La muralla china fue terminada en su punto más septentrional; avanzando del sudeste y del sudoeste se unió aquí. Este sistema de construcción parcial se utilizó también en pequeña escala dentro de cada uno de los dos grandes ejércitos de trabajo, el de oriente y el de occidente. Para ello se formaron grupos de unos veinte obreros que debían ejecutar una muralla parcial de unos quinientos metros; un grupo vecino le salía al encuentro con otra muralla de igual longitud. Pero luego de producida la unión, no se continuaba la obra al final de estos mil metros, sino que los grupos de obreros volvían a ser enviados a regiones completamente distintas para la construcción de la muralla. Naturalmente, quedaron así numerosos claros que sólo se llenaron poco a poco, con lentitud, algunos sólo después de haberse ya proclamado la terminación de la muralla. Más aún: se dice que hay huecos que no se llenaron en absoluto, afirmación que, probablemente, pertenece a las muchas leyendas que se originaron acerca de la construcción y que al menos para el hombre aislado no son comprobables por sus propios ojos y con su propio sentido de las proporciones.
De entrada se creería que hubiera sido ventajoso en todo sentido construir en forma continua o al menos continuadamente dentro de los dos sectores principales, ya que la muralla, como se sabe y se divulga, fue proyectada como defensa contra los pueblos del norte. Pero, ¿cómo puede defender una muralla construida en forma discontinua? En efecto, una muralla semejante no sólo no puede proteger, sino que la obra misma está en constante peligro. Estos fragmentos de muralla abandonados en regiones desoladas, pueden ser destruidos con facilidad, una y otra vez, por los nómadas, sobre todo porque éstos, atemorizados por la construcción, cambiaban de residencia con asombrosa rapidez, como langostas, por lo que, probablemente, tenían mejor visión de conjunto de los progresos de la obra que nosotros mismos, sus constructores. A pesar de ello, la construcción no pudo realizarse sino como se hizo. Para comprenderlo hay que considerar lo siguiente: la muralla debía convertirse en protección por los siglos; la ejecución más minuciosa, la aplicación de la sabiduría arquitectónica de todas las épocas y pueblos conocidos, el permanente sentido de responsabilidad de los constructores, eran ineludibles condiciones previas al trabajo. Si bien para las tareas inferiores podían utilizarse ignorantes jornaleros del pueblo, hombres, mujeres, niños, cualquiera que se ofreciese por una buena paga, ya para la dirección de cuatro jornaleros se necesitaba un hombre inteligente, versado en el arte de la construcción, capaz de sentir en la profundidad de su corazón de qué se trataba. Y cuanto más elevada la misión, mayores las exigencias. Tales hombres se hallaban realmente disponibles, quizá no en la cantidad que se hubiera podido emplear en esta obra, pero de todos modos en gran número.
El trabajo no había sido abordado con ligereza. Cincuenta años antes de su iniciación, en toda la China, que debía ser amurallada, la arquitectura, y en especial la albañilería, se declaró ciencia principalísima, y todo lo demás se reconoció sólo en cuanto se vinculara con ella. Recuerdo todavía muy bien cómo de niños, apenas seguros sobre los pies, nos hallábamos en el jardincito del maestro; cómo el maestro se arremangaba la túnica y se precipitaba contra la pared, derribándolo todo, naturalmente, y nos hacía tales reproches por la debilidad de nuestra obra que, berreantes y a la desbandada, corríamos a refugiarnos en nuestras casas. Un suceso minúsculo, pero demostrativo del espíritu de la época.
Tuve la suerte de que a los veinte años, justamente al aprobar el examen final de la escuela primaria, comenzara la construcción de la muralla. Y digo suerte, porque muchos que antes habían alcanzado el grado máximo dentro de la preparación que les era accesible, no supieron durante años qué hacer con sus conocimientos y, con la cabeza llena de grandiosos proyectos, vagaban inútiles y se malograban. Pero aquellos que finalmente llegaban a la obra como conductores, así fuera de último rango, eran verdaderamente dignos de su misión. Se trataba de albañiles que habían reflexionado mucho acerca de la obra, que nunca terminaban de meditar sobre ella y que, desde la primera piedra hundida en la tierra, se sentían consubstanciados con la empresa. A tales albañiles los impulsaba, paralelamente a la ambición de realizar un trabajo escrupuloso, la urgencia de ver levantarse la obra en toda su integridad. El jornalero no conoce esa impaciencia, lo mueve la paga; también los conductores superiores, y hasta los de mediana jerarquía, ven lo bastante del progreso de la construcción en sus múltiples aspectos para conservar la fortaleza de ánimo. Pero hubo que velar en otra forma por los de abajo, espiritualmente muy por encima de su misión, ínfima en apariencia. No podía, por ejemplo, tenérselos durante meses y años colocando piedra tras piedra en una región montañosa, deshabitada, a centenares de millas de su país; la falta de aliciente de una labor que, ni aun cumplida empeñosamente y sin interrupción durante una larga vida, permitía vislumbrar la meta, los hubiera desesperado y, sobre todo, disminuido en su capacidad de trabajo. Por eso se eligió el sistema de construcción parcial.
