Cosa indudable es que don Enrique de Villena, una vez adoptadas sus ambiciosas ideas de elevación, no perdonaba medio alguno de llevarlas a cabo ni daba punto de reposo a su imaginación, buscando trazas para asegurarlas. El alto puesto que anhelaba era, sin embargo, bastante apetecible para que se le ofreciesen naturalmente en el camino de sus intrigas temibles maquinaciones de sus enemigos y poderosos contendedores. No habrá olvidado el lector tan pronto, si es que ha llegado a tomar alguna afición a los sucesos que le vamos con desaliñada pluma narrando, aquel don Luis de Guzmán, que paseaba el salón de la corte en la mañana de este mismo día, hablando con el famoso cronista Pero López de Ayala. Si no ha olvidado a aquel caballero, y si recuerda el diálogo en que se le presentamos por primera vez, tendrá presente, también, que el cronista le había designado como sucesor probable de su tío don Gonzalo de Guzmán, último maestre de Calatrava. Llamábanle, efectivamente, a este alto puesto, en primer lugar su parentesco con el difunto, su vida ejemplar e irreprensible conducta, el título de comendador de la Orden y la confianza que inspiraba a los más de los caballeros. Era generalmente querido, y en realidad más digno del maestrazgo que don Enrique de Villena, en aquella época, sobre todo, en que el valor solía suplir todas las demás cualidades; teníale don Luis en alto grado, y había dado de él repetidísimas y brillantes pruebas en las guerras de Portugal y de Granada; al paso que de don Enrique se podía sospechar fundamentalmente que no era su virtud favorita, pues nadie recordaba haberlo visto jamás en ningún trance de armas. Había probado, además, don Luis que conocía los deberes todos de buen caballero en las diversas justas y torneos en que había sido mantenedor o aventurero; sabía manejar en todas ocasiones con singular gracia un caballo, rompía una lanza con bizarría, corría parejas con extrema donosura, cogía sortijas con destreza y disparaba cañas con notable inteligencia. Don Enrique, por el contrario, empleaba todo su fuego en semejantes circunstancias en hacer una trova muy pulida y altisonante, en que cantaba las hazañas ajenas a falta de las propias. Pero era el mal que en la corte de don Enrique no habían obtenido todavía las trovas aquel grado de estima que en reinados posteriores llegaron a alcanzar; cosa en verdad que no dejaba de ser justa, si se atiende a que las trovas servían sólo para matar el fastidio momentáneamente en un banquete de damas y cortesanos, al paso que una lanza bien manejada derribaba a un enemigo; y en aquellos tiempos belicosos eran más de temer los enemigos que el fastidio.
Las intrigas de don Enrique habían impedido que este mancebo generoso supiese a debido tiempo la infausta nueva de la muerte de su tío. La primera noticia que de ella tuvo fue la que en pública corte recibió, y en el primer momento la sorpresa de no haber sido de ella avisado, circunstancia que no acertaba a explicarse a sí mismo fácilmente, y el dolor, le embargaron toda facultad de pensar y abrazar un partido prontamente. Sacóle, empero, de su letargo la elección que hizo el Rey de su pariente para suceder en el maestrazgo, e indignóle, aún más que semejante nombramiento, la bajeza con que se adelantaron varios caballeros de su Orden a proclamar casi tumultuosamente al conde. Mal podía, sin embargo, en aquella circunstancia manifestar su agravio, ni menos oponerse a la dicha de su competidor. Aunque lo hubiera intentado, hubiérale sido muy difícil pronunciar una sola palabra, porque debemos añadir a lo que de su carácter llevamos manifestado, que tenía tanto don Luis de cortesano como don Enrique de valiente. Todos sus conocimientos estaban reducidos a los de un caballero de aquellos tiempos; habíanle enseñado, en verdad, a leer y escribir, merced a la clase elevada a que pertenecía; pero cuando no tenía olvidado él mismo que poseía tan peregrinas habilidades, que era la mayor parte del tiempo, no comprendía por qué se habrían empeñado sus padres en hacerle perder algunos años en aquellos profundísimos estudios, que no le podían ayudar, decía a rescatar una espuela ni el guante de su dama en un paso honroso. ¿Qué cota, por débil que fuera, qué almete por mal templado, había cedido nunca a la lectura de un pergamino, por bien dictado que estuviese, o al rimado de una trova, por armoniosa que sonase? Despreciaba, asimismo, las galas del decir y el elegante artificio de la oratoria, porque solía repetir que él llevaba la persuasión en la punta de su lanza; y efectivamente había convencido con ella a más moros que los misioneros que iban continuamente a Granada; éstos no solían sacar otro fruto de su peregrinación cristiana que la palma del martirio, la cual podía ser