El escondite de fuego de dragón
Hay tanta magia oculta en Cormyr
que apenas sé por dónde empezar.
Los seis espíritus encargados por Darlock,
la Corona del Asesino,
la Espada Cazadora,
la Puerta a Ninguna Parte,
las capas deambulantes de hechura de wyvern,
y la difunta Emmaera Fuego de Dragón,
que dejó tantas silenciosas espadas voladoras
para guardar sus huesos encantados.
Y no he hecho más que empezar la lista.
También están además todas las tumbas de los nobles.
Sebren Korthyn, Sabio de Elturel,
El Reino del Dragón:
Cormyr en tiempos de Vangerdahast,
Volumen I,
publicado en el Año de la Espada Reluciente
La mesa en torno a la cual estaban reunidos los tres lores era pequeña. De no haber sido por las copas de metal que había entre ellos, casi se habrían tocado sus nudillos.
Lord Maniol Corona de Plata miró a Yellander y a Eldroon.
—Creo que todo Cormyr sabe que tengo una buena razón para odiar a los Caballeros de Myth Drannor y para desear que pronto encuentren una muerte rápida y brutal —dijo en voz baja—. ¿Se puede saber cuál es la vuestra, señores?
Los dos lores sentados a la mesa intercambiaron una rápida mirada, Yellander asintió casi imperceptiblemente y lord Blundebel Eldroon se inclinó hacia adelante para explicarlo con toda la calma.
—Estamos furiosos con los Caballeros por haber acabado con una fuente de ingresos que nos deparaba a cada uno más de un millar de miles de leones de oro al año.
Corona de Plata parpadeó.
—¿Y puede saberse cómo puede un noble de Cormyr hacer tanto dinero sin que todo el reino se entere de ello?
—Con el contrabando —dijo Eldroon— de bienes escasos o prohibidos que cuestan mucho dinero y por los cuales no pagamos ni un cobre de impuestos. Entre esas mercancías escasas se cuentan ciertos vinos y esencias, muy buscados por los nobles, y con mayor avidez aún por los mercaderes más ricos de Suzail; por los que están desesperados por demostrar al reino o bien que son dignos de pertenecer a la nobleza o bien que son lo bastante ricos y poderosos como para poder tener todo lo que tienen los nobles.
—¿Y las mercancías prohibidas?
—Venenos y ciertas drogas prohibidas por la Corona. Thaelur, laskran, mascaranegra, behelshrabba… ese tipo de cosas.
—He oído hablar del thaelur y de que tiene algo que ver con el placer —dijo lentamente lord Corona de Plata enarcando las cejas, en señal de que esperaba más información.
—El thaelur proviene de las ciudades bestiales del sur —explicó Eldroon—. Proporciona una intensa sensación de placer físico y de breve alivio de los dolores articulares, pero cada dosis produce daño. Quienes lo usan con frecuencia pierden años de vida. De ahí que sea ilegal.
—Nosotros no nos preocupamos por el uso que hagan los demás de nuestros productos. Sólo nos ocupamos de hacerlos circular —aclaró lord Yellander—. Hacemos que entren mercancías caras sin pagar impuestos y hacemos ciertos envíos para aquellos que nos pagan bien.
Corona de Plata frunció el entrecejo.
—¿Esclavistas?
—Nada tan burdo, hombre. —Eldroon remarcó las sílabas con irritación—. Nuestros envíos son para aquellos que comercian en cadáveres escabechados y en partes de cadáveres, ladrones que desean joyas que han robado a nobles que estaban en un apuro fuera del reino. Ese tipo de cosas.
—Los Caballeros pusieron patas arriba nuestro almacén de Arabel. Con tanta inspección de los zhentarim, magos de guerra y Dragones Púrpura como ha tenido lugar desde entonces, nuestro negocio, que pasaba por ese edificio, se vino abajo.
Corona de Plata frunció el entrecejo una vez más.
—¿Y no podéis usar otro almacén? ¡Como si no tuvierais dinero suficiente para comprar docenas de ellos!
