Existe a cinco leguas de Jaén una población pequeña ahora, y pequeña en los tiempos a que se refiere nuestra narración, que tiene por nombre Arjonilla, ora por haber sido fundación de algunos habitantes salidos de Arjona, ora por su inmediación a ésta o por las relaciones que con ella pudo tener en lo antiguo. Pertenecía esta villa al maestrazgo de Calatrava, y era una de las primeras que se habían declarado por don Enrique de Villena, a causa de la influencia que le daban a éste en aquel punto varias posesiones que en su territorio tenía. En el siglo XV presentaba el aspecto que aún en el día suelen presentar muchos pueblos de nuestra patria. Algunas casas que, mas que viviendas de hombres, parecían cuevas de animales, esparcidas aquí y allí, formaban irregulares callejones. No era, sin embargo, tan pequeña su importancia que tuviesen que acudir sus habitantes a algún pueblo vecino de mayor cuantía para cumplir con sus deberes espirituales. Poseía una iglesia parroquial, no muy grande en verdad, pero que no dejaba por eso de bastar para su reducido vecindario, y que se hallaba bajo la protección y advocación de Santa Catalina. En el día será todo lo más si puede traslucirse su antigua grandeza en los restos míseros que la constituyen en la humilde jerarquía de ermita; pero en el reinado de Enrique III, nos dice Jimena en sus anales eclesiásticos de Jaén, no sólo era la iglesia parroquial, sino que era una obra moderna que no tenía más fecha que los años que hacía que había sido reconquistado aquel país a los moros.

A cosa de un cuarto de legua del pueblo, rivalizaba en grandeza con la iglesia parroquial un castillo sombrío y viejo, que si no era de los más fuertes y afamados de Castilla, no dejaba por eso de ser sólido y una de las posiciones militares más ventajosas de la comarca. Edificado como todos los de aquel tiempo en una eminencia, mejor diremos, en la punta de una peña, podía servir de reducto a un tercio militar en retirada o de baluarte a un destacamento avanzado de un ejército invasor. Tenía su doble muralla almenada, torres, foso, su contrafoso, puente levadizo, en una palabra, cuanto hacía necesario en semejantes edificios la táctica militar de ataque y defensa de aquella época belicosa y de perpetuo temor y desconfianza. Crecía la hierba tranquilamente en derredor de las almenas, prueba evidente de que hacía mucho tiempo que no oponían obstáculos las artes de la guerra a su abundante vegetación. Un largo litigio que sobre la pertenencia de tal castillo había sostenido contra la Corona de Castilla la Orden de Calatrava, había sido ocasión de hallarse inhabitado algunos años, y se habían adherido a él, como en aquellos tiempos de ignorancia solía frecuentemente suceder, mil vagas tradiciones, mil supersticiones fabulosas, que habían consolidado algunos malhechores, cobijándose en él secretamente y haciéndole cuartel general y centro de sus operaciones. Era fama por el país que, en tiempos anteriores, un moro, mago si jamás los hubo, había sido fundador del castillo, cuya construcción se perdía en los tiempos remotos de la conquista y reconquista; opinión a que no daba poco realce el color negruzco de la piedra y el aspecto todo venerable y misterioso de sus antiquísimas murallas. El mago había construido el castillo, según la más recibida opinión, para satisfacción de odios y rencores propios suyos; en él había atormentado durante su vida a muchas hermosas doncellas que no habían querido rendirse a sus brutales deseos, pues todas las tradiciones convenían en que éste había sido el flaco del moro encantador y descomunal. Añadíase a esto que no había faltado razón para ello, pues se refería de él la siguiente historia. El moro había amado en sus lucidos abriles a una mora Ramada Zelindaja, hija de un reyezuelo de Andalucía; la cual había correspondido primero a su pasión, pero le había dejado después, sin verdadero motivo, por otro y otros moros sucesivamente, con la natural facilidad y ligereza de su sexo leal y encantador. El moro, que debía de haber sido hombre de suyo sentado y poco aficionado a mudanzas, había tomado la cosa muy a mal y el desaire muy a pechos, y en vez de volver los ojos a otra Zelindaja mejor que la primera, lo cual hubiera sido determinación de hombre prudente, había jurado vengarse castigando en el sexo toda la culpa de uno de sus individuos. He aquí la causa de su odio a las mujeres; para lograr sus fines habíase dado a la magia y a la confección de bebidas y filtros amorosos. Con ellos enquillotraba a las doncellas, las cuales, al punto que apuraban a poder de engaños la pócima, así quedaban del moro enamoradas como si en el mundo no hubiera habido otro hombre, ni moro ni cristiano. Entonces entraba la parte de su venganza; entonces el pícaro moro hacíase de pencas y dejábalas llorar y suplicar, suspirar y gemir por los sus encantos, con lo cual íbanse consumiendo y acabando las enquillotradas doncellas como bujía que se apaga. Conforme las iba el bribonazo del encantador seduciendo, íbalas encerrando en el castillo, y era todo su placer, cuando veía a una ya tan madura y encaprichada de él como juzgaba necesario, hacerla testigo de los enamorados motetes y de las apasionadas caricias que a otra fingía, usando después con ésta y con todas las sucesivas de igual odioso manejo. Mesábanse los cabellos las infelices y decíanse injurias y ternezas; pero el moro había aprendido tan bien de su Zelindaja, que hacía oídos de mercader, y no parecía sino que había nacido hembra y mora más bien que varón y moro. Todo lo más que solía decirlas cuando las veía presas en las redes de su pérfido amor era contestarlas como le había contestado a él Zelindaja:

