Librarse del tumulto y el fuego
Porque todos nosotros, en momentos de terror,
tenemos una necesidad apremiante de ayuda
para librarnos de la amenaza del tumulto y el fuego
o de un desastre inminente;
ayuda, tal vez, de un brillante Arpista,
o medios para derribar a un lich o un espectro,
o sabias palabras, esperanza, una sonrisa o un beso
requieren respuesta por nuestra mayor felicidad
Anónimo,
de la balada
Lloraba junto al fuego en el crepúsculo,
primera representación importante
c. del Año del Manto Alto
La princesa Alusair estaba muy orgullosa de sí misma.
Llevaba meses cambiando por trajes oscuros, de buen corte, pero feos, del tipo de los que las doncellas usan para pasar desapercibidas fuera del Palacio Real, las prendas específicas de su guardarropa «de diario». Se había hecho con un buen montón de camisas, delantales, bombachos, chalecos y capas cortas con capucha, todos ellos remendados y gastados. Todos estos tesoros estaban bien ocultos debajo de un escalón suelto de la escalera privada que llevaba al Establo de los Príncipes. Aunque ella y Tana, ambas princesas, compartían ahora ese pequeño enclave en los extensos establos de Palacio, todavía seguía siendo el «Establo de los Príncipes», y probablemente lo seguiría siendo para siempre. En esos días, su hermana sólo montaba a horas regulares, de modo que el resto del tiempo, la estrecha y oscura escalera era de Alusair.
Por lo tanto, ahora tenía prendas adecuadas para salir del Palacio a través de esos mismos establos, sin que la reconocieran inmediatamente como una princesa. Eso significaba librarse de toda la parafernalia de gongs y cuernos de alarma y la humillación de que se le echaran encima todos los altos caballeros, los Dragones Púrpuras y los magos de guerra y la llevaran a rastras delante de su real padre —o madre, o ambos— para que le aplicaran medidas disciplinarias.
Humm. Disciplina. El bonito trasero le ardía todavía, pero la azotaina no la había hecho cambiar en lo más mínimo. ¡Y por los dioses que pegaba fuerte su madre!
El simple recuerdo hizo que a Alusair le dolieran un poco más las posaderas. Y eso por no mencionar el roce de las prendas ordinarias donde no la cubría el sayo de seda.
Había descubierto que, en realidad, estaba un poco orgullosa de su dolorido trasero. Aunque no era algo que pudiera mostrar a los paseantes, sentía que en cierto modo la identificaba con los viejos Dragones Púrpuras llenos de cicatrices a los que podía ver por ahí desde que podía recordar, los veteranos que lucían con orgullo las marcas de guerra en las ocasiones festivas.
También ella había sido herida dando la cara por Cormyr.
El escalón, desplazado un poco de lado para desencajarlo, salió con facilidad. Sacó el hatillo y se desnudó en la escalera con prisa y nerviosismo, envolviendo su sedosa camisa de dormir junto con las ropas que no iba a utilizar. Se puso unos calzones, un chaleco gastado y sucio y una media capa con capucha y luego volvió a colocar el escalón y bajó presurosa la escalera.
No hasta el final, donde estaba segura de que la verían los mozos de cuadra o uno de los guardias. No, hacía tiempo había observado que su escalera pasaba por un extremo abierto del pajar. Le llevó apenas un momento llegar allí, balancearse e impulsarse con las piernas para subir al borde y sentarse sobre él. Luego giró el cuerpo y se encontró de pie en el altillo bajo, largo y recto, como un desván. Los ratones corrían y lanzaban grititos entre el heno mientras ella pasaba a toda prisa, pero no la molestaron. Ese recorrido por el pajar la llevaría directamente a la parte siguiente de los establos, por encima de las caballerizas de la escolta real, de los emisarios extranjeros y de los personajes más importantes de la corte, hasta una tercera área reservada para los caballos de visitantes de la realeza y dignatarios. Sabía que en esos momentos nadie estaba visitando Suzail, lo que significaba que no habría allí ni palafreneros ni guardias, y que todo estaría a oscuras. Justo al lado de los extensos Jardines Reales, que conocía tan bien como la cara que veía reflejada en el espejo por las mañanas, podría salir del Palacio y volver a él más tarde.