—Con dinero no se mueve un portal que los elfos crearon mucho antes de que existiera Cormyr —gruñó Eldroon—, y ese portal está en ese almacén y tiene su otro extremo al otro lado de esas montañas por las que pasan nuestras mercancías.
—Dicho sea de paso —dijo Yellander con voz meliflua alzando un decantador aflautado para volver a llenar las tres copas—, no habléis de esto con nadie, Maniol, o moriréis. —Levantó su copa llena y dio un sorbo. Hizo un gesto elogioso—. Muy lentamente —añadió con naturalidad— y entre gritos de agonía. Tenemos los venenos para garantizároslo.
Corona de Plata se quedó mirando la sonrisa amable de Yellander, luego levantó su copa e imitó el gesto de su anfitrión… y se dobló ante el dolor súbito que le produjo un fuego que surgió de repente en su garganta y estómago.
No podía respirar, no podía…
El mundo le daba vueltas, impotente, se deslizó de la silla y empezó a verlo todo de un extraño color verdoso. Maniol Corona de Plata se encontró en el suelo, retorciéndose y ahogándose, mirando indefenso la sonrisa tensa de Yellander y su mirada fría, muy fría.
Tranquilamente, su anfitrión sacó otra cosa y vertió parte de su contenido en la boca de Corona de Plata. El líquido lo inundó de una sensación de refrescante alivio, recorriéndolo como una rápida corriente que hizo desaparecer el dolor como si nunca hubiera existido.
—Siempre tengo el antídoto a mano —dijo Yellander, ofreciendo una mano a Corona de Plata para ayudarlo a ponerse de pie—. Es una política sensata para cualquier envenenador.
Dejándose caer agradecido en su asiento, Maniol Corona de Plata meneó la cabeza en señal de disgusto.
—Esa demostración no era necesaria.
Hizo con la mano un gesto como para borrar el recuerdo de lo que acababa de suceder.
—Lo que no entiendo es cómo es que vosotros dos no sois dueños de todo Cormyr, de los Obarskyr, los magos de guerra, los Dragones Púrpura, la apestosa Marsember y todo lo demás. ¡Podríais haber mandado largas caravanas cargadas, o ejércitos de relucientes armas por ese portal!
Eldroon meneó la cabeza.
—No prestéis oído a los relatos de los juglares. Los portales jamás reemplazarán a las caravanas para el negocio por tierra. Aunque la vía que se utiliza está libre de espíritus funestos y antiguos, que vigilan convencidos de que todo el que lo usa es su sustento por derecho, los propios caminos a veces “se tragan” o hacen desaparecer cosas que circulan por ellos.
—¿Cosas?
—Monedas, espadas, mercancías. Cualquier cosa que uno lleve puesta o que transporte.
—Y esa es la razón —intervino Yellander con su acento meloso—, de que uno pueda pasar por un portal con su mejor armadura y blandiendo la espada, y llegar al otro extremo desnudo y con las manos vacías. —Dio un sorbo a su copa—. Algo sumamente deprimente para un ejército de relucientes armas y sus monturas.
—Así pues, nuestro comercio se ha visto desbaratado —concluyó lord Eldroon—. Por eso queremos ver muertos a los Caballeros de Myth Drannor y a determinados magos de guerra y zhentarim, y queremos que sus cuerpos se pierdan o queden reducidos a polvo y este sea dispersado para que ni siquiera después de la muerte puedan hablarle a nadie sobre ciertas cosas que puedan haber visto en nuestro almacén.
—El cual, por otra parte —añadió Yellander—, también contiene muchos objetos legítimos que almacenamos para otros comerciantes.
Eldroon asintió.
—Sólo necesitamos que sean asesinados unos veintiséis, pero que sean los veintiséis señalados.
—Aventureros, magos de guerra, zhents —dijo Corona de Plata con el ceño fruncido—. ¿Quiere decir que vais a desatar una guerra en las calles de Arabel? Y exactamente ¿cómo pensáis hacerlo sin atraer sobre nosotros las iras de todos los magos de guerra del reino y además de la mitad de los Dragones Púrpura, que se lanzarán en nuestra persecución como perros hambrientos?
