Debía procurar no olvidarlo.
—Desde la época anterior a la Hermandad Negra —explicó—, Manshoon tenía la costumbre de deambular a solas por Faerun, por lo general disfrazado, para… explorar. Fue así como se encontró con los ojeadores, según creo. Los conjuros de translocación y los portales antiguos son útiles.
—Ir por ahí, encontrar a los que tienen la magia que tú quieres, matarlos y volver a casa con el botín.
—No es una estrategia nueva para ninguno de nosotros —coincidió Viejo Fantasma—. Hace mucho, mucho tiempo había un reino en el norte de lo que es ahora, nominalmente, Cormyr. Ocupaba la mayor parte de las Tierras Rocosas y una pequeña franja a lo largo del camino al norte del Hullack.
—Esparin.
—Esparin. Y los reinos suelen tener palacios. Ahora bien, no hace tanto tiempo, en Cormyr hubo un rey llamado Duar, que tuvo que luchar por el trono contra una conspiración que gobernó durante una época la mayor parte de Cormyr.
—Y ejecutó o mandó al exilio a los nobles que habían conspirado contra él —replicó Horaundoon—. Ya me han contado sobre el reinado de Duar Obarskyr. Cuando hay enfrentamientos civiles, se mata a los magos y la magia se esconde apresuradamente.
—Así es. Tenemos, pues, el Palacio Perdido de Esparin, que ha permanecido perdido porque está oculto bajo tierra, en algún lugar debajo de las Tierras Rocosas. También hay una familia noble en particular de las alrededor de doce que fueron desterradas por sus acciones contra el rey Duar. Los Corazón de Ciervo, actualmente extinguidos. Lo que significa que la Corona posee la antigua mansión de los Corazón de Ciervo, actualmente en ruinas, pero no sabe que está conectada al palacio mediante portales. Más aún, Vangerdahast y sus magos de guerra no tienen conocimiento de estos portales, delo contrario jamás habrían dejado que el lugar se convirtiera en una ruina y fuera invadido por los vigorosos bosques de Cormyr.
—¿O sea que Manshoon conoce esa forma de entrar al Palacio Perdido?
Targon asintió.
—Manshoon lleva años introduciéndose ocasionalmente en el Palacio Perdido de Esparin para explorar, y se ha apoderado de muchos ingenios mágicos y antiguos libros de conjuros.
—De modo que si tuviera que entrar en ese Palacio Perdido…
—No —dijo Viejo Fantasma—. Sácate de la cabeza la idea de convertirte en alguien más poderoso que yo apoderándote de la magia que espera en esos salones. En lugar de eso encontrarás tu propia perdición. El palacio tiene… complicaciones.
—Que, por supuesto, vas a ocultarme —dijo Horaundoon, más pensativo que amargado.
—No —dijo Viejo Fantasma—, pero sin duda existen y cierran esa puerta específica para nosotros dos. Por lo tanto, preferiría discutir lo que debes hacer primero, y sólo entonces charlaremos de nuestras fantasías románticas.
—Muy bien. Así pues, Manshoon está escondido, al igual que la mayoría de los zhents más poderosos, y a mí sólo me dejan a los novatos para que los mate. Y todo eso mientras los ojeadores y los sacerdotes de Bane y los magos de más jerarquía tratan de crear magia para encontrarme y destruirme.
—Muy bien expuesto. Eso significa que tenemos que intensificar mucho más ese tumulto tuyo para hacerles abandonar lo que están haciendo. Creo que la mejor manera de conseguir que los más poderosos se pongan al descubierto es dar a la Hermandad, o bien una crisis auténtica, o bien una verdadera oportunidad. Tal vez una guerra con Cormyr…
Viejo Fantasma pudo percibir que la mente de Horaundoon era un torbellino de deleite incrédulo y ansioso.
—Una guerra que vas a causar, ¿de qué manera?
—Mediante tu obediencia estricta de mis órdenes —dijo Viejo Fantasma—. Te voy a enviar a encontrar y a matar a cualquiera de los Caballeros de Myth Drannor y a apoderarte del Colgante de Ashaba. A continuación, lo traerás aquí, con su cadena enlazada a tu espada, de modo que Zhentil Keep pueda reclamarlo abiertamente al Valle de las Sombras. Yo…, es decir este cuerpo que habito, puede ocuparse de eso.
—¿Mientras yo…?
—Tú ya te habrás vuelto a Cormyr para matar a algunos más.
—Una matanza específica.
—Así es. Vas a matar a los espías que Vangerdahast mandó tras los Caballeros. También vas a matar a Myrmeen Lhal, en Arabel, después a cualquiera que los magos de guerra y el Trono del Dragón hayan enviado a indagar sobre su muerte y sobre la desaparición del colgante, los Caballeros y sus espías. De esta manera, Cormyr quedará al mismo tiempo furioso y debilitado, mientras los zhent más ambiciones tratan de aprovecharse de su debilidad.
—Otra vez tú.
—Otra vez Targon, sugiriendo y aconsejando y «descubriendo» dónde puede hacer el bien. Me ocuparé de que se aumente la fuerza militar de la Hermandad en el Valle de las Sombras y que se ponga al mando a alguien, sin escrúpulos y ambicioso, no faltan zhentilares así, y los incitaré a tomar Tilverton y Halfhap y a amenazar a Arabel. Los zhentilar deberán presentar batalla a los Dragones Púrpuras donde los vean. Esto pronto conseguirá que Cormyr venga hacia aquí con la espada y el fuego, y eso, si todavía no se ha conquistado el Desfiladero de Tilver, hará inevitablemente que el resto de la Hermandad se sume al conflicto.