—El honor —les decía— no lo consiente.

—Cede, bien mío —replicaban ellas.

—Imposible —reponía él con grave remilgamiento y afectado pudor y compostura—. ¡Mi honor es lo primero!

—¿Y los juramentos, ingrato, y las promesas, falso? —solían responderle.

—¿Yo juré nunca, prometí yo acaso? —añadía el moro haciendo el olvidadizo.

—¿Y los placeres que gozamos?

—¡Insolente, qué osadía! ¿Cuándo, en dónde?

—Ved que mi muerte, moro mío, será obra de tu rigor —acababan ellas.

—Podéis hacer lo que gustéis —concluía entonces el redomado moro cogiendo un abanico e imitando con él y con el desvío de sus ojos el antiguo sistema de su pérfida Zelindaja. Con lo cual tenía a las perdidas doncellas en un infierno perpetuo, muy parecido al que pasan voluntariamente en esta vida los incautos que dan en creerse de palabras y juramentos, de prendas, en fin, y de ternezas de moras pérfidas y veleidosas.

No había parado aquí el rencor del bribón del encantador. Efectivamente, incompleta hubiera sido su venganza si no hubiese caído en sus lazos la misma Zelindaja. Tuvo modo el mágico de engañar a una de sus doncellas, la cual le hizo beber, no se sabe a punto fijo con qué sutil arbitrio, una buena pieza del filtro ponzoñoso; no bien se le hubo echado a pechos Zelindaja, cuando sintió renovarse en sus venas el fuego antiguo en que había ardido por el moro; desde entonces no perdonó medio alguno de anudar de nuevo sus rotas relaciones. Hízolo tan bien el vengativo, que la obligó a que se decidiese a venir a hacer vida común con él a su castillo, donde decía les esperaban delicias sin fin y una vida entera de amor y fidelidad. Cayó en el lazo la incauta cuanto enamorada Zelindaja; pero no bien hubo pasado el rastrillo de la encantada fortaleza, cuando llamándose andana el astuto moro, dio dos zapatetas en el aire, como potro que sale, roto el freno, a gozar al campo de la conquistada libertad, sacudió el amor y comenzó a dar tal cual lección de sufrimiento a la desvanecida hermosa, quien aprendió entonces lo que habrían sufrido sus amantes. Lloraba ella y gemía, y volvía siempre al moro, pero decía él:

—¡Ay, mora mía, es tarde!

—¡Ay, moro! —le decía Zelindaja.

—Es tarde, ¡ay!, es tarde —contestaba el moro, afectando dolor y sentimiento.

Tal era la explicación que se daba a un gran rótulo, labrado en la misma piedra sobre la puerta principal del interior del castillo, que decía efectivamente en letras gordas arábigas y en árabe dialecto: es tarde.