Había guardias patrullando los jardines, pero Alusair sabía dónde estarían. Además, lo que buscaban era indeseables que trataran de entrar, no de salir. En tanto su madre mantuviera la prohibición de recortar los arbustos que rodeaban los árboles de mrimonn para que no hubiera ni la menor posibilidad de que escaseara la jalea de mrimonn en las bandejas de quesos reales, habría siempre varios caminos fáciles por encima de las murallas del jardín para una princesa ligera y ágil a la que no le molestaban las acrobacias indecorosas.
A dos pasos de distancia del arbusto que había quedado balanceándose tras ella, Alusair era la viva imagen de un sirviente cabizbajo y cansado que se dirigía de vuelta a casa esperando encontrar un mendrugo y un cuenco de sopa caliente.
—No es mala actriz nuestra fogosa princesita —dijo el mago de guerra Baerent Orninspur a su colega.
El mago de guerra Mrask Tallowthong asintió.
—Da la impresión de que ya hubiera hecho esto una o dos veces.
Los dos rieron entre dientes y ajustaron su paso al de la princesa, manteniéndose en las sombras del lado del puerto del Paseo, el lado que suponían que Alusair buscaría muy pronto.
Ambos magos eran hombres altos, delgados, jóvenes que no hubieran parecido fuera de lugar con una armadura, pero Baeren era el que tenía una apostura deslumbrante que atraía las miradas femeninas dondequiera que iba. Mrask, menos apuesto, carecía de ese encanto fácil y se refugiaba detrás de un bigote y de una lengua afilada.
—A menos que pretenda tenernos ocupados con estos pequeños paseos —dijo Baerent—, ¿adónde crees que irá esta vez? ¿Será una noche más de bebida y devaneos?
Mrask meneó la cabeza.
—Va demasiado decidida y anduvo muy inquieta en sus habitaciones antes de esto. Va a alguna pequeña misión secreta que la tiene muy nerviosa —señaló bruscamente con la cabeza—. Ahí la tienes.
La pequeña sirvienta había cruzado el ancho paseo evitando los carruajes iluminados y los grupos siempre numerosos de ciudadanos que caminaban con carretillas y bolsas al hombro y pipas encendidas, hasta llegar al comienzo de una calle lateral.
Los dos magos de guerra apuraron el paso, tratando de acortar la distancia para ver adónde se dirigía antes de que la esquina les impidiera verla entrar por una puerta, deslizarse por un callejón o subir corriendo una escalera.
Llevaban pequeños mechones de pelo de la princesa en sus bolsillos para poder rastrearla con magia en caso de perderle la pista, pero los Obarskyr solían ir cargados de artilugios mágicos. Si Alusair detectaba que la estaban siguiendo, su conducta reveladora se modificaría, incluso antes de que las cosas se pusieran feas para Mrask Tallowthong y Baerent Orninspur.
Lo cierto es que Mrask llegó a la esquina un paso por delante de Baerent, justo a tiempo para frenar a su colega con una mano y mantenerlo oculto.
—¡La polvorilla tiene sed de aventura! ¡Va directa al Rayo!
—¿Al Rayo de Luna? —Baerent quedó atónito y no pudo resistir la tentación de apartar la mano de Mrask y colocarse en un punto desde donde pudiera ver con sus propios ojos.
Tenía preparación suficiente para dar un paso atrás antes de cerrar la boca y quedarse mirando un lado de la cabeza de Mrask. Este no había apartado la vista de la princesa desde que había llegado a la esquina, y no iba a hacerlo ahora.
