Capítulo 9

Una noche poco propicia para dormir a caballo

Entonces el rey pronunció lar últimas palabras

que me dijo: «Cuando oigas aullar a los lobos,

muchacho, es poco probable que sea una noche propicia

para dormir a caballo».

Horvarr Hardcastle,

Nunca un Alto Caballero:

La vida de un Dragón Púrpura,

publicado en el Año del Arco

Cuando Intrépido volvió a alzar la vista, casi al borde del amanecer, la daga había desaparecido de encima de la pila de documentos, y en su lugar había una llave.

La llave de una celda.

Entornando los ojos, el ornrion alzó la vista hasta el tablero donde se colgaban las llaves, se llevó la mano al cinto y lanzó un juramento.

Su bolsa había desaparecido. Sólo quedaban las cintas colgando, limpiamente cortadas.

A grandes zancadas y respirando como un caballo exhausto de pura furia, Intrépido echó mano a la llave y se encaminó hacia la puerta de la mazmorra. Con la suerte que tenía, seguramente el chico habría encerrado a Glarth y a Tobran en la celda y les habría grabado en la frente algo así como: «Bésame. Soy la princesa».

Pequeña rata.

Pero, por el resplandeciente Trono del Dragón, ¿cómo se había enterado de que la princesa Alusair había estado en Arabel esa noche?

Entre risas, Horaundoon salió de la noche como un halcón dispuesto a atacar y se lanzó sobre Duthgard Lathalance de los zhentarim, que cabalgaba como un rayo, pero salió despedido gritando de dolor.

—Sí, Horaundoon —dijo el zhent con frialdad. La voz era evidentemente la de Viejo Fantasma—, volvemos a encontrarnos. Puedes consumir a ese gusano en un par de días si quieres, pero no ahora. Y si te pones en mi camino, te reduciré a cenizas y los Reinos tendrán a un Horaundoon menos. Puedo hacerlo, créeme.

—¿Qué… qué quieres de mí? —preguntó Horaundoon con voz entrecortada.

—Obediencia absoluta durante todo el tiempo que los Caballeros de Myth Drannor estén en Halfhap. Si no me la otorgas, te destruiré. Si me sirves bien, puedes tener a Lathalance y recobrar tu libertad en cuestión de días. Incluso te ayudaré a destruir a Manshoon.

—¿Manshoon? ¿Lo sabes?

—Vamos, deja ya de farfullar, hombre. ¿Hasta dónde llegaste dentro de la Hermandad?

El mago de guerra Gorndar Lacklar abrió la puerta de golpe e irrumpió en la habitación jadeante.

—¡Siento llegar tarde, Ghoruld! ¡Oh, dioses, vaya nochecita! Que si ir a Arabel con los nuevos espadas de la reina, luego volver para ocuparme del asunto de Andamus… ¡Y para colmo Sarmeir me dice que tengo que presentarme ante vos para ir otra vez a Arabel! Dice que son nuevas órdenes de la reina. ¿Qué sucede?

—Esto —dijo Ghoruld Applethorn metiendo una varita mágica en la boca de Lacklar y pronunciando la palabra que la activaba.

Antes de que la cabeza de Lacklar hubiera terminado de estallar salpicando todos los velos viejos con que había cubierto el techo, Applethorn ya había sujetado el cuerpo inerte de su subalterno y lo había apartado antes de adentrarse en el resplandor de otro portal que lo aguardaba.

Estaría de vuelta antes de que los restos del cerebro de Lacklar empezaran a derramarse sobre el suelo. Malditos y desleales magos jóvenes. ¿Quién lo hubiera pensado? Lo más aconsejable era visitar al mejor de los alarfones para investigar. El bueno del viejo Applethorn.

Tenía que volver volando. Antes de que acabara la noche tenía que matar a Sarmeir. Y si Gorndar Lacklar, Sarmeir Landorl y el viejo Applethorn eran acallados también, a Vangerdahast no le quedaría otra que mandar a Laspeera a investigar, acompañada de quien ella considerara conveniente.