—No había querido el moro que Zelindaja muriese como las demás a poder de sus desprecios; había decidido, por el contrario, que Zelindaja viviese más que todas, y que a su muerte, la cual él no podía evitar que sucediese algún día, quedase a lo menos su sombra recorriendo perpetuamente los claustros y galerías del castillo, pidiendo a las piedras la felicidad que tanta falta le había hecho en vida, y a los ecos su esposo, como llamaba en su delirio al rencoroso moro.

De aquí la tradición misteriosa de que se oía en el castillo, sobre todo en las crudas noches de invierno, o en épocas de tormentas, una voz de mujer que pedía a los elementos todos su esposo, y no faltaba quien añadía haber visto con sus propios ojos, que habían de comer la tierra por más señas, una sombra blanca, recorriendo, toda pálida y desmelenada, con una antorcha en la mano, las altas bóvedas, como quien busca efectivamente alguna cosa que no encuentra.

Excusado es, pues, decir que no tendría el castillo muchos aficionados, porque era común opinión que el que llegaba a poner el pie en él, hallándose enamorado, ya nunca había de oír más consuelo ni esperanza amorosa que aquel fatal es tarde, que a la fundación y suerte del castillo presidía.

Era igualmente aborrecido el moro y maldecidos su nombre y su memoria en la comarca, porque no había amante desairado que no creyese deberle aquel singular favor a la influencia que ejercía todavía en muchas leguas a la redonda aun después de su muerte. No había padre que no creyese deberle la palidez de su hija, esposo que no imaginase obra suya el despego de su esposa, y zagal enamorado que no le pidiese más de una vez, en sus secretas oraciones, la revocación de la terrible suerte que había dejado en herencia al país en que había vivido.

Nosotros, sin embargo, habremos de abogar por el moro, en primer lugar porque no creemos que tenga en el día influencia alguna el tal mago sobre nuestras mujeres, y, sin embargo, ni dejan de estar pálidas las incautas jovencillas, ni dejan de dar su amor a todos los diablos los enamorados zagales, ni se ha acabado el despego entre los esposos, ni deja de suceder con las Zelindajas de que se compone el bello sexo, lo que con los hilos de las sábanas de angeo de la venta de Puerto Lápice, de los cuales decía Cide Hamete, que si se quisieran contar no se perdería uno solo de la cuenta.

Si no tenía efectivamente otro delito el moro que engañar a sus amantes, enamorar primero para despreciar después, y variar de amor como de camisa, mal haya si encontramos por qué reconvenirle, en unos tiempos, sobre todo, en que cualquier mujer no necesitaba ser muy mora, ni muy hechicera por cierto, para hacer otro tanto cada y cuando le ocurre, que suele ocurrirles siempre. Somos demasiado defensores y amigos del bello sexo para hacer por ello inculpación alguna al inocente moro.

Enfrente del castillo, pero a más que respetable distancia, se veía el tercer edificio notable, la tercera maravilla de Arjonilla. Era ésta una casa no muy grande, comparada con la más pequeña de las que adornan en el día la capital de todas las Españas posibles, pero verdaderamente regia, puesta en parangón con la más espaciosa de Arjonilla.

Una anchísima puerta, cuyo dintel presentaba al espectador la huella antigua y honda de la rueda, y un espacioso corral, mitad con cobertizo, mitad con el cielo por techo, hubieran indicado al caminante muy suficientemente que aquélla era la posada, o parador, o venta, o como se quiera, de la importante villa por donde transitaba, aun sin necesidad de reparar en un empolvado ramo que de una reja baja salía, inclinando sus secas y marchitadas hojas sobre el camino.