Quinientos metros podían terminarse aproximadamente en cinco años; entonces, es natural, los conductores solían estar agotados; habían perdido toda confianza en sí, en la obra, en el mundo. Se los enviaba, pues, lejos, lejos, cuando se hallaban todavía exaltados por las fiestas con que se celebraba la unión de una muralla de mil metros. Durante el viaje, veían aquí y allá levantarse murallas parciales terminadas; pasaban por los campamentos de jefes superiores, que los regalaban con distintivos honoríficos; oían el jubiloso entusiasmo de nuevos ejércitos de trabajo que fluían desde el fondo de los países, veían talar bosques destinados a los andamios, reducir montañas a sillares, y oían en los santuarios el cántico de los fieles que imploraban la culminación de la obra. Todo esto morigeraba su impaciencia. La pacífica vida en el terruño, donde pasaban un tiempo, los fortalecía; la espectabilidad de que gozaban los constructores, la crédula humildad con que se oían sus relatos, la confianza que el ciudadano simple y callado depositaba en la futura terminación de la muralla, todo esto templaba las cuerdas del alma. Como niños eternamente esperanzados, se despedían; el ansia de trabajar en la obra del pueblo se hacía indomeñable. Se alejaban de la casa antes de lo necesario; media aldea los acompañaba largo trecho. En todos los caminos, grupos, gallardetes, banderas; nunca habían visto qué grande, rico, hermoso y digno de ser amado era su país. Cada campesino era un hermano para el que se construía una muralla de protección y que, con todo cuanto poseía y era, agradecería de por vida. ¡Unidad! ¡Unidad! Pecho junto a pecho, una guirnalda de pueblo, sangre no constreñida a la mísera circulación corporal sino que rodaba dulcemente, aunque retornando siempre, a través de la China interminable.
En primer lugar, hay que reconocer que en aquel tiempo se consumaron empresas apenas inferiores a la construcción de la torre de Babel, pero que representan, en cuanto a complacencia divina, según los cálculos humanos al menos, justamente lo contrario de aquella obra. Lo menciono porque en los primeros tiempos de la construcción un sabio escribió un libro en que establecía claramente tales comparaciones. Trataba de demostrar que si la erección de la torre no llegó a cumplirse, no fue por las causas generalmente admitidas, o que, por lo menos, entre estas causas conocidas no se hallaban las principales. Sus pruebas no sólo consistían en escritos y crónicas, sino que afirmaban haber hecho investigaciones en el terreno mismo, y haber comprobado que la obra fracasó y debía fracasar por debilidad de los cimientos. Por cierto que en este aspecto nuestra época aventajaba en mucho a tales edades remotas. Casi cada contemporáneo instruido era albañil de profesión e infalible en materia de cimientos. Pero el sabio ni siquiera apuntaba hacia allí, sino que afirmaba que sólo la gran muralla, por primera vez en los anales de la humanidad, procuraría cimientos seguros para levantar una nueva torre de Babel. Es decir: primero la muralla; luego la torre. El libro se hallaba entonces en todas las manos, pero reconozco que aun hoy no comprendo bien cómo se imaginaba esta construcción. ¿Cómo la muralla, que ni siquiera era una circunferencia, sino tan sólo un cuadrante o media circunferencia, había de proporcionar los cimientos para una torre? Sólo podía tener un sentido espiritual. Pero, ¿para qué entonces la muralla, que era algo real, producto de los sacrificios y vidas de centenares de miles? ¿Y para qué se habían dibujado en la obra planos —ciertamente nebulosos— de la torre, y efectuado cálculos, hasta en los pormenores, de cómo debían sumarse las energías populares en la nueva y poderosa construcción?
