Capítulo 1

Por el bien de Cormyr

¿Por qué han muerto, a lo largo de los años, tantos Dragones Púrpura?

¿Por qué mienten a diario en Suzail tantos cortesanos y con tanto vigor?

¿Y por qué los magos de guerra y los altos caballeros matan tanto,

roban tanto y destruyen mucho más?

¿Por qué? Por el bien de Cormyr, por supuesto.

El personaje de Ornbriar el Viejo Mercader,

en Chanathra Jestryl, dama juglar de Yhaunn,

La vuelta a casa de Karnoth,

representada por vez primera

en el Año del Pájaro de Sangre

El mago de guerra Lorbryn Deltalon estaba sentado a solas en la pequeña habitación sin ventanas, mirando en silencio las notas minuciosamente escritas y desplegadas ante él, sobre el escritorio.

Ya no veía lo que había escrito a lo largo de los últimos meses. Su mirada estaba perdida más allá de los apuntes; contemplaba sus recuerdos.

Recuerdos recientes. Una sucesión de rostros atormentados, de caras sudorosas pertenecientes a un montón de nobles atribulados, que lo miraban temblorosos, con expresión de absoluto terror.

Con demasiada frecuencia, los ojos penetrantes y la sonrisa apenas esbozada del mago real de Cormyr surgían entre ellos. Aquel aire burlón hacía que la mirada indescifrable de Vangerdahast pareciese un desafío silencioso. Él no era ningún noble asustado.

Deltalon suspiró y meneó la cabeza, tratando de hacer que desapareciera la mirada penetrante del gran mago al que servía. Sin embargo, el peso del gesto amenazador de Vangerdahast se resistía a desvanecerse.

El veterano mago de guerra volvió a suspirar, se pasó una mano por los ojos y trató de fijar la vista en las curvas y trazos tan familiares de su escritura. Esos días dedicaba mucho tiempo a la contemplación silenciosa.

Desde que Vangey le había impuesto esa tarea: el lento y desagradable trabajo de matar con conjuros todos los gusanos mentales que Narantha Corona de Plata había implantado en los cerebros de los nobles. Lo deseable era conseguirlo sin matar a los nobles y sin convertirlos en enemigos más furiosos de lo que ya lo eran de los magos de guerra.

Una tarea que, una y otra vez, lo mantenía allí sentado, a solas, cavilando.

Entonces, sólo le quedaban dos nobles por limpiar: Malasko Erdusking y Ardoon Creth. Ambos eran jóvenes, agraciados y necios, y les sentaría bien un poco de miedo saludable.

Sin embargo, a Deltalon se le planteaba ahora otra cosa: serios recelos sobre toda esa cuestión.

En un principio, Vangerdahast había encomendado a varios de sus magos de guerra más antiguos que visitasen a los nobles a los que la malhadada lady Narantha había infestado, con el propósito de que emplearan la magia para matar a los gusanos mentales. Al ver que algunos nobles habían quedado alelados o con las facultades alteradas y con amarga conciencia de ello, y que un joven lord había muerto junto con el gusano mental que tenía implantado, el mago real había ordenado que cesase el trabajo.

Eso no quería decir que se abandonase o dejase sin terminar la eliminación de los gusanos mentales. En lugar de eso, el propio Vangerdahast, y sin advertencia previa, se había hecho cargo de la tarea de «reparar a los nobles», y abrupta e imperiosamente había hecho un recorrido por mansiones y castillos rurales de todo el reino.

Las visitas de Vangey se habían prolongado durante casi todo un mes antes de que repentinamente llamara a Lorbryn Deltalon y le ordenase emplear «toda su pericia y el mayor cuidado posible» para eliminar los gusanos mentales que seguían todavía en las cabezas de un grupo de nobles.

Lorbryn Deltalon era un cuidadoso y leal mago de guerra, además de algunas otras cosas, pero nunca había sido tonto.