Entrábase dentro del tal ventorrillo, y siguiendo un callejón, en el cual servía la oscuridad de encubrir la poca limpieza, se llegaba a una cuadra, pasábase de ésta a otra peor que la primera, y de allí a la gloria, como suele comúnmente decirse, es decir, a la cocina, pieza principal de la casa. Un mal hogar, coronado de una alta y piramidal chimenea, era todo el mueblaje, si se exceptúan dos fementidas mesas, digámoslo así, que comparáramos de buena gana, en lo largas y estrechas, con el alma de un vizcaíno, si nosotros hubiéramos visto alguna; estaban clavadas y arraigadas casi ya en el suelo, como todas las cosas malas en el país. Dos bancos, remedos asaz perfectos en su instabilidad de las cosas de esta vida, y que en lo poco firmes más que bancos parecían mujeres, tenían cogida en medio a cada mesa, y hacía cada mesa con sus dos bancos la misma figura precisamente que haría un galgo grande entre dos galgos chicos. La superficie de cada mesa era tan desigual como la superficie del mar en un día de tormenta; se tambaleaba, además, y cedía al menor impulso con la misma flexibilidad que un periódico ministerial del día. La construcción de los bancos era un tanto cuanto picaresca y maliciosa, porque cuando se sentaba una persona sola en una extremidad, levantábase la otra irritada de la presión, como si fuera a hablar con su huésped, y era preciso sujetar al rebelde si no quería dar consigo en tierra el recién sentado, cualidad en que parecía cada banco una balanza.

La llama del hogar, oscilante y tan indecisa como un Gobierno del justo medio, alumbraba a relámpagos los barbados rostros de unos cuantos arrieros y trajineros que secaban en la brasa sus húmedas alpargatas, o disponían su cena en ollas y sartenes, asaineteando su rústica conversación con más votos y por vidas que palabras.

Pero como no podía bastar el resplandor intermitente de la leña para iluminar debidamente a los que ya en las mesas cenaban, el inteligente dueño del establecimiento, lleno de previsión, había provisto a esta necesidad con un magnífico candil, cuya materia no era fácil adivinar al través del hollín y grasa que le enmascaraban, el cual daba de sí más aceite que luz. Pendíase unas veces de la misma pared, asegurando su gancho en un agujero practicado sencillamente al efecto, colgábase otras en una cuerdecita embreada de manchas de moscas; en el segundo caso columpiábase el luminar aquel de la noche de tal suerte, que de buena gana le hubiera comparado un poeta del siglo XVI con el aura meciéndose blandamente en las ondeantes hebras de oro de Belisa, de Filis o de otra cualquiera no menos bella inspiradora. Había además en la misma cocina, y como si dijéramos ocupando el estrado y sirviendo de diván, un corpulento arcón que así era de paja como de cebada, y adonde acudía no pocas veces el mozo de la posada, con detrimento notable de las ropas de los concurrentes, a los cuales no podía favorecer gran cosa el polvillo que, al cerner la cebada, del honrado harnero se desprendía. En días de viento tenía la cocina la singular ventaja de parecerse al Olimpo, mansión de los dioses, en las densas y misteriosas nubes que formaba el humo oprimido y rechazado en el cañón de la chimenea por las corrientes de aire que en la región atmosférica discurrían.

Cenaban a un lado dos paisanos que parecían, si no del pueblo, por lo menos de la tierra, y a otra parte solo, enteramente solo, un individuo muy conocido nuestro y de nuestros lectores, a quien parecía dedicar mil atenciones el dueño de la posada. Servíale primeramente en persona, mientras que servía a los demás, o no los servía, una robusta Maritornes, que nada tenía que envidiar a la de Cervantes si no es la pluma de su historiador y cronista. En segundo lugar quitábase la montera cada vez que aquél le dirigía la palabra, lo cual hacía éste siempre, preciso es decirlo todo, con aire imperioso y hablando como superior a inferior. En tercer lugar reíase a la menor palabra que decía el forastero. Y en cuarto le había sacado de las provisiones reservadas de su hostelería unas aceitunas algo aventajadas, y cierto vino, no precisamente puro, pero en fin, del que tenía menos agua en su bodega.

El forastero cenaba más bien como un gañán que como un señor; pero, fuera de esto, era preciso confesar que entre todos los que formaban aquella escogida reunión no había nadie que tuviese un exterior tan cortesano, ni que más se apartase del tipo primordial del hombre de la Naturaleza, al cual estaban demasiado cerca, en honor de la verdad, aquellos sencillos arjonillanos. De todo el comportamiento del huésped para con el forastero no era preciso ser un lince para inferir que éste era hombre que disponía de más que de medianas facultades, y que aquél se prometía una lucida paga de sus esmeradas y particulares atenciones.