No había posibilidad de que se equivocaran. La casa de Daransa Moontouch, una de las casas de citas más refinadas de Suzail, estaba situada encima de varias tiendas elegantes donde se vendían trajes, sombreros, guantes y adornos con cintas a las mujeres que podían darse el lujo de pagar sus precios ruinosos.
Había dos formas de entrar al Rayo, dos escaleras exteriores que sólo llevaban allí. La princesa estaba en ese preciso momento en el descansillo de la escalera más expuesta, hablando con un enorme guardia que vigilaba la puerta, e indudablemente le estaba costando trabajo convencerlo de que le franqueara el paso.
Lo que pudiera estar buscando una princesa de Cormyr en aquellas habitaciones lujosamente amuebladas, donde chicas de mucho dinero vivían y trabajaban, era algo que ninguno de los dos magos de guerra se atrevía a suponer. No cuando su cometido era averiguar sin dudas en qué andaba metida e informar de ello al mago real de Cormyr.
—Está entrando —dijo Mrask—. ¿La seg…?
—No —dijo Baeren—. No es tonta y conoce mi cara. No se va a tragar que dos magos de guerra vayan a coincidir con ella porque van a dar rienda suelta a sus apetitos carnales visitando el Rayo. No sólo no vamos a averiguar nada sino que podríamos salir llenos de arañazos y perseguidos por el guardia de la puerta.
—Eso para empezar —coincidió Mrask—. Lo peor es que se daría cuenta de que la estamos vigilando y nuestra misión quedaría al descubierto, lo cual no le gustaría nada al Viejo Vangey.
—Maldición —dijo Baeren pensativo, poniéndose detrás de Mrask a fin de hacer un conjuro de escudriñamiento para observar y escuchar a la princesa.
—Listo —dijo un instante después—. Te toca a ti.
Cambiaron de lugar, y mientras Baerent vigilaba la puerta cerrada del Rayo de Luna y al guardia impasible que la guardaba con los brazos cruzados al tiempo que observaba a la gente de Suzail que pasaba a toda prisa.
Mrask repitió el conjuro de escudriñamiento de su compañero, asintió para indicar que estaba listo, y los dos magos de guerra buscaron un pequeño tramo de pared de un edificio donde apoyarse y llevar a cabo su espionaje.
Pero el asombro los dejó perplejos. Sus conjuros habían sido formulados perfectamente y funcionaban bien… pero algo los bloqueaba, justo en la puerta cerrada del Rayo de Luna.
No sólo uno, sino dos conjuros de escudriñamiento totalmente bloqueados.
A Doust Sulwood le gustaba la tranquilidad, con lo que estos accesos de miedo al lich lo sacaban de quicio. Sin embargo, no era tonto ni distraído, y no perdió el tiempo mirando fijamente a Jhessail que movía los dedos con los veloces gestos de un conjuro, sino que lanzó una orden con todo el santo poder de Tymora de que fue capaz:
—¡Cae!
Pennae ya tenía la daga en la mano, y la arrojó por debajo de la curva del corpiño de Jhessail, de modo que la maga cayera directamente sobre ella. Sin dejar de urdir con los dedos y con los ojos desorbitados, Jhessail se desplomó.
—¡No! —gritó.
Pennae retiró su hoja con la rapidez de un relámpago. La indefensa maga cayó al suelo sin rastro de sangre. Entonces, Pennae se volvió a amenazar a la otra Jhessail de la misma manera. Semoor ya estaba gritando la misma orden.
La segunda Jhessail hizo a un lado la daga de Pennae con el antebrazo, dedicándole una sonrisa malintencionada, luego se le doblaron las rodillas, como si se fuera a caer.
—No nos engañas —dijo Islif por detrás de ella, sujetando con dedos de hierro los codos de la maga y echándolos hacia atrás hasta que chocaron el uno contra el otro mientras le colocaba una rodilla firmemente contra la espalda—. Jhess no podría soportar esa magia santa, de modo que tú no eres Jhess.
Levantando a la falsa Jhessail por los codos y valiéndose de su rodilla para imprimirle movimiento, Islif la utilizó a modo de escudo, para protegerse.
