La situación de los principales personajes de nuestra historia era bien precaria. No hablemos de la infeliz condesa de Cangas, a quien no pudimos menos de abandonar a su triste suerte. Aun entre los que en el día ocupan nuestra atención había más de uno que no tenía motivos para estar contento con su estrella. Elvira, en primer lugar, llevaba continuamente clavado en el corazón el dardo que se ahondaba más mientras más esfuerzos hacía por arrancarle, y tenía no pocos motivos de inquietud y melancolía. La falta de la condesa, a quien echaba de menos entonces más que nunca, le recordaba sin cesar que tenía pendiente una acusación, en el éxito de la cual se hallaba comprometida, no sólo la vida del hombre a quien no podía menos de amar, sino la suya propia, pues era condición de tales juicios que había de morir el acusador o el acusado, si no en el combate, después de él. Elvira se hallaba libre en su cámara; pero lo debía a la buena opinión que había merecido siempre en la corte. Luego que se había dado a conocer a Abenzarsal, y éste había expuesto a Su Alteza sus circunstancias y las causas particulares que la obligaban a guardar secreto, se le había dejado en libertad bajo su palabra, con la única condición de haberse de presentar en el juicio, como acusadora, el día que Su Alteza tuviese a bien señalar, día que se retardaba ya demasiado, según lo que solía en tales casos practicarse. El vulgo de las gentes, sobre todo, que no había podido dar explicación ninguna a la acusación y circunstancias de la tapada, no sabía a qué achacar semejante tardanza, si no era a las brujerías de don Enrique de Villena. Mientras tanto, no era menos cierto que Elvira debía estar en la más cruel expectativa. La conducta de su esposo era incomprensible, al mismo tiempo, para ella; nunca le había dicho una palabra del encuentro en la cámara del astrólogo; semejante reserva, agregada a aquella tristeza misteriosa que le había dominado hasta el día en que había recibido la orden de caballería, manifestaba que tenía oculto algún proyecto, idea que no podía menos de hacerla temblar.
Hernán, por su parte, a quien saben nuestros lectores ocupado únicamente en llevar a cabo su venganza contra el doncel, no era más feliz. Había llegado a creer fijamente que Macías estaba prendado de su esposa; la pequeña escena que había pasado entre los dos en la capilla del alcázar no le podía dejar duda acerca de este particular; así pues, esperaba con impaciencia el momento de llegar a las manos entonces, que ya tenía permiso de su señor para defender su parte en el juicio de Dios. Con respecto a su esposa, debía estar seguro ya de que era la acusadora de don Enrique; pero justamente resentido de ese paso, tampoco la había hablado de este asunto, y como tan complicado con el otro que en un mismo día había él de morir, o castigar al atrevido y al objeto de su osadía, cuidábase ya poco de esto. No estaba seguro de que su esposa participase de la culpable pasión de Macías, pero eran tan vehementes sus sospechas, que ésta era la única razón por que no había temblado al considerar que o había de morir en el combate o había de morir su esposa si él vencía. Triste alternativa, por cierto, para otro a quien no hubieran tenido tan ciego los celos como al hidalgo. Entretanto trataba con la mayor dulzura a su esposa, porque creía que éste era, si había alguno, el medio de asegurar más la aclaración de sus sospechas. No viendo ella en él ninguna señal alarmante, se abandonaría más fácilmente y caería en el lazo que le tenía astutamente tendido.
Don Enrique de Villena no dejaba de estar inquieto tampoco. Cuando la fortuna se le presentaba tan favorable, cuando había conseguido romper los funestos cuanto incómodos vínculos que le unían a su esposa, cuando tenía asido ya el apetecido maestrazgo, un doncel aventurero y una dama extravagantemente heroica se habían atravesado en el camino de sus planes; si él hubiera tenido maldad suficiente, nada más fácil que haber quitado de en medio a toda costa tan importunos obstáculos como continuamente le aconsejaba el judío; pero ya hemos visto que el indeciso conde creía tener ya harta carga sobre su conciencia con la desaparición de doña María de Albornoz. El juicio de Dios le hacía temblar, no precisamente porque él estuviese convencido de que si el cielo tomaba cartas en el juego no podía estar nunca de su parte, sino porque creyendo más, como creía, en el valor de los combatientes para semejantes trances, que en la participación de la justicia divina, no podía menos de asustarle la idea de que el contrario era Macías, que pasaba con razón entre las gentes por caballero mucho más perfecto y cumplido que Hernán Pérez. Éste debía ser víctima probablemente de su temerario y generoso arrojo; y en este caso don Enrique, vencido en la persona de su campeón, tendría que recurrir a medios muy violentos, y que le repugnaban sobremanera, para conservar, no sólo el maestrazgo, sino también la vida. Hasta entonces había tenido la fortuna de retardar el señalamiento del día, pero esto no podía durar, porque la otra parte instaría, y porque la acusación había sido demasiado pública y la sentencia demasiado terminante para que pudiese sobreseerse en el asunto. ¿Habría algún medio de evitar que la parte contraria compareciese el día aplazado? Esto era lo que formaba el objeto por entonces de las maquinaciones de don Enrique de Villena, de su juglar confidente Ferrus y del astrólogo judiciario, En ese caso, tanto Elvira como Macías serían declarados infames, y reputados culpables de calumnia, y acreedores, por consiguiente, al castigo que habían reclamado en nombre de la ley contra el conde.
