Inclinado sobre su espiral de escudriñamiento, Beldos Margaster asintió pesaroso. O sea, que al fin todo iba a acabar felizmente, salvo para los magos de guerra traidores.
Tal vez le quedaran apenas unos instantes de vida si no se marchaba de allí, y a todo correr.
El portal hacia Halfhap… bueno ¿y por qué no? Esas espadas del Dragón…
Desde el balcón, Intrépido miraba a Florin con expresión ceñuda.
—¡Eh, tú! ¡Mi espada! ¡Devuélveme mi espada, maldito ladrón!
Florin alzó la vista y lo saludó con la mano, alegremente. Intrépido estalló en un rugido de furia ininteligible y empezó a abrirse camino a empellones, buscando una escalera que lo llevara abajo.
Dos Dragones Púrpura de rostro curtido sujetaron con fuerza al furioso y andrajoso guerrero.
—¡Basta ya, hombre! ¡Domina ese carácter!
—¿Qué? —les espetó Intrépido—. ¡Quitadme las manos de encima! Soy un ornrion de los Dragones, y…
—¡Sí, sí, hombre, y yo soy la princesa Alusair!
—¡Te equivocas, soldado! Yo soy la princesa Alusair —dijo una voz decidida a espaldas de los Dragones enzarzados en la discusión.
Todos se volvieron atónitos. La princesa Alusair estaba unos pasos por detrás de Intrépido y de los soldados que forcejeaban con él.
Ante sus estupefactos ojos, se arrancó el hermoso vestido desgarrando las finas sedas y vaporosas gasas… y quedó vestida con un corpiño de cuero, unos bombachos de hombre y botas de caña alta.
—Ornrion —le soltó la joven princesa—, si os doy la espada más hermosa que hayáis tenido jamás, provista de uno o dos conjuros y salida directamente de la armería real ¿le cederéis a Florin Mano de Halcón la que tiene ahora y olvidaréis todo intento de arrestarlo?
Intrépido parpadeó.
—Yo… uh… claro, por supuesto.
—Bien —dijo con una sonrisa, y le ofreció su brazo como si se tratara de un gran noble y no de un soldado lleno de polvo y de sudor, cubierto con un uniforme andrajoso.
Los Dragones Púrpura lo soltaron, y el ornrion se adelantó, un poco desconcertado, para aceptar el brazo real que se le ofrecía.
La princesa le dedicó una sonrisa propia de su rango.
—Ahora podéis escoltarme hasta abajo para recibir al nuevo héroe de Cormyr —le dijo con dulzura—. Él me salvó la vida en Arabel, y nunca tuve ocasión de agradecérselo como corresponde.
Intrépido palideció.
—¿Yo? Alteza, ¿os parece oportuno? Yo no soy un experto en cuestiones cortesanas, pero…
—No, ornrion, no lo sois. Ni yo soy prudente. Estoy mortalmente cansada de hacer lo que es correcto, voy a dejar de hacerlo. En este mismo momento. ¡Llevadme pues abajo, sin demora, y tenéis mi autorización para desenfundar la espada y trinchar a cualquiera que quiera interponerse en nuestro camino!
El ornrion Taltar Dahauntul tragó saliva.
—S…sí, alteza real. En seguida. —Desenvainó la espada, le hizo un saludo, comprobó que el brazo de ella estuviera debidamente apoyado en el suyo y se puso en marcha hacia la escalera.
Todos se aglomeraron alrededor de ellos, haciendo preguntas atropelladamente. El bullicio era casi ensordecedor. El único espacio despejado, apenas de las dimensiones de un brazo extendido, era el que quedaba en torno a lady Bosquestival y sus doncellas, y cuando Jhessail cruzó la mirada con una de ellas y vio un destello plateado en el guiño que le hizo, supo perfectamente el motivo. Sonrió con alegría a la Señora de Verde a través de un resquicio que no tardó en cerrarse en el mar de sedas, perlas, lamés, gemas deslumbrantes, gasas y empujones de hombros y codos.
Cuando se volvió un instante después para decírselo a Florin, este se había perdido en medio de una multitud de cormyrianos.
—¿Conque fue una batalla? —gritó lord Cormelryn entusiasmado en medio de la muchedumbre, examinándolo todo con su monóculo—. ¿Habéis matado a los traidores, muchacho?
—Bueno, sí, a uno de ellos —consiguió farfullar Florin mientras trataba de ponerse de pie. Varias manos nobles envejecidas y peludas lo palmeaban en la espalda, en los hombros, y se alzaban en el aire en forma de puños victoriosos. Bueno, por lo menos no intentaban atravesarlo con la espada…
Eso tenía que agradecérselo a Vangerdahast cuyo grito: «¡Atención todos! ¡El reino ha sido salvado!», había resonado en todo el Gran Salón de Anglond. Magia, por supuesto.
