Al rescate de una princesa
No son las reverencias y los halagos dedicados
a las princesas lo que me revuelve el estómago
mientras me producen sangrantes heridas y encanecen mi cabello.
No. Es el rescate de las princesas —una vez más— cuando por su
inconsciencia se meten en un problema tras otro.
Hay muchas duras lecciones que nuestras heroicidades les ahorran.
No tiene nada de raro que aprendan tan poco.
Horvarr Hardcastle,
Nunca un Alto Caballero:
La vida de un Dragón Púrpura,
publicado en el Año del Arco
El silencio fantasmagórico se desvaneció. El caballo de Florin, que no dejaba de corcovear y recular, por tercera vez estuvo a punto de hacer que se desnucara contra una viga baja. Por fin, Florin desistió de permanecer en la silla y se lanzó de lado sobre una pila de heno.
Pennae dio voltereta tras voltereta en el suelo y acuchilló furiosa y repetidamente al hombre con el que luchaba. La sangre que cubría su daga le llegaba ya a los nudillos. Cuando los gemidos del hombre cesaron, se puso de pie y miró a Florin con una sonrisa gozosa mientras corría a través del establo para asaltar a un hombre que estaba tratando de desmontar a Jhessail.
Mientras su daga encontraba un hueco entre las costillas del hombre, desde atrás, los cascos inquietos del aterrorizado caballo de Jhessail le dieron de lleno por delante. El hombre se dobló y, mientras caían juntos sobre el heno, Pennae le abrió la garganta con absoluta frialdad. Florin vio tres cadáveres detrás de él.
De los dedos de alguien oculto en el otro extremo de los establos brotaron tres destellos que surcaron el aire, sorteando los pilares, para seguir a los Caballeros que luchaban denodadamente, y Florin vio que Pennae daba un respingo y se tambaleaba al ser alcanzada por uno de ellos. Un instante después, Islif gruñó y se quedó tiesa en medio de un mandoble, momento que aprovechó su atacante para apartar su espada y obligarla a recular. Mientras Florin se lanzaba contra el hombre, el último de los rayos alcanzó a Doust y lo lanzó de cabeza contra una columna. Cayó sin emitir un solo sonido.
Florin chocó con un golpe sordo contra el que blandía la espada. El hombre cayó al suelo. Florin pasó por encima de él, dirigiéndose al lugar desde el cual algún mago zhentarim había lanzado aquel conjuro. Islif no necesitaba su ayuda para ocuparse de sus contrincantes, pero si a aquel mago se le metía en la cabeza lanzar un conjuro ígneo contra las columnas de madera que sostenían el establo, este se derribaría sobre sus cabezas y ocasionaría un incendio…
Al parecer, todos los zhent llevaban variopintos pantalones de cuero, chalecos como los que usan los comerciantes y botas, e iban armados con espadas y dagas que no respondían tampoco a un modelo uniforme. También daba la impresión de que morían con gran facilidad. Detrás de él un hombre dio un grito de pronto y empezó a ahogarse mientras Pennae reía.
—¡Me he vuelto a quedar sin enemigos! —gritó—. A mí, cobardes.
Todo esto no iba a congraciarlos con la Guardia de Arabel.
¿Sería esto una trampa? Esos hombres habían aparecido en el preciso momento en que desapareció el mago de guerra. ¿Quién iba ahora a atestiguar que a los Caballeros les habían dado estas monturas y que no eran simples ladrones de caballos?
Estos pensamientos tenía Florin mientras subía hasta el altillo por una escalera, siguiendo a una capa negra que se agitaba ante él, y salía por una trampilla. Antes de que el mago pudiera preparar un conjuro su precipitada carrera lo llevó a un tejado desvencijado y resbaladizo por la lluvia.
El mago retrocedía ante él mientras más guerreros zhent acudían con sus dagas y espadas para encerrarlo en un círculo y avanzar a continuación sobre él. Diez, una docena. Florin plantó los pies, preguntándose cuánto tardaría en morir un joven explorador de Espar recién armado caballero.
En la trastienda de la taberna del Viejo Podenco, Andaero Hardtower, de los zhentarim, resopló entre dientes a la cara del hombrecillo de la capa oscura.
—Ravelo. ¡Me importa un bledo si todos los reyes de hasta el último de los Reinos Fronterizos están ahí, en el salón, y lo mismo digo de todas sus enjoyadas furcias! Ya voy retrasado en mi informe y el cristal de escudriñamiento está empezando a relucir. ¡Necesito estar solo! ¡Vete!
Ravelo le lanzó una mirada torva y se marchó, justo cuando la bola de cristal, del tamaño de un puño, cobraba vida iluminándose repentinamente ante Hardtower, y una voz fría preguntaba, sin molestarse en saludar primero:
—Y bien. ¿En qué estupideces andas metido ahora?
—¡En n… nada, lord Sarhthor! —dijo Andaero con voz entrecortada por el nerviosismo—. ¡Tengo a todos mis hombres, salvo un puñado de ellos, ocupados en ejecutar las órdenes de Lathalance!
—¿Y cuáles son esas órdenes? —se oyó después de un suspiro.
