Capítulo 10

Tareas, viajes y elecciones que cambian la vida

A todos nos asignan tareas,

los viajes los decidimos o se nos imponen,

todas las elecciones que hacemos a diario, cambian nuestras vidas

y también determinan las de los demás,

de modo que debemos manejar las tareas, los viajes y las elecciones

para que no nos falte un tiempo precioso

para el amor, la amistad y el jolgorio.

Proverbio de la Iglesia de Lliira

El árbol del anochecer era viejo, grande y había sido partido por un rayo hacía mucho tiempo, habiendo formado sus ramas más altas una especie de asiento natural donde el tronco se dividía en tres partes. Cualquiera que se sentase en esa oquedad podía apoyar bien la espalda contra el tronco oriental, el pie contra el que se elevaba hacia el noroeste y mirar por entre este y el tronco meridional disfrutando de una buena vista sudoccidental de Cormyr. Y además, la espesa copa le cubría la cabeza, proporcionándole protección contra el viento, las inclemencias del tiempo y las miradas indiscretas.

Un hombre solitario estaba sentado ahora en esa atalaya. Tenía a su lado un pesado saco y disfrutaba de la vista.

A lo lejos, a la izquierda, se veía apenas el Immerflow, una cinta plateada reluciente bajo la luz del sol con el oscuro y uniforme horizonte verde del bosque de Hullack. Unas suaves colinas color esmeralda se elevaban hasta unos cuantos picos en la distancia, y las más altas y escabrosas Tierras Rocosas —todo cárcavas y hondonadas cubiertas con bosques de arbustos— destacaban a la derecha, con el Camino del Mar de la Luna trepando sobre una sucesión de crestas entre los picos y las Tierras Rocosas a la derecha del árbol. Dos distantes polvaredas avanzaban por el camino que, por lo demás, parecía desierto.

Por el momento, eso le parecía bien a Torm. Necesitaba tiempo para descansar y pensar, y el abultado saco de monedas, gemas y pequeños artículos de valor, todo robado, que tenía a su lado, era en gran medida la razón por la cual consideraba adónde ir y qué hacer a continuación.

Las cosas se le estaban poniendo difíciles en el Reino del Bosque, pero había descubierto que lo prefería, con todas sus leyes y sus entrometidos magos de guerra, a la ruidosa y atestada Sembia, donde los espías y los conjuros de alarma y de custodia eran ya algo muy generalizado, y los rivales y enemigos eran incontables.

De repente se dio cuenta de que algo flotaba en el aire justo delante de él, a escasos palmos de su nariz, impidiéndole ver las suaves ondulaciones de las montañas, algo que estaba seguro de que no estaba ahí un momento antes.

Era una pipa curva, de las que prefieren los viejos granjeros con grandes bigotes de las regiones apartadas. De la cazoleta salía una pequeña columna de humo, como si alguien invisible, capaz de reclinarse cómodamente en el aire a casi veinte metros del suelo, estuviera fumando con displicencia.

Torm estaba tan atónito ante la repentina aparición, que a punto estuvo de caerse del árbol, pero sabía perfectamente que se encontraba ante una manifestación de la magia, y que en Cormyr, magia era igual a magos de guerra y… Trató de asir una daga, pero se encontró con que una fuerza irresistible le sujetaba la mano contra el tronco del árbol.

—Oh, deja eso —dijo una voz de hombre que al parecer salía de la pipa—. Tal como yo lo veo, joven Torm, te encuentras ante una disyuntiva. Una de esas que te cambian la vida. Puedes aceptar la tarea que estoy a punto de asignarte, o te dejaré en manos de los magos de guerra, para ser más exactos, te enviaré a una celda de la pequeña prisión que tienen en la Corte Real de Suzail. En este momento soy proclive a la paciencia, de modo que te daré seis segundos para decidir el destino que prefieres.

—¿Qué clase de tarea? —preguntó Torm.

—Robar algo.

A Torm se le iluminaron los ojos.

—¡Traidores, no podéis escapar a la venganza de Cormyr! —La voz del lich parecía hueca y distante. Las diminutas descargas azules relampagueantes que brotaban de sus anillos, describiendo arcos en todas direcciones, de repente se transformaron en una feroz lanza crepitante que alcanzó a los Caballeros… para convertirse luego en una inundación de capullos blancos que derramaron pétalos en todas direcciones mientras ellos caían al suelo.

