Al entrar los dos modestos frailes en la sala, no había dejado de llamarles la atención el agradable pasatiempo en que entretenían sus ratos perdidos el antiguo y nuevo alcaide. Habíanse mirado uno a otro como inspirados de la misma idea, y este movimiento hubiera sido notado de los defensores del castillo, a no ser que, no habiendo creído éstos que tendrían ya visitas con quien guardar ceremonia, habían menudeado en realidad del tinto más de lo que a su prudencia convenía. Su misma posición les había excitado a beber, y aun hay cronistas que aseguran que deseosos uno y otro de no tener compañero en el mando, y demasiado confiado cada cual en su propia resistencia, se habían animado recíprocamente a beber por ver si conseguían privar al colega; plan que, merced a la igualdad de sus fuerzas, había resultado en detrimento de la razón de entrambos.

—¡Por San Francisco! Perdonen vuestras reverencias —dijo Ferrus— si les han hecho esperar a la intemperie más de lo que ese hábito que visten merece. Pero sepan que a él sólo deben esta acogida, porque el castillo a que han llamado no es en realidad de los más hospitalarios que pudieran haber encontrado en su camino.

Pax vobiscum —dijo el menos corpulento de los padres con voz grave.

—Como gustéis, padres —repuso Ferrus—, según el estribillo de mi huésped de ayer; porque han de saber sus reverencias que de dos dignos alcaides que tienen en su presencia ahora, ninguno sabe latín.

—En ese caso, Te Deum laudamus —repuso el padre, respirando como aquel a quien le quitasen de encima una montaña.

—Gracias —contestó de nuevo Ferrus, no queriendo ser tachado de poco político por dejar sin respuesta una lengua que no entendía—. Dos cosas debemos suplicar a vuestras reverencias —prosiguió; primera, que se quiten esos hábitos que traen mojados…

Et super flumina Babylonis, dice el salmista; vetat regula, la regla nos lo impide.

—Sea en buen hora; pero la regla no impedirá a vuestras reverencias que hagan lo que vieren adonde quiera que fueren; primera regla de hospitalidad entre caballeros —añadió Ferrus derramando vino nuevamente en las copas y ofreciendo una al padre que había llevado hasta entonces la palabra.

Miráronse los padres uno a otro para consultar entre sí lo que deberían hacer.

—¡Voto va! aquí se ofrece de buena voluntad —añadió Ferrus viendo su indecisión—, ¿no es cierto, señor camarero?

—Vos lo habéis dicho —repuso el camarero tomando una copa—. Pero si sus reverencias no se atreven por respetos al, cielo, nosotros, viles gusanos de la tierra…

Vinum lætificat cor hominis —interrumpió el padre—. Nosotros agradecemos a vuestras mercedes la buena voluntad; pero sólo beberemos en la refacción, si tenéis por bien hacérnosla servir; vuestras mercedes beban, y mientras, nosotros exultemos et latemur.

—A la buena de Dios —dijo Ferrus vaciando su copa—. ¿Y este padre que nada dice, es que no sabe latín, como si fuera alcaide?

Miraban los dos frailes a Ferrus, como buscando en sus ojos si encerraría alguna intención o sospecha aquella pregunta, hecha de aquel modo, o si sería meramente casual e hija de la poca aprensión del que la hacía. Parecióles en conclusión que no se podía leer en los ojos de Ferrus sino la expresión del mosto, y no dudó en responder con cierta serenidad el mismo padre:

—Mi superior está achacoso; es sordo además tanquam tabula

—Sí, que es gran sordera —repuso Ferrus, presumiendo que así se llamaba la enfermedad del padre.

—Y un tanto tierno de ojos, que es la razón de verle la capucha tan sobre ellos como notarán vuesas mercedes. La humedad, sobre todo, de esta noche debe de haberle perjudicado mucho. Benedictus qui venit… Venga o no venga —añadió para sí el padre.

Efectivamente, no se le veía apenas rostro al padre que había permanecido callado. Ocultábale el medio de abajo una larga barba blanca, y su capucha le envolvía todo el medio de arriba.

—¿Y viajan siempre vuesas reverendas con esos mozos de estribo? —preguntó Ferrus, reparando en un hermoso alano que casi detrás del padre silencioso reposaba, y que había entrado sin ser antes de ellos sentido.