—Lord Bellarogar Rowanmantle —dijo con voz sonora un noble tan alto como Florin rodeando los hombros del explorador con su brazo—. Es un placer conoceros…
—¡Dauntinghorn! ¡Horntar Dauntinghorn! ¡Lord Horntar Dauntinghorn! —bramó otro noble, golpeando con el puño el pecho de Florin como si fuera la puerta de un castillo y necesitara que unos sirvientes duros de oído acudieran a abrir.
—¡Bienvenido seáis, héroe! ¡Cualquier amigo de Cormyr es amigo mío! —exclamó otro noble desde detrás de los anchos hombros de Dauntinghorn—. ¡Soy lord Ildabray Indesm! ¡Ayyy! ¡Y esta es mi esposa, lady Indesm!
Florin contuvo la risa ante la evidente contundencia de los codos de lady Inderm, y se dio cuenta de que, más allá de su propio círculo de admiradores, lord Elvar Espuelabrillante se abría camino esforzadamente entre la multitud, como una carabela en medio de un mar proceloso, para llegar a la reducida zona despejada que rodeaba a lady Bosquestival.
Las doncellas se volvieron para formar una sonriente barrera de protección en torno a su señora.
—¡Aerilee! —llamó Espuelabrillante casi con desesperación, y lady Bosquestival se abrió paso entre dos doncellas con una sonrisa resplandeciente.
—¡Elvar! —dijo gozosa—. ¡Alustriel habla de vos con frecuencia… y también yo!
Mientras los dos se abrazaban y se besaban ardientemente delante de todos, Florin vio que Torsard, de pie detrás de su padre, miraba a lady Bosquestival con un amor desvalido reflejado el rostro.
Tuvo que apartar la vista de ese espectáculo de amores y se encontró cara a cara con un noble alto, delgado y de avanzada edad que le hacía una cortés reverencia.
—Bien hecho, sir Mano de Halcón —le dijo—. Lord Rustryn Staglance os ofrece su agradecimiento y alabanza. Si alguna vez…
—¿Estáis casado, sir Mano de Halcón? —intervino una mujer interponiéndose entre Staglance y Florin como un pez que hubiera saltado del agua. Tenía unos ojos negros chispeantes y una larga mata de pelo adornada con una hermosa red de oro. Florin parpadeó no sólo por el brillo del oro y de las relucientes gemas que la cubrían por todas partes, sino por el prominente pecho sobre el que lucía esas cadenas llenas de gemas.
—Soy Ramurra Hornmantle —dijo la mujer, inclinándose hacia adelante como si pretendiera subírsele encima—, riquísima dama de exquisita educación, y me sentiría muy honrada…
—¡Ildaergra Steelcastle! —le soltó otra mujer tirando del brazo de Florin—. ¡Y yo soy más rica que ella!
—¡Me está pareciendo —dijo Semoor irónicamente desde algún punto cercano al explorador— que Lathander nos está dando una pequeña muestra de la halagüeña recompensa que nos espera!
Ildaergra Steelcastle estiró la mano y se cogió de los grandes bigotes de lord Cormelryn en un intento de elevarse por encima de Ramurra Hornmantle; el anciano noble rugió de dolor mientras su monóculo saltaba hacia adelante sujeto por su fina cadena de oro y caía directamente en el pecho de la dama, en el preciso momento en que Ramurra daba un salto, gruñendo, para empujar a Ildaergra hacia atrás. Lo último que vio Florin de ella fue el monóculo flotando en el aire encima del lugar donde la dama había aterrizado.
—¡Señor! —dijo en voz alta otro hombre a la izquierda de Florin—. Soy Arbitryce Heldanorn, comerciante en especias, perfumes y maravillas, y me gustaría que me dedicarais unos instantes de vuestro tiempo para discutir algunos planes beneficiosos para amb…
Más allá del comerciante en especias, Florin vio a Pennae, rodeada por varios nobles ricamente vestidos. Las manos de la ladrona trabajaban hábilmente mientras las de ellos se acercaban inseguros. En su rostro se reflejó una expresión de disgusto mientras bolsas y anillos diestramente pescados se le caían de los dedos. Volvió la cabeza para echar a Vangerdahast una mirada furiosa.
El mago real de Cormyr se abrió camino pasando al lado de Florin mientras reía entre dientes.
—No es más que un efecto colateral de mi protección mayor contra el hierro, pequeña anguila —dijo al pasar junto a Pennae—. Protegerte contra una o dos dagas es más importante que una o dos baratijas mal habidas, ¿no te parece?