—¡Ningún señor brujo saldrá vivo de este lugar! —dijo el lich—. ¡Habéis cometido vuestra última estupidez! ¡Por fin vuestros alocados pasos os han puesto a mi alcance! ¡Morid! ¡Morid!

La magia con que los atacó esta vez era una llamarada entre rosada y roja que hizo que los encantamientos de protección ocultos hasta entonces en la gran puerta tallada emitieran un resplandor azul vívido, una lengua de fuego que se convirtió en una lluvia sibilante de…

—¿Sidra? —exclamó Islif—. ¡Huele a sidra!

El lich extendió una mano y, señalando la nariz de Islif, avanzó hacia ella.

—¡Tú, Príncipe Pretendiente, eres la raíz misma y las ramificaciones del mal que durante tanto tiempo hemos procurado mantener alejado del hermoso Cormyr! ¡Te conozco y te condeno, falso caballero! ¡No tienes más sangre Obarskyr que yo! ¡Vaya, ni siquiera me sorprendería que fueras una mujer, oculta tras tus poses y tu exagerada bragueta!

—Qué extraño —dijo Islif con tono seco mientras el miedo al lich de pronto abandonó a todos los Caballeros—. A mí tampoco.

El dedo admonitorio estaba a escasos centímetros de su nariz. Islif resistió la tentación de cercenarlo con su espada y se limitó a esquivarlo.

—¡Vamos! —instó Islif a sus camaradas cuando el miedo volvió a invadirla en una oleada que le apretó el corazón y sintió la necesidad insensata de correr. Salió corriendo a lo largo de la pared y tomó por el pasillo transversal—. Alejémonos de esta cosa. ¡No contamos con conjuros para hacerle frente en caso de que sus hechizos de repente se vuelvan efectivos!

—¡T… te seguimos! —dijo Doust, jadeando mientras él y Semoor tropezaban el uno con el otro presas del terror, tratando cada uno de pasar primero. Detrás de ellos, y con los dientes castañeteando, Florin lanzó una estocada de lado al brazo del lich mientras este se disponía a seguirlos. El golpe lo lanzó tambaleándose al otro lado del pasillo.

—¡Escoria de Sembia! —dijo, señalando la pared—. ¡No me vais a engañar con ese burdo disfraz que imita la madera lustrada! ¡Os perseguiré y os destruiré! ¡Vaya si os destruiré!

La magia que brotaba de él, arrolladora, parecía un enjambre de insectos blancos zumbadores que se convirtieron en un polvo resplandeciente y tintineante antes de alcanzar la pared a la que el lich se enfrentaba ahora con furia.

El miedo que los atenazaba se convirtió en una náusea irreprimible. Los Caballeros escaparon, siguiendo a Islif que ya doblaba el recodo del pasillo transversal y seguía corriendo por él adelante.

—Esto… no es bueno —dijo Pennae, enjugándose el sudor de la frente—. Sé que es la magia del lich la que me da miedo, pero mi miedo es tan real como si hubiera un buen motivo para él. Tenemos que salir de este lugar. ¡Ese lich chiflado no se va a pasar la vida amenazando a una pared!

—Estoy pensando que la salida podría estar al otro lado de esa puerta —dijo Semoor—. ¿Te importaría encabezar la carga?

—Maldito seas —le dijo Pennae—. ¿Por qué diablos no lo haces tú mismo, san Lengua Ingeniosa?

—Ah, no, creo que no —fue la respuesta—. Ser despedazado por un conjuro no es el nuevo comienzo que Lathander pretende que busquen sus sacerdotes.

La ladrona lo miró con desprecio.

—¿Y exactamente cómo justifican los sacerdotes del Señor de la Mañana lo de convertirse en aventureros?

—Eh, vosotros, no es el momento —les dijo Florin—. Tenemos que… ¡ohh!

Su grito fue de miedo irrefrenable cuando un proyectil de fuego pasó rozándole la oreja y fue a clavarse en el panel de la pared por encima de su hombro. La magia protectora hizo surgir de él un abanico de llamas con todos los colores del arco iris mientras los Caballeros maldecían y retrocedían para evitar este nuevo peligro: un segundo lich, más alto que el primero y cuya ropa estaba menos deteriorada que la del otro.