Horaundoon tenía pensamientos oscuros. Su ansiedad había dado paso a la aprensión.
—Pero ¿y si Cormyr es demasiado fuerte y arrasa a la Hermandad, amenazando al propio Zhentil Keep?
La satisfacción de Viejo Fantasma era tan grande que el rostro de Targon no podía expresarla.
—En cuanto a eso —dijo—, no debemos temer jamás la fuerza de Cormyr. El Palacio Perdido está infestado de liches locos, todos ellos desquiciados, pero con conjuros muy poderosos para matar. Todo lo que tenemos que hacer es conseguir la Desvinculación que los libere a todos, y eso los expulsará por un antiguo portal justo al corazón del Palacio Real de Suzail, condenando a esa ciudad. Sus ciudadanos serán presa de una muerte horrible, desintegrados o contrahechos por una magia implacable, antes de que los liches empiecen a deambular.
—¿Y cómo vamos a detener después a esos liches desatados?
—No importa si siembran el caos en otras tierras. De hecho, no vendría mal que los incitáramos a sembrar la muerte en Thay. Si se vuelven contra nosotros, ¿quién mejor equipado que la Hermandad para destruirlos?
—Un imperio zhentarim… Thay hundida… —Horaundoon alucinaba y su avidez iba en aumento.
—Una vez sacados de sus fortalezas los magos más viejos de la Hermandad, y cuando empiecen a actuar, podremos elegir víctimas a nuestro antojo.
—Manshoon y los magos más depravados.
—Cuando los hayamos eliminado, Fzoul y los ojeadores, sin duda, buscarán el mando de los zhentarim. Una vez realizado ese baño de sangre, una parte, o las dos, habrán desaparecido, para dejar sólo a los supervivientes endurecidos y a los magos más débiles.
—A quienes podremos controlar.
Targon asintió.
—Y en ese momento, la Hermandad habrá vuelto al camino de la grandeza: —un imperio—, por fin. Y lo salvaguardaremos manteniéndonos vigilantes y eliminando a todo el que se revele, como ese necio hambriento de poder en que se ha convertido Manshoon.
La luz de la mente de Horaundoon se nubló de repente por el miedo.
—¿Y Hesperdan?
Viejo Fantasma hizo que el cuerpo de su huésped se encogiera de hombros.
—Ese siempre ha sido un misterio, y mucho más poderoso de lo que tiene derecho a ser. Pero aunque dé un paso adelante para apoderarse de todo, nunca ha sido tan inescrupuloso como Manshoon. Sí, Hesperdan bien podría ser el mayor mago ojeador que haya habido jamás en Faerun.
El corazón de la princesa Alusair latía con fuerza tan atronadora que tuvo miedo de despertar a las doncellas que dormitaban en el vestidor. Se dio la vuelta en un abrir y cerrar de ojos, y gracias al débil y familiar resplandor de su brazalete de piedra de luna que había en su mesilla de noche pudo ver apenas que había una figura oscura en la cama, junto a ella. La figura tenía el tamaño de un hombre.
—¿Quién eres? —preguntó en un susurro, tapándose hasta la barbilla con las sábanas de seda.
De repente, tomó conciencia de que el cuchillo más próximo estaba oculto tras un panel dentro de uno de los enormes postes de su cama, justo al otro lado del intruso, y que lo único que llevaba puesto era una cinta negra alrededor del cuello.
—Dalonder Ree, Arpista, y acudo como respuesta a tu llamada —dijo.
Alusair dejó escapar un gran suspiro de alivio.
—¡Necesito que me ayudes! —dijo.
Dalonder se quedó mirando a la joven princesa, maravillándose del brillo de excitación y furia que había en sus ojos.
—¿Ayudarte cómo, princesa? —susurró.
—Vangerdahast ha enviado lejos a mi adalid personal, un ornrion al que todos llaman Intrépido, aunque su nombre real es…
—Lo conozco. ¿Y quieres que vuelva?
—¡Sí!
—¿Y qué va a impedir que Vangerdahast lo vuelva a enviar lejos, y esta vez a un lugar peor?
—N…, no lo sé.
Dalonder sacó algo de un bolsillo que llevaba al cinto, hábilmente se apoderó de una mano real en la oscuridad, y le puso aquello en la palma.
—¿Qué…?
—Es sólo un botón de cuero negro. Nada mágico. Si alguien te lo quita, consigue otro. Piensa en una manera de proteger a Intrépido si vuelve aquí. Cuando hayas pensado algo, deja caer esto desde tu ventana al jardín… y yo volveré, probablemente de esta manera. Hasta entonces, debes saber que los Arpistas ya están vigilando a Intrépido y a los Caballeros de Myth Drannor.
—¿A los Caballeros?
—Sí. Tu ornrion fue enviado para que se asegurara de que ellos abandonaban el reino. Veo que el viejo lanzaconjuros olvidó decírtelo. Estos días se le están olvidando muchas cosas.
Fuera lo que fuese lo que Alusair iba a decir, se le olvidó cuando aquel hombre hábilmente le cogió la otra mano, depositó un cortés beso en su palma y desapareció tras las cortinas del lecho. Volvió a quedarse sola con el corazón galopante.
Después de un momento largo, tenso, en el que no se oía nada, Alusair se calmó, se echó de espaldas y sonrió a la oscuridad.
Por fin, estaba metida en las intrigas de palacio. Los hombres se deslizaban en su cama a altas horas de la noche. En su cama.
Ella importaba.