De cabeza a la trampa que le había preparado en Halfhap, y después de eso, el olvido.

Los repentinos alaridos de dolor llegaban desde muy por detrás de ellos, pero eran suficientemente claros.

Los Caballeros de Myth Drannor echaron mano a sus armas y se miraron unos a otros. ¿Qué sería aquello?

Se oyó entonces el aullido de un lobo, cerca, entre los árboles que bordeaban el camino hacia el norte. Los caballos empezaron a inquietarse.

Los Caballeros mantuvieron firmes las riendas y trataron de tranquilizarlos con suaves palabras hasta que parecieron calmarse.

—El grito de agonía de alguien —fue la respuesta de Semoor a la pregunta que estaba en la mente de todos—. No ha durado mucho.

—Tanto matar… Es que esto no para… —musitó Florin.

Semoor asintió.

—Confieso que antes me alegré de marcharme de Arabel, y más aún de que hubiera dejado de llover, pero ahora…

—¿Y eso? —preguntó Pennae—. ¿Acaso la firme y serena Luz de Lathander está cambiando de idea?

—El cambio de ideas —le respondió Semoor frunciendo los labios— es la mejor prueba de que las tengo. A diferencia de cierta compañía de lengua afilada.

Doust consiguió la hazaña de poner los ojos en blanco y bostezar al mismo tiempo, y tan impresionado quedó que repitió el bostezo.

—Cuidado, no te vayas a dormir y te caigas de la silla —le dijo Islif, espoliqueando a su caballo para ponerse cerca y sujetarlo por un codo. Doust la miró con gesto de reproche—. Contempla el espléndido espectáculo que nos están dando Pennae y Semoor, y mantente despierto —añadió con tono vivaz.

Por delante de las lenguas afiladas que Islif acababa de mencionar, Florin lanzó una mirada escrutadora a la noche como si quisiera asesinarla.

—¿Qué te preocupa ahora, Florin? —le preguntó Jhessail mirándolo con expresión ceñuda.

—Narantha —le dijo su amigo—. Nos estamos alejando de ella sin vengarla, y cada vez que trato de pensar en ella y encontrar la paz interior, llega alguien y me ataca con una espada y me lo impide, una y otra, y otra vez…

Apretó los dientes y meneó la cabeza. Jhessail le apoyó una mano en el muslo y alzó la vista para mirar a aquellos ojos apesadumbrados.

—Lo entiendo, Gran Espada —dijo—, y haré todo lo que pueda para que tengas tiempo para pensar en los próximos días.

Él respondió con una brevísima inclinación de cabeza y siguieron cabalgando.

—Y ante ti juro —dijo Jhessail con determinación—, que cuando llegue el momento haré todo lo que esté en mi mano contra los que la llevaron ala muerte.

Florin apoyó su mano sobre la de ella y se esforzó por sonreír.

—Gracias —dijo—, lo que seguramente significa que este es el momento de que alguien más nos ataque.

Jhessail respondió con una sonrisa tensa.

—Sin duda es lo que parece, ¿verdad? Esta vida de aventuras no es lo que yo había soñado cuando estábamos en Espar.

—No —suspiró Florin—. Es más… sucia.

Ninguna amenaza repentina surgió de la noche para abalanzarse sobre ellos, de modo que Jhessail se arriesgó a volver la cabeza. Los caballos empezaban a desfallecer, y alternaban el trote con el paso cansino mientras los jinetes se tambaleaban y bostezaban en sus monturas. Eso de combatir y cabalgar toda la noche no tenía nada que ver con la gloria y el esplendor que cantaban los juglares. Cuando llegaran a Halfhap —si llegaban— sería hora de que todos, humanos y animales, se tomaran un descanso. Por lo que se veía, ser Caballeros de Myth Drannor, o llevar a dichos Caballeros por los anchos Reinos, eran profesiones igualmente agotadoras.

El joven prisionero no estaba en su celda, por supuesto, pero tampoco lo estaban los dos Dragones Púrpura que lo habían llevado allí. Evidentemente, el chico se había hecho con la llave y se había liberado después de que se fueran ambos.

