Capítulo 6

El regreso de los díscolos

Al final, todos los díscolos vuelven.

De lo que se trata es de volver vivo.

Horvarr Hardcastle,

Nunca un Alto Caballero:

La vida de un Dragón Púrpura,

publicado en el Año del Arco

La onda expansiva levantó a Florin Mano de Halcón y lo elevó por encima de los establos y de la enorme pared que había al otro lado. Se debatió durante un instante contra interminables rachas de viento sibilante hasta caer, lleno de magulladuras, en el tejado de la caseta de la guardia de la casa Delzuld.

Consiguió frenar la caída con una voltereta. El lugar le era desconocido, pero parecía mucho más seguro que el tejado del establo, plagado de espadachines asesinos. Consiguió por fin ponerse de pie, todavía un poco mareado y jadeante… y se encontró cara a cara con una muchachita que trataba de trepar por una verja, perseguida por un tipo de pésima catadura.

Ella aceptó la mano que le ofreció, y Florin la alzó hasta el tejado, la apartó y sacó la daga. Su espada había quedado clavada en las entrañas de un zhent en el tejado del establo, si es que todavía había un tejado.

Cuando Florin empuñó su daga, el asesino ya subía por la verja. Golpeó al explorador, le hizo perder pie y caer pesadamente de espaldas. Mientras corrían por el tejado, una aguzadísima daga se le clavó a Florin en el hombro como un carámbano.

El explorador lanzó un gruñido de sorpresa. El atacante trató de alcanzar la garganta de la chica, pero ella desvió el arma con su cuchillo. El brazo de Florin que había recibido la herida estaba inutilizado, pero consiguió asir al hombre por la garganta. Su contrincante se puso rígido mientras Florin cerraba los dedos sobre su gaznate y apretaba con todas sus fuerzas.

La mortífera daga volvió a atacarlo, y Florin trató desesperadamente de apartarse. Ambos rodaron por el tejado mientras el asesino movía la daga frenéticamente y el hombre que lo estrangulaba procuraba recobrar el equilibrio.

El cuchillo describió un arco descendente. Florin le dio un fuerte empujón a su agresor, invirtiendo la postura hasta casi tenerlo debajo. El asesino se escurrió del tejado y acabó colgando del borde, sin soltar a Florin.

Florin encogió los pies hasta la altura del pecho y dio una patada, empujando al asesino. Este manoteó en el aire, y después se precipitó hacia fuera.

Su pie tropezó en el alero y cayó hacia atrás, aterrizando sobre las lanzas de la verja, donde quedó desmadejado, colgado y moribundo, con las lanzas sobresaliendo de su pecho como rojos colmillos.

Florin pudo ver la suerte que había corrido el hombre a la luz de los faroles que brillaban abajo. Con una mueca, se dejó rodar, respiró hondo y trató de alcanzar la parte trasera del tejado, alejándose todo lo posible de la patrulla de Dragones Púrpura que ahora avanzaban por el callejón. Sentía el hombro como si el brazo estuviera a punto de desprendérsele.

La chica se encogió un poco cuando subió hasta ella gateando. Sin duda debía de tener un aspecto temible, empapado en sangre, arrastrando un brazo y con un rictus de dolor en la cara.

—¿Estáis bien? —preguntó con voz entrecortada, volviéndose de modo que la sombra de su cuerpo protegiera la cara de ella de la luz de los faroles. Detrás de ellos, abajo, la verja se sacudió y los Dragones Púrpura intercambiaron palabras bruscas.

—Sí, buen señor —murmuró ella, frunciendo el entrecejo—, pero vos estáis herido.

—Malherido, como suele decirse —dijo Florin entre dientes, tratando de sonreír con dificultad—, pero no deben encontrarme aquí. Debo marcharme sea como sea.

La muchacha se sacó un colgante que llevaba al cuello y lo puso en la mano buena de Florin.

—¡Rompedlo con los dedos! ¡Ahora!

Florin la miró vacilante y obedeció. Un resplandor intermitente se transmitió a sus dedos y le subió por el brazo, y se encontró jadeando y tembloroso en un trance que eliminó todo dolor. Pudo sentir cómo se cerraba su herida, cómo se volvían a unir los músculos desgarrados…

Cuando pudo ver otra vez, Florin parpadeó y tragó saliva.