—¡Ahí está! —dijo de repente otra voz—. ¡Abrid paso! ¡Apartaos todos! Soy el ornrion Delk Synond de los Dragones Púrpura, y esta mujer es una peligrosa ladrona y supuesta asesina que ofreció resistencia a la autoridad, atacó a Dragones Púrpura que pretendían cumplir con el deber al que los obliga…
—¡Oh, cierra ya esa bocaza! —le soltó una mujer alta y rubicunda mientras el telsword Grathus la empujaba a un lado y el ornrion Synond la pisaba al avanzar como una apisonadora.
—¿Y vos quién sois? —le preguntó Synond con descaro—. ¿Una cómplice?
Se oyó una resonancia sorda antes de que la mujer pudiera responder, y el ornrion cayó de bruces sobre los pies del telsword.
—Soy la buena mujer Kaylea Delruharmond —dijo la aludida al Dragón inconsciente, con cierta inseguridad, ya que su enfado se había convertido en aprensión.
Detrás del ornrion inconsciente se cernía el hombre que lo había derribado: un tipo de cara rojiza, formidablemente alto y grueso, cuyas ropas estaban manchadas de salsa y que tenía en la mano una sartén abollada.
—Siempre había querido hacer esto —anunció con satisfacción, sonriéndoles a Pennae y al resto de los Caballeros que estaban al otro lado—. Jefe de cocina Braerast Sklaenton, ese soy yo. ¡Tengo entendido que os han gustado mis canapés!
El telsword Grathus se volvió a mirar al cocinero mientras trataba de desenfundar su acero, que salió volando por los aires mientras él caía súbitamente de espaldas, una caída hábilmente provocada por el mismo hombre que cogió la espada en pleno vuelo, se volvió, y la entregó a Pennae.
—Podrías llegar a necesitarla —murmuró mientras apoyaba un pie con firmeza en la garganta del telsword—. Dalonder Ree, Arpista, a vuestras gratas órdenes.
La matrona Deleflower Heldanorn jamás habría soñado con toparse de espaldas con el mago real de Cormyr, ni con hablarle en tono meloso.
—Oh ¿vos también sois un Caballero de Myth Drannor?
De haberle echado una mirada como es debido no se hubiera atrevido a dirigirle la palabra, ni siquiera a acercarse a menos de seis pasos. Sin embargo, Vangerdahast era bastante más bajo de lo que ella se había imaginado, y no tuvo ocasión de mirarlo como es debido, de modo que entró en contacto con él.
Para Vangerdahast, a quien le gustaba elegir con quién entraba en contacto, y no veía con buenos ojos que alguien se atreviese a dirigirse a él, aquello fue la famosa gota que colmó el vaso.
El Gran Salón de Anglond estalló de repente en arrolladoras llamaradas rojas. Era un fuego que no quemaba, pero sí rugía, vaya si rugía, y formó un anillo que se alzó hacia el alto techo y adoptó la forma de jóvenes dragones de amenazadoras fauces.
Hubo exclamaciones de admiración, y gritos, y una súbita urgencia de despejar el espacio en torno a Vangerdahast y a los aventureros.
Los cormyrianos se dispersaron en todas direcciones, dejando de repente a los Caballeros a solas con unos cuantos inconscientes, caídos y pisoteados, el rey y la reina a unos cuantos pasos por un lado, y las doncellas de la emisaria a cierta distancia por el otro.
Entre los de Cormyr y los de Luna Plateada estaban lady Bosquestival y lord Espuelabrillante, trabados en un abrazo que los aislaba de todo, y Torsard Espuelabrillante que seguía detrás de su padre y que, sin saber muy bien que hacer, trataba de llamarle la atención dándole golpecitos en la espalda.
—¿Pa? ¿Papá? ¿Mi señor padre? —farfullaba.
Un círculo de rostros fascinados, asustados, rodeaba ahora el centro despejado del salón.
—¡Ya basta! —dijo Vangerdahast con voz de trueno—. ¡A ver si somos un poco civilizados, señores! ¡No hay necesidad de andar empujando, gritando y atropellando!
Se volvió, echó una mirada en derredor y empezó a pasearse con las manos a la espalda.
—No me gusta nada que se anden difundiendo rumores, y resulta muy perjudicial que se les dé pábulo por todas partes. Sabed todos, pues, que estos aventureros a quienes veis, y a los que algunos de vosotros ya conocéis como los Caballeros de Myth Drannor, autorizados personalmente por el rey…
Hizo una profunda reverencia a Azoun, que le respondió con una inclinación de cabeza.
—… y adalides personales de la reina…
Su reverencia a Filfaeril fue todavía más profunda. Ella repitió el gesto del rey y lo acompañó con una sonrisa.
—… acaban, con gran riesgo de sus vidas, de desbaratar un ruin complot contra la Corona y contra la persona de la señora emisaria de Luna Plateada…
Otra reverencia hacia donde lady Bosquestival no se cansaba de meter mano a lord Espuelabrillante por debajo de su mejor guerrera de seda, mientras seguía con los labios prendidos en los del noble, todo ello sin hacer el menor caso de cuanto los rodeaba.