Macías era de todos el menos inquieto, y, sin embargo, el más desgraciado. Él debía pelear por su amada; pero el que pendiese la vida de aquélla del esfuerzo de su brazo, era para él una gloria, una fortuna inapreciable, antes que un motivo de inquietud, fuese Villena, fuese otro más valiente su contrario; y si Elvira no hubiera huido constantemente de sus miradas, si no le hubiese quitado todas las ocasiones de verla y hablarla, ¿quién como él? Pero desde la mañana en que había sido armado caballero Fernán Pérez, mañana en que había bebido tan copiosamente el veneno del amor, Macías estaba en un estado continuo de delirio y de fiebre que no le daba lugar a reflexionar que desde el punto en que el hidalgo había llegado a concebir la más leve sospecha, sólo su extremada circunspección podía excusar a la desdichada Elvira mortales sinsabores. El mísero no veía al hidalgo, no veía el mundo que le rodeaba. Ansioso de saber del astrólogo lo que le había querido decir la mañana de su presentación en la corte, después de su llegada de Calatrava, con sus misteriosas palabras, y no habiendo podido verificarlo por el funesto encuentro que en la cámara del judío tuviera, había vuelto a visitar a éste después de su curación. Abenzarsal, siguiendo el plan de enredar a los amantes en el laberinto de su pasión, aun a pesar del ciego temor del conde, pues trataba de salvar a éste mal su grado, no dudó en echar leña al mortecino fuego de, su esperanza.
—Decidme, padre mío, decidme —comenzó Macías—, ¿cuál es el sentido de vuestras fatídicas palabras? Esa corte, que me habéis anunciado siempre como un…
—Sí —le contestó Abenzarsal—; la primera vez que os vi conocí que la corte debía seros funesta.
—¿Funesta, Abenzarsal? ¿Pero a qué llamáis funesta vosotros? ¿Queréis decir que podrá acarrear mi muerte?… Porque eso, Abenzarsal, no sería lo peor que pudiera sucederme. ¿Qué causa os conduce a pensar… qué secreto mío?… Mucho me temo que esa ciencia de que os jactáis sea vana y…
—Escuchadme, joven temerario —interrumpió Abenzarsal—. Antes de soltar vuestra inexperta lengua, aprended a respetar lo que no entendéis. ¿Pensáis que puedo vivir ignorante de vuestras acciones, de vuestros deseos, de vuestros más secretos pensamientos? Decid, ¿os acordáis del día en que os dije que al anochecer encontraríais en mi cámara la satisfacción de vuestras dudas?
—Sí, sí; ¿cómo pudiera no acordarme? Sin el concurso de circunstancias que impidieron entonces una entrevista entre nosotros, ésta sería acaso excusada.
—Y bien, ¿y qué encontrasteis en mi cámara?
—¡Cielos! ¿Qué encontré? ¿Sería?…
—Joven incrédulo, ¿no encontrasteis el verdadero astrólogo que buscabais? ¿Quién os podía dar razón más satisfactoria de lo que intentabais preguntarme?
—Lo sabe todo, lo sabe todo —dijo para sí Macías—. ¡Ah! tu ciencia es cierta. Yo nunca dije a nadie una palabra. Abenzarsal, tomad ese oro; es cuanto traigo; satisfaced ahora a mis preguntas. ¿Me ama, adivino, me ama? ¡Calláis, santo Dios! ¡Oh! ¡Bien me lo temía!
—¿Y qué hicisteis que no se lo preguntasteis? ¿A qué preguntarme a mí lo que ella debe saber mejor que yo?
—Viejo artificioso, ¿os burláis de mi dolor? ¿No habéis conocido nunca una mujer? ¿Encontraréis una jamás que haya respondido sí, no, a vuestras inconsideradas preguntas? ¿No sabéis que la ficción y el silencio son el arte de las mujeres?
—Harto lo sé; estas canas de que veis cubierta mi cabeza no nacen impunemente.