Con ideas asesinas en la cabeza, que se mezclaban con el ansia persistente de meterse en la cama y apagar la luz, Intrépido se arrastró de vuelta a su despacho y se paró en seco al ver lo que lo esperaba allí. Por todos los Dioses Vigilantes, ¿qué pecado imperdonable, y que ni siquiera recordaba, habría cometido él para merecer semejantes recompensas esa noche?

La mismísima regidora de Arabel lo estaba esperando, apoyada en su escritorio y con una mano en la cadera. Llevaba su armadura —la de cuero, que tanto la favorecía al pegarse a sus formas, no la de placas que usaba en la batalla— y detrás de ella había cuatro oficiales de alta graduación de los Dragones Púrpura con idéntica indumentaria. Todos iban armados con espadas.

—¿Dejáis esta mesa sin protección a menudo, ornrion? —preguntó Myrmeen Lhal.

—No —respondió Intrépido—. Sólo cuando se escapa algún prisionero.

—Oh. ¿Y quién falta?

—Un joven ladrón de Puerta Oeste que fue sorprendido trepando a una ventana que no era suya, pero insistió en que estaba aquí porque tenía una cita con la princesa Alusair, que da la casualidad de que estuvo en Arabel esta noche. Dijo que se llamaba Rathgar.

—Y por lo que parece, os robó las llaves —añadió Myrmeen mirando su cinturón.

—Y me robó las llaves —confirmó Intrépido—. ¿Debo suponer que han surgido cosas más graves mientras estaba inspeccionando una celda vacía?

—Suponéis bien. Tengo entendido que esta noche recibisteis el encargo de escoltar la salida de la ciudad de los Caballeros de Myth Drannor.

Intrépido a duras penas reprimió un suspiro.

—Fueron atacados por algunos zhentilar en los establos usados por los magos de guerra, y al enterarme reuní a algunos Dragones y acudí de inmediato a arrestarlos. Entonces apareció Laspeera, cabalgó con nosotros y me ordenó no detenerlos, sino ayudarla a facilitar su salida por las puertas de la ciudad. Obedecí, y ya estaban cabalgando por la Senda de la Montaña cuando desaparecieron los nubarrones y salió la luna. En ese momento, la maga de guerra Laspeera se marchó de Arabel, supongo que por medios mágicos, sin una palabra de despedida.

—Ya veo. Constal Raskarel, contadle al ornrion lo que le sucedió a lord Ebonhawk esta noche.

Uno de los oficiales dio un paso al frente. Miró a Intrépido con mirada glacial.

—El más joven de la familia Ebonhawk, lord Duskur Ebonhawk —explicó con tono inexpresivo—, había bebido mucho esta noche, y andaba por ahí a altas horas, tambaleándose, pero rodeado por un círculo de guardaespaldas que no habían bebido nada. Estaban en un callejón, cerca de los establos de la refriega a la que habéis hecho referencia, cuando uno de esos Caballeros de Myth Drannor, una mujer que responde al nombre de Pennae, según creo, y que se gana la vida robando, se encontró con el joven lord, le arrebató la bolsa, saltó a un balcón cercano y desde allí trepó por un canalón hasta los tejados y desapareció.

Intrépido asintió. Nada de eso lo sorprendía.

—Esa zorra —dijo— podría ponerse un yelmo y caminar por debajo de una víbora serpenteante.

—¿Y entonces? —dijo con brusquedad otro oficial, un espada excelente.

—Y entonces… ¿qué? —preguntó Intrépido—. Un relato interesante, pero la bellaca está ahora fuera de mi jurisdicción, trasladada ahora por orden de la Corona, y…

—¿Y…? —preguntó Myrmeen con voz pausada—. Me veo en la necesidad de devolver a esa bellaca a la jurisdicción de mi ornrion más eficiente y cuya experiencia lo hace adecuado para tratar con esos aventureros en particular. Temporalmente os relevo de los deberes que tenéis aquí, Intrépido, y os ordeno que persigáis a los Caballeros de Myth Drannor con todos los Dragones Púrpura que consideréis necesarios para recuperar todo lo que esa ladrona robó al joven lord Duskur Ebonhawk.