muy santa y buena para su alma, pero no daba un solo súbdito a la Corona de Castilla, sino antes se lo quitaba. Bien se ve por este ligero bosquejo que era don Luis hombre positivo y que no hubiera hecho mal papel en el siglo XIX. En esta candorosa ignorancia, y en la fuerza de su brazo, consistía su popularidad, porque entonces, como ahora, se pagaba y paga la multitud de las cualidades que le son más análogas y que le es más fácil tener; en ellas tomaba su origen el carácter impetuoso y poco o nada flexible de don Luis; cuando oyó la elección que había hecho el rey Doliente, miró a una y otra parte todo asombrado, como si no pudiese ser cierta una cosa que no le agradaba, enrojecióse su rostro, cerró los puños con notable cólera e indignación, miró en seguida al Rey, miró al conde de Cangas, miró a los caballeros calatravos que le proclamaban, encogióse de hombros y sin proferir una sola palabra salióse determinadamente de la corte; acción que en otras circunstancias menos interesantes hubiera llamado extraordinariamente la atención de los circunstantes. Nadie, sin embargo, la notó, y el ofendido caballero pudo entregarse libremente al desahogo de su mal reprimida indignación. Hubiera él dado su mejor arnés y su mejor caballo por haber sabido el golpe que le esperaba en el momento aquél en que la acusadora de su rival había apostrofado a los caballeros presentes en favor de su demanda. No hubiera sido Macías entonces el que se hubiera llevado el honor de salir por la belleza; porque es de advertir que la acusación, que, como a todos, le había parecido inverosímil en el instante de oírla, comenzó a tomar en su fantasía todos los visos no sólo de verosímil, sino de probable, y hasta de cierta, desde el punto en que se vio suplantado porque era objeto de la querella. «Es evidente, dijo para sí, que don Enrique es un fementido; mientras más lo pienso, más me convenzo de su iniquidad. ¡Felonía! ¡Matar a una mujer!». Desde que hizo este raciocinio hasta el día de su muerte, don Luis de Guzmán no pudo admitir jamás suposición alguna que no fuese en apoyo de esta opinión; era evidente para él que don Enrique había matado a su esposa, y aunque la hubiera vuelto a ver de nuevo buena y sana, cosa que no sabremos decir si era fácil ya que sucediese, hubiera dudado primero de sus propios ojos que del delito de don Enrique. Así juzgan los hombres, y los hombres exaltados sobre todo.
Llegado don Luis a su casa, llamó a su escudero y le dio el encargo de convocar a los caballeros de Calatrava en quienes más confianza tenía y que no habían asistido a la corte de aquel día. Mientras que el escudero partió a desempeñar su delicada comisión, quedó don Luis paseando a lo largo de su habitación y maquinando cómo podría asir la dignidad que acababa de deslizársele entre las manos.
De allí a poco comenzaron a ir llegando los caballeros de Calatrava, llamados unos, de su propia voluntad otros, al saber la escandalosa novedad que en la Orden ocurría. Varios entre ellos tenían el mismo motivo de agravio que don Luis, es decir, que no podían alegar más causa de su enemistad a don Enrique que el haber éste conseguido lo que ellos para sí deseaban; estos tales se hubieran reunido igualmente con Villena contra don Luis si hubiera sido éste el afortunado, El amor propio ofendido y el deseo de derribar al poseedor eran su único objeto al reunirse, cosa que sucede comúnmente en los más de los conspiradores y descontentos. No sucedió, pues, en esta ocasión sino lo que suele siempre suceder en casos semejantes; pero había una circunstancia favorable para ellos esta vez, a saber: que Villena prestaba mucho campo a la oposición, de suerte que en realidad no eran sus enemigos los que tenían ventaja, sino él el desaventajado.
No tardaron mucho tiempo en hallarse reunidos en la casa posada de don Luis de Guzmán más de veinte entre caballeros y comendadores de Calatrava. Seguía paseándose en silencio el desairado candidato y solamente una seca inclinación de cabeza y un ademán más seco todavía, con que hacía seña de ofrecer asiento, marcaban de cuando en cuando la entrada de un nuevo concurrente. Al ver tan distraído y preocupado al dueño de la casa, sentábase cada cual y esperaba con humilde resignación a que tuviese por conveniente romper tan incómodo silencio; lo más a que se extendía el atrevimiento en tan solemne reunión era a preguntar, en voz imperceptible, alguno a su compañero y adlátere el objeto de aquella misteriosa asamblea. Luego que le pareció a don Luis suficiente el número de sus oyentes, soltó la rienda a su desnuda elocuencia con toda la seguridad de un hombre que está muy lejos de imaginar que puedan reprochársele las frases que usa o vituperársele los vocablos que para expresar sus ideas adopta.