—No —se apresuró a aclarar Yellander—, en Arabel no. No somos necios.
—En Halfhap —precisó Eldroon.
—¿Halfhap?
—Una ciudad amurallada en el camino al desfiladero de Tilver, hacia or…
—Sí, sí. La conozco muy bien. ¿Por qué Halfhap?
—Tiene un aliciente que podemos aprovechar. Con vuestra ayuda.
—Muy bien —dijo lord Corona de Plata con cautela—. ¿Qué tal si empezáis por decirme en qué es clave mi ayuda para este ingenioso plan? Después podrías explicarme la parte ingeniosa y todo lo relacionado con ese aliciente.
Yellander esbozó una sonrisa tensa.
—Bien dicho, Maniol. Vamos allá, sin ambages. Os están vigilando.
—¿Quiénes?
—Los magos de guerra. ¿Quiénes si no? En este preciso momento están muy interesados en vos, expectantes por ver si tomáis las riendas de vuestra vida o cometéis traición, llevado por la furia de vuestras pérdidas recientes. Así pues, cuando nosotros demos la señal, morderéis nuestro anzuelo contratando a unos cuantos mercenarios y reuniendo a vuestros sirvientes más capaces para una pequeña excursión a Halfhap (por supuesto, comunicándoles a ellos el motivo a fin de que puedan irse de la lengua y difundirlo por todo Suzail), con el fin de buscar y de apoderaros de la magia de Emmaera Fuego de Dragón.
—Ah, ese es vuestro señuelo.
—Así es. La persistente leyenda local de la magia oculta y jamás encontrada de Emmaera Fuego de Dragón. Para ser más precisos, Emmaera Skulthand, aunque los juglares prefieren llamarla por su mote, por supuesto. Lleva mucho tiempo muerta y su nombre se repite una y otra vez en los relatos fantásticos de los bardos, precisamente el tipo de cosa que los aventureros, los zhent y nuestros magos de guerra, tan amigos de meter las narices en todo, encontrarán irresistible.
—Y si es tan irresistible ¿a qué se debe que nadie se haya apoderado todavía de la magia de Emmaera?
Yellander se encogió de hombros.
—Tal vez lo hayan hecho… Indudablemente no está en Halfhap, por lo que nosotros sabemos.
—Y puesto que los magos de guerra sin duda saben eso también, ¿cómo esperáis atraerlos?
—Pisáis un terreno sobre el que nosotros dos hemos discutido ya una o dos veces —dijo lord Eldroon sonriendo—. Permitidnos que compartamos con vos nuestras conclusiones.
—Hacedlo, por favor.
—Veamos, si nos aseguramos de que los Caballeros de Myth Drannor y determinados zhents (y una vez que nuestros aventureros favoritos hayan llegado a la Posada del Ropavejero de Halfhap, sin duda también acudirán los magos de guerra) hayan oído la noticia de que los libros de conjuros, varitas mágicas y todo lo demás, perdido hace tanto tiempo, han sido descubiertos detrás de una pared falsa en las profundidades del sótano de la posada, pero que nadie se atreve a acercarse porque están protegidos por un círculo de espadas flotantes animadas por medios mágicos…
—Espadas encendidas con mortal aliento de dragón —murmuró Yellander.
—Espadas guardianas que resplandecen con el aliento de dragón, que todo lo consume —confirmó Eldroon—. Lo más seguro es que los Caballeros y los magos de guerra salgan corriendo para hacerse con el trofeo. Y los rumores que nosotros difundamos y el señuelo de vuestros apresurados preparativos y vuestro viaje servirán para que ese “seguro” lo sea aún más.
Corona de Plata asintió. Daba la impresión de que su cara se empezaba a acostumbrar a esa expresión levemente ceñuda.