—Señora —dijo—, tenéis mi más profundo agradecimiento. —Estaba ileso, curado como si jamás lo hubieran herido—. ¿Quién sois?

La joven le sonrió con aire de superioridad. ¡Por todos los dioses! ¡Seguramente no tendría más de trece años!

—Soy Alusair Nacacia Obarskyr, princesa de Cormyr —anunció adoptando una pose digna.

Detrás de ellos sonaron unas exclamaciones de sorpresa, y a continuación un juramento aún más sorprendido cuando el Dragón Púrpura que estaba en lo alto de la verja perdió pie y cayó de espaldas sobre sus compañeros.

—Princesa… alteza… es un honor —tartamudeó Florin—, pero debo irme.

Se arrodilló ante ella, y Alusair puso la mano sobre la suya en una caricia tan leve y fugaz que fue casi como si lo hubiera tocado una brisa.

—Por supuesto. Os ruego que os vayáis —dijo rápidamente—, y que los dioses os guarden.

Detrás de sí Florin oyó que un Dragón Púrpura decía con voz entrecortada:

—Es ella. ¡Por todos los dioses! ¿Cómo habéis venido a parar aquí, princesa?

Florin se agarró al extremo de una viga que sobresalía del muro y se volvió para tomar impulso y saltar, pero antes hizo una pausa para observar lo que le sucedía a la princesa.

—No tengo costumbre de dar cuenta de mis actos al primer Dragón Púrpura que se me pone por delante —le soltó Alusair, cuyo enfado iba en aumento al ver que los soldados se apresuraban a rodearla.

Varios Dragones Púrpura convergieron sobre ella en el tejado de la caseta de la guardia, alzando sus faroles. Florin todavía pudo ver la sonrisa triunfal de la princesa antes de desvanecerse.

Los Dragones Púrpura se quedaron maldiciendo su suerte y sumidos en una honda preocupación. La princesa se les había ido de las manos.

Ghoruld Applethorn, maestro de alarfones de los magos de guerra, soltó una risita de placer ante la escena que se reflejaba en su cristal escudriñador. Esa noche en Arabel estaba resultando muy entretenida.

El cristal se agitó cuando un relámpago hendió el cielo en algún lugar entre Arabel y Suzail, y el anillo del unicornio que tenía en el dedo parpadeó. La crepitante energía inquietó al hargaunt; este se deslizó por el suelo, como una cortina serpenteante e irisada con una cola y tentáculos, y empezó a trepar por la pierna de Applethorn.

La escaramuza de los establos había terminado, los Dragones Púrpura habían acudido al lugar y corrían de un lado al otro gritando y blandiendo las armas. Idiotas.

—Esto se pone cada vez mejor —dijo Applethorn frunciendo los labios—. Estos Caballeros van a resultar útiles. ¿A cuántos magos de guerra y nobles de ambición desmedida puedo hacer que maten antes de que salgan del reino?

Pasó un dedo juguetón por encima de la piel caliente y mullida del hargaunt, que ahora se le subió al muslo.

—Fuera del reino por ahora, hasta que los vuelva a necesitar para enfrentarse a la muerte.

Al salir de las nieblas azules que llevaron a Laspeera desde Arabel al palacio le pareció que había pasado sólo un momento; un momento que había dedicado a acudir a su vestidor para cambiar sus prendas húmedas por otras secas, y llegar de nuevo, sin pérdida de tiempo y por pasillos secretos, a los aposentos de la reina, donde acabaría su carrera. Por fortuna, el turno de guardia nocturna de la reina no era muy numeroso.

Sin embargo, en cuanto la maga de guerra Laspeera se acomodó para velar la noche de la reina Filfaeril, oyó un tintineo que casi nunca sonaba.