—¡Por Santiago, caballeros de Calatrava —exclamo—, que hoy luce un día bien triste para nuestra Orden! Día de oprobio, día que no saldrá fácilmente de vuestra memoria. Un Rey débil, un Rey enfermo, un Rey en cuya mano estaría mejor la rueca de una dueña que la lanza de un caballero osa atropellar vuestros fueros y privilegios, y ¡voto va! que no luce bien la cruz roja en un pecho dispuesto a sufrir humillaciones. ¿Sabéis lo que es honor, caballeros de Calatrava? —se interrumpió bruscamente a sí mismo el comendador, parándose de pronto en su paseo, como hombre que ha perdido el hilo de un largo discurso que trae mal estudiado y que se decide por fin a reasumir en una sola frase enérgica y terminante todos sus cargos y argumentaciones—. ¿Sabéis lo que es honor, caballeros de Calatrava?
A la primera enunciación de este inesperado apóstrofe, dejóse percibir sordo murmullo de desaprobación en el auditorio, y poniéndose en pie uno de sus principales oyentes:
—Duda es ésa, señor don Luis de Guzmán —dijo— que cada uno de los que aquí miráis reunidos a vuestro llamamiento sabría desvanecer bien presto, a no ser vos el que la anunciáis. Ignoro los motivos que podéis tener para haber llegado a darle entrada en vuestro corazón, pero yo en mi nombre, y en el de todos los presentes, os ruego que os sirváis exponernos brevemente la causa que a esta convocación os mueve y a declarar qué habéis visto en los caballeros de la Orden que provoque tan alta indignación. Espada tenemos todos, y en cuanto al valor, no será esta la primera ocasión en que probemos que no estamos acostumbrados a sufrir ultrajes impunemente.
—Nunca dudé —contestó don Luis con la satisfacción de un hombre que ve abundar a sus oyentes en sus mismas opiniones— nunca dudé de vuestro valor. Como comendador más antiguo, como pariente de nuestro buen maestre, que acaba de fallecer en Calatrava, he creído tener derecho a convocaros cuando se trata de los altos intereses de la Orden y de evitar acaso su ruina.
—¿Su ruina? —exclamaron a una todos los caballeros.
—Su ruina, sí —repitió Guzmán—; su ruina. Hoy ha llevado un golpe que tarde o nunca se reparará. Varios de vosotros lo habéis oído. Escuchadlo los demás con espanto y con indignación. No se espera ya a que los caballeros de la Orden, reunidos en su capítulo, pongan a su cabeza, movidos de justas razones, al caballero más perfecto, más experimentado en las lides, más prudente en los consejos. No; un Rey por sí, atropellando nuestros más sagrados derechos, eleva a la dignidad que mil hechos heroicos, que una larga vida de virtudes bastan apenas a merecer, ¿a quién? A un hombre cuyo penacho no sirvió nunca de guía a los valientes en una batalla, a un hombre que nunca dio el primero ni oyó resonar en tomo suyo el grito de ¡Santiago y cierra España!; a un hombre que ha trocado la lanza por la pluma, cuyo campo de batalla es una mesa cubierta de inútiles pergaminos, que no ha vencido nunca sino las necias dificultades de lo que llama él rimas; a un hombre, caballeros, de quien con fundada razón se dice que tiene inteligencia con los espíritus y que…
—¡Qué horror!
—Oídlo, sí, con escándalo, nobles compañeros. Ése es el hombre que nos destinan por maestre; un afeminado cortesano, un intrigante ambicioso, un rimador, un nigromante en fin…
—¡Fuera, fuera! —gritaron a una los caballeros, cuyos ánimos iba templando ya el calor comunicativo y la natural elocuencia de la pasión que dominaba en el comendador.
—¿Lo sufriremos? —continuó don Luis, como una piedra que caída de una altura desmesurada sigue rodando largo espacio después, de llegada al llano—. ¿Lo sufriremos? Yo por mí, nobles caballeros, juro a Santiago de no dormir desnudo y de no comer pan a la mesa mientras que vea la Orden a su cabeza al… al… ¿para qué callarlo, en fin? Al asesino de su esposa.