—¡Ah! —repuso el padre—. Dios nos perdone esos medios mundanos de defensa. Aunque manet nobiscum Dominis, bueno es llevar además un amigo consigo. Es el perro del convento; nuestro reverendo abad no quiso que en nuestros tiempos de salteadores, ni el padre Juan ni yo, padre Modesto, como me llaman, para servir a Dios y a vuesas mercedes, nos viniésemos sin ese corto auxilio siquiera para nuestra seguridad, si bien Deus vigilat.

—¿Y de dónde bueno, padre mío? —preguntó Ferrus con audaz curiosidad.

—De Jaén, hijo —repuso con extrema serenidad el padre—; sí, hijo, de Jaén. Llevamos una comisión secreta, que bajo la fe de la obediencia no podemos revelar, para el reverendo prior del convento de Andújar de nuestra misma Orden, que es como veis de San Francisco, hijos míos; pensábamos haber caminado toda la noche y haber llegado allí antes de la mañana; empero Dios que nos ha enviado esta agua, y los achaques de mi compañero, nos han obligado a pedir hospedaje. Introibo, dijimos, ad altare.

—Y bien dicho —habló por fin el camarero, que había estado hasta entonces observando al silencioso fraile—, muy bien dicho, aunque nosotros no lo entendamos. Pero lo dijo vuestra reverencia y basta: si les parece a sus reverencias, que vendrán cansados —prosiguió el cortesano camarero—, harémosles servir la refacción para que se retiren, señor Ferrus.

—Amen —repuso el padre—, tanto más cuanto que mañana hemos de salir a la madrugada, si dais orden de que nos abran temprano en el castillo.

—Daránse las órdenes todas que fueren necesarias —repuso Ferrus, apartándose y hablando al oído al camarero—. Pero ved que las centinelas no se han relevado aún.

—Pudierais vos mudarlas —le contestó Rui Pero mientras yo hago disponer la cena; estos buenos padres nos dispensarán si les dejamos solos un instante por su propio servicio.

Ite, missa est —replicó el padre, echando una bendición gravísima a entrambos alcaides, que se dieron el brazo mutuamente a pesar de sus interiores rencillas, sin duda olvidándolo todo en momentos en que necesitaban tanto de recíproco apoyo, y salieron de la sala.

—¡Cuerpo de Cristo! Por vida de Diego Gil y Martín Bravo, los más famosos monteros de Castilla, que Dios perdone —exclamó el padre silencioso soltando una carcajada algo reprimida por la prudencia—. ¡Voto va! que nunca hubiera dicho, fray Juan o fray Peransúrez, que tañeseis de ladradura con tal primor.

Por mi venablo que se os entiende de cazar en latín a las mil maravillas.

—¡Prudencia, Hernando! Sepamos lo que nos hacemos, ya que yo no sé lo que me digo. ¿No os previne de que fui monacillo y sacristán en cierto tiempo, durante el cual, si mucho escatimé el rastro de las vinajeras de la Almudena, no por eso dejé de oír las bocinas de los padres en el coro? Aprendí a tañer la mía en latín como habéis visto, y alguna palabra entiendo, ¡voto a tal!, de cada ciento que digo.

—Pobre venado es éste, Peransúrez; es nuestro —dijo Hernando—. Hace la señal del pezuño chica, y va en la redruña, ¡voto a tal! No tardaremos en tañer de occisa. ¿Pondrémosle canes?

—Ved no nos obliguen a tañer de traspuesta, mirad que se levanta ya el venado a la ceba. Yo os avisaré el momento.

—Los tiempos nos dirán, conforme vengan…

—Sí; pero ved, Hernando, que no es lo difícil la entrada; mirad por la salida.

—Dios proveerá y mi venablo —repuso Hernando, componiéndose sus hábitos y echando de nuevo su capucha—. Ya vienen hacia el buitrón.

Volvían en esto ya los dos alcaides. No tardó mucho tiempo en cubrirse la mesa, a la cual se sentaron los cuatro con la mayor armonía y fraternidad. Poco tiempo hacía que cenaban, con imprudente abandono Rui Pero y Ferrus, con más reserva y comedimiento los frailes, cuando llamó a las puertas del castillo un expreso que enviaba el conde de Cangas y Tineo. Abriéronle inmediatamente, e introducido en la sala, echóse de ver en su traza que había corrido mucho y que debía de ser en grande manera interesante su mensaje. Tomó Rui Pero el pliego cerrado que para él traía y apartándose un poco leyóle rápidamente, manifestando bien a las claras en su rostro cuánta sorpresa le infundía.