Tenía grandes sospechas de que Vangerdahast no había matado un solo gusano. En lugar de eso, el mago real había alterado sus condicionamientos mágicos para que lo obedecieran a él y no al malvado y desaparecido mago que había obligado a Narantha a difundir los pequeños horrores. Y, sin duda, les había ordenado que no siguieran consumiendo ya más de los cerebros en los que habitaban.

En otras palabras, Vangey había dedicado casi un mes a formar un pequeño ejército de nobles cuyas mentes pudiera controlar cuando lo deseara…, por el bien del reino, por supuesto.

Los pocos nobles a los que había considerado menos útiles, o cuya manipulación podría dar lugar a sospechas y persecuciones por parte de magos contratados por sus ilustres familias, se los había asignado a Lorbryn Deltalon para que los curase.

Deltalon sabía que debía sentirse halagado. El mago real confiaba de manera absoluta en la lealtad de un grupo muy reducido de sus magos de guerra, o de cualquier otro cuerpo. Laspeera, sí, y… bueno, tal vez nadie más que Lorbryn Deltalon.

Sí, en eso residía el problema. Durante algún tiempo, Deltalon había albergado serías dudas sobre la estabilidad mental y las lealtades de Vangerdahast.

El mago real se volvía cada vez más escurridizo y satisfecho de sí mismo a medida que los cuerpos iban cayéndose y pudriéndose y el reino persistía.

Un reino configurado cada vez más a gusto de Vangerdahast. En la humilde opinión de Lorbryn Deltalon —una opinión que sólo se atrevía a sostener arropado por el profundo conjuro de protección de la mente que había encontrado en una tumba hacía muchos años y que había mantenido oculto del mago real y de todos los demás—, Vangerdahast estaba ya casi convencido de que él era el único capaz de gobernar Cormyr por el bien de todos.

Y era probable que ya hubiese llegado a esa conclusión. Eso hacía que Lorbryn Deltalon observase muy atentamente a la familia real de Cormyr.

Tarde o temprano, si la corrupción de Vangerdahast llegaba a niveles muy profundos, podría hacer conjuros para transformar a los Obarskyr en simples marionetas, o eliminarlos por «enemigos del reino», por supuesto, para después asumir el trono «a regañadientes».

Había otros que tenían sospechas similares. Varios de los nobles de más edad lo decían abiertamente y desafiaban a Vangerdahast a enfrentarse a ellos. Los magos de guerra observaban y escuchaban a esos nobles incluso con más atención de la que aplicaban en espiar a los demás personajes de alta alcurnia del reino. Así, Deltalon y la mayor parte de los demás magos de guerra creían que muchos de los que maliciaban que Vangerdahast fuera a por el trono encontraban tranquilizadoras la rebeldía de la joven princesa Alusair y la aparente tolerancia de Vangey hacia su natural caprichoso.

En privado, Deltalon tenía una idea mucho más sombría. En su opinión, Vangey estaba alentando las rabietas de la princesa más joven y sentando así las bases para sustentar más adelante un juicio en el que se iba reafirmando cada vez más: que los Obarskyr ya no eran aptos para seguir gobernando.

—Por el bien de Cormyr —murmuró Deltalon, contemplando sin ver las notas que tenía esparcidas en la mesa.

No quería pensar en esas cosas.

No quería hacer eso.

Sin embargo, por el bien de Cormyr…

Hizo una mueca al percibir la ironía, pero se sorprendió asintiendo y alzando un puño para descargarlo después, lenta y suavemente, sobre la mesa. Esa profunda desgana lo atenazaba incansablemente, pero podía seguir adelante.

Él, Lorbryn Deltalon, debía convertir a esos dos últimos nobles en sus propios esclavos mentales, por si acaso. Y debía hacerlo con habilidad suficiente para que Vangerdahast no sospechase que los gusanos no estaban muertos sino en estasis, y para que los nobles no tuviesen ni idea de lo que había hecho, al menos hasta que llegase el día —¡y por el Trono del Dragón, ojalá que no llegase nunca!— en que considerase necesario despertar a los gusanos y cautivarlos a los dos. Apenas dos, no la docena y algo que comandaba el mago real.