Laspeera alzó la vista, con expresión ceñuda. La activación de aquel conjuro de advertencia significaba que alguien acababa de atravesar un portal cercano. Específicamente el Camino de Regreso, el armario de una de las escasas habitaciones de esa ala del palacio que no estaba protegida contra magia de translocación y que probablemente había sido creado en tiempo del mago real Amedahast. Se reservaba para emergencias, y sólo lo conocían Azoun y su reina, un puñado de altos caballeros y algunos de los magos de guerra de más alcurnia. Al menos eso creía ella.

—Algo va mal —murmuró Filfaeril. Laspeera sacó una varita de su cinturón y un panel secreto se abrió con un levísimo susurro para dejar entrar a Margaster, que avanzó por la habitación llevando en la mano una pesada vara negra que crepitaba con un resplandor azulado y lanzaba rayos de poder. Filfaeril cogió una daga y un orbe mágico de una mesilla.

—Si mi Az…

Los tapices se ondularon y se abrieron, dando paso a Dove de las Arpistas, que entró en la habitación llevando en brazos a la princesa Alusair, inconsciente.

La reina palideció, pero Dove le sonrió.

—Está viva y no ha sufrido ningún daño —la tranquilizó Dove—. Su sueño se debe a un conjuro mío.

La boca entreabierta y la cabeza colgante de la princesa hacían que pareciera algo más que dormida, y Filfaeril no daba la impresión de estar muy tranquila mientras la alta y corpulenta mujer vestida con prendas de cuero desgastadas atravesaba la habitación y depositaba el bulto real suavemente sobre un mullido canapé.

—¿Dónde…? —empezó Filfaeril.

—En una colina cerca del Prado del Bufón —respondió Dove volviendo la cabeza—, donde por casualidad estaba reunida con otra Arpista. Vuestra hija apareció entre las dos de forma bastante intempestiva, evidentemente por medios mágicos, empapada, como podéis ver, y se mostró reacia a seguir mi sugerencia de acompañarme de vuelta hasta aquí.

Laspeera esbozó una sonrisa.

—De modo que vos…

—Hice un pequeño conjuro que la hizo sumirse en un sueño mientras todavía nos estaba amenazando con su pequeña daga. Fil, a vuestra pequeña le están empezando a crecer los dientes y está dispuesta a usarlos.

La Reina Dragón casi sonreía.

—¿Dijo dónde había estado y lo que había estado haciendo?

—No —respondió Dove—, de modo que empleé un poco más de magia para saber en qué había andado. No pude resistirme. En estos días, los juglares no tenemos muchas oportunidades de hacerles un conjuro a princesas dormidas.

La sonrisa de Laspeera desapareció.

—¿Has osado utilizar la magia con una Obarskyr? ¿No había un acuerdo entre las Arpistas y la Corona?

—Y así es —dijo Dove con firmeza, irguiéndose para mirar de hito en hito a Laspeera—. Sin embargo, los Elegidos pactamos con Baerauble y Amedahast y Thanderahast y Jorunhast y ahora Vangerdahast, los límites exactos de lo que podemos o no hacer en lo relativo al Trono del Dragón. Nuestro acuerdo es independiente del de las Arpistas. Además, Lasp, no estoy dispuesta a admitir una regañina de un mago de guerra sobre el uso de la magia. Vosotros hacéis lo mismo, y más, todos los días, y eso no os preocupa. Ante Mystra juro que todo lo que hizo mi magia fue provocar el sueño en Alusair y a continuación hurgar en sus recuerdos más recientes… y sólo en sus recuerdos más recientes.

Se volvió hacia la reina y añadió:

—Al enterarme de algunas de sus… actividades, le quité este anillo —Dove se volvió hacia Laspeera y le entregó un anillo que no estaba en sus dedos un momento antes— que esta noche la llevó a Arabel, antes de visitarnos a nosotras.

Otra vez se dio la vuelta para mirar de frente a Filfaeril.

—Fil —murmuró—, debéis prometerme que no vais a encerrar a vuestra hija menor, ni a permitir que lo hagan vuestros magos de guerra. Si lo intentaran, no harían más que empeorar las cosas. En lugar de eso, lo que tienen que hacer es seguirla (sin que ella los vea) mientras ella abre sus alas y se convierte en una mujer. Deben estar listos para correr en su ayuda si fuera necesario, pero poniendo cuidado en no hacerlo demasiado pronto, lo que la privaría de cometer sus propios errores y acometer empresas arriesgadas.