—Señor Ferrus, grandes novedades —dijo después de haberle recorrido.

—¿Qué decís? —preguntó Ferrus tartamudeando.

—Nuestro señor el ilustre conde de Cangas y Tineo, maestre de Calatrava, se halla a pocas leguas de aquí…

—¿Cómo? —exclamó Ferrus levantándose.

—Sí; parece que el día después de vuestra salida de Madrid llegó a la Corte la nueva de los disturbios de Sevilla. Las cartas y pesquisidores que envió Su Alteza a esa ciudad el mes pasado para poner en paz los bandos que han estallado entre el conde de Niebla, su primo, y el conde don Pedro Ponce y otros caballeros y veinticuatros, no surtieron efecto, y el mal se acrecienta por momentos. Temeroso Su Alteza de los resultados de tan grave daño, hizo suspender su viaje a Otordesillas; hase contentado con expedir pliegos anunciando a la reina doña Catalina que irá allá desde Sevilla y mandado disponer para entonces las funciones reales y torneos que se preparaban en solemnidad del nacimiento del príncipe don Juan. Hase traído consigo a los principales señores de la corte, y esta noche debe dormir en Andújar.

—Gran novedad, por cierto —dijo Ferrus.

—Añádeme su señoría que en ese pueblo permanecerán tres días, por hallarse señalado para mañana la prueba del combate. Encárganos con este motivo —añadió Rui Pero al oído de Ferrus— la mayor vigilancia.

—¡Voto a tal! no hay cuidado —dijo Ferrus dando una carcajada—. No vencerá el doncel. ¿Y piensa venir su grandeza por aquí?

—Parece que no, pues de Andújar pasa Su Alteza a Córdoba, desde allí irá en la barca grande, el Guadalquivir abajo, a Sevilla, pues que está Su Alteza muy doliente y no le deja caminar a caballo su físico Abenzarsal. Pero en atención a todo esto, yo partiré mañana de madrugada.

—Sea en buen hora, como gustéis —repuso Ferrus—. Esto entretanto no altera el orden de nuestra cena. Podéis retiraros, buen hombre —añadió Ferrus al emisario.

—Que os den de cenar —dijo Rui Pero al mismo— y disponeos mañana a venir conmigo a la Corte.

Retiróse el emisario, y siguieron cenando nuestros cuatro paladines, conversando acerca de la determinación del Rey y del singular acaecimiento que los había acercado tanto a la corte.

—Bueno fuera, señor alcaide —dijo Peransúrez dirigiéndose a Ferrus, que era el más afectado del licor—, bueno fuera que hubieseis de hospedar en este castillo a la corte…

—¡Bah! —dijo Ferrus—, no pasa por aquí, y además, en un castillo encantado…

—¡Encantado! Dios nos perdone —dijo con afectado escrúpulo el padre.

—¿No ha oído hablar nunca el padre de la mora Zelindaja, Zelindaja la mora…? —siguió Ferrus con dificultad, y riéndose a cada palabra con la estúpida expresión de la embriaguez.

—¡Hola!

—¡Voto va! pues la mora… Rico vino es este, padre; ¿no bebéis?

—Proseguid —dijo el padre haciendo con su mano un ademán de agradecer el ofrecimiento.

—La mora, pues… Vaya otro trago, señor Rui Pero.

—¿Y la mora? —preguntó el padre.

—La mora… Zelindaja queréis decir, la que está encantada en la torre…

—¿En la torre?

—Sí; aquí arriba sobre nosotros. ¡Pero qué vino! ¡Qué paladar! ¿Os dormís, señor Rui Pero? ¡Voto va!

—¿Conque arriba? —preguntó el padre.

—Por ahí la llaman la mora, y dicen que aparece, y que… ¡Ah! ¡ah! ¡ah! —añadió Ferrus soltando una carcajada y mirando el vino que contenía aun la copa—. ¿Qué hacéis vos ahí —prosiguió vuelto en seguida a los que le servían la mesa, escuchando, espiando, a ver si se me escapa alguna imprudencia? ¡Belitres! Si esperáis a que yo os diga dónde está el preso… larga la lleváis. Fuera de aquí; llamaremos cuando hayamos menester. Diciendo y haciendo, levantóse Ferrus con trabajo y cerró la puerta después que hubieron salido los sirvientes, espantados de las palabras del alcaide.

—¿Conque el preso…?, señor alcaide —prosiguió Peransúrez, que así como su compañero no perdía una palabra ni una acción de las que se le escapaban al imprudente mancebo.