Avanzó hacia ellos con tanta decisión y energía como cualquier enemigo vivo. No llevaba anillos, pero sí una especie de cetro sujeto al antebrazo como un brazalete y relucía después de cada disparo de proyectiles de fuego.

—¡A los intrusos que se aventuran en las bóvedas reales sólo les espera un destino —dijo, levantando otra vez el cetro—, y yo haré que lo encontréis sin tardanza!

Otra vez los Caballeros se sintieron invadidos por el miedo.

—¡Dispersaos! ¡No presentéis un buen blanco! —dijo Florin—. ¡Dejad espacio para correr sin chocar los unos con los otros!

El lich lanzó su risa hueca.

—¡Vuestras confabulaciones no os van a servir de nada, enemigos de Cormyr! ¡Preparaos para la muerte!

—En vida estos tipos debían de ser cómicos ambulantes, ¿no os parece? —dijo Semoor—. Y de los malos, malos.

—El primer lich no nos está bloqueando el camino —dijo Islif—. Todavía tenemos tiempo para volver a la encrucijada que hay junto a la puerta y salir hacia el otro lado.

—¡Corred, pues! —gritó Semoor, volviéndose y haciendo precisamente eso. Un rayo relampagueante pasó tan pegado a su hombro que sintió el calor en la oreja y la mejilla. El proyectil volvió a chocar con la magia defensiva y se evaporó.

Los Caballeros corrieron.

—¿En esto consiste lo de ser valientes aventureros? —Doust iba jadeando al final de la fila—. ¿En huir como niños?

—¿Quién está huyendo? —preguntó Pennae—. ¿No tienes idea de estrategia? Nos retiramos. ¡Es una retirada estratégica para buscar un terreno más propicio!

—Aha —dijo Doust con manifiesta incredulidad—. Terreno más propicio ¿dónde?

Pasaron como una exhalación por el pasillo transversal donde el primer lich seguía lanzando estentóreas amenazas contra la pared. Bajaron una leve rampa o pendiente, atravesaron otro pasillo y se encontraron sin salida.

—¿Alguna puerta? —preguntó Florin, frenando la carrera—. ¡Nadie excava un pasadizo sin salida y se toma el trabajo de revestir las paredes!

—¿Excava? ¿Cómo puedes estar tan seguro de que estamos bajo tierra? —preguntó Pennae—. ¡Santurrones, las piedras luminosas! Necesito echar una buena mirada a las paredes para ver…

—¡Cuidado! —gritó Doust con voz aguzada otra vez por el miedo—. ¡Estamos atrapados!

—¿Atrapados? —preguntó Pennae.

Los Caballeros se dieron la vuelta para mirar al sacerdote y lo que estaba señalando.

De aquel otro pasadizo había salido un tercer lich, este más alto que los otros dos, y lucía una diadema de oro sobre la frente. En la mano llevaba un bastón negro con empuñadura redondeada con incrustaciones de gemas y relucientes runas de cobre y de plata grabadas. Al parecer, no producía magia con el bastón. Lo único que hizo fue colgarlo en el pliegue del codo y alzar ambas manos para lanzar un conjuro, unas manos de dedos esqueléticos adornados con muchos anillos relucientes.

—Rayos —musitó Semoor—. Jhess ¿te queda alguna cosa capaz de sacarnos de esto?

—N…no —respondió Jhessail junto a él.

Un momento después, Islif y Florin inspiraron aire produciendo un silbido agudo y sorprendido.

Cuando los demás Caballeros se dieron vuelta y vieron lo que estaban mirando y señalando, se dieron cuenta del porqué.

De pie entre ellos había no sólo una, sino dos Jhessail Árbol de Plata.

La cueva estaba desierta. Tsantress suspiró aliviada acercándose a la entrada y echando una mirada al bosque. No había trazas de ninguna criatura acechante ni rastro que hiciera pensar que algo se hubiera acercado a su pequeño escondite.

—Tsantress Ironchylde —murmuró mientras pasaba por los pequeños mojones de piedra que sobresalían entre la hierba y que señalaban los puntos en los que había puesto sus custodias. Pronunciar su nombre evitaría que a su paso se desactivaran los conjuros que había hecho tiempo atrás.