La Reina Dragón alzó el mentón.

—Contáis con mi promesa al respecto, Dove. Pero si albergáis sospechas de lo contrario, hablad. ¿Qué cosas oscuras habéis descubierto en la mente de mi Alusair?

—Que en este momento se siente constreñida. Detesta con toda su alma estar encerrada en palacio y vigilada siempre por cortesanos y magos de guerra que no la dejan ni a sol ni a sombra. Tiene sed de aventuras, hasta tal punto que entrar sola en una taberna a comer estofado y unos panecillos le sabe a aventura.

Laspeera suspiró.

—Sé que tenéis razón, Dove. La he estado vigilando. Sin embargo, comer en una taberna no es todo lo que ha hecho ¿verdad?

—No —respondió Dove pasando un brazo alrededor de la Reina Dragón—. Se dio un paseo por uno o dos callejones y se encontró con algunos borrachos y un zhentarim.

Filfaeril se echó a temblar, y Dove la giró y le dio un fuerte abrazo. A pesar de su férrea voluntad y de su lengua afilada, Filfaeril nunca había superado la muerte de su hijo Foril en su más tierna infancia, y sabía que lo que esa Elegida de Mystra le iba a decir a continuación no iba a ayudarla precisamente.

—Un zhentarim —repitió Dove en voz baja—. No un mago, sino un espía con un cuchillo. La princesa Alusair estuvo a punto de ser asesinada, de la forma más brutal, y lo sabe, gracias a los dioses. Salvó la vida gracias a la intervención de un joven al que vos conocéis, el aventurero con cédula real Florin Mano de Halcón.

Sintió que Filfaeril se ponía rígida y vio idéntica reacción en Laspeera.

—Él recibió la cuchillada que iba dirigida a ella —añadió—, sobre un tejado, bajo la lluvia, aunque no supo de quién se trataba hasta después. O al menos eso es lo que ella cree y recuerda.

La reina Filfaeril se desasió del abrazo de Dove y se volvió a mirarla con expresión casi impotente. Después miró a Laspeera.

—Y yo le mandé alejarse… les ordené que se marcharan —dijo mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—. ¡A los Nueve Infiernos con los planes de Khelben! ¡Y también con los de Vangerdahast! ¿No podemos hacerlos volver?

Muy lejos del castillo de Cormyr, donde una reina a la que todo Suzail conocía por su temple de hielo sollozaba impotente, un hombre que ya no era un hombre evaluaba la vida en su estado actual.

Horaundoon podía carecer de cuerpo propio, pero tenía la posibilidad de elegir entre todos los cuerpos de las personas vivas de Faerun. Reyes o plebeyos, guardaespaldas vigorosos o curvilíneas danzarinas, humanos u hombres serpiente o seres con tentáculos, cosas resbaladizas… en cualquiera de ellos podía «habitar».

Ahora que ya no era un mago servil; medianamente bueno, de los zhentarim, podía usar la Hermandad como arma, manipulando o poseyendo a quienes daban las órdenes en sus filas… o podía destruirla, abriéndose camino, diezmando esas mismas filas, hasta que no quedara nada que constituyera una amenaza para los Reinos.

Sin embargo, cada vez más descubría que esos empeños no estaban a su altura o que ya no le importaban tanto. El hecho de ser un espíritu fantasmal lo estaba cambiando, y los cambios lo entusiasmaban, le daban miedo y lo impulsaban a seguir adelante, hacia una vida desconocida.

Todavía muchas veces se introducía en las personas con ansias asesinas, abriéndose camino en su interior como una fuerza candente que los desalojaba en lo que dura un suspiro mientras les absorbía su energía vital. A veces lo hacía tanto como un impulso rabioso, por enfrentarse a la muerte o por furiosa frustración, como por su necesidad de fuerza vital para cobrar energía.

No obstante, Horaundoon estaba aprendiendo a disfrutar de esas intromisiones y a cuidar de sus víctimas al tiempo que las destruía.

En este preciso momento, habitaba un infortunado y rico mercader de Amn, un tal Ustraburl Hordree.

