En cuanto había llegado a su habitación don Enrique de Villena se había despedido de él el escudero, ansioso de saber definitivamente si era su esposa la que, por obsequio a la memoria de la condesa, se había presentado con tanta osadía en la corte del rey de Castilla. Pesábale en gran manera que hubiese cabido en la imaginación de su consorte tan heroica determinación, pero lo que con más cuidado le traía era la circunstancia de haber llegado tan a punto el doncel para tomar sobre sí su demanda, y la exclamación de la tapada al oír la voz de su defensor, circunstancias entrambas que ligaba, mal que bien, con el músico de la noche anterior a la desaparición de la condesa. Podía ser casual esta coincidencia; podrían muy bien, su consorte por amistad a doña María de Albornoz, y Macías por amor a esa misma, o por cortesanía de caballero ocioso, encontrarse en el mismo camino. Esta reflexión, sin embargo, no bastaba a aclarar sus dudas, y pensó en el partido que debería tomar si no encontraba a Elvira en su cuarto.
Sucedióle, sin embargo, lo que no pensaba. Llamó el escudero a su habitación, y la primera persona con quien dio fue con el listo paje, el cual con aire sumamente alegre:
—Buenos días —le dijo—, señor Hernán Pérez; bien hacéis en venir, porque desde que la señora condesa ha desaparecido, no hay medio de alegrar a mi prima. Venid, venid a consolarla; mis esfuerzos todos son inútiles.
—¡Vuestra prima, señor paje! —dijo con asombro y gravedad el escudero—. ¿Supongo que no os queréis burlar de mí?
—¿Yo burlarme, señor escudero, pesia mi alma? Para burlas estamos por cierto, y no se cesa de llorar hoy en esta habitación. Entrad vos mismo y lo veréis.
Abrió Hernán Pérez la mampara inmediata y quedóse como de piedra cuando, contra todas sus esperanzas, vio levantarse, al presentarse él, a Elvira, que con afectuosas palabras:
—Esposo —le dijo—, cuán mal lo hacéis conmigo; vos tenéis secretos para mí, vos pasáis los días enteros lejos de mí; hoy, sobre todo, me habéis dejado sola, y sabéis que no tenía ya la compañía de la condesa…
—Perdonad, Elvira, si… Yo… ya sabéis que… —pero nunca pudo decir más el asombrado escudero. Su esposa estaba vestida de negro, sí, pero su ropa no manifestaba haber salido aquella mañana; por otra parte, la dama enlutada había quedado en palacio.
—¿Qué tenéis? ¿Traéis mala nueva?
—Sí por cierto —contestó más repuesto Fernán Pérez—; os traigo la de que me he vuelto loco.
—Muy cuerdo lo decís.
—Jurara que os había visto en otra parte…
—Puede…
—¿Cómo? ¿Puede?…
—Tantas veces me habéis dicho que no me separo un punto de vuestra imaginación, que me veis en todas partes tal cual soy… Qué… ¿no es cierto?
—Sí —replicó mordiéndose los labios el desairado esposo—. Pero esta mañana no os creí yo ver de ese modo. En fin, parece que estáis aquí…
—¿Os estorbo, Vadillo? Habladme con el corazón en la mano… ¿Queréis que salga efectivamente…?
—No, no es eso; es que me he vuelto loco, ya lo he dicho.
—Lindo humor traéis, esposo. Si hubierais perdido una amiga, si os persiguiese una voz que os gritase continuamente en vuestro pecho: un crimen se ha cometido y el criminal está impune…
—¿Qué decís? ¿Oís vos esa voz?
—Os digo que no puedo desechar de mi imaginación que esa pobre condesa ha sido malamente muerta, y que una persona…
—¡Silencio! —gritó con terror Vadillo.
—¿Silencio, por qué? Esta noche lo he soñado.
—¿Qué habéis soñado?
—Tonterías; pero cuando está una afligida y prevenida por una idea… no sé qué efecto…
—Contad.