—Traedme más vino —dijo el forastero apurando la primera vasija que a su derecha había puesto el posadero.

—Como gustéis —dijo éste riéndose, y no tardó un minuto en estar servido el huésped—. No se bebe mejor, señor caballero —dijo aquél—, en toda la tierra.

—El pan es el que es malo —dijo el viajero.

—¡Ah, sí, señor, como gustéis, muy malo! —repuso riéndose obsequiosamente el hostelero—. ¡Ya veis! —añadió acercándose al oído—. Esta semana no se ha cocido en casa todavía, y ha cargado tanta gente que he tenido que recurrir a un vecino…

—Bien, basta —dijo con tono imperante el huésped.

—¡Eh! ¡eh! como gustéis —repuso el hostalero.

—Parece que el tiempo está bueno —dijo de allí a un rato el que cenaba.

—¡Ah! ¡ah! sí, como gustéis, señor caballero —respondió con sonrisa agradable el amo.

—¿Tenéis mucha familia?

—¡Eh! sí, ¡eh! como gustéis, señor caballero; como gustéis —dijo el flexible.

—El hombre es categórico —dijo para sí el preguntón—; no gusta por lo visto de quimeras ni de indisponerse con nadie —y volvió a sepultarse en su distraído cuanto importante y misterioso silencio.

—¿Y vendrá el señor huésped por mucho tiempo? —se atrevió a preguntar el hostelero de allí a un momento, viendo que había caído la conversación y creyendo hacer un obsequio a su huésped en renovarla.

—Como gustéis —le contestó secamente el forastero encargándose a su vez de que no se diese de baja en el diálogo la muletilla del ventero.

—Ya lo creo —repuso el amo—. Vuestra señoría fue de los que llegaron ayer… —prosiguió luchando entre el temor de parecer demasiado preguntón e indiscreto y la curiosidad natural de su oficio—; de los que… es decir, de la casa del señor maestre de Calatrava.

—Como gustéis —respondió más secamente nuestro hombre, levantándose y soltando en la mesa con desenfado una moneda de oro—. Esta noche dormiré aquí. Me haréis disponer la cama.

—Como gustéis, señor; pero cama, eso no habrá, porque vuesa merced…

—¿No habrá, bellaco? ¿Cómo diablo tengo de gustar entonces?…

—Como gustéis, señor caballero; pero es decir que vuesa merced sabe que en estas casas…

—En estas casas… ¡Voto va! Queréis cenar, y os dicen: Se guisará lo que traigáis de vuestro repuesto. ¿Queréis dormir? Traeréis cama. ¿Qué hay, pues, posadero, que Dios maldiga, en una posada?

—Lo que gustéis, señor, lo que gustéis… No siendo cosa de comer, ni de cama, ni cuarto, ni…

—¡Ni diablos que te lleven!

—Como gustéis, señor, ¡eh! ¡eh! —repuso el hostalero sopesando en la mano la moneda de oro—. Lo más, señor caballero, que puedo hacer por vos si urge…

—¿No me ha de urgir, pícaro?… Mañana por cierto no dormiré aquí; pero en el castillo parece que están tan provistos como si fuera una posada. No esperaban a nadie, y hasta mañana… Vamos, hablad: ¿no veis que escucho? ¡Voto va!

—Como gustéis…, podéis dormir en la cama de mi mujer…

—¡Por Santiago! Hereje… ¿es tu mujer esa vieja?

—Es decir, señor, que la cama de mi mujer es la misma que la mía; llámola así porque la trajo ella en dote, y gusto de dar a cada uno lo que es suyo.

—¡Ah!, de ese modo… porque de otro…

—Como gustéis, y nosotros dormiremos como podamos.

—Ea, pues, guiad, que he menester madrugar, y voto va que estoy cansado.

—Como gustéis, señor caballero. Señores, con perdón de ustedes —añadió el hostalero echando mano del candil que alumbraba a los que cenaban en la otra mesa y atizándole con los dedos—. Bien pueden vuesas mercedes cenar a oscuras, porque hoy no hay más que un candil en la casa, contando con éste.