Con la capa ondeando en pos de sí, Hordree se encaminaba a casa por las relucientes calles de Athkatla, frotándose las manos de satisfacción. Sus presurosos guardaespaldas formaban un torvo círculo en torno a él mientras andaba a grandes zancadas, mostrando los dientes con una sonrisa de tiburón más ancha de lo habitual.

Horaundoon ampliaba esa sonrisa con su propio goce, tras haber habitado a Hordree cuando hacía el amor, en su secreta guarida, donde albergaba a sus amantes esclavizadas por las drogas.

Hordree era el tercer hombre al que Horaundoon había habitado durante días sin hacerle demasiado daño. Iba aprendiendo a dominar su rabia por lo que le había sido arrebatado, y también había aprendido a controlar a los humanos en lugar de apoderarse de su energía lisa y llanamente. Empezaba a sentirse cada vez más cómodo como espíritu fantasmal y empezaba a apreciar las posibilidades de su nueva existencia.

Atrás habían quedado los gusanos mentales y los conjuros élficos robados.

Nobles, aventureros y la realeza de Cormyr no eran más que marionetas y él estaba ahora por encima de todo eso.

Ya no le esperaba un retiro oculto, clandestino. Ni hargaunt ni miedo a ser perseguido por orden de Manshoon.

Vaya, que si hacía las cosas bien y tenía paciencia, bien podría eliminar a todos sus antiguos rivales entre los zhentarim, absorbiéndoles la vida. Lathalance y Sarhthor, Eirhaun Sooundaeril… y hasta el propio Manshoon.

Claro que sí.

Después de todos estos años, si se mantenía bien oculto —al fin y al cabo ¿quién podría estar buscando a Horaundoon, «muerto por su propia mano»?— por fin podría atreverse a atacar a Manshoon.

Destruir a Manshoon… eso sí que sería verdadero poder.

—Bien hallado, Dragón —saludó Dove cuando el rey Azoun volvió a la habitación—. ¿Ya os han informado de todo?

Azoun asintió.

—Así es, y os doy las gracias. Si esta noche seguimos teniendo dos hijas es gracias a vos.

—Gracias a Florin Mano de Halcón —lo corrigió Dove. Luego miró a la reina Filfaeril—. Ahora debo dejaros, me temo. Otros asuntos me reclaman. —Con un dedo frotó brevísimamente la hebilla en forma de arpa de su cinturón, sin que Laspeera ni Margaster lo notaran—. De modo que deberéis encargaros de velar por vuestras princesas.

Azoun le hizo otra reverencia con gesto adusto y dio un paso adelante para estrecharle la mano.

—¿Margaster? —llamó a continuación.

El viejo mago de guerra respondió con una inclinación de cabeza.

—¿Mi rey?

Azoun señaló con un gesto a la durmiente Alusair.

—¿Las Cámaras de la Sima del Dragón?

El mago de guerra asintió.

—Las dos, Tana y Luse —añadió Azoun—. Permanece con ellas todo el tiempo que puedas. Y te autorizo a hacer un conjuro que haga dormir a mis niñas durante un año si lo consideras necesario. ¡Pero no dejes que se escapen!

El mago de guerra volvió a asentir con expresión grave.

Aunque la oscuridad reinante en el Bosque de Hullack bastaba para engañar a la vista de la mayor parte de los humanos, daba la impresión de que esta noche había más árboles que de costumbre en torno al pabellón de caza de lord Prester Yellander y de que algunos de esos árboles se movían.

Un observador paciente habría identificado al final a esos troncos como torsos de guardaespaldas. Muchos, muchos guardaespaldas vigilaban atentamente, aguzando el oído para detectar cualquier sonido que delatara a alguien que se aproximase.

Esos veteranos mercenarios no podían oír nada de lo que sucedía entre las gruesas paredes de madera del pabellón, a pesar de la relativa quietud de la noche, porque los tres hombres que estaban dentro estaban cubiertos con múltiples capas mágicas. Lo suficiente para impedir el escudriñamiento hasta de los magos de guerra más perspicaces.

Eso era muy conveniente, porque cada una de las palabras que intercambiaban era un acto de traición.