Necesitaba pensar, pensar mucho y no sacar conclusiones apresuradas, porque por una vez en la vida realmente dependería de eso, y sabía que lo haría mejor deambulando por los bosques, cerca de la cueva, que recluyéndose en las profundidades de esta.

¿Qué hacer? ¿Adónde ir?

Y, lo más importante: ¿había algún modo de que Vangerdahast pudiera rastrear su paso?

Tsantress ya se había internado seis pasos en la alta hierba y el canto de los pájaros empezaba a acallarse con su presencia, cuando se le ocurrió que probablemente sería mejor orar antes a Azuth y Mystra para que la orientaran… y le dieran una respuesta a esa última pregunta.

Volvió a la cueva y buscó la grieta más profunda y recóndita y en medio de la fría oscuridad, se puso de rodillas. Sus rodillas conocían el lugar indicado, aunque no pudiera ver nada. Formuló un conjuro y en la oscuridad que tenía ante sí surgió una leve luz.

El altar que había hecho absorbió la magia silenciosamente, devolviéndole un breve resplandor rodeando sus bordes. Un signo muy bueno. Estaba intacto, seguía consagrado y la oían.

Eso significaba que todavía era digna de atención.

—Lord Azuth, Guía y Sabiduría —oró—, y gran y sagrada lady Mystra, el Mayor delos Misterios, oídme ahora. Os imploro. Soy indigna e indigna permanezco, pero procuro conoceros y obedeceros mejor. Oíd mi plegaria, porque quiero besar el Tejido.

Se besó las puntas de los dedos, hundió las manos en la oscuridad y empezó a orar como de costumbre, dirigiéndose a una madre afectuosa que en cierto modo estaba muy próxima, apenas fuera de su alcance.

Como maga de guerra, Tsantress había tenido miedo en algunos momentos y se había sentido intranquila muchas más veces de las que podía contar… pero hacía mucho tiempo que no se sentía tan aturdida y perdida como ahora. La plegaria brotaba de su corazón, respetuosa, pero no incisiva, pronunciada con ingenuidad y no con las frases floridas de alabanza en la que destacaban tantos clérigos mystranos y azuthanos y que tanto se pronunciaban exclusivamente ante los altares.

—Pase lo que pase, sigo siendo vuestra sierva, oh tú, Sabio, y tú, Madre Misteriosa —terminó—, y deseo que vuestro propio tiempo sea resplandeciente hasta que volvamos a hablar.

Dejando caer las manos en su regazo, se sentó sobre los talones, esperando cualquier señal. No es que esperara una, pero hubiera sido el colmo de la falta de respeto suponer que no se manifestaría ninguna respuesta y apresurarse a sumirse en ocupaciones, más mundanas, como si la plegaria hubiera sido sólo una obligación y no algo realmente sentido.

El altar seguía oscuro, aunque se quedó allí sentada un instante más que de costumbre. Luego suspiró, se puso de pie y se dio cuenta de que, a sus espaldas, algo tapaba la débil luz que llegaba del bosque y que entraba hasta esta altura de la caverna.

—Bueno, bueno —se oyó una voz fría y conocida detrás de ella. Se encendió una antorcha—. ¡Eres una de las magas de guerra que ayudaron a matar a mi Jalassa! Bien lo recuerdo. ¡Matadla!

Se volvió velozmente. Allí estaba lord Maniol Corona de Plata con los brazos cruzados y una sonrisa triunfal en los labios… y detrás de él había tres magos con túnicas. Por su aspecto eran mercenarios sembianos.

Los tres se mostraban reacios. Uno alargó el cuello hacia delante y dijo al noble, al oído:

—Allá hay un altar a Azuth y a Mystra. Si fuera…

El noble se volvió como si lo hubieran abofeteado.

—¿Quién os paga a vosotros? —bramó—. ¿Dos deidades sordas de la magia o yo? ¡Matadla!

El conjuro inofensivo que Tsantress había incorporado al altar rebrotó de él, pasando por encima de su cabeza con un retumbo feroz que más que oírse, se sintió. Alcanzó a los tres magos, sobresaltándolos con su destello luminoso. Detrás de ellos se alzó un ornrion de los Dragones Púrpuras con una vigorosa rama de árbol en las manos. Tsantress lo reconoció y trató de que no le aflorara la sorpresa a la cara para no poner sobre aviso a los magos.