—¡Todos detrás de mí! —dijo, observando fijamente al lich que con gestos grandilocuentes pronunciada las últimas palabras de su encantamiento.
La impostora a la que tenía sujeta, trató de musitar otro, pero Florin estaba preparado. Tenía su cantimplora en la mano, y cada vez que ella abría la boca le echaba agua con fuerza, ahogando sus palabras y provocándole tos. Entonces, en una inundación de fuego esmeralda, el conjuro del lich los envolvió a todos.
Alusair se encontró en un recibidor cuyas paredes estaban espléndidamente recubiertas con tela de color carmesí sobre las que colgaban tapices con escenas muy realistas de personas haciendo el amor, tan reales que parecían casi vivas.
Se sonrojó, a pesar de la firme resolución que había tomado antes de no manifestar sus emociones, y buscó refugio en los cálidos ojos pardos de la marfileña mujer que se puso de pie para recibirla. La mujer, alta y tan ricamente ataviada como cualquier mujer de la nobleza en una recepción de la Corte, era de una belleza sorprendente y su sonrisa era una auténtica bienvenida cuando extendió las manos —de dedos tan suaves como una seda cálida— para coger las de Alusair, como si fuera una amiga a la que no veía desde hacía tiempo. El gesto hizo que la pechera no sujeta de su vestido se abriera hasta el corsé que rodeaba su cintura, pero no pareció dar importancia al hecho.
—¡Señora —dijo cordialmente—, tu llegada es motivo de gran placer! ¡Por favor, sentíos cómoda! Yo soy Daransa y esta es mi casa. ¿Cuál es tu voluntad?
Era obvio que Daransa no había reconocido a la princesa Alusair, sino que la tomaba por una pequeña plebeya. También era obvio que estaba genuinamente complacida de ver a su inesperada y desconocida huésped.
—Yo, eh, yo… —empezó Alusair, tartamudeando ante aquella mirada amistosa.
Daransa no le soltaba las manos, y suavemente atrajo a Alusair hacia sí, y la condujo a un canapé cercano.
—Pero te estoy abrumando. ¿Té, tal vez? ¿Caldo caliente? Habla con confianza, no pretendo presionarte.
Alusair refrenó el avance en cuanto su rodilla rozó el borde del canapé y se encontró con la nariz casi tocando el pecho de Daransa. Alzó la barbilla y dijo de un tirón lo que había venido a decir.
—Aprecio mucho tu cordialidad, lady Daransa, pero estoy aquí únicamente para transmitirte un mensaje y que tú lo hagas llegar con la mayor urgencia: «Se han perdido tres perlas, pero una ha sido encontrada».
En aquellos ojos fijos en ella lució un destello, y Daransa repitió con voz grave el mensaje a modo de susurro. Acostumbrada a las señales sutiles de las conversaciones de la Corte, la princesa se dio cuenta por la forma de mirarla de que Daransa sabía ahora quién era ella.
Aspirando el perfume apenas picante que desprendían las curvas de Daransa, Alusair añadió:
—Para que veas que no intento ningún engaño, escúchame: el Arpista Dalonder Ree me enseñó esas palabras y me dijo que si alguna vez quería llamarlo, podía venir aquí y decírtelas a ti. Él sabrá dónde encontrarme. Por lo que sé, me encontrará en los lugares habituales. En la medida de lo posible, me recluiré en mis habitaciones hasta tener noticias suyas.
Daransa se arrodilló, sujetando los dedos de Alusair sólo el tiempo suficiente para besarlos. Luego se puso de pie.
—Alteza, así se hará… y podéis saber que siempre serás bienvenida en mi casa.
Alusair le dedicó una verdadera sonrisa.
—Realmente es así como me has hecho sentir. Gracias.