—¿Y cómo os va a ayudar eso? Una vez que descubran que allí no hay nada, ¿no volverán a marcharse?
—Ah, pero es que no es cierto que allí no haya nada. Hay un conjuro hecho por Emmaera Fuego de Dragón, una ilusión de sus libros de conjuros, varitas mágicas y chucherías. Los magos de guerra han registrado aquella ruina de posada docenas de veces, y también han eliminado su conjuro, pero vuelve una y otra vez. Era su señuelo, y es una de las razones por las que compramos la posada hace unos años.
—¿Su señuelo, decís? ¿Dónde reside entonces su magia?
—Nadie lo sabe, y jamás hemos querido derrochar dinero, tiempo y vidas en buscarla. Los sótanos de la taberna nos sirven como almacén intermedio, y el nuevo posadero nos sirve, enviándonos el dinero que producen las habitaciones de la planta alta, las habitaciones que no están llenas de nuestros matones.
—Así que los Caballeros bajan al sótano…
—Y nosotros les caemos encima —sonrió lord Eldroon—. O más bien, nuestros mercenarios se lanzan sobre ellos usando todos los pasadizos y rincones ocultos tras cortinas en los sótanos; van provistos de ballestas que disparan proyectiles envenenados con nuestros venenos, y todo ese tipo de cosas. Pueden abatir a los magos de guerra tan fácilmente como a los cabezahuecas de los aventureros.
—Y una vez hecho todo —añadió lord Yellander, deslizando hacia un lado la tapa de la mesa para dejar a la vista un hueco revestido de terciopelo que contenía una sarta de cuentas aparentemente corrientes y una nota que decía PRECAUCIÓN: COLLAR DE BOLAS DE FUEGO— esto producirá una pira revientacuerpos que impedirá que los magos de guerra puedan fisgonear en los cerebros de los muertos.
—¿Y cómo llegaréis allí a tiempo para utilizarla?
Yellander esbozó una sonrisa.
—Gracias a la otra razón por la que compramos la posada: el portal que hay en su despensa trasera. Sí, otro portal. El reino está lleno de ellos.
Viejo Fantasma dibujó mentalmente las tres últimas runas del conjuro, sin hablar y pensando intensamente en las palabras que ponían fin al encantamiento mientras lo hacía, en una diestra y precisa secuencia.
Y el turbulento, creciente resplandor del conjuro se transformó en un puño brillante que tras dejar una estela de chispas lo envolvió en un embeleso más dulce que cualquiera que hubiera experimentado en su larga existencia anterior.
¡Ahora dominaba todos los antiguos conjuros netherilianos! ¡Por fin!
Con gran regocijo se elevó desde aquella ruina “encantada” a la que le faltaba la techumbre, situada en las colinas de las tierras altas de Amn, y que había estado usando como cámara de conjuros, y atravesó el oscuro y enmarañado bosque como una tormenta rugiente, introduciéndose por las rendijas de una ventana trasera mal tapada con tablas en la despensa de una taberna, para pasar a continuación entre el bullicio y el humo como una flecha apenas entrevista que fue a clavarse en un huésped humano. Tenía toda la intención de adueñarse de él sin clemencia.
El hasta ese momento gordo e indolente amo de la taberna La Yegua Hermosa, el mejor (y único) abrevadero de la villa de Amnian, en Darthing, se arrojó de repente sobre una mesa llena de naipes y asestó un furioso puñetazo en la garganta a un guerrero que lo doblaba en tamaño, se apoderó de la espada corta del hombre que ya boqueaba, medio ahogado, y le cortó el gaznate antes de lanzar un aullido feroz. La cervecería de La Yegua Hermosa estaba tan atestada como siempre, y todos los hombres y mujeres allí reunidos se quedaron mirando con la boca abierta, mudos de asombro. El tabernero, Undigho Bellarran, blandía la espada corta en círculos, riendo y gritando incoherencias, mientras la sangre salpicaba todos los rostros y las mesas en derredor, hasta que arremetió contra un zapatero, al que asesinó delante de los gritos de su esposa.