—El preso no se escapará mientras pendan de mi cintura las llaves todas del alcázar. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! Notad, padres míos, la figura que hace un camarero dormido —prosiguió Ferrus riéndose a carcajadas y señalando con el dedo la boca abierta del buen Rui Pero, a quien la hora, el vino y el cansancio tenían cabeceando sobre su poltrona—. ¡Ah! ¡ah! ¡ah!

Al llegar aquí, tocó Peransúrez por bajo de la mesa al pie de Hernando, que de puro impaciente no hacía ya más que moverse había un gran rato. Levantándose a un tiempo los dos, precipitóse cada uno sobre el que tenía al lado. Tocóle a Peransúrez el dormido Rui Pero, que se halló ya maniatado y tapada la boca antes de acabar de despertarse; a Hernando, Ferrus, cuyo asombro fue tal al ver levantarse de repente, y en aquella tan inesperada forma, a los dos reverendos, que no fue dueño de gritar ni de oponer la menor resistencia al montero, el cual así lo fajaba con sus poderosas manos como si fuese un niño. Pusieron nuestros dos amigos a cada uno de los alcaides un palo del hogar atravesado en la boca y sujeto con cordel que preparado llevaban, a manera de mordaza, y atáronlos en seguida fuertemente de pies y manos a sus mismas poltronas, dejándolos conforme se hallaban colocados, es decir, uno enfrente de otro, con la mesa en medio y sus copas delante. Era cosa de ver la figura que hacían, sin poderse mover ni remover, ambos con la boca abierta, y mirándose con ojos aún más abiertos, sin acabar de comprender si estaban encantados por el moro del castillo o si habrían dado hospedaje a dos diablos del otro mundo que venían a castigar su descompuesta vida.

Hecho esto por nuestros dos reverendos, y apoderados ya del manojo de llaves que pendía del cinto de Ferrus, fue su primer cuidado recapacitar lo que acababan de oír al ebrio alcaide.

Parecía por el misterio de sus palabras que la torre era el lugar del castillo destinado al prisionero. Estaban en ella, pero era indispensable hallar una subida, y si había dos, aquélla en que estuviesen menos expuestos a ser notados o a encontrar importunas centinelas. En punto a esto convinieron que era preciso ponerse en manos de Dios, que veía sus intenciones y no dejaría de favorecerlas, y echáronse a buscar una subida, que no tardaron en encontrar. Probando llaves lograron abrir una puerta encubierta detrás del hogar por un tapiz viejo; empujáronla, y una escalera oscura les probó que habían dado con lo que necesitaban. Armado cada uno de un agudo venablo, y llevando en la mano izquierda Hernando, que iba delante, una linterna sorda de metal, diéronse a subir con la mayor confianza en Dios, donde los dejaremos, ora trepando escaleras, ora recorriendo largas y oscuras galerías, ora, en fin, probando llaves en cada puerta que encontraban, todo con el mayor silencio por no dar la alarma en el castillo.

Hallábase colocado el cuarto, donde se divisaba la misteriosa luz desde los alrededores de la fortaleza, en el extremo de una galería, y como quiera que las puertas fuesen todas de la mayor seguridad, no se creía prudente establecer centinelas demasiado inmediatas. Al único que hacia aquella parte se ponía, preveníasele de antemano que no se separase del extremo de la galería más distante de la prisión. El que se hallaba a la sazón en aquel punto era un mancebo profundamente ignorante acerca de las circunstancias de los presos que parecían custodiarse con tanto interés en la fortaleza, pero que había oído hablar lo bastante del encantamiento del castillo y de la voz nocturna, para no tenerlas todas consigo en aquella incómoda facción.

—Por Santiago —decía, apoyándose en su partesana— que no entré yo al servicio del señor conde para habérmelas con brujas y hechiceras; este instrumento, que bastaría para matar millones de moros, unos después de otros se entiende, acaso no sería suficiente a hacer un ligero rasguño en la mano del moro que fundó este maldito castillo. Dicen que la señal de la cruz es grande arma contra las artes del demonio, añadía en otro paseo de los que daba, sin apartarse mucho de su puesto como el que tiene miedo o frío; y siendo esto cierto, ¿cómo es que hay cristianos hechizados? Cuerpo de Cristo, si me hechizasen, tengo para mí que lo que más había de sentir había de ser aquello del no comer y del no dormir, ¡voto va!