Inclinando la cabeza y retomando otra vez la postura humilde de una sirvienta, se dirigió a la puerta. Esta se abrió ante ella, aparentemente por sí misma, y al otro lado apareció el guardia. El hombre ni hizo una reverencia ni la saludó de ninguna manera especial, pero al acompañarla hasta afuera se inclinó sobre ella para hablarle en un susurro.
—Sabed que en mi fuero interno estoy de rodillas ante vos, alteza.
Alusair le dedicó una sonrisa de lado, agachó la cabeza y bajó la escalera volviendo a sumergirse en el bullicio de la ciudad.
Volvió por el camino por el que había venido, anteponiendo la velocidad al sigilo, y vio enseguida las armoniosas facciones de Baerent Orninspur, a pesar de la prisa con que él trató de darle la espalda aparentando hablar con su amigo, al que ella reconoció enseguida como otro mago de guerra.
—Que tengáis una buena noche, asquerosos espías —los saludó alegremente mientras pasaba a su lado, dedicándoles a los estupefactos magos una dulce sonrisa.
Las llamas verdes se extendieron como una cascada relampagueante de fuego pesado y arrasador que quemó y golpeó a los Caballeros y los barrió a su paso.
Florin fue llevado por la furiosa corriente, e Islif, que tuvo que soltar a la falsa Jhessail, tras él. Tras golpear con fuerza contra las paredes revestidas, y enredados unos con otros, los Caballeros dieron un respingo invadidos por un repentino alivio, cuando la irisada magia protectora brotó de la madera haciendo retroceder las llamaradas esmeraldas a menos de medio metro de sus narices.
Las llamas se extinguieron lentamente, mientras el lich del bastón los miraba con expresión triunfal examinando los cuerpos amontonados contra la pared del fondo del pasillo que no tenía salida.
No dio muestras de haber reparado en el hombre que estaba de pie delante de él, solo en el espacio abierto que su conjuro había dejado despejado… el aparentemente ileso hombre en que se había convertido la falsa Jhessail. El hombre alto, esbelto y de una apostura algo siniestra, iba vestido con bombachos, guerrera, una capa corta y unas elegantes botas negras. Se quedó mirando a los Caballeros de Myth Drannor con una sonrisa ladeada.
—¿Y quién demonios eres tú?
—Ah, aventureros —dijo el hombre con gesto despectivo—. Siempre tan elocuentes.
—Ve tras ella —dijo Baerent—, sé su sombra, pégate a ella como unas calzas nuevas, no importa lo mucho que escupa y maldiga. Comprueba adónde va y con quién habla.
Sin esperar casi el asentimiento de Mrask, Baerent cruzó la calle y subió la escalera del Rayo de Luna.
El guardia lo estaba esperando, espada en mano.
—Soy un mago de guerra —dijo Baerent—. ¡Hazte a un lado!
—No —replicó el guardia—. Vangey y yo tenemos un acuerdo al respecto, y no voy…
Baerent lanzó el conjuro que tenía preparado, se encogió de hombros, y pasó junto al guardia inmovilizado que no sería una estatua durante mucho tiempo, pero sí el tiempo suficiente.
Abriendo de par en par la puerta del Rayo, entró en el recibidor donde estaba Daransa de pie junto a la mesa del té.
—Buena mujer —dijo Baerent—. Hablo con toda la autoridad de la Corona, y debo preguntarte…
—¡Ah, mago de guerra Baerent Orninspur! —interrumpió otra voz.
Se abrió una puerta detrás del pequeño escritorio de Daransa, y entró una mujer alta, bien formada de cabellera plateada.
Baerent parpadeó. ¿Cómo era posible que alguien lo reconociera incluso antes de haberlo visto? Su amuleto lo protegía de escudriñamientos y le advertía de una magia más poder…
Oh, mirillas para espiar, por supuesto.
—¿Té? —ofreció Daransa con una agradable sonrisa de bienvenida.
Baerent miró primero a una mujer, luego a la otra y decidió que los modales bruscos ya no eran su mejor baza.