—Pero…

—¡Esta orden entra en vigor en este mismo momento, ornrion Intrépido!

—Oh, sí, regente Lhal. Ya voy. —Mascullando maldiciones, Intrépido se dirigió a los establos de la guarnición, gritando al pasar, sin volverse, los nombres de cinco Dragones que quería que lo acompañaran.

—¿Y qué? —preguntó Myrmeen Lhal con voz suave—. La princesa, ¿no?

Era una mañana helada, de nieblas movedizas, cuando, tiritando, los dos guardias abrieron entre chirridos las puertas occidentales de Halfhap.

El viejo Pheldarr echó una mirada al camino, vacío hasta donde permitía verla niebla, no más de un tiro de ballesta. Escupió con aire pensativo sobre los adoquines y anunció:

—La primera guardia es tuya, Rorld. Iré a calentar el estofado.

No había terminado todavía de entrar en la caseta, sin parar de tiritar, cuando un hombre vestido con un espléndido jubón cruzado, pantalones bombachos y botas a juego, salió de un oscuro portal del otro lado de la calle y se dirigió a Rorld, que había cuadrado los hombros y se había situado contra el puesto de guardia, con la lanza en una mano y el escudo en la otra, de tal modo que a unos cuantos pasos de distancia daba la impresión de que sostenía a ambos en un ángulo inamovible. A continuación se dedicó a practicar el arte de escupir.

—¿Sigue en pie nuestro trato? —preguntó el hombre bien vestido deteniéndose junto al guardia.

—Así es. ¿Cuándo se espera la llegada de esos aventureros, Velmorn?

—Por estas horas —fue la respuesta, acompañada por un dedo que señalaba hacia el camino.

Rorld miró atentamente a la niebla, y vio una fila de cansados jinetes tambaleándose sobre sus monturas, más cansadas todavía.

—Vaya. No irán muy lejos.

—Cierto —coincidió Velmorn, dando un cauteloso paso adelante.

Se quedó observando cómo se acercaban los aventureros, sonriendo en silencio hasta el momento indicado. Momento en que hizo una inclinación de cabeza a Pennae y a Florin.

—Una larga cabalgada —señaló.

—Suficiente —confirmó Pennae—. Tenéis el aspecto de un hombre al que pagan para esperar a los viajeros y recomendarles una posada.

Velmorn sonrió.

—Puesto que esta es la floreciente sede del reino de las mil torres de Halfhap, acertaríais en todo menos en lo de «pagar».

Pennae sonrió.

—¿Y bien? —preguntó.

—Bien, tenéis todo el aspecto de ser aventureros, y eso significa que sólo encontraréis una bienvenida conveniente en un lugar dentro de nuestras murallas. La Posada del Ropavejero. Tomad a la derecha en el cruce que tenéis delante, luego inmediatamente a la izquierda, y cuando el camino tuerza nuevamente al norte, encontraréis un edificio negro cubierto hasta la mitad de madera, con una entrada en arco al establo. Tiene un letrero, de modo que no podéis perderos.

—Gracias, amigo —dijo Florin al pasar. Velmorn y Rorld les hicieron una cordial inclinación de cabeza a la ladrona y al explorador; a la muchacha menuda, bueno, ya no tan muchacha, sólo menuda; a los dos sacerdotes y a la guerrera de actitud alerta que cerraba la marcha.

—Lathander y Tymora —comentó Rorld al ver los símbolos sagrados de los sacerdotes mientras observaban cómo los viajeros doblaban a la derecha—. Aventureros.

—Aventureros —confirmó Velmorn.

El guardia de la puerta asomó la cabeza.

—¿Conque son esos?

—Esos mismos —respondió Velmorn derramando un montón de tintineantes monedas de lord Yellander en la mano de Rorld.

Los Dragones Púrpura que vigilaban el Palacio Real de Suzail no eran ni jóvenes ni inexpertos. Sabían muy bien cuáles eran sus obligaciones y cuándo debían pedir refuerzos.