Por supuesto. ¿Acaso Vangerdahast no había tenido años y años más que él para llegar a ser realmente malvado y egoísta? Para ser verdaderamente vil se necesitaba práctica…

Ahora era lo bastante fuerte como para hacerlo. Por el bien de Cormyr.

Ya no tendría que confiar en el conjuro de protección profunda, que se desvanecía con el tiempo y había que reformular cada tanto. Ahora tenía la piedra élfica.

Era pequeña, pálida, lisa como un huevo, y mucho más antigua que Cormyr. Deltalon la había encontrado escondida debajo de unas piedras que había bajo el barril donde recogía el agua de lluvia el pobre y anciano Ondel, cuando lo habían mandando a investigar el asesinato de ese archimago.

Deltalon se había cuidado mucho de no mencionarla en su informe a Vangerdahast, y se la había tragado aquella misma noche. Permanecía a salvo en su interior; la habría desviado por medios mágicos de su estómago hacia un tejido adyacente, y estaba alojada allí, detrás de piel cicatrizada para siempre, o eso esperaba.

Lo más seguro era que Ondel la hubiera encontrado en el tesoro de Sundraer, la hembra de dragón a la que había amado y por quien había sido amado cuando ella había adaptado forma humana tras morir.

Los elfos habían creado y encantado la piedra hacía mucho, mucho tiempo. En cuanto a qué elfos, dónde y cómo, lo más probable era que nunca llegara a averiguarlo. Le bastaba con saber que ahora podía proteger sus pensamientos y recuerdos más íntimos de cualquier sondeo mental, lanzando falsos recuerdos a su antojo para despistar las lecturas mentales de Vangey.

De modo que si era cuidadoso, con o sin protección profunda, Vangey nunca sabría lo que Deltalon pensaba de él ni lo que su tan leal mago de guerra se traía entre manos.

¡Vaya! Esos secretos serían de las poquísimas cosas del reino de las que Vangerdahast no tenía la menor idea.

Sí, era hora de que el Reino de Bosque tuviera una protección contra aquel ser demasiado tiránico y demasiado poderoso que había jurado ser su protector. Un control del poder de Vangerdahast podría ser un pequeño paso hacia el restablecimiento de un equilibrio.

Con una levísima sonrisa, Lorbryn Deltalon recogió sus notas, se puso de pie y se dirigió a la puerta. Al otro lado, lo esperaba temeroso Malasko Erdusking.

Era otro noble atemorizado que había olvidado lo que los de su clase no podían permitirse olvidar jamás: por el bien de Cormyr, todos debían hacer algún pequeño sacrificio.

—Más vino —se dijo Rhallogant—. Eso es lo que necesito en este momento.

Sin embargo, pospuso la satisfacción de su necesidad para seguir cavilando, sin querer perder un hilo de pensamiento cada vez más rápido.

Los Obarskyr y sus aduladores magos de guerra trabajaban incansablemente para sujetar y frustrar los poderes de todos los nobles. Todos lo sabían.

La mayor parte de los nobles consideraban que eso era motivo suficiente para justificar cualquier traición contra el Trono del Dragón, y Rhallogant Caladanter se enorgullecía de contarse entre sus filas.

Si lo cogían, se arriesgaba a una muerte desagradable, pero a menos que lo capturaran, cualquier cosa que se hiciera para frustrar a esos decadentes personajes reales y a los incontrolados y escurridizos magos que servían al tirano Vangerdahast —el verdadero gobernante de Cormyr— sólo podía ser un servicio al reino y a todos los cormyrianos de pro.