Había entonces tanta confusión en las cabezas —este libro es un simple ejemplo—, tal vez precisamente porque tantos procuraban unirse en un solo propósito. La criatura humana, frívola, ligera, como el polvo, no soporta ligaduras; y si se las impone ella misma, pronto, enloquecida, comenzará a tironear hasta despedazar murallas, cadenas y a sí misma.
Es posible que ni aun estas consideraciones adversas a la construcción de la muralla hayan sido pasadas por alto por la Conducción al decidirse el sistema de construcción parcial. Sólo deletreando las disposiciones de la suprema Conducción hemos llegado —hablo aquí ciertamente en nombre de muchos— a conocernos nosotros mismos y a encontrar que sin la Conducción no habría alcanzado nuestra sabiduría escolar a nuestro entendimiento para el modesto cargo que teníamos en el gran conjunto. En el cuarto de la Conducción —nadie de los que interrogué supo decirme dónde estaba y quiénes se sentaban allí—, en este cuarto giraban seguramente todos los pensamientos y deseos humanos y en círculos contrarios todas las metas y realizaciones. A través de la ventana caía sobre las manos de la Conducción que dibujaban planos, el reflejo de los mundos divinos.
Por eso el observador insobornable no alcanza a comprender que la Conducción, de proponérselo seriamente, no hubiese superado también los obstáculos que podían oponerse a una construcción parcial. Pero la construcción parcial era sólo una solución de emergencia e inadecuada. Luego, la Conducción ha querido algo inadecuado… ¡Extraña conclusión!… Ciertamente, y sin embargo tiene desde otro punto de vista alguna justificación. En aquel entonces era máxima secreta de muchos y aun de los mejores: «Trata con todas tus fuerzas de comprender las disposiciones de la Conducción, pero sólo hasta determinado límite; allí cesa de reflexionar.» Máxima muy juiciosa que, por lo demás, había de tener nueva expresión en la parábola muy repetida más tarde: «No porque pueda dañarte, cesa de reflexionar, pues tampoco es seguro que pueda dañarte.» Aquí no se trata de daño ni de no daño. Te sucederá como al río en primavera. Crece, se hace más caudaloso, alimenta más sustanciosamente la tierra de sus largas riberas, conserva su propia esencia hasta más adentro del mar, pero se hace también más semejante y grato a éste… «Hasta allí reflexiona sobre las disposiciones de la Conducción.» Pero después el río sale de madre, pierde contornos y figura, hace más lento su curso, intenta contrariar su destino, formar pequeños mares interiores, daña los campos, y sin embargo, no consigue mantenerse en sus conquistas, retrocede a su lecho y aun se seca lamentablemente en la siguiente estación de los calores… «No reflexiones hasta allí sobre las disposiciones de la Conducción.»
Esta parábola, tal vez muy exacta durante la construcción de la muralla, tiene valor muy limitado para mi actual informe. Mi investigación es sólo histórica; los nubarrones desvanecidos hace mucho ya no engendran rayos, y por ello puedo buscar una explicación de la construcción parcial que vaya más allá de lo que satisfacía entonces. Los límites que me impone mi capacidad mental son bastante estrechos; el territorio, en cambio, que habré de atravesar, es infinito.
¿De quiénes debía protegernos la gran muralla? De los pueblos del norte. Soy de la China sudoriental. Ningún pueblo del norte puede amenazarnos aquí. Leemos acerca de ellos en los libros de los antiguos; y bajo nuestras plácidas glorietas los horrores que cometen nos hacen gemir. En los cuadros de los artistas, fieles a la realidad, vemos estos rostros de maldición, desmesuradamente abiertas las fauces, los dientes prontos a desgarrar y a triturar; los ojos ya bizqueando hacia el botín. Si los niños se portan mal, les mostramos estas figuras; llorosos se nos arrojan al cuello. Pero eso es todo cuanto sabemos de los nórdicos. Nunca los hemos visto y si permanecemos en nuestra aldea no los veremos jamás, por más que fustiguen sus salvajes caballos y corran a nuestro encuentro… El país es demasiado extenso y no los dejaría llegar… Por más que corran se perderán en el aire.