—… y que en él estaban implicados miembros de la nobleza de Cormyr, ¡instigados por malvados magos de Zhentil Keep!
Hubo una exclamación de horror e indignación que fue casi un rugido y que luego se transformó en un alboroto excitado.
Vangerdahast le puso coto en seguida con dos palabras que impusieron el más absoluto silencio, tal vez con ayuda de medios mágicos.
—Sin embargo…
Dejó que el silencio se hiciera más profundo.
—Esto es lo que hacemos los que servimos a la Corona de Cormyr —añadió—. Ahora este peligro ha terminado, y tenemos a una muy distinguida huésped en la Corte, por lo que nuestra atención debe centrarse en agasajarla, en demostrar nuestra alegría por la embajada que la trae hasta nosotros y en atender a todas sus necesidades.
Hizo una pausa para pasearse en torno a lord Espuelabrillante y lady Bosquestival, que seguían besándose con los ojos cerrados.
—Tal como —añadió con tono guasón— está haciendo con tanta eficacia nuestro hombre más entregado, lord Elvar Espuelabrillante.
Vangerdahast dio un paso atrás con una sonrisa y alzó las manos para alentar la alegre ovación que a continuación sacudió el salón, resonando ensordecedora y que se propagó hacia el techo abovedado y los balcones.
Cuando empezó a decaer, después de un buen rato, dijo con voz tonante:
¡Disfrutemos, pues, de la celebración!
Y ahí fue cuando empezó realmente el ruido.
En medio del jolgorio, Pennae se reunió con los Caballeros, sonrió, y enarcando una ceja señaló con la cabeza al mago real.
—¿Realmente ha dicho eso? ¿Un ruin complot?
—Ruin —le aseguró Semoor con tono solemne—. Son los de la peor especie.
Pennae lo dejó totalmente desconcertado cuando, tras rodearlo con sus brazos, lo besó.
Beldos Margaster respiró aliviado al llegar al portal de la ruinosa posada de Halfhap. No sólo no estaba vigilado, sino que, a menos que se equivocara, nadie lo había visto llegar… si eso, elementos mágicos, monedas y gemas, no fuera tan endiabladamente pesados…
Dio un paso adelante y sobrevino el momento de caída interminable a través de las azuladas nieblas. Y por fin se encontró…
Bajo el cielo, con las casuchas y desvencijadas tiendas de Halfhap rodeándolo por todos lados, entre las ruinas de lo que había sido la Posada del Ropavejero. Por doquier se veían vigas caídas, muebles destrozados, todo retorcido y ennegrecido por el fuego, y…
Cerca de él se oyó crujir la madera. Margaster se volvió hacia el origen del ruido y se encontró cara a cara con dos guerreros zhentilar heridos y de expresión torva. A juzgar por los sacos de cazuelas, cuchillos de cocina y otras cosas por el estilo que llevaban, debían de haber estado acampados en las ruinas, tratando de arramblar con todo lo que pudiera tener algún valor. Los dos iban armados con espadas melladas.
Tras estudiarlo con miradas aviesas, esgrimieron sus espadas y fueron hacia él, dividiéndose para atacarlo desde dos puntos distintos.
Margaster los miró con desprecio y les lanzó un conjuro asesino hecho a toda prisa… un conjuro que le estalló en la cara cuando los anillos de los otros dos parpadearon al mismo tiempo.
¡Dioses, ese dolor insoportable!
Tambaleándose en medio de una agonía atroz, Beldos Margaster se dio media vuelta y echó a correr, lo más rápido que se lo permitía el caos en que se había convertido la derruida posada.
Con una risita feroz, los zhents lo persiguieron, moviéndose con mayor cuidado. Sabían que un hombre viejo, cuyos conjuros no podían tocarlos, no tenía escapatoria.
Sin embargo, Margaster conocía la ubicación exacta de otro portal. Hubiese o no una posada en torno a él, ahí delante, justo ahí, estaba uno de los portales que llevaban al pabellón de caza de lord Yellander. Se lanzó a través de él dando gracias a los dioses, bendiciendo las nieblas azuladas una vez más durante el breve momento, que siempre parecía sorprendentemente largo, y fue a salir por fin al pabellón de caza. Por supuesto, estaría desierto. No se detuvo ni a echar un vistazo, sino que se volvió como un rayo y lanzó un conjuro que cerraría el portal para siempre, poniéndolo a salvo de aquellos brutales guerreros.
Era una magia poderosa. Beldos Margaster acababa apenas de pronunciar la última palabra cuando oyó un chasquido de ballestas disparadas al unísono detrás de él, y el zumbido de una andanada de virotes sonando en sus oídos.