Mucho después de que Vangerdahast hubiera sido deshonrado y ejecutado, y de que el mariposón rey Azoun y su gélida esposa hubieran sido empujados accidentalmente hacia la tumba, y sus dos díscolas hijas se hubieran casado con nobles adecuados para gobernar el Reino de Bosque, Rhallogant Caladanter tenía toda la intención de encontrarse felizmente entre esos «cormyrianos de pro», con sus cofres llenos de monedas de oro y bien mirado por las damas más hermosas de Suzail.

Una pequeña traición era un mínimo precio que pagar por una vida tan brillante en un reino más esplendoroso.

Incluso entre la nobleza eran pocos los que hasta el momento sabían quién era. Rhallogant, nacido en el seno de una familia de la baja nobleza de las tierras altas, hacía poco que había heredado el título y no había tenido intención de ser algo más que un joven espada que disfrutase de las diversiones de Sembia y tal vez de Puerta Oeste, o incluso de la fabulosa Aguas Profundas, durante años. El fiel Fogoso, el caballo de guerra de su padre, había cambiado todo eso una mañana; el corcel había tirado a lord Caladanter y, a continuación, se había caído sobre su amo de tanto tiempo y lo había aplastado.

Rhallogant pretendía ser una pizca más sutil que Fogoso. Durante mucho tiempo había pensado indolentemente en la posibilidad de traicionar el Trono del Dragón, pero, como la mayor parte de los confabuladores de alta cuna, no había pasado de pensar y de hablar de sus ideas con otros nobles de edad y opiniones parecidas mientras bebían buen vino en abundancia.

Esas indiscreciones, por insignificantes que fueran, hacían que ahora Rhallogant se preguntara hasta qué punto lo conocerían los magos de guerra.

No era en modo alguno el único noble muy preocupado por el destino que habían sufrido los desaparecidos lord Eldroon, lord Yellander, de quienes se decía que habían muerto tras prolongados tormentos mágicos a manos del mago real, y por el de lord Maniol Corona de Plata, a quien no se había vuelto a ver en público; se había corrido la voz de que se había convertido en un suicida cascarón de hombre bajo la vigilancia constante de sacerdotes y magos de guerra. Sin embargo, los espías de Vangey seguramente se ocuparían primero de los nobles importantes, dejando a los jóvenes cachorros (como había oído que llamaba un burlón mago de guerra de alta jerarquía a todo un grupo de ruidosos y jóvenes nobles muy rebeldes y entre los cuales se contaba Rhallogant Caladanter) para después. Tal vez a esas alturas estuvieran llegando a él en la lista de los condenados.

Dos de los nobles, que tan acaloradamente se habían confabulado con él sobre copas de humeante vino de larrack en aquel club de un primer piso de Saerloon, habían muerto en una disputa por cuestiones comerciales en Puerta Oeste. Rhallogant no creía que aquello hubiera tenido nada que ver con unos cuantos rumores de traición. Los cuchillos con que los habían matado, manejados por profesionales de Puerta Oeste, habían sido envenenados, y había dado la casualidad de que lord Eldarton Feathergate estaba a bordo de un barco que entraba en el puerto de Puerta Oeste en el momento en que los cuchillos habían acabado con los nobles. Había encontrado los cuerpos y se había hecho cargo de ellos, antes de que cualquier mago de guerra pudiera meter las narices y descubriera con conjuros cosas que no debían descubrirse.

Eso dejaba, aparte del propio Rhallogant, a un solo conspirador más en esa particular confabulación de escasa importancia: Eldarton Feathergate.

El queridísimo Feathergate: útil, eficiente. Feathergate sabía demasiado de las ambiciones y de lo que se traía entre manos Rhallogant. Alto, rápido como una víbora, era hijo único de una familia de nobleza tan inferior como la del propio Rhallogant, pero mucho más rica. Tampoco era tonto ni un blanco fácil.

Por eso, sólo el guardaespaldas de mayor confianza de Rhallogant era el único capaz de matar a Feathergate.