Y si es así, ¿por qué abandonamos el terruño, el río y los puentes, al padre y a la madre; a la mujer que llora y al niño que hay que educar, y nos alejamos para aprender en la ciudad distante, y nuestros pensamientos están más al norte aún, junto a la muralla? ¿Por qué? Pregunta a la Conducción. Ella nos conoce. Ella que empuja y hace rodar sus enormes responsabilidades, sabe de nosotros, conoce nuestra pequeña industria, nos ve a todos reunidos, sentados en la choza, y la oración que al anochecer dice el más anciano en el círculo de los suyos, le es grata o ingrata. Y si me puedo permitir este pensamiento frente a la Conducción, debo decir que me parece que ella existía antes y que no se reunió de improviso, como los mandarines que, incitados por un hermoso sueño matinal convocan a sesión urgente; resuelven, y ya a la noche hacen batir el parche y sacan a los pobladores de la cama, para cumplir lo resuelto, aunque sólo sea para organizar una iluminación en honor de un dios que se mostró ayer favorable al señor, para mañana, apenas extinguidos los faroles, apalearlos en algún oscuro rincón. Más bien la Conducción existió desde siempre, lo mismo que la decisión de construir la muralla. ¡Inocentes pueblos del norte, que creían haberla provocado; inocente y venerable emperador que creía haberla ordenado! Nosotros, los de la construcción, lo sabemos mejor y callamos.
Ya entonces, durante la construcción, y más tarde, hasta hoy, me he ocupado casi exclusivamente de historia comparada —hay determinadas cuestiones a cuyo nervio sólo se puede llegar con este procedimiento— y encontré que nosotros, los chinos, tenemos determinadas instituciones sociales y estatales de claridad y otras de oscuridad inigualables. Siempre me excitó y todavía me excita, investigar las causas, especialmente las del último fenómeno; también la construcción de la muralla está afectada esencialmente por tales cuestiones.
Una de nuestras más vagas instituciones es en todo caso el imperio. Naturalmente, en la corte, en Pekín, hay alguna claridad acerca de ella, si bien más aparente que real. También los maestros de derecho del estado y de historia en las altas escuelas afirman estar minuciosamente informados de estas cosas y poder trasmitir su conocimiento a los estudiantes. A medida que se desciende a las escuelas inferiores, desaparecen —es comprensible— las dudas acerca del propio saber; una instrucción mediocre encrespa montañas alrededor de algunos dogmas hincados hace siglos, que, por cierto, no han perdido nada de su eterna sabiduría, pero que permanecen también confusos por toda la eternidad en medio de esta bruma y de esta niebla.
En mi opinión, precisamente acerca del imperio, debía consultarse al pueblo, ya que tiene en éste sus últimos puntales. Y aquí nuevamente sólo puedo hablar de mi propia patria. Aparte de las divinidades campestres y de su culto, que en tan hermosa variación llena todo el año, nuestros pensamientos sólo se dirigen al emperador o, más bien, se dirigirían al actual si lo hubiéramos conocido o hubiéramos sabido algo preciso de él. Ciertamente, siempre hemos querido informarnos acerca de esto —nuestra única curiosidad— pero, por extraño que parezca, era imposible averiguar nada, ni por el peregrino que atraviesa muchos países, ni en los pueblos cercanos o distantes, ni por los barqueros que no sólo navegan nuestros riachos, sino también los ríos sagrados. Ciertamente, se oía mucho, pero sin sacar nada en limpio.
Nuestro país es tan grande que ninguna leyenda se aproxima a su grandeza, el cielo alcanza apenas a cubrirlo, y Pekín es sólo un punto y el palacio imperial un punto más pequeño aún. Así también el emperador, como tal, es grande a través de todos los pisos del mundo. Pero el emperador viviente, un hombre como nosotros, yace a semejanza de nosotros en una cama que, si bien es de dimensiones generosas, sólo puede ser estrecha y corta. Como nosotros, se distiende a veces, y si está muy cansado bosteza con su boca de tierno diseño. ¿Pero cómo podíamos enterarnos de ello —miles de millas al sur— si casi limitamos con las alturas del Tibet? Además, cada noticia, aunque nos alcanzara, llegaría demasiado tarde, ya anticuada. En torno al emperador se aglomera la brillante pero oscura multitud de los palaciegos —maldad y enemistad en ropa de criados y amigos—, el contrapeso en la balanza del imperio, procurando sacar, con sus flechas envenenadas, al emperador del otro platillo. El imperio es eterno, pero el emperador aislado, cae; aun dinastías enteras se hunden finalmente y expiran en un solo estertor. De estas luchas y sufrimientos jamás se enterará el pueblo; como forasteros, rezagados, están al final de las repletas callejas laterales, comiendo tranquilamente la merienda traída, mientras en la plaza del mercado, en el medio, bien adelante, se lleva a cabo la ejecución de su señor.