Corona de Plata también vio a Intrépido, por supuesto, pero fueron tan incoherentes sus primeros balbuceos de indignación que no sirvieron para alertar en absoluto a sus tres magos.

Intrépido descargó la gruesa rama con un movimiento arrasador en la cabeza de un sembiano que cayó sin emitir palabra, muerto. Para cuando el mago que estaba de pie junto a él lo vio caer y se volvió, boquiabierto, para ver cuál había sido la causa, Intrépido tenía el garrote listo para aplastarle la cara, y así lo hizo.

Ese mago cayó sobre el tercero, que ya estaba saltando hacia atrás. El último sembiano alzó una mano en forma de garra y de todos sus dedos brotaron descargas que alcanzaron al ornrion y lo mandaron tambaleándose hacia atrás, entre gruñidos de dolor.

Todo esto dio a Tsantress tiempo de retroceder hasta sentarse de golpe en el altar, y desde ese apostadero desacralizado lanzó sus propias descargas azules.

Respondiendo a lo que le habían dicho hacía tiempo, el altar al que tan recientemente le había dedicado una oferta y una plegaria duplicó la fuerza de su conjuro, enviando una andanada de brillantes misiles azules contra el último mago sembiano.

El mago se desplomó en silencio, sin sentido, dejando a lord Maniol Corona de Plata solo ante Tsantress e Intrépido.

El noble palideció y pasó corriendo junto al ornrion, tratando de huir de la caverna.

Intrépido reaccionó, derribando a Corona de Plata al suelo de un golpe de su garrote. La cabeza del noble rebotó sobre el suelo al ir a reunirse con sus tres magos contratados en el país de los sueños.

Intrépido miró a Tsantress y le hizo una reverencia.

—Aunque me disgusta matar a nobles del reino —dijo con voz ronca—, este ha ocasionado grandes tribulaciones a muchos. ¿Debería…?

—No —dijo Tsantress—, me temo que esa es una tentación que siempre es mejor evitar, por mucho que me gustara decir que sí.

Se miraron en silencio largamente hasta que ella volvió a hablar.

—Ornrion, te he visto antes. Entre otras cosas, escoltando a la princesa Alusair. ¿Qué te trae aquí, tan lejos del reino?

—Órdenes de lord Vangerdahast. Una tarea que está cumplida si los Caballeros de Myth Drannor no tratan de volver a Cormyr. —Intrépido la miró con cara inexpresiva otro largo momento y luego añadió—: Así pues, señora maga, estoy a tus órdenes.

—Me llamo Tsantress —le dijo con una media sonrisa—, y creo que aceptaré el ofrecimiento. Ven. Veamos en qué andan esos Caballeros tuyos.

El mago de guerra Lorbryn Deltalon se detuvo. Le gustaba la vista de este pequeño claro, y estaba bien cerca de la persona a la que buscaba. Desde allí podía oler el humo del fuego que había encendido.

Sacando de su bolsillo la placa conjurada del tamaño dela palma de una mano y acomodándola sobre una roca que tenía a mano para poder ver claramente la cara y el cuerpo de Laspeera de cintura para arriba, avanzó dos pasos hacia el norte, hasta el tronco de un árbol caído, y colocó un espejo de metal bruñido orientado de la misma manera.

Dio un paso atrás para asegurarse de que podía ver los dos al mismo tiempo y murmuró el encantamiento, doblegó su voluntad y se vio a sí mismo adquiriendo lentamente el aspecto de la segunda maga de Cormyr.

Podía imitar bastante bien la forma de hablar, los gestos y el andar de Laspeera. Con eso bastaría.

Tendría que bastar para engañar a un matón que evitaba a los magos de guerra y que ahora estaba acampado solo y sumido en sus pensamientos al otro lado del pequeño promontorio.

Lorbryn recogió el espejo y la placa y los volvió a colocar en su bolsa. Reunió los dos pequeños sacos tintineantes que había traído consigo, sonrió —la cordial sonrisa de Laspeera— y desapareció del claro, como suele decirse, en un abrir y cerrar de ojos.

La sensación de estar sometido a una vigilancia constante en Zhentil Keep era algo a lo que uno se acostumbraba si no se volvía loco antes.

Al mago Targon se le agudizaba esa sensación de vez en cuando y suponía que lo mismo les pasaba a los demás, pero hacía tiempo que había dejado de preocuparlo.

Lo sentía ahora.