Rhallogant acababa de llamarlo con un tirón firme y decidido de su campana personal y privada. Boarblade llegaría en tres segundos o menos, tan tranquilo e impasible como siempre.

Si le preguntaban, tenía que reconocer que no había sido una mala trama incriminar al barón Thomdor Obarskyr, Vigilante de las Marcas Orientales, de traición al trono, presentándolo como un patán engañado, ayudado y controlado por Vangerdahast; poner a los espadas en marcha, y enardecer a nobles, Obarskyr y también villanos, con la idea de librarse de Vangey y de todos los magos de guerra posibles. Muchos de esos odiados magos espías serían masacrados por los villanos en todo Cormyr, encabezados por un Rhallogant Caladanter lealmente agraviado, al mando de sus guardaespaldas, puestos al servicio de la eliminación de los traidores al reino. Tenía sus discursos escritos desde hacía muchos meses.

La tercera flecha rebotó en el hombro de Florin y se trabó en las hebillas del peto. Lo dejó sin aliento y le hizo girar de lado, todo en un instante.

Se tambaleó en su montura, mientras procuraba recobrarse, y luego gritó con voz ronca:

—¡Desplegaos, cabalgad a toda prisa y agachaos!

A su alrededor, los caballos de sus compañeros bufaban y se encabritaban, y Pennae era un guiñapo jadeante sobre el polvo del camino bajo sus movedizos cascos.

De entre los árboles salió una andanada de doce o más flechas que derribando dos caballos que fueron a hacer compañía a Pennae. Otro salió en estampida mientras Doust gritaba y tiraba en vano de las riendas para detenerlo, hasta que acabó cayendo. Los demás se encabritaron, lanzando a sus jinetes, y huyeron.

Los Caballeros se encontraron revolcándose en el polvo del camino del Mar de la Luna en compañía de dos caballos enormes que, enloquecidos de dolor, no hacían más que dar vueltas, sacudirse y tirar coces.

—¡Maldita sea! —juró Semoor, arrastrando la barbilla por un barro lleno de piedras mientras un casco herrado sacudía el aire por encima de su cabeza—. ¡De bruces en el suelo, comiendo tierra mientras algún bellaco trata de matarme otra vez!

—Pareces sorprendido —gruñó Islif, arrastrándose para alejarse de los caballos en la dirección opuesta a aquella de donde partían las flechas—. ¡La verdad, santurrón, a estas alturas ya deberías estar acostumbrado!

Florin se puso de pie trabajosamente, tirando de la Hecha que sobresalía de su hombro. Le ardía el brazo y no podía sentir la mano, ni siquiera cuando la cerraba. El asta asomaba por el borde de la armadura, por encima del corazón, y estaba hundida por debajo del extremo de las hombreras. El ardor parecía ir en aumento. Hizo una mueca. Al menos no era el brazo con que manejaba la espada.

Dio unos pasos, como si eso pudiera alejarlo del dolor, e hizo una mueca desafiante hacia los árboles, esperando que el repentino cese del ataque significase que los arqueros invisibles habían huido de ellos.

Al parecer, estaba en lo cierto, a juzgar por los hombres armados que, respondiendo a su desafío, salieron de entre los árboles con espadas y dagas y ni un solo arco a la vista. Eso no mejoraba en nada la situación.

—¡Arriba! —les gritó Florin a los suyos—. ¡Arriba y juntos!

No se paró a echarles ni una mirada pues no podía apartar la vista de las caras feroces de los hombres que cargaban contra él. Todos iban vestidos con gastadas armaduras de cuero, sin una sola insignia o color que delatase su pertenencia. Forajidos… u hombres que trataban de pasar por forajidos.

Movimiento a derecha e izquierda; el explorador lanzó rápidas miradas en ambas direcciones y vio que Islif se ponía de pie y desenfundaba la espada, y que Doust se reagrupaba con los demás armado con su maza.