Dicho esto, echó a andar delante del viajero con su risita y su natural sumisión, cuidándose poco de lo que quedaban diciendo las gentes de baja ralea que hospedaba aquella noche en su casa y a quienes con tan poco comedimiento había devuelto al caos y a las tinieblas de que el Hacedor supremo los había sacado al criarlos.

—¿Habéis visto, Peransúrez? —dijo al otro uno de los que cenaban.

—He visto, he visto —repuso su comensal—; y pluguiera al cielo que siguiera viendo.

—Decís bien, porque el bueno de Nuño, atraído sin duda por el color de oro del pelo ensortijado del forastero, nos ha dejado ¡vive Dios! como solemos quedarnos al fin de los sermones de nuestro buen párroco, es decir, a oscuras.

—¿Y sabéis quién sea el forastero?

—Nadie nos lo podrá decir mejor que el mismo Nuño, si es que él ve más claro en ese asunto que nosotros en nuestra cena.

Volvía a este tiempo Nuño, que así se llamaba el hostalero; después de restituir el candil a su primitivo lugar y de haberse excusado lo mejor que supo con sus huéspedes, comenzó a restregarse las manos con aire importante y misterioso, como de hombre que sabe raros secretos.

—Ya que habéis tenido por conveniente, señor Nuño —dijo Peransúrez—, llevarnos la luz, que supongo no nos pondréis en cuenta, ¿no nos podríais dar algunas luces, en cambio de la que nos correspondía, acerca de ese misterioso personaje que albergáis en vuestro bien alhajado establecimiento?

—Alhajado o no, señores, como gustéis, es el mejor que de esta especie se conoce, voto a Dios, en muchas leguas a la redonda. Con respecto al forastero, no acostumbro a revelar…

—Vaya, señor Nuño, eche un trago de lo bueno, y siéntese y hable, que no nos dio el Señor en su sabiduría la lengua para callar las cosas que sabemos —dijo el más arriscado—; harto trabajo tenemos con haber de callar por fuerza las que no sabemos. Ése será algún pícaro.

—¡Chitón! —dijo el hostalero apurando un vaso—. ¡Chitón!

—Dígolo porque en estos tiempos anda el dinero por las nubes y no se cogen truchas…

—Como gustéis; pero ¡Dios me libre de que se quite en mi casa la honra a nadie! Además, yo no suelo tratar de pícaro a un hombre que se ha cenado en menos de un cuarto de hora media despensa, y que paga… y que pagará…

—En hora buena, señor Nuño. ¿Y qué nuevas trae de la corte el hombre honrado que ha cenado media despensa?…

—Que a la hora ésta estará ya la corte en Otordesillas, adonde se traslada porque nos ha nacido un príncipe…

—¡Oiga! Tendremos mercedes.

—Sí, algún impuesto nuevo para sufragar a los gastos de las funciones —dijo uno de los huéspedes—. ¡Voto va! que para nosotros, pecheros…

—Como gustéis, señores; pero mirad que mi casa…

—Voto a la casa, señor Nuño, que hemos de hablar y no nos habéis de quitar la conversación como la luz. A oscuras vemos aquí más claro que todos los hosteleros encandilados y por encandilar de Castilla y Andalucía. Vaya, ¿qué más dice el forastero? Echa otro trago, que aún queda luz en nuestros bolsillos para aclarar más de un punto.

—Parece que Su Alteza ha decidido que en cuanto llegue a Otordesillas, se reúna el capítulo de Calatrava y elija maestre.

—¡Voto va! Buena estará la elección, cuando ha elegido ya Su Alteza. ¿Y a quién, señor, a quién? A un hechicero más nigromántico que el mismo moro del castillo. ¿Y qué se le ha perdido al señor pelo rojo en Arjonilla?

—Más bajo, señores —dijo el pobre hostalero, que necesitaba vivir con todo el mundo.

—Será de la pandilla que llegó ayer y que esperó fuera del pueblo a que anocheciera, sin duda por no enseñar algún punto que traería en las medias.

—Como gustéis —repuso el hostalero—. Lo cierto es que llegaron al castillo, que pertenece en el día al de Villena; que les fueron abiertas las puertas; que el maldecido alcaide que le guardaba ha cedido las llaves al señor pelo rojo, como le llamáis, y que ha venido a hospedarse aquí, dejando en el castillo a su gente. Con respecto a ese punto que decís, hay quien asegura que han traído un prisionero.