—Malditos todos —murmuró, sin sentir auténtica irritación. Se había desnudado y metido en la cama mucho antes de encontrarse realmente cansado. Como de costumbre. Y todavía ahora no se sentía cansado.

Dormiría solo —también como de costumbre— pero estaba reclinado sobre una pequeña montaña de almohadas, felizmente absorto en su libro de conjuros, como solía hacer por las noches, su momento favorito del día.

Targon jamás se cansaba de los apasionantes sueños que su mente era capaz de concebir mientras estaba despierto. Se veía lanzando conjuros, sentía —rememoraba— la magia que fluía a través de él mientras creaba la magia y luego la lanzaba, imaginaba cómo podía afectar a un conjuro el hecho de alterar esto y ajustar aquello y… se veía lanzándolo contra este enemigo y luego aquel, con una varita en la mano y sonriendo con superioridad mientras ellos se ahogaban, jadeaban y morían.

Algo pequeño y metálico hizo un ruidito en la pared que tenía a la izquierda. Sobresaltado, alzó la vista. Había sonado como un anillo. En una ocasión había dejado caer uno en las baldosas fuera de su cámara de hacer conjuros, y había sonado exactamente así. Se inclinó, estirando el cuello para ver si había un anillo en el suelo ahora mismo, y sintió un peso en la cama justo a su lado.

Se volvió, con el corazón desbocado por el miedo, y quedó atónito al ver un rostro conocido con la nariz pegada a la suya, una boca que buscaba la suya. Era Aumrune, uno de sus magos subalternos, totalmente desnudo y… ¿besándolo?

Entonces algo salió de la lengua de Aumrune y se introdujo en su mente, revelándose. Viejo Fantasma era brillante y terrible, y tan poderoso que la mente de Targon ni siquiera pudo resistirse.

De modo que Aumrune no había sido un amante. Ni siquiera había vuelto a verlo. Había…

Y entonces Targon dejó de ser Targon y dejó de preocuparse por nada, de pensar en nada en absoluto.

El cuerpo que había sido Targon, tranquilamente cerró el libro de conjuros, empujó el cuerpo inerte de Aumrune fuera de la cama y pasó por encima de él para abrir la cortina, ir hasta la puerta del dormitorio que estaba más allá, y restaurar el pequeño conjuro de custodia que Aumrune no habría sido capaz de romper, pero Viejo Fantasma sí. Con la puerta sellada otra vez, «Targon» de un puntapié arrojó el cuerpo de Aumrune de la cama y le lanzó un conjuro de estallido, destruyendo el cuerpo quemado en gran parte que acababa de vaciar. Mientras esperaba que la habitación dejara de cabecear y retumbar, echó mano de su bata. Si alguien se tomaba el trabajo de venir a investigar el breve tumulto, los informaría de que acababa de verse forzado a «ejecutar a ese traidor de Aumrune». Sin inmutarse, pasó por encima de las cenizas y de los escasos huesos que habían quedado y fue a buscar el anillo.

Las cosas caídas y olvidadas tenían la costumbre de hacerse necesarias o útiles más tarde.

Ahora mismo, Viejo Fantasma estaba listo para un montón de «más tardes». Con Horaundoon en alguna otra parte y saciada por ahora su propia avidez de energía, Viejo Fantasma tenía intenciones de hacer que este nuevo cuerpo huésped le durara mucho, mucho tiempo.

Brorn Hallomond hizo un gesto de dolor y luego buscó su daga.

—Cuidado, puedes cortarte con eso —dijo con parsimonia la hermosa mujer que estaba sentada al otro lado del fuego—. No te preocupes, no pretendo hacerte daño.

—Eso dices tú —dijo Brorn con sorna, apartando la mano de la daga sin desenvainar—. Por lo que a mí respecta, no he conocido a muchos magos de guerra que digan la verdad.

—Ah, sabes quién soy. Eso nos ahorrará algo de tiempo. —Laspeera se sentó cruzando las piernas, tal como estaba sentado el matón, justo enfrente de él, al otro lado de la fogata. Al hacer esto le dio ocasión de echar una buena mirada dentro de su corpiño abierto, y vio cómo le brillaban los ojos.

—Eres Laspeera —dijo Brorn sin preámbulos—. En el reino se dice que duermes con Vangerdahast y que controlas por el a la mitad de los magos de guerra mientras él se dedica a la otra mitad. Estás aquí para burlarte de mí y matarme ¿no es verdad?