No necesitaban ni tanto ya los caballeros; reunidos en casa del comendador para acabar de perder la poca sangre fría que les quedaba. La última frase del orador produjo el efecto de una chispa lanzada en medio de un montón de estopa seca. Veíase lucir en todos los semblantes la misma animación que en el de Guzmán; todos provocaban y excitaban mutuamente su cólera con la relación de las ofensas que en aquel momento se figuraba cada cual haber recibido o del rey Doliente o del intruso maestre. Inútil es decir si se recapitularon largamente las calidades del conde de Cangas. Había quien le había visto horas enteras evocando los manes de los difuntos en un cementerio, en compañía del judío Abenzarsal; había quien le había visto sepultarse en una larga redoma y desaparecer a los ojos de los circunstantes, y hasta se llegaba a probar que había estado en más de una ocasión en dos partes opuestas a un mismo tiempo; lo cual, como convinieron todos, no podía obrarse sino por arte del demonio, si se atiende a que cada uno suele tener en el mundo más que un cuerpo. Ahora bien: era cosa sabida que el demonio no hace nada de balde, circunstancia que podría hacerle pasar perfectamente por escribano o agente de negocios, de lo cual era forzoso inferir que don Enrique le habría vendido su alma, si bien no había entre tanto ilustre caballero quien osase descifrar las ventajas que al demonio le podían resultar de poseer el alma de don Enrique de Villena, tanto más cuanto que a todo tirar no era realmente de las mejores.
Quedó, sin embargo, establecido por punto general, primero, que don Enrique había sido, era y sería eternamente nigromante por pacto con el demonio; segundo, que había sido asimismo, era y sería eternamente el asesino de su esposa, lo cual había de ser irremisiblemente cierto, mas que no hubiese tal demonio ni tal esposa muerta, cosas para nosotros, si hemos de decir verdad, igualmente dudosas.
Resueltos estos dos puntos principales, era consecuencia forzosa el resolver la deposición del maestre; esto, en verdad, ofrecía mas dificultades, pero la imaginación las superó; convínose primeramente en que don Luis de Guzmán quedaría en la Corte para exponer reverentemente a Su Alteza que los estatutos de la Orden de Calatrava determinaban que sólo pudiese ser nombrado el maestre por elección de los caballeros y comendadores reunidos en capítulo; y que para ganar tiempo, mientras se recababa de Su Alteza la revocación del nombramiento ilegal, saldrían varios de los caballeros presentes en calidad de emisarios a los diversos puntos donde había fortalezas y castillos de la Orden para evitar que se reconociese y prestase juramento de pleito homenaje al conde de Cangas. Uno, sobre todo, debía ir y declarar al clavero de la orden, residente en Calatrava, que era la voluntad del mayor número de los caballeros que siguiese desempeñando las funciones de maestre; lo cual, además, le suplicaban rendidamente por el bien de todos, mientras que se procedía a la elección del que hubiese de ser válida y legalmente nombrado.
No perdieron, pues, instantes preciosos, y antes de anochecer los caballeros habían hecho voto solemne de llevar adelante su empresa mientras que estuviese pegado el puño de la espada a la hoja y mientras que corriese una gota de sangre por las venas; todos habían ofrecido al santo de su devoción el don que les parecía más grato a sus ojos, y se habían separado, después de conferidos poderes a cada uno de los emisarios en nombre de aquella junta, que llamaron capítulo extraordinario, y al cual supusieron igual poder que al capítulo general, en vista de la urgencia y apuro de las circunstancias en que se había celebrado.
Verdad es que tampoco se había dormido don Enrique de Villena, a quien no se le ocultaba que podría encontrar una enérgica oposición en los caballeros; antes, disponiendo de varios de los que se habían pronunciado en su favor en la corte de aquella mañana, tomó igual providencia, enviando a Calatrava, a Alhama y a otros puntos, emisarios que le dieran a reconocer, que animasen a los tibios con promesas de adelantamiento, ganasen a los descontentos con plazas efectivas de comendadores y enardeciesen a los amigos para que no pudiese en ningún caso ser contraria a la elección de Su Alteza la elección del capítulo, que bien sabía él que se necesitaba para la tranquilidad e indisputable posesión del apetecible maestrazgo.
Dejemos, empero, a los emisarios de uno y otro corriendo los campos de Castilla, y llevando de una parte a otra órdenes contradictorias, y volvamos a seguir el hilo de las maquinaciones de que era teatro la parte del alcázar destinada a las habitaciones de Su Alteza y de sus más allegados servidores.