Hay una leyenda que expresa bien esta relación. El emperador, así dice, te ha enviado a ti, al mísero súbdito, a la ínfima sombra que ante el sol imperial se ha refugiado en la más remota lejanía, justamente a ti, el emperador te ha enviado un mensaje desde su lecho de muerte. Ha hecho arrodillar al mensajero y le ha transmitido el mensaje en un susurro; tan importante era para él que se lo hizo repetir al oído. Con movimientos de cabeza corroboró luego la repetición. Y ante todos los espectadores de su muerte —las paredes molestas se retiran y sobre las escalinatas que se extienden a lo ancho y a lo alto, se hallan en círculo los grandes del imperio—, ante todos éstos despachó al mensajero. Éste partió en el acto; hombre fuerte, incansable; adelantando ya un brazo, ya el otro, se abre camino a través de la multitud; si encuentra resistencia, se señala el pecho donde se halla el emblema del sol; y logra avanzar con facilidad, como ninguno. Pero la multitud es muy grande, sus viviendas no tienen fin. Si se abriera el campo libre, ¡cómo volaría!, y pronto oirías los soberbios golpes de sus puños en tu puerta. Pero, en cambio, qué inútilmente se afana; todavía se aprieta a través de las estancias del palacio interior; nunca las superará; y aunque lo lograra, nada se habría ganado; tendría que luchar escaleras abajo, y si lograra esto, nada se habría ganado; habría que atravesar los patios; y luego de los patios el segundo palacio que los rodea; y nuevamente escaleras y patios; y de nuevo un palacio; y así sucesivamente durante milenios; y si por fin se precipitara desde el último portal —pero nunca, nunca puede suceder esto— sólo se extendería ante él la ciudad residencial, el centro del mundo, colmado de su resaca. Nadie consigue pasar aquí y menos con el mensaje de un muerto… Pero tú, sentado ante la ventana, lo sueñas cuando llega la noche.
Así, desesperadamente y lleno de esperanzas, ve nuestro pueblo al emperador. No sabe qué emperador gobierna y hasta hay dudas acerca del nombre de la dinastía. En la escuela mucho se aprende, pero la inseguridad general es tan grande en este aspecto que hasta el mejor alumno naufraga en ella. Emperadores muertos hace tiempo son elevados al trono en nuestros pueblos; y el que vive ya tan sólo en la canción ha emitido hace poco un bando que el sacerdote lee ante el altar. Batallas de nuestra más antigua historia se libran ahora, y con el rostro ardiente se precipita el vecino en tu casa con la noticia. Las mujeres imperiales, ahítas de comida, entre almohadones de seda, desviadas de la noble usanza por astutos palaciegos, henchidas de ambición de poder, violentas en su avaricia, desbordantes de voluptuosidad, siempre reinciden en sus fechorías. Cuanto más tiempo ha transcurrido, más horribles lucen los colores, y con gritos de dolor se entera alguna vez la aldea de cómo hace milenios una emperatriz bebió a lentos sorbos la sangre de su marido. Así procede pues el pueblo con lo pasado; a los actuales gobernantes en cambio los mezcla con los muertos. Si alguna vez, quizá una durante una vida humana, llega casualmente a nuestro pueblo un funcionario imperial que recorre la provincia, formula en nombre de los gobernantes cualquier exigencia, comprueba las listas de tributos, asiste a la enseñanza en las escuelas, pregunta al sacerdote por nuestro comportamiento y resume todo, antes de ascender a su litera, en largas recomendaciones a la comunidad congregada en su presencia; entonces una sonrisa ilumina todos los rostros, cada uno mira con disimulo a los demás y se inclina sobre los niños para escapar a la observación del funcionario. Como, piensa uno, habla de un muerto como de un vivo, este emperador hace tiempo que está muerto, la dinastía extinguida, el señor funcionario se burla de nosotros; y hacemos como si no lo notáramos para no mortificarlo. Pero sólo obedeceremos en serio a nuestro actual señor; lo contrario sería pecado. Y mientras la litera del funcionario se aleja de prisa, uno cualquiera, sacado arbitrariamente de una urna ya desintegrada, se erige con paso retumbante en señor del pueblo.