—Lamento lo abrupto de mi intromisión —dijo—, y no pretendo hacer ningún daño en este lugar. Yo sólo…
—Irrumpes aquí —lo interrumpió Dove— cuando han fallado tu conjuro de escudriñamiento y el de tu amigo Mrask. Después pensabas acosar a Daransa para que te revelara el motivo por el que había estado aquí la princesa Alusair. Lo que dijo y lo que hizo. ¡Por los dioses, Vangey anda realmente desconfiado estos días!
—Pero yo… —farfulló Baerent, y luego respiró hondo y agitó la mano en un gesto tranquilizador, dirigido más a sí mismo que a los demás—. Señora, perdóname, pero ¿quién eres? Tengo mis sospechas, sin embargo…
—Todos los magos de guerra las tienen, y esa es la raíz de nuestros problemas —dijo la mujer de pelo plateado, mientras se acercaba y acompañó sus palabras de una agradable sonrisa—. A mi modo de ver, estás aquí de servicio, para descubrir los asuntos privados y personales de una princesa, y a eso has agregado ahora la pequeña tarea de tratar de aprender cómo pueden unas damiselas profesionales bloquear tu magia… y amenazar un poco para sembrar el miedo, de modo que no vuelvan a intentarlo, y todo con la esperanza de que te obedezcan. ¿Es verdad lo que he dicho?
Baerent volvió a parpadear.
—Señora, no esperarás que discuta esas cuestiones con…, con…
—¿Con alguien de quien ni siquiera sabes el nombre? Sin embargo, yo sí espero confirmar la verdad y hablar abierta y plenamente cuando trato con alguien que podría ser uno de esos a los que se supone que tú sirves. Tú sirves a los ciudadanos de Cormyr, ¿recuerdas? Creer que estás por encima de ellos es tu propio engaño. O el de Vangerdahast. Y dicho sea de paso, no le vas a decir una sola palabra de todo esto, empezando por mi nombre, que es Dove.
Baerent parpadeó otra vez.
—¿Ah, esa Dove? —Sin aguardar una respuesta, se metió en mayores honduras—. No me ha pasado desapercibido que me has dado una orden…, o lo has intentado. Lady Dove, comprenderás que no puedo aceptar órdenes de nadie que no sea…
Dove rechazó sus palabras con un gesto.
—Entonces, considérala una sugerencia —dijo con una suave sonrisa y acercándose aún más—. Te estoy sugiriendo que si olvidas todo lo que ha sucedido desde que viste a la princesa cruzar el paseo, y abandonas esta casa ahora mismo sin tratar de obtener respuestas o de dar órdenes en el Rayo de Luna, ni ahora ni nunca, probablemente veré el camino despejado y te perdonaré la vida.
—¿Mi vida?
—Sí. Si te limitas a volver a tu Palacio Real ahora mismo y de ahora en adelante te abstienes de molestar a Daransa y a cualquiera de sus damas. ¡Ah!, y además, te abstienes de contarle nada de esto a Vangerdahast.
Baerent se la quedó mirando. De pronto se convenció de que esa mujer de sorprendente belleza era una de los fabulosos Elegidos de Mystra y de los sumamente peligrosos Arpistas, activos en Cormyr, contra los cuales se advertía tan a menudo a los magos de guerra. Pero, sobre todo, se convenció de que podía y haría exactamente lo que le estaba prometiendo. Se lo haría a él.
—P…, pero, señora —se atrevió a protestar—, ¡el mago real mira dentro de nuestras mentes y de nuestros recuerdos! Aunque no diga nada, se enterará de tus, eh, exigencias.
La suave sonrisa de Dove se hizo más grande.
—Sí, lo hará, ¿no es cierto? Tal vez se dé cuenta de que son una clara advertencia y, por una vez, haga caso de ellas.
Sin apartar los ojos de los del mago, le hizo una seña con la cabeza que era una clara invitación a salir por la puerta que tenía a sus espaldas y marcharse.
Baerent se apresuró a obedecer, y mientras pasaba junto al guardia todavía inmovilizado y tendido en la escalera, descubrió otra cosa: que estaba temblando de miedo.