En estas y otras reflexiones cogió entretenido al mancebo cierto profundo gemido que salió al extremo opuesto de la galería.

—¡Santa María! —exclamó, dando diente con diente, el faccionario—. Asunto concluido. ¿Si será la mora que viene a pedirme su esposo, según dicen las gentes que lo pide todas las noches a los ecos? Sin embargo, no soy eco —añadió lastimeramente como si quisiese conjurar el encanto con esta lógica observación.

Otro gemido más prolongado resonó de allí a poco, y el ruido de una cadena arrastrada por el suelo hasta el infinito en el oído del infeliz.

—¡Santo Dios! —decía el soldado, y persignábase tan de prisa como si fuese la última vez que había de persignarse en su vida, sin apartar los ojos del punto de donde él se figuraba que salía el ruido.

En esto estaba, a la orilla de la escalera, y vuelto de espaldas a ella, cuando dos manos de hierro, apoderándose de sus piernas, le levantaron en alto.

—¡Perdón, señora Zelindaja, perdón! —clamó con voz medio ahogada el miserable, y pasando por encima de la cabeza de un padre francisco, a quien no tuvo siquiera tiempo de observar, cayó rodando de espaldas por la escalera, hasta una puerta que habían cerrado tras sí nuestros aventureros, donde quedó casi exánime y sin sentido.

—¿Hay más? —dijo Peransúrez mirando a todas partes.

—No —repuso Hernando—; aquélla debe ser su prisión: ¿no oís una cadena?

—Él es; apresurémonos. —Sacando en seguida el manojo y llegando a la puerta, comenzaron a probar llaves en la cerradura. Abrió, por fin, una de las más gruesas y entrambos se precipitaron dentro de la prisión, igualmente impacientes de dar libertad al encadenado doncel.

Una lámpara mortecina lucía siniestramente sobre un pedestal.

—¡Basta, crueles, basta ya! —exclamó una voz penetrante, arrojándose a sus pies al mismo tiempo, con todo el desorden del dolor y de la desesperación, una figura cadavérica vestida de negras ropas.

Difícil fuera pintar el asombro de nuestros dos reverendos al ver venir sobre ellos aquella extraña sombra, que no era otra cosa lo que a su vista se ofrecía, y el sobrecogimiento de la víctima luego que paró la atención en sus nuevos huéspedes, de tan distinta especie que los dos hombres que hasta entonces habían solido visitar su encierro para traerla el alimento.

—Religiosos, santo Dios, religiosos —exclamó ésta—. Habéis oído, Señor, por fin mis oraciones, y el bárbaro me envía estos emisarios de vuestra palabra divina para auxiliarme en los últimos momentos de esta vida miserable. Lo acepto, Señor, lo acepto.

Un mar de lágrimas corrió de los ojos hundidos de la encarcelada, que abrazaba con religioso fervor el hábito de Hernando; éste, inmóvil en su puesto, no sabía qué interpretación dar a aquella horrible escena. Todo el valor de Peransúrez le había abandonado; creíase, efectivamente, delante de la encantada mora, y estaba ya a dos líneas de maldecir en su corazón su osadía y su malhadada incredulidad.

Repuesto algún tanto Hernando de su primera sorpresa, hízose atrás cuanto pudo, desviando su hábito del contacto de la infeliz. Ésta, levantando entonces la cabeza, y sacudiendo sobre los hombros una larga cabellera, único resto de su antigua hermosura, quedó mirando largo rato a nuestros amigos sin atreverse a proferir una palabra.

—Quien quiera que seáis —dijo por fin animándose Hernando y descubriendo su rostro—, ser de este mundo o del otro, mora o cristiana, hablad: ¿qué nos queréis?

—Hernando, ¿sois vos? —exclamó la víctima levantándose, después de haber mirado largo rato con la mayor duda y agitación al montero espantado—. ¡Ah! No —continuó—. ¡Hernando era montero! —y volvió a quedar en el mismo estupor.

No pudo menos Hernando, al oírse nombrar por la fantasma como un antiguo conocido, de fijar más en ella la atención, y agarrando con una mano a Peransúrez, que a su derecha y un poco detrás de él estaba:

—¡Cielos! —exclamó sin apartar los ojos de la figura negra—. Dejadme: ¿sería posible?

—¡Ah! conocedme, sí —gritó levantándose y asiendo la lámpara la infeliz—, conocedme, si me habéis visto alguna vez; he aquí en mi rostro los efectos de su barbarie; no soy la misma ya; no soy hermosa… El llanto, el dolor me han afectado. Miradme bien, miradme —prosiguió acercando la luz a su semblante.