—Justo aquí, señor —dijo el primer espada, de pelo entrecano y con una expresión intrigada, señalando el suelo. Algo pequeño, redondo y ennegrecido yacía en el ángulo que formaban dos paredes, cerca de una puerta. Un anillo—. ¿Vos también lo oléis?

El lionar asintió y se inclinó para echar una mirada al anillo. Hizo ademán de cogerlo y en ese momento reparó en varios cabellos humanos que salían directamente de la pared donde habían quedado pegados y parcialmente fundidos por algún tipo de explosión.

Con todo cuidado se enderezó sin tocar nada.

—Id a buscar a la maga de guerra Laspeera —ordenó—. Yo me quedaré aquí. Decidles a ella y a cualquiera, y cuando digo cualquiera es cualquiera, que trate de deteneros, que no hay nada en el reino más importante que el hecho de que ella acuda aquí, justamente aquí, para ver esto. Si no podéis encontrarla a ella, traed a Vangerdahast.

—¿El… el mago real? —El guardia tragó saliva con visible nerviosismo—. ¡Sí, señor! —añadió de inmediato. Abrió la puerta y salió a todo correr por el pasillo que había al otro lado, con una velocidad sorprendente para su edad.

El lionar cerró la puerta, desenfundó su espada y su daga, y se colocó con todo cuidado contra la pared, frente al anillo.

Después de un momento se apartó de la pared, se dio la vuelta para mirarla con desconfianza y a continuación avanzó hasta el centro del pasillo, donde giró en redondo lentamente, con las armas en alto, a la espera de un enemigo.

La Posada del Ropavejero era un lugar grande, destartalado, con la techumbre inclinada en la parte trasera. Estaba pintado de negro, sólo quebrado por filas de pequeños medallones pintados en blanco, como hileras de estrellas en el cielo de una noche sin luna. Las puertas eras negras, la tapia y el arco del patio eran negros, las columnas y el suelo del porche, también, hasta las vigas del tejado eran negras.

Sin embargo, los mozos de cuadra acudieron con presteza y alegría para ocuparse de sus monturas. La sonrisa del posadero era afable y la bienvenida que les dio parecía sincera.

—Ondal Maelrin, a vuestro servicio mientras estéis bajo mi techo aquí, en el Ropavejero —les dijo—. Es una casa antigua, pero buena.

Sus palabras sonaron en medio de un silencio expectante, ya que las sólidas mesas y sillas del salón estaban vacías, no se veía ni se oía a un solo huésped. A Maelrin no pareció molestarle en absoluto aceptar un león de oro por Caballero de la bolsa de Pennae, y minuciosamente los apuntó en el libro mayor («Caballeros de Myth Drannor, banda de aventureros, Cédula Real de Cormyr: Florin Mano de Halcón; Islif Lurelake; Jhessail Árbol de Plata, trabajadora del Arte; Pennae; Doust Sulwood, consagrado a Tymora; Semoor Diente de Lobo, consagrado a Lathander…»).

Cuatro de los Caballeros echaron una mirada en derredor, un poco sorprendidos por el profundo silencio. ¿Qué problema tendría El Ropavejero para mantener aquello así de oscuro y vacío? Pennae observaba atentamente la escritura del posadero, y Jhessail lo estudiaba a él. Era de mediana edad, pelo negro, sonrisa fácil. Llevaba un chaleco de cuero encima de una guerrera y unos bombachos negros impecables. Tenía el mismo aspecto apacible y gracioso delos cortesanos del Palacio Real. Como si se hubiera dado cuenta de su examen, el hombre alzó la vista y le dedicó una brillante sonrisa.

—Tendréis un jarro de sidra y sopa casera para cada uno en vuestras habitaciones en un periquete. Toda la comida y la bebida adicional, cuesta más dinero —les anunció.

Recogiendo uno de los dos faroles que había sobre la barra que usaba como recepción, condujo a sus huéspedes por la escalera que subía desde el centro del salón. La escalera que bajaba al sótano estaba justo a la derecha.