El mago de guerra Lorbryn Deltalon estaba sobre la alta plataforma de piedra contemplando el bosque a vuelo de pájaro. Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Bueno, bueno —dijo, confiando sus palabras al viento—. Parece ser que compongo una Laspeera más real de lo que jamás habría pensado… y, sin duda, más coqueta de lo que ella ha sido jamás. O eso creo.
Y así era, pero había funcionado, y eso era lo que importaba.
Volvió a menear la cabeza y sonrió, pesaroso.
—Vaya.
No había tenido ocasión de teleportarse muy a menudo a ese lugar en los últimos tiempos, pero esa plataforma sobre el bosque había servido muchas veces como atalaya a los magos de guerra. No estaba demasiado lejos del matón al que acababa de dejar. Realmente tendría que estar ya de camino a Suzail, pero siempre le había gustado ese lugar.
Podría decirse que era su lugar favorito de Faerun para pensar a solas.
Eso fue lo que hizo mientras recuperaba lentamente su forma verdadera.
Estaba haciendo lo correcto.
Por fin, estaba trabajando por el auténtico bien de Cormyr.
Tanto los Caballeros de Myth Drannor como la banda de Dragones Púrpura, encabezada por el ornrion Intrépido, eran agentes de Vangerdahast, de eso estaba seguro, y Vangey los había enviado hasta allí, siguiendo el camino, para llevar a cabo alguna misión.
Cuál era esa misión todavía no lo sabía, pero Brorn podía ayudarle a averiguarlo.
El matón no era idiota. Tal vez quería enterrar esas monedas rápidamente para evitar que lo encontraran con algo que Lorbryn pudiera decir que le habían robado, pero de todos modos necesitaría llevar unas cuantas en el bolsillo para sus gastos.
Seis monedas colocadas encima de las demás en cada saco tenían conjuros trazadores que le permitirían a Lorbryn saber dónde estaba en cada momento.
Sonrió mientras se disponía a teleportarse de vuelta al Palacio Real.
De modo que así era como se sentía Vangerdahast, como una araña en el centro de una tela en constante expansión de confabulaciones y pequeños complots.
Su sonrisa se hizo más ancha.
Con cara de dolor, Florin se incorporó trabajosamente. Le ardía la piel, que tenía llena de ampollas. No se había sentido así desde sus días en la forja, allá en Espar, y el cuerpo le dolía como si le hubieran estado dando puñetazos por todos lados durante la mayor parte del día.
Su espada estaba perdida en algún lugar por debajo de Jhessail, la auténtica Jhessail, se dijo aturdido, y una cantimplora medio vacía no parecía un arma demasiado formidable para atacar a un lich ni a alguien capaz de evitar un conjuro tan contundente.
El lich miraba a los Caballeros tan sonriente como aquel hombre de siniestra apostura. Florin atisbó un anillo en el dedo del hombre y trató de fijar en su memoria el signo que llevaba, una M cuyo rasgo izquierdo relucía mientras el derecho se prolongaba formando la curva del anillo; después, podría ser una información útil.
Eso suponiendo que hubiera un después.
—Se acabaron mis pequeños paseos por aquí para explorar y saquear el lugar —dijo el hombre, arrastrando las palabras y sin dejar de mirar a los Caballeros con aire desdeñoso—. De hecho, creo que lo he encontrado casi todo. Os deseo una buena muerte.
De pronto ya no estaba allí.
Entre el lich y los Caballeros, que con gruñidos trataban torpemente de ponerse de pie, había un espacio vacío.
El lich avanzó pesadamente, apoyando su bastón de vez en cuando con total parsimonia, para examinar los resultados de su conjuro. Mientras tarareaba, o intentaba tararear, una alegre cancioncilla, se oían un cascabeleo y unos chirridos. Avanzaba, y los anillos de sus dedos huesudos emitían destellos cada vez más frecuentes.