—¡Ella, ella es! Peransúrez, salvémonos —gritó Hernando retrocediendo.

—¿Adónde? No; ¿adónde? Deteneos. Yo saldré también con vosotros.

—¡Vivís aún, señora! —exclamó Hernando al sentirse detenido por la víctima—, ¿vivís?

—Vivo, sí, vivo para llorar y padecer; tocadme aún si lo dudáis.

—¿Es falsa vuestra muerte? ¿Sois vos, señora?

—¿Mi muerte decís? —preguntó la desdichada—. ¿El bárbaro la ha propalado? ¡Justicia, Señor, misericordia! —añadió levantando los ojos al cielo—. Por piedad —continuó—, ¿quién sois el que tanto os parecéis al montero de don Enrique? ¿Qué os trae a esta prisión?

Hernando, sumido en el más profundo letargo, apenas reconocía debajo de aquella palidez y cadavérico aspecto a la hermosa que tantas veces había visto triunfante en el mundo de lujo y de belleza.

—¡Monstruo! —dijo por fin para sí—, ¡monstruo, monstruo abominable!

—¿Quién sois? Acabad, y ¿qué queréis? —tornó a preguntar la encerrada—. ¿Venís a prolongar mis males, a remediarlos por ventura?

—A salvaros, señora —repuso Hernando—. Conocedme, ¡voto va! El montero Hernando, señora, os ha de sacar de esta maleza.

—¿Conque no me había engañado? ¡Ah! Decidme, ¿por qué feliz azar os veo, y cómo en ese traje?

—El montero de ley, señora, no caza siempre del mismo modo; dejemos para mejor ocasión ese punto. Ved que necesitamos salir del monte. ¡Ea! Venid con nosotros.

—¿Con vosotros? ¿Adónde? ¡Ah! no me engañéis. Más fácil es que me matéis aquí. ¿Qué resistencia puedo oponeros? Si sois tan crueles como todos los que hasta ahora he visto en este castillo…

—¿Qué habláis, señora? No veníamos a salvaros; no presumíamos siquiera que vivieseis; el bárbaro que ha osado reduciros a este extremo no se ha contentado con una presa. Sin embargo, en el momento actual vuestra presencia nos hace más falta de todas suertes que un ojo avezado al cazador. Vuestra presencia va a confundir la iniquidad y a atajar acaso un torrente de sangre.

Mucho tardaron Hernando y Peransúrez en determinar a la desdichada a que los siguiese; sus preguntas exigían larguísimas explicaciones, que no podían darse en aquel momento sin comprometer la suerte de una expedición tan incierta y azarosa ya por sí… A poder de ruegos, en fin, y de observaciones, logróse de ella que dejase el satisfacer sus dudas para mejor ocasión; el tiempo urgía; nuestros dos reverendos habían pasado ya gran parte de la noche en dar con la prisión, y después de tantos afanes, faltábales aún desempeñar la misión que en tal peligro les había puesto.

Resolvióse unánimemente que Hernando se despojaría del hábito que sobre su traje traía, y que lo vestiría lo mejor que pudiese la recién libre cautiva, porque si bien su estatura era muy diversa, también era de advertir que habían entrado de noche, que iban a salir al rayar el alba, y que probablemente no estarían a su salida de facción los mismos que lo habían estado a su entrada. Dos frailes habían entrado, dos frailes salían; nada había que decir, si durante la noche no se descubría su acción, cosa difícil, pues habían quedado cerrados por dentro y amordazados Ferrus y Rui Pero. A la salida ningún obstáculo podrían encontrar dos frailes, pues durante la cena se había dado la orden de abrirles el rastrillo en cuanto se dejasen ver a la puerta al amanecer.

Cortó, pues, Hernando el hábito con su cuchillo de monte y dejóle más adaptado a la estatura de la hermosa. Hecho lo cual, trataron de buscar, por la parte que no habían recorrido aún, la prisión del doncel, dejando para después de encontrarla el determinar la forma de sacarle y salir el mismo Hernando del castillo, cosa que a éste le parecía sencillísima, pues todo se lo parecía cuando era hecho en obsequio de su señor y cuando tenía en la mano su venablo y al lado su fiel Bravonel, el cual los seguía silenciosamente toda la noche, como si estuviera penetrado de lo mucho que convenía el sigilo en aquella peligrosa tentativa.