De rodillas como estaba, Jhessail lanzó un ataque. Los proyectiles mágicos restallaron contra los emboscados como un feroz enjambre de relucientes dardos azules. Los hombres se pusieron rígidos y maldijeron al ser alcanzados —por su acento eran cormyrianos—, pero ni uno solo cayó ni huyó. Eran más de una docena…, alrededor de veinte.

Florin luchaba con la flecha del hombro, tratando de partirle el asta antes de que un forajido pudiera llegar hasta él y asirla, pero…

No tuvo tiempo. Las espadas se abalanzaron sobre él, en una lluvia de acero.

Esquivaba y bloqueaba con furia, mientras oía el ruido del entrechocar del metal y a Islif gruñendo como lo hacía siempre cuando aplicaba verdadera fuerza a una estocada. Más entrechocar de espadas, y luego un grito de dolor —un forajido— y Jhessail lanzando otra andanada mágica. También Semoor estaba haciendo una especie de conjuro, invocando a Lathander para que lo ayudara a atizar.

Los golpes eran algo de lo que Florin tenía que cuidarse. Su espada se clavó a fondo en un lado de la cara de un forajido que no dejaba de gritar, hundiéndose en el hueso, y él no podía…, no podía…

Sintió las espadas que lo asaltaron entonces, por debajo de los bordes de las placas de la armadura, de lado, y por arriba, en el cuello, ardientes como el fuego y frías como un diluvio de agua helada.

Florin retrocedió con dificultad, arrastrando consigo al hombre al que había herido, pero el peso de ese cuerpo le arrancó la espada de la mano, dejándolo sin nada con qué defenderse de la malvada estocada circular de un forajido de sonrisa aviesa.

—¡Muere! —gritó otro forajido, atacándolo con la daga que Florin trataba de arrancar de su mano—. ¡Por Cormyr y Yellander! ¡Muere!

Esas palabras resonaron de una forma extraña en torno a una creciente marea oscura que pareció atravesarle los oídos, inundarle la cabeza y volver a salir para cegarlo mientras los hombres de sonrisa feroz lo cercaban y el fuego y el hielo volvían a sacudirlo otra vez…, y otra vez más.

No lejos de allí, Jhessail dio un grito al ver que una espada se abalanzaba sobre su cara. Se agachó, y el arma, atravesándole la cabellera, le hizo un corte en la mejilla y se clavó velozmente en el árbol que había detrás, todavía enredada en su pelo.

Mientras trataba de coger el acero enemigo para apartárselo de los ojos, vio a Islif asediada por seis hombres. Uno se tambaleó y cayó, gimiendo y esparciendo sangre, pero fue seguido por varias placas de la armadura de Islif que salieron volando mientras ella se volvía y caía a continuación con dos espadas clavadas.

Islif caída, apenas un instante después de Florin…

Musitando palabras que más que plegarias parecían maldiciones, Doust hizo a un lado una espada y golpeó fuertemente con su maza la cara del forajido que la sujetaba.

Esa cara estalló, diseminando dientes y sangre. Doust estrelló su maza en la garganta del mismo individuo antes de volverse para hacer frente a un forajido tuerto que había abandonado a la caída Islif para perseguir a la lanzaconjuros de pelo rojo.

Casi con displicencia, el bandido lanzó una cuchillada para apartar a Doust, que se desplomó escupiendo sangre, y se lanzó directo a por Jhessail, alzando su espada para cortar…

No pasó nada, ya que Semoor se desembarazó de un matón derribándolo al suelo y lanzó de lado un golpe a la cabeza del tuerto. El hombre cayó al suelo y se quedó sin sentido, agitando los brazos y las piernas como peces a los que se acabara de sacar de un río.