Entonces Bellarran se convirtió en un torbellino gordo, jadeante, que iba y venía por el salón acuchillando a todo el que se le ponía por delante. Los hombres lanzaban juramentos y echaban mano de las dagas y cuchillos que llevaban al cinto, y morían, apuñalados y mutilados por un hombre que nadie podía creer que pudiera moverse con tal velocidad.
La esposa y la mesera favorita del tabernero cayeron en un charco de su propia sangre. El perro del viejo molinero yacía en el suelo, abierto del cuello a la ingle. Entonces, el tabernero, con la mirada desorbitada, cortó el gaznate a dos acobardados parroquianos con un solo golpe de la espada chorreante de sangre y se dirigió a la puerta.
No se entretuvo en rematar a los dos parroquianos que se arrastraban débilmente, aún con vida, sino que se lanzó a la calle principal de Darthing.
Los aldeanos se volvían a saludarlo, miraban sin poder creer lo que veían y morían a continuación a manos del tabernero, que no se paraba en barras y lanzaba mandobles a rodillas, muñecas y tobillos.
La gente chillaba y gritaba aterrorizada, y algunos hombres acudieron con palas y picos y herrumbrosas espadas de guerras pasadas, para tratar de acorralar al loco y detener su desaforada carnicería. No lo consiguieron.
Por tres veces derribó el tabernero a hombres armados que le hicieron frente, corriendo de un lado a otro y dando vueltas con la mirada desquiciada, de modo que nadie se atrevía a atacarlo por la espalda, por miedo a encontrarse de repente ante la sibilante espada en una de sus vueltas. Uno tras otro iban cayendo los habitantes de Darthingar, hasta que el herrero de la villa les gritó y ordenó que atacaran todos al mismo tiempo, abalanzándose sobre él por todos lados.
Otros dos murieron en la refriega, bajo los mandobles del tabernero, que no dejaba de gruñir mientras atacaba con más rapidez que nunca… pero todo acabó con el tabernero Undigho Bellarran escupiendo sangre y cayendo al suelo con el cuerpo atravesado por siete espadas, como un gran alfiletero de color carmesí.
—Bueno —les dijo el herrero al cerero del pueblo, que estaba a su derecha, y al caballerizo, colocado a su izquierda—, ya es…
Algo que parecía humo gris salió del moribundo, caído a sus pies, y los invadió a los tres, cerero, herrero y caballerizo, que se llevaron la mano al pecho, se tambalearon y cayeron de bruces al suelo. Muertos.
Aquella especie de humo corrió calle abajo… y se iba riendo.
Ante la mirada y los gritos aterrorizados de los habitantes de la villa, la risa de lo que ahora podían ver como un espectro con forma humana, cuyos brazos y piernas se deshilachaban como harapos de niebla, se convirtió en una risotada feroz.
Los pobladores de Darthing salían huyendo y se precipitaban hacia los sótanos para refugiarse allí, amedrentados, mientras Viejo Fantasma asaltaba a su paso a unos cuantos más, deteniendo los corazones de los seres humanos al pasar a través de ellos.
Siguió adelante a gran velocidad, regodeándose, ruidosa y triunfalmente, con una voz que era un bisbiseo ronco y terrible.
—¡Por fin todos los conjuros son míos! ¡He arrebatado el poder suficiente para destruir a Hesperdan! ¡Para destruir al mismísimo Manshoon!
Reía entre dientes mientras se precipitaba a toda velocidad hacia el este, dejando atrás Amn más rápido que un halcón.
Los antiguos conjuros netherilianos estaban deficientemente escritos. Los encantamientos despertaban las tensiones de las energías en movimiento y enfrentadas del Tejido del que se alimentaban. Un mago podía manejar dos conjuros al mismo tiempo, pero intentar un tercero desgarraría Netheril. Sin embargo, sólo un conjurador corpóreo corría peligro. ¡Viejo Fantasma podía sobrevivir activando seis al mismo tiempo, tal vez incluso más!