—¿Un prisionero?

—¡Chitón!

—Vendrá a hacer compañía a la mora Zelindaja, que anda pidiendo su esposo a las paredes del castillo desde el tiempo de Abderramen…

—¡Bah! —dijo el otro comensal—, ¿vos os creéis también de moros encantados?

—¡Chitón, señores, chitón! —repuso el hostalero—. Lo que yo sé deciros es que no pasaría ni una hora, después de media noche, en el castillo. Mirad: yo había oído contar a mi abuela muchas veces la historia del moro mago y de la mora Zelindaja y del letrero árabe del castillo; y lo que sé decir es que nunca le di un novén a mi abuela porque me lo contase, ni sus padres de ella le dieron una blanca porque lo creyese; lo cual digo para probar que nada se echaba ella en el bolsillo por la mayor o menor certeza del caso. Pero como al hombre le tienta el diablo muchas veces para que dude de las cosas que ve, cuanto más de las que no ve, ni ha visto, ni verá, yo me tenía mis dudas, pesia a mí. Y era cierto que hacía ya algún tiempo ni se oían ruidos de noche en el castillo, ni voz de mora, ni de cristiana, ni…

—Adelante, Nuño, adelante.

—Como gustéis; pero hace cosa de meses comenzó a decirse por el pueblo que se había oído una noche a deshora rumor de gentes que habían entrado en el castillo, las cuales gentes no se han visto salir; quién sabe si serían gentes de estas que se usan; ello es que nadie los vio. Desde entonces ha tornado el run run de las cadenas y de las voces y de los espantos nocturnos, y lo que sé decir es que yo me pasaba una noche, no hace muchas, por el castillo, porque venía de trabajar la huerta que tengo más allá: bien sabe Dios o el diablo que yo me traía conmigo todas mis dudas; era tarde ya, y oí efectivamente yo mismo una voz lamentable que decía a grandes gritos. «Esposo, esposo mío». Mirad, aún se me hiela la sangre en las venas; levanté los ojos, y en una de las ventanas más altas de la torre, de donde parecían salir las voces, se veía una luz, pero una luz pálida y blanquecina que andaba de una parte a otra, y de cuando en cuando parecía ponérsele por delante una sombra, más larga que una esperanza que no se cumple.

—¿Vos lo visteis? —dijo Peransúrez.

—¿No lo creéis? —preguntó el hostalero, más espantado de la incredulidad de su huésped que del mismo caso que refería.

—Mirad —contestó Peransúrez—, toda mi vida tuve grandes deseos de conocer a un encantado, y nunca pude ver la cara a ninguno; desde que fui monacillo, y sacristán después, de la Almudena, tengo ese pío. ¿Sois hombre, compañero, para apurar esta aventura y ver de hacer una visita a ese moro y a esa señora Zelindaja?…

—¿Qué decís? —interrumpió Nuño—. Como gustéis, pero os suplico que miréis…

—¡Quite allá, señor hostalero! ¿Qué decís vos, comensal?

—La verdad, señor Peransúrez —contestó su compañero—, que en esas materias… bueno es mirar dos veces…

—Vaya, ya veo yo que vos no servís para caballero andante y aventurero. ¡Voto va! ¡Que no tuviera yo aquí en Arjonilla a mi amigo Hernando, el montero de Su Alteza!

—¿Para qué, señor monacillo y sacristán después de la Almudena, ahora montero y guardabosques? —preguntó Nuño con aire socarrón.

—¿Para qué, voto a tal? Desde que me hicieron guarda de los montes de esta comarca por Su Alteza, no he vuelto a emprender una sola aventura de las que solíamos acometer y vencer en nuestros abriles. Con Hernando al lado, ya me curaría yo de moros y malandrines, de encantadas moras y cristianas. Yo entraría en el castillo, o quedaríamos en él entrambos encantados, o desencantaríamos con la punta de un venablo al mago y a cuantos magos nos fuesen echando a las barbas…

—¿Entrar en el castillo decís, eh?… —preguntó sonriéndose el hostalero.

—¿Y por qué no?