En forma parecida, las transformaciones estatales y las guerras contemporáneas afectan poco a nuestra gente. Recuerdo aquí un suceso de mi juventud. En una provincia vecina, a pesar de ello muy distante, se había producido un levantamiento. No me acuerdo de las causas y tampoco vienen al caso. Motivos para levantamientos, los hay allí cada mañana, es un pueblo muy inquieto. El hecho es que un mendigo, que había atravesado aquella provincia, trajo a casa de mis padres un volante de los rebeldes. Era precisamente un día de fiesta; los huéspedes llenaban nuestras habitaciones, en medio estaba el sacerdote y estudiaba el papel. De pronto, todo el mundo comenzó a reír, la hoja fue rota en el tumulto, el mendigo que ya había sido objeto de múltiples regalos, fue sacado de la habitación a empellones y todo el mundo se dispersó y salió al aire libre para gozar del bello día. ¿Por qué? El dialecto de la provincia vecina se diferencia del nuestro en forma esencial, lo que se manifiesta también en determinados giros de la expresión escrita, anticuados para nosotros. Con leer el sacerdote sólo dos páginas, nuestra decisión estuvo tomada. Cosas viejas, oídas hace mucho, que ya no dolían. Y aunque —así me parece en el recuerdo— la vida hablaba horrorosa e irrebatible a través del mendigo, todos movían la cabeza riendo y no querían oír más. Tan dispuesto se está entre nosotros a sofocar el presente.
Si de tales fenómenos quisiera deducirse que en el fondo carecemos de emperador, no se estaría muy lejos de la verdad. Siempre debo repetirlo: no hay quizá pueblo más fiel al emperador que el nuestro; pero esta fidelidad no beneficia al emperador. Por cierto que sobre la pequeña columna a la salida del pueblo está el dragón sagrado y envía desde tiempo inmemorial el homenaje de su ígneo aliento exactamente en dirección de Pekín; pero Pekín mismo es para la gente del pueblo más desconocido que la vida del más allá. ¿Existirá en realidad un pueblo en que las casas están una junto a la otra, cubriendo campos, más extenso que hasta donde alcanza la mirada desde nuestra colina, y entre cuyas casas hay gente hacinada de día y de noche? Más fácil que imaginar semejante ciudad nos resulta creer que Pekín y el emperador son una sola cosa, una nube por ejemplo, plácidamente cambiante bajo el sol en el transcurso de los tiempos.
La consecuencia de tales opiniones es una vida en cierto modo libre, sin dominación. De ninguna manera licenciosa; en mis viajes no he encontrado casi en ningún lugar pureza de costumbres como la nuestra. Pero sí una vida que no se halla bajo ningún género de leyes actuales, sino que sólo atiende las exhortaciones y advertencias que nos llegan desde remotas edades.
Me cuido muy bien de generalizar y no afirmo que así suceda igualmente en los diez mil pueblos de nuestra provincia o en las quinientas provincias de China. Pero sí puedo afirmar, en virtud de los muchos escritos que sobre esto he leído, y por mis propias observaciones —especialmente durante la construcción de la muralla, cuando el material humano daba ocasión de viajar a través de las almas de casi todas las provincias—, en virtud de todo esto tal vez pueda decir que la idea predominante acerca del emperador ofrece siempre y en todas partes los mismos rasgos fundamentales que en mi pueblo. No quiero hacer valer esta idea como virtud; al contrario. Es verdad que principalmente el gobierno es responsable de no haber logrado hasta hoy —o de haber desatendido este asunto entre otros—, de no haber podido llevar en el imperio más antiguo de la tierra la institución del imperio a tal grado de claridad que sus efectos llegaran inmediata y continuamente hasta las más lejanas fronteras. Por otra parte, hay en ello una debilidad de la imaginación o de la fe del pueblo, incapaz de atraer el imperio, sacándolo de la abyección de Pekín, para apretarlo, vivo y actual, contra su pecho de súbdito que no desea otra cosa que experimentar por fin este contacto y perecer en él.
Esta concepción no es pues una virtud. Tanto más llamativo es que precisamente esta debilidad parezca constituir uno de los más importantes medios de unión de nuestro pueblo y, si me puedo aventurar a tanto en la expresión, que sea realmente el suelo sobre el cual vivimos. Fundar aquí ampliamente una crítica, no sólo significaría zamarrear nuestras conciencias, sino también nuestras piernas, lo que sería mucho más grave. Por eso no quiero ir por el momento más allá en la investigación de este problema.