¡Y menudos conjuros eran! Lentos pero titánicos, capaces de fundir la tierra —la roca, el suelo, los flujos de energía, todo—, transformándola en energías que Viejo Fantasma, y sólo él, podía controlar dirigiendo su corriente hacia el Tejido de Sombra y no hacia el Tejido. Ya estaba volviéndose un experto en eso, y lo mejor de todo era que Mystra atribuía el leve debilitamiento del Tejido a Shar, aunque Shar ni siquiera podía percibirlo.
O al menos eso parecía. Si se equivocaba, pronto se enfrentaría a la ira de dos diosas furiosas… pero sólo si se equivocaba.
Había notado que sus conjuros también robaban energía a los portales, ocasionando un aumento de los que los expertos en el Arte denominaban «absorción del portal», o sea, la desaparición de elementos inertes que llevaban las criaturas que los atravesaban. Pero ¿qué más daba? ¡Sólo las criaturas que viven, respiran y tienen avidez de alimentos y bebida, y de otras criaturas, necesitan el dinero, la ropa y otras cosas por el estilo!
Formulando otro conjuro cada vez que necesitaba incrementar su fuerza, llegaría a convertirse en uno de los poderosos. Cada vez más fuerte, capaz incluso de levantarse otra vez como la niebla en caso de ser «destruido», siempre y cuando las criaturas siguieran usando los portales en cualquier lugar de Faerun.
Viejo Fantasma se dirigía velozmente hacia Cormyr, bramando y riendo triunfalmente.
Pennae avanzaba en medio de la noche de Arabel jadeando. Empezaba a cojear porque la pierna se le iba quedando rígida.
Tenía un corte en el brazo, y una espada zhent le había hecho algo más que un rasguño en la pierna. Había matado a los dos zhent que la habían herido, pero eso no había aliviado el dolor de sus heridas, y si perdía la agilidad, eso daría al traste con su carrera… por los dioses, con su vida.
Por eso había abandonado aquella Ztlegre refriega entre los zhent y los Caballeros de Myth Drannor, dejando que se mataran los unos a los otros en los establos, y había recorrido unas cuantas calles de la durmiente Arabel hasta ese lugar.
Las oscuras, desiertas y húmedas Torres de Crownserpent. La mansión clausurada de una familia de la nobleza menor que, por lo que sabía, había desaparecido, a menos que los muertos vivientes se enseñorearan de ella o pudieran tener descendientes vivos. Era un edificio antiguo y enorme, con grietas lo bastante grandes como para que un hábil y sigiloso ladrón pudiera introducirse por ellas, amén de marcos de puertas por los que cualquier niño podía trepar. Por todas partes había moho y podredumbre, el tipo de decadencia ocasionada por las infiltraciones de agua, las ratas y los pájaros.
Todo esto hacía de aquel lugar el escondite perfecto para ocultar pociones curativas hasta que fueran necesarias.
Un momento como este, por ejemplo.
La lluvia empezaba a amainar y la mansión estaba tan clausurada como siempre. Bien. No estaba de humor para enfrentarse a una banda callejera, ni a los sirvientes de un nuevo propietario.
Trepó por la jamba de una puerta y siguió la ornamentada cornisa de piedra hasta una esquina, para pasar a continuación a un ancho alféizar de piedra donde había un nido recién hecho. El ave pió una vez en sueños cuando el pie de Pennae se posó a su lado. Desde allí, un esforzado salto le permitió alcanzar el alero del tejado. Clavó los dedos como garras, porque todo estaba húmedo y una caída desde esa altura podía significar la muerte.
Arriba y al otro lado, y allí estaba el orificio de aireación cubierto.
La tapa se deslizó con la facilidad de siempre y Pennae se descolgó con cuidado. Siguió el orificio de aireación hasta la sala con seis ventanas, bajó…
Con la mano en una valiosa ampolla, se quedó de piedra. Murmullos. Voces. Voces de hombre. Al parecer, las Torres de Crownserpent ya no estaban vacías.