La planta alta no parecía más animada.

—¿Somos nosotros los únicos huéspedes en este momento? —se atrevió a preguntar Pennae mientras el posadero sacaba dos grandes llaves con ademán ostentoso, se las ofrecía a ella y hacía una inclinación de cabeza, señalando las puertas que había a uno y otro lado del pasillo, en lo alto de la escalera.

—Ahora mismo, sí —respondió Maelrin—, pero nos han anunciado la llegada de unos cuantos más antes de la noche. Además, se espera una gran caravana proveniente del Mar de la Luna, entre esta noche y la próxima. Cuando llegue, tendremos gente durmiendo incluso en el altillo del establo.

Las habitaciones eran tan oscuras como el resto de la posada, pero limpias y amuebladas con enormes armarios de madera y camas encordadas con jergones de paja fresca. Los Caballeros sonrieron satisfechos.

Maelrin encendió las lámparas de aceite de las habitaciones y se marchó, llevándose el farol. En cuando oyeron el ruido de sus botas bajando la escalera, los hombres acudieron corriendo al otro lado del pasillo a comentar con las damas, que no hacían más que bostezar.

—Tres cobres a que uno de nosotros está dormido antes de que lleguen las jarras —propuso Pennae.

—No hay apuesta —musitó Doust—. Mis muslos y mi espalda empezaron a dormirse bastante antes del amanecer. ¿Sería posible que de ahora en adelante corriéramos aventuras que no significaran andar a caballo?

—Lo dudo —dijo Islif alegremente—. ¿Y qué piensan los intrépidos Caballeros de Myth Drannor de esta posada tenebrosa y encantada?

—Es cierto que parece encantada —concedió Semoor.

Jhessail clavó en Islif una mirada que era como una daga.

—Mi más profundo agradecimiento por mencionarlo. Ahora no…

—Estarás roncando en menos que canta un gallo, como todos los demás —dijo Semoor—. Menos mal que las puertas tienen cuñas. Dudo de que alguno de nosotros esté en condiciones de mantenerse despierto para vigilar.

—Ah —murmuró Pennae—. Pero ¿las puertas que vemos serán los únicos accesos a estas habitaciones?

Todos miraron en derredor y rápidamente coincidieron en que, por el momento, todas las habitaciones que habían visto en la posada parecían del tipo de las que tienen puertas secretas en todas paredes.

Pennae hizo una mueca y se dirigió a la pared más próxima, pero Islif y Florin la cogieron por los antebrazos.

—No —le dijeron con voz ronca.

—Procura pasar una noche, sólo una, sin ir a ninguna parte, meterte en líos o robarle a alguien.

Pennae alzó la barbilla, desafiante.

—Aunque sólo sea por cambiar —sugirió Semoor.

Pennae puso los ojos en blanco y le alargó la bolsa que acababa de quitarle.

Semoor se miró el cinto, donde se suponía que estaba —y no estaba— y luego la volvió a mirar a ella, mudo de asombro. Doust tocó la nuca de Pennae. Dio un salto atrás cuando ella se giró para mirarlo frente a frente.

—Sujétala, Florin —gritó.

Florin estiró un brazo y cogió a Pennae por un hombro cuando su vuelta se convirtió en caída. Estaba sin sentido, con los ojos muy abiertos y fijos.

—Has usado magia con ella —dijo Islif.

Doust asintió, bostezando.

—Ahora mismo estoy demasiado cansado para pensar en tonterías.

Islif lo miró fríamente.

—Me ocurre lo mismo, pero creo que tú y Semoor vais a sentaros con nosotros y tendremos una larga conversación sobre eso de que alguno de nosotros use magia con otro sin previa autorización.

Semoor se encogió de hombros.

—¿Ah, sí? ¿Y qué pasa con ella? —dijo señalando a Jhessail.

—Ella —dijo Islif— no es ninguna tonta. Cada vez tengo más dudas sobre vosotros.

—Vaya —comentó Semoor con una brillante sonrisa—, eso es muy tranquilizador.