—Nada; soñé que había estado en la corte no sé por qué accidente, y que una dueña enlutada se había aparecido a pedir justicia…
—Proseguid —dijo temblando Vadillo.
—Sus facciones eran las de la condesa, su voz la misma; arrojéme a abrazarla y…
—¿Vos?
—Yo, y me rechazó: «Aparta, dijo; estoy manchada de sangre; ¿no la ves correr aún?». Un chorro, entonces, pareció salpicarme toda, y temblé… Pero ¡Dios mío! vos tembláis también.
—No.
—Sí.
—Bien, sí… Estoy mortal —añadió para sí, levantándose, Vadillo—; ¿si habrá muerto efectivamente la condesa? ¿sería capaz el conde?… ¡Qué horror! Por otra parte, conociéndome, si lo hubiera hecho, me lo hubiera ocultado… yo le afeé… ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Yo he sido cómplice de un asesinato? La dueña enlutada no podía ser sino la sombra misma de la condesa. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Virgen Santísima! —gritó Vadillo fuera de sí.
—Esposo, ¿qué es eso? ¿Sabéis que empiezo a temer que sea cierta la pérdida de vuestra razón?… Contadme, por Dios…
—Nada; imposible; en dos palabras: ¿vos no habéis salido?
—¡Qué pregunta!
—¿No saldréis?
—¡Qué aire!
—Adiós, Elvira, adiós. No me esperéis hasta la noche. Asuntos de importancia me llaman al lado de don Enrique…
—¿Os vais? ¿Para eso habéis venido? Mirad…
—Bien sé que me queréis, que me sois fiel; soy un loco… pero… la condesa… ya sabéis… Ahora dejadme, por Dios, dejadme, vuestra presencia me hace mal.
Separóse, al decir esto, casi por fuerza de los brazos de su esposa, la cual quedó sollozando en un sillón con el paje al lado.
—Esto es mejor —dijo el paje—. ¿Lloráis de veras?
—Jaime, sí. Hace una tantas cosas contra su voluntad; las consideraciones del mundo…
—¿Cómo? ¿Lo decís porque tenéis que agasajar y poner buen semblante a vuestro esposo?
—¿Qué dices, Jaime? —preguntó, lanzando un suspiro, Elvira—. ¿Quién te ha dicho eso? Es mentira, mentira. Yo amo a mi esposo; ni pudiera amar sino a él; ¡es tan bueno!
—Pues entonces —dijo el paje— no os entiendo; yo por mí, si no os viera llorar, ahora me reiría, soltaría la carcajada.
—¿Por qué? ¿Porque una circunstancia desgraciada le ha puesto en el caso bien triste de no poder distinguir la verdad del engaño? ¿Porque una mujer tenga mil veces que parecer artificiosa con su esposo se habrá de deducir que éste es risible? Ah, Jaime, en todo engaño ten lástima siempre del engañador, que en realidad ése es el más risible, y ése es acaso realmente el engañado.
Después de esta pequeña reprimenda no osó hablar el pajecillo.
—Mira, Jaime, si va lejos ya Hernán Pérez.
—Tan lejos que no le alcanzaría el mismo Hernando, que no hay corza que no alcance.
—Vamos, pues, paje; no hay tiempo que perder; ya tienes tus instrucciones. Prudencia y silencio… como la muerte, ¿estás?
—Como la muerte —respondió el paje. Dichas estas palabras, Elvira y el paje pasaron a otra pieza, donde no— nos es lícito penetrar con ellos.