—Y bien, si tanto sabéis, respondedme: ¿me ama o me desprecia? ¿Son sus miradas las peligrosas redes que las mujeres desvanecidas suelen tender a mil amantes, que tal vez aborrecen, o son las de una hermosa incapaz de engaño y de artificio? ¿Son sus ojos solos, o es su corazón también el que me mira? ¿Es buena o es mala? ¿Quién pudo conocer jamás a una mujer? ¿Soy su juguete, por ventura, soy sólo su trofeo, o soy, Abenzarsal, su vencedor? ¡Ah! cuanto poseo es vuestro. ¡Si me ama, decídmelo! Entonces la Corte no puede serme nunca funesta, porque aun muriendo, si muero amado, seré dichoso. Si no me ama, callad. Yo he oído decir que conocéis los hechiceros mil medios que inspiran el amor. Enloquecedla, Abenzarsal, haced vos lo que debiera mi mérito haber hecho; ámeme ella, y sea como quiera. ¿Qué condiciones son precisas? ¿Cuál es el premio de vuestro trabajo?… ¡Oh, Elvira, Elvira, cuánto me cuestas! ¿Necesitáis mi cuerpo, mi sangre? He aquí, herid y consultad mis venas… ¿Necesitáis mi alma? ¡Maldición, maldición! Haced que me adore, Abenzarsal, y tomadla bien. ¡Que me ame! ¡Que me adore, y todo lo demás después!
—Moderaos, joven arrebatado. ¿Qué motivos tenéis para tanta desesperación? ¿No arde siquiera en vuestro corazón una chispa de esperanza?
—¿Y cuándo muere la esperanza en el corazón del hombre? Yo la he visto mil veces; sus ojos me miraban y se detenían sobre los míos, como se detienen los de una amante sobre los de su querido. Cuando se encuentran nuestros ojos no hay fuerza que los desvíe. Nuestras almas se cruzan por ellos, se hablan, se entienden, se refunden una en otra. Pero ¡ah!, Abenzarsal, que huyen a veces, y su rostro airado…
—¿Airado habéis dicho? ¿Y qué más fortuna pedís? Cuando huyen sus ojos de los vuestros, entonces es cuando más os ama; entonces, doncel, os teme.
—¿Qué decís?
—No huye la indiferencia, ni se enoja. ¿Y nunca la habéis hablado?
—¡Ah! por mi desgracia una vez…
—¡Por vuestra desgracia! ¿Le dijisteis?…
—Menos de lo que siento, pero le dije…
—¿Y respondió?
—Mas ¡cómo respondió!
—¿Os respondió que no, que la ofendíais… que huyeseis… que?…
—¡Abenzarsal!
—¿De qué, pues, os quejáis? ¿Queríais, mozo inexperto y precipitado, que una mujer virtuosa, una mujer que debe a su esposo?…
—¡Abenzarsal! —gritó furioso Macías.
—Y bien. ¿Queréis que me ría en vuestra cara de esa locura? ¿No os enojáis ahora porque?… Yo creí que teníais muy sabido…
—Sí, sabido, sí; pero ¡ay del que se complazca en repetírmelo!
—En buen hora. ¿Queríais que esa mujer, cuyas perfecciones adoráis?…
—Entiendo, entiendo.
—Sed más confiado, señor, y menos impaciente. Vos mismo la hubierais apreciado en menos, y esto las mujeres lo saben. Quieren ser premio de la victoria, pero de una victoria reñida, porque cuando son vencidas, doncel, ellas mismas hallan disculpa a su flaqueza, disculpa que no encontrarían si no se defendiesen. Las menos virtuosas, Macías, quieren parecerlo hasta a sus propios ojos. ¿Qué sera, pues, las que realmente lo son?
—Sí, pero no confundáis a Elvira con…
—En buen hora, doncel. Si os habéis prendado de un ángel, id a consultar ángeles; yo sólo conozco el corazón humano.
—Judío, ¿y qué me aconsejáis?
—¿Necesitáis consejos después de lo que os he dicho?
—¿Es posible? Ah, padre mío, no me hagáis entrever la felicidad para arrancármela después más amargamente de entre las manos. Si mi constelación…
—Las constelaciones, doncel, mandan que tengamos frío en el invierno, y, sin embargo, si os sumergís en un baño de agua caliente en el corazón de enero, ¿no hubierais de sudar?
—¡Cierto!
—Andad, pues, y venced, si podéis, vuestra constelación. Ella se os anunció funesta. Hacedla vos venturosa.
—Explicaos más claro, padre mío… ved que…
—Doncel, os he dado cuantas explicaciones puedo daros. Recapitulad mis palabras y partid. Sólo os añadiré, y ved que no os hablo más en el asunto, que para vencer es fuerza pelear, por más que muchos que pelean no venzan. Vuestra constelación es funesta; en vuestra mano está, sin embargo, vencerla. Confianza y audacia. Adiós.
—¡Confianza y audacia! —salió diciendo Macías—; ¡santo Dios! ¿Serás mía? ¿Será mía alguna vez? —dos lágrimas, hijas de la terrible emoción y de la alegría que henchía su corazón, surcaron sus encendidas mejillas. Desde entonces el audaz mancebo revolvió en su cabeza cuantos medios podían ocurrírsele para tener una entrevista con Elvira; desde entonces no vio más que a Elvira en el mundo, y desde entonces pudiera haber conocido, quien hubiera leído en su corazón, que Elvira o la muerte era la única alternativa que a tan frenética pasión quedaba.