—¡Aquí! —dijo jadeando Semoor a Doust, que seguía doblado, sujetándose el estómago con una mano—. A Jhess, para protegerla, y que o bien ella pueda rescatarnos a todos con algún brillante conjuro, o bien… podamos al menos morir juntos. ¡Maldito Vangerdahast! ¡Apostaría a que esto es cosa suya! ¿Dónde está ahora esa patrulla de Dragones que nos venía pisando los talones? ¿Eh?, ¿dónde?

Doust asintió, pero su única respuesta fue un gruñido, mientras Jhessail, con gesto sombrío, aferraba la espada que se le había enredado en el pelo. No le quedaba ningún conjuro capaz de salvarlos de tantos enemigos. Con expresión apesadumbrada y chorreando sangre, sus dos amigos se unieron para protegerla, espalda contra espalda.

Allí estaban, de pie, guardándola, en los que posiblemente fueran sus últimos alientos. A su alrededor, en el camino del Mar de la Luna, los asaltantes se cernían sobre ellos.

Ahora ya no había prisa, los forajidos —o quienesquiera que fuesen— formaron un círculo sin fisuras en torno a los últimos tres Caballeros antes de empezar a acercarse todos al mismo tiempo.

Pálida, Jhessail los miraba fijamente. Ellos le devolvían la mirada, mostrando los dientes con sonrisas de pocos amigos.

Entonces, con lenta cautela, se fueron aproximando, acentuando las crueles sonrisas.

—¿Conoces algún conjuro sagrado que pueda resultarnos útil ahora? —gritó Semoor desesperadamente por encima del hombro.

—¡No! —fue el grito de respuesta de Doust—. ¿Y tú?

Se apartaron lo suficiente para volverse y mirarse, como si cada uno de ellos pudiera descubrir en la cara del otro algún mensaje de auxilio divino. Jhessail los miró, impotente, sosteniendo la pesada y desconocida espada que esperaba no tener que usar. Iban a morir allí en unos instantes. Aquello no era una balada juglaresca en la que un rescate inverosímil pudiera acudir inesperadamente.

Podía ver por sus caras que sus amigos habían llegado a la misma conclusión, que no les quedaba nada en la manga, y de sus ojos había desaparecido toda esperanza.

—¡Maldición! —dijeron con énfasis y al unísono, y giraron sobre sus talones para prepararse una vez más a luchar codo con codo.

Revoleando sus armas y mirando en derredor con cara de desesperanza, se dispusieron a morir.

Telgarth Boarblade se introdujo por la puerta del estudio, se deslizó hasta detenerse frente a su jefe e hizo una reverencia sin pronunciar palabra. Salvo por sus ojos que, ávidamente inquisitivos, preguntaban sin palabras en qué podía servirlo, su rostro era una máscara impasible. Rhallogant Caladanter podía ser un necio carente de perspicacia, pero era sabido que, de vez en cuando, lo visitaban gentes con mayor agudeza que él.

Boarblade ya sabía por qué lo había llamado y cuáles eran las intenciones de Caladanter, pero no dejó que nada de eso se trasluciera en su expresión ni en sus maneras. Bajar la guardia o un momento de distracción habría significado la muerte mucho antes de que él llegara a Cormyr y dejara que el joven e incauto heredero de los Caladanter lo descubriera.

Caladanter estaba recostado en su silla favorita, con una bota reluciente apoyada en un escabel tallado con la forma de una pantera rampante. La jarra que tenía al lado estaba casi vacía, y la mano llena de anillos que sujetaba con desenvoltura la enorme copa temblaba a ojos vistas. Idiota borracho.

—Boarblade —lo saludó Rhallogant casi jovialmente, echándose hacia delante como un mal actor representando de manera exagerada a un ladino conspirador—, tengo una misión para ti. Una misión peligrosa. Una misión secreta.

—¿Señor? —murmuró Boarblade, acercándose un paso más para dar a entender que había captado el gusto de su empleador por lo oculto, e inclinándose para demostrar cuán ansioso estaba de oír el gran secreto del que podría hacerlo partícipe.

—Necesito que mates a un hombre.