—Pues no. Te necesito vivo, ileso y capaz, y también te necesita la Corona. Específicamente la familia real dijo que te necesitaba para servir a Cormyr. Serás bien retribuido por ello. Y no se trata de nada por lo cual vayas a ser traicionado o culpado más tarde, sino sólo de espiar un poco al hombre que es el principal responsable de la muerte de lord Yellander.

—¿La Corona dijo eso? ¿El propio rey Azoun?

—Él mismo. Sí, Brorn Hallomond, lo juro. El rey y la reina piensan que tu lealtad fue mal recompensada por el destino de tu señor. Admiran esa lealtad y te consideran un hombre capaz que quieren que trabaje para el Trono del Dragón y no contra él. Y no viviendo como un forajido, violentando a cuanto ciudadano de Cormyr pasa para sacarle unos cuantos cobres.

Laspeera asió uno de los saquetes que había traído consigo y los arrojó por encima del fuego justo en dirección a la mano derecha de Brorn. Aterrizó con el pesado tintineo de las monedas.

—Ábrelo —le dijo.

Brorn la miró y luego echó mano del saquete sin apartar la mirada de ella. Lo arrastró a su regazo, abrió el nudo y luego lo volcó y echó parte de su contenido sobre el lecho de hojas que había junto a él, a la distancia de su brazo. Eran monedas de oro, todas. Brillantes leones de oro del reino.

—La otra bolsa está llena de lo mismo —dijo Laspeera—. Todas monedas buenas, ninguna marcada ni embrujada. Tan buenas como las de la bolsa del propio rey.

—¿Y son mías si hago qué? —preguntó Brorn.

—Espiar a Vangerdahast y a cualquiera de sus agentes… los magos de guerra que lo sirven más a él que al rey, además de sus propios ladrones y espías… para mí. Sólo vigilarlos, entiende bien. No te estoy pidiendo que trates de combatir con ellos, ni siquiera de mostrarte al mago real. Sólo observar y comunicarme cualquier traición que observes o sospeches.

—¿Y cómo te lo diré?

—Cuando me veas. Yo procuraré encontrarte de vez en cuando, y te llevaré más oro.

—¿Y eso es todo? —preguntó Brorn.

Laspeera se levantó, se abrió el corpiño y dejó al descubierto su pecho.

—Eso es todo por ahora —dijo, ronroneando.

Brorn tragó saliva, echó una larga mirada a lo que había quedado desnudo ante él, luego la miró a los ojos y dijo:

—Lo haré.

La sonrisa de Laspeera encerraba una cálida promesa.

—No lo lamentarás.

Sin hacer el menor intento de cubrirse, añadió:

—Te ruego que no te ofendas si yo, o la familia real, hacemos como que no te conocemos cuando nos veas, incluso en privado. Si pensamos que Vangerdahast puede estar espiándonos en ese momento, actuaremos así para proteger tu vida. Recuerda siempre que estarás más seguro si no repara en ti en absoluto.

Se inclinó hacia delante por encima del fuego.

—En cuanto a mí, te he estado observando mucho tiempo, y me gusta lo que veo —le envió un beso con los dedos y añadió zalamera—: Cuídate, Brorn.

Un momento después se había ido. Desapareció como si nunca hubiera estado allí, dejando sólo el otro saquete de monedas al otro lado del fuego.

Un momento después, Brorn maldijo, rodeó el fuego corriendo, se apoderó de la otra bolsa y la abrió. Más leones de oro y —cogió uno al azar y lo miró bien de cerca—, cierto, tan buenos como cualquiera que hubiera salido de la ceca del rey.

—Tymora —musitó—. No sé qué he hecho para ganarme tu favor, pero… gracias. Mil gracias. Espero que no te ofenda si entierro la mayor parte, me llevo un puñado y voy a procurarme toda una noche de vino y mujeres antes de buscar uno de tus altares y hacer una ofrenda como es debido.

Después de llenarse el bolsillo, volvió a meter las monedas en las bolsas, las cerró y volvió a sentarse meneando la cabeza con aire dubitativo.

—Benditos goblins danzantes —le dijo al fuego con aire feliz incredulidad.

Tymora era clemente. El fuego no respondió nada.