Florin trató de ponerse de pie, pero no pudo y cayó junto a Islif, de cuyos miembros brotaban ligerísimas volutas de humo. Jhessail estaba tendida y silenciosa debajo de las piernas de Semoor, pero Pennae parecía haber quedado protegida de las llamas verdes por los cuerpos de los dos sacerdotes, y ahora se estaba poniendo en pie, ilesa, por detrás de los dos hombres de los que tiraba, tratando de incorporarlos.
—¡Arriba, santurrones! —dijo—. ¡Es hora de que salvemos el pellejo de todos!
Semoor se rio, un poco nervioso.
—¿Pretendes que derrotemos a esa cosa?
—¡No, quiero que muráis en el intento! —se burló Pennae—. Consideradlo de esta manera: lord Manshoon se ha ido, de modo que ahora sólo tenéis a un archimago chiflado y pasado de muerto del que ocuparos. ¡Ya no son dos!
—¿M…, Manshoon? —tartamudeó Doust—. ¿Cómo en Zhentil Keep?
—Sí. Lo vi una vez al otro lado de una calle atestada y jamás olvidaré esa voz y esa mirada. ¡Ahora, pensad en algún conjuro!
—Antes de que lo preguntes —le dijo Semoor—, no, no sabemos cómo teleportarnos como lo hizo Manshoon.
—Bien, entonces —respondió Pennae—, no podremos salir de este lugar de esa manera.
Florin e Islif intentaron otra vez ponerse de pie, y detrás de ellos, Jhessail, aunque tambaleándose y realmente aturdida, ya lo había conseguido. Pennae los miró a todos con una sonrisa tensa, escondió la daga a la espalda y avanzó para enfrentarse con el lich.
—Supongo —dijo— que está de más pedirte, señor, que nos indiques a nosotros, pobres viajeros perdidos, una forma de salir de este palacio.
Por toda respuesta, el lich echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada discordante y estentórea; luego señaló con un dedo que relumbró con la luz de un rubí cuando se desató el poder del anillo. Florin se hizo una bola marrón y peluda, y empezó a resoplar. O más bien a roncar. Un jabalí gordo y peludo, o un jabato, o como sea que se llamen las crías de jabalí. Pennae sabía que debía haber tratado de saltar sobre el lich, o al menos más allá para intentar huir, pero no podía dejar de mirar.
A Florin le había crecido un largo hocico y yacía feliz sobre el suelo, durmiendo a pierna suelta. Tenía el tamaño aproximado de un pequeño perro de caza que, sin saber cómo, se hubiera tragado una jarra completa de cerveza.
Mientras Pennae miraba, Islif luchaba por ponerse de pie…, y sólo consiguió volver a encogerse. También le salieron un hocico y pelo largo y pardo. Un instante después estaba roncando.
—¡Boñigas y maldiciones! —susurró Pennae, dándose cuenta del peligro. Se revolvió lista para salir corriendo cuando el rubí volvió a relumbrar.
Cuando intentó correr sintió que se convertía en algo pesado, húmedo y débil y que se hundía en una blandura informe, y el mundo se oscureció. Sus intentos de gritar se convirtieron en gorgoteos mezclados con ronquidos… que… sumieron a todo Faerun en el olvido e hicieron desaparecer a los malditos liches.
El lich golpeó el suelo con su bastón, al parecer expresando su satisfacción, y luego volvió a avanzar.
Se fue directo a Jhessail. Tendió hacia ella un brazo largo y esquelético.
—Milady —dijo—. Hace tanto tiempo. Parece que hubieran pasado años desde que te sentí apasionada entre mis brazos y tu boca ardiente se unió a la mía. ¡Ven ahora! ¡Ven!
La maga pelirroja retrocedió, horrorizada.
El terror le impedía hablar y apenas se atrevía a moverse. Doust y Semoor intercambiaron miradas de impotencia.
Jhessail dio con los hombros contra la pared. Ya no tenía adónde ir.
El lich seguía avanzando.