Fernán Pérez, entretanto, recorría con más terror que celos las inmensas galerías del alcázar; cada pisada suya le parecía las de la condesa. Hay muchos hombres valientes, temerarios contra un millar de enemigos armados en un día de batalla y que perecen de terror ante la idea de un muerto y el recuerdo de una fantasma, que treparían los primeros a la brecha y no subirían nunca solos una escalera oscura. En aquel momento Hernán Pérez era de éstos; el menor ruido que hubiera oído realmente, la menor sombra que se hubiera puesto delante de sus ojos, le hubiera derribado por tierra sin sentido. Tal traía él la imaginación llena de ideas de muertes y apariciones, de sombras y emplazamientos. Llegó, por fin, a la cámara de don Enrique. Abrióla de golpe y precipitóse dentro con los cabellos erizados y los ojos casi fuera del cráneo.
—¿Qué traes, Vadillo? —dijo levantándose don Enrique al ver el desorden de su escudero.
—Es su sombra, señor, es su sombra —repuso Vadillo, mirando atrás todavía y procurando componer su semblante.
—¿Qué sombra? —replicó don Enrique—. Será la que hace vuestro cuerpo al pasar por delante de la lámpara de la galería.
—No es eso, señor, no es eso.
—¿Qué es, pues? Explicaos.
—Mi esposa…
—¿Vuestra esposa es sombra? ¿Qué decís?
Temblaba ya Ferrus de pies a cabeza con la explicación del escudero, y no sabía don Enrique qué creer de semejante asombro.
—Digo, señor —concluyó Vadillo reponiéndose—, que la dueña enlutada no es mi esposa, porque mi esposa está en su habitación, y mi esposa no ha salido ni saldrá…
—¿Estáis seguros?
—Como estoy vivo.
—¿Quién puede entonces?…
—No puede ser —dijo Ferrus—, sino…
—La sombra de la condesa —concluyó Vadillo.
—¿La sombra de la condesa? ¡Ésa es buena! —exclamó soltando una estrepitosa carcajada don Enrique de Villena.
—¿Te ríes, señor?
—¿No he de reírme, si habéis perdido entrambos la cabeza?
—Ah, señor —repuso Vadillo—, veo que si yo contara un sueño… En fin, quiero que me hayáis referido de la condesa la pura verdad. ¿Estáis seguro de que el encargado de…?
—Deliráis, Vadillo, deliráis. Verdad es que ahora pierdo yo el hilo de mis observaciones y no sé… Puesto que decís que estáis seguro de haber visto a vuestra esposa, confieso que no entiendo… De todos modos, es necesario que vayáis a buscar al astrólogo; os aguarda para darme una razón que espero con ansia. ¿Os atreveríais, ya que vais, Vadillo, a averiguar quién sea la tapada? ¿Tendríais resolución…?
—Manda, señor, a tu escudero.
—Bien, pues yo confío a vuestro talento esa intriga; si el nigromántico lo sabe, os lo dirá; si no, ved de tocar siquiera esa sombra, que como la toquéis, y como ella ofrezca cuerpo y resistencia —añadió riéndose don Enrique— podéis estar seguro, no quiero yo decir de que sea vuestra esposa, pero a lo menos, sí, de que es persona; y a ser hombre, como parece mujer…
—Entonces, señor, yo os prometo que mi espada hiciera pronto la experiencia. Perdona si el sobrecogimiento de una escena que he tenido tan rara, tan extraordinaria, me ha hecho parecer a tus ojos, señor…
—Vadillo, os he visto pelear; sé que tenéis valor. Conozco, por otra parte, a los hombres: son débiles y miserables en todo. Una preocupación es más fuerte que cien caballeros.
Iba a despedirse el escudero para la cámara del astrólogo, donde le esperaban acontecimientos más extraordinarios cien veces que los pasados; pero don Enrique le detuvo para dar lugar, lo uno a las intrigas que debía preparar el nigromante, y lo otro porque entonces, que en realidad le engañaba, una voz interior le gritaba que debía tratarle con más amistad y consideración que nunca. No debía faltarles tampoco que hablar desde que don Enrique era maestre, desde que iba a ser Hernán Pérez caballero, y desde que el singular duelo de la mañana había venido a complicar tan extraordinariamente los negocios y los intereses de los principales personajes de nuestra verídica historia.