—Más fácil sería entrar en vida en el purgatorio, señor monacillo y sacristán, montero y guardabosques.

—Eso no, ¡voto va!, que para entrar en el castillo no he menester yo a Hernando, ni a nadie.

—¿Vos? —preguntó de nuevo el hostalero, soltando la carcajada—; aunque supierais más latín que todos los sacristanes juntos de Andalucía.

—Yo; apostemos —repuso Peransúrez, picado de la risa del amo y de sus frecuentes alusiones a su sacristanía de la Almudena.

—De buena gana —contestó Nuño.

—Una cántara de vino y media docena de embuchados de jabalí para todos los presentes —gritó Peransúrez dando una puñada en la mesa, que estuvo por ella largo rato a pique de zozobrar.

Al llegar aquella conversación acalorada del montero Peransúrez, acercáronse todos los que en el hogar estaban.

—Señores, sean vuesas mercedes testigos —clamó Peransúrez—; Nuño y yo…

—¡Peransúrez! —dijo en voz baja al oído del montero exaltado un hombre de no muy buena apariencia que había entrado no hacía mucho en el mesón, y en quien nadie había reparado, tanto por su silencio, como por hallarse el amo de la venta entretenido en la referida discusión—; ¡Peransúrez!

—¿Quién me interrumpe? —gritó Peransúrez volviéndose precipitadamente al forastero.

—Oíd —contestó éste apartándose una buena pieza de los circunstantes, que quedaron chichisveando por lo bajo acerca de la apuesta, y de la posibilidad de llevarla a cabo, y del valor de Peransúrez, y de la interrupción del recién venido—. ¿Habláis seriamente, señor Peransúrez? —dijo éste tapando todavía su rostro con su capotillo pardo.

—¿Cómo si hablo seriamente? —gritó Peransúrez.

—Más bajo, que importa. ¿Insistís en lo que habéis dicho de aquel montero vuestro amigo?

—¡Sí, insisto, voto va! Cuando yo he dicho una cosa… una vez…

—¡Bueno! ¿Queréis montear con un amigo?

—Pero ¿a qué viene?…

—Mirad… —dijo el recién llegado desembozándose parte de su cara.

—¿Qué veo? —exclamó Peransúrez—. ¿Es posible? ¿Vos?

—¡Chitón! Me importa no ser conocido.

—Dejad, pues, que cierre mi apuesta…, y esperadme…

—No; ciad en la apuesta. El buen montero ha de saber perder una pieza mediana cuando le importa alcanzar otra mayor. Si queréis entrar en el castillo y desencantar a esa mora, nos importa el silencio.

—Pero ¿y mi honor?

—¡Voto va! por el Real de Manzanares, algún día quedará bien puesto el honor de vuestro pabellón. En el ínterin ved que nos ojean, y si no nos hemos de dejar montear, bueno será que no escatimen nuestro rastro. Os espero fuera y hablaremos largo.

—En buen hora —repuso Peransúrez—. Señor Nuño —añadió volviéndose en seguida a los circunstantes—, un negocio urgente me llama. Mañana, si os parece, cerraremos la apuesta —dijo, y salió.

—¿No decía yo? —repuso triunfante Nuño—; ¿no decía yo? ¡Entrar en el castillo! ¡Entrar! Como gustéis —añadió volviéndose hacia la puerta, por donde ya había salido Peransúrez con el desconocido—, como gustéis, señor guardabosques; pero paréceme que haríais mejor en guardar vuestra lengua para contar esos propósitos a un muñeco de seis años, y vuestro valor para los raposos del monte.

Una larga carcajada de la concurrencia acogió benévolamente el chistoso destello de ingenio del triunfante posadero; en vano quiso el comensal de Peransúrez defender a su amigo citando hechos de valor y atrevimientos suyos de bulto y calibre. Quedó por entonces convencido que el que quisiera beber vino y comer embuchados no debía aguardar a que entrase Peransúrez en el castillo, cosa reputada tan imposible realmente, como entrar en vida en el purgatorio, según la feliz expresión del hostalero, que se repitió de boca en boca y que hizo reír a todos a costa del montero, que había abandonado el campo de la apuesta al enemigo, con notable descrédito de su honor y de su buena fama y reputación.