—Esta noche nos ordenó eliminar a los Caballeros de Myth Drannor. Tienen en su poder un colgante del que debemos apoderarnos. Lathalance dice que si los matamos y recuperamos esa baratija desbarataremos de una vez por todas, los planes del mago real y de Bastón Negro de Aguas Profundas y sus malditas Arpistas, y que eso pondrá al Valle de las Sombras en nuestras manos.
El reluciente cristal no mostraba imagen alguna en sus profundidades y eso ya había empezado a parecerle a Andaero una buena señal cuando estalló en una retahíla de furiosas invectivas.
—¡Deténlos, necio! —fue el corolario.
—D…demasiado tarde —tartamudeó Hardtower—. ¡Están luchando con los Caballeros ahora mismo!
—¿Tienes a tus órdenes a un hatajo de borrachos? —inquirió Sarhthor con tono gélido—. ¿O a guerreros zhentilares?
—A…a un hatajo de borrachos. ¡Todos los hombres a los que vos entrenasteis han muerto luchando contra los Caballeros, y también todos los Dragones reclutados en Arabel, con el barón Thomdor a la cabeza! Estos que tenemos ahora son nuestros espías, además de todos aquellos a los que pude convencer con dinero o amenazándolos con entregarlos a los Dragones, para que lucharan con nosotros. Los dirige Neldrar.
—Entonces deja que mueran, y a Neldrar con ellos, y distánciate de todo esto —ordenó Sarhthor implacable—. Ahora mismo.
Cuando el cristal empezó a oscurecerse, Hardtower oyó a lo lejos el comienzo de un encantamiento y se estremeció al reconocerlo.
Las altas y estilizadas puertas de cobre con tonalidades ígneas se abrieron y apareció un semielfo también alto y estilizado, cubierto con una capa. Incluso antes de que las puertas se cerraran con un aterciopelado silencio, el enano que había estado esperando apoyado contra una pared curva dio un paso adelante para cortar el paso al semielfo y encararlo con mirada torva.
—¿Y a qué ha venido todo eso? —preguntó.
—Bien hallado, Raurig —dijo el semielfo con una sonrisa que trasuntaba otra cosa—. La Alta Dama desea unos vínculos más estrechos con el Reino del Bosque, con Cormyr —añadió con tono suave.
—¿Y entonces?
—Y entonces no tardaremos en anunciar el nombramiento de un nuevo emisario ante la Corte Real del Rey Azoun, en Suzail.
—¿Y quién va a ser…? ¡Por todos los dioses, Laroncel, sacarte a ti una información es como interrogar a un prisionero orco!
—¡Bueno, parece lo más adecuado, Raurig, ya que responder a tus preguntas es como hacerlo a las intimidaciones de un orco airado que trata de arrancarle algo a un cautivo! Tengo buenas razones para creer que lady Alustriel todavía tiene voz…
—¡Eh! ¡Apostaría a que tú sí la tienes!
—No veo ningún motivo para caer en groserías, Raurig, ni en referencias a cuestiones que no vienen a cuento. Como iba diciendo, lady Alustriel todavía tiene una voz que le permite hacer sus propios anuncios sobre la identidad de su emisario, como es costumbre, y no veo ningún motivo para que yo…
—Ah, ya veo. Del mismo modo que yo no veo motivo para informar a Su Amante Señoría de vuestra pequeña entrevista de ayer con Jersper de Luskan, respecto de…
—Ejem, Raurig, si pudiéramos no mencionar cuestiones tan personales… Estaba a punto de decir que no veía ningún motivo para no informar a alguien tan discreto como tú sobre la identidad del emisario. ¿Vale? Bien, me alegro de que nos entendamos.
—A mí también me abruma la satisfacción. ¡Larga de una vez, Lágrimas Relucientes!
—¡Raurig, por favor! ¡Permíteme conservar un atisbo de dignidad! Muy bien, aunque detesto hablar de cuestiones tan delicadas en este callejón, quiero que sepas (y que sólo lo sepas tú) que el nuevo emisario de Luna Plateada ante Cormyr será lady Aerilee Hastorna Bosquestival.
—¡Vaya! ¡Esa faldas alegres! Le va a prestar a Azoun buenos servicios, ¿verdad?
—Pienso que esa opinión entra en el terreno de lo privado y que no soy yo quién para darla.
—¿Por qué será que eso no me sorprende, Laroncel? Es de tu misma sangre, genio y figura… Apuesto a que vas a echarla de menos.
Laroncel Duirwood sonrió como si recordara algo muy placentero.
—Sí, pero mi puntería ha mejorado últimamente.
Mientras se alejaba pasaje adelante pensó que la risita del enano que oía a sus espaldas podía considerarse obscena.
Florin esquivó, atacó y se hizo a un lado, combatiendo con furia con el solo fin de seguir vivo. En lugar de tratar de herir, empleaba su alcance y su fuerza para hacer caer del tejado a un enemigo tras otro, y lo estaba consiguiendo, lo cual era una buena cosa, porque cada vez más hombres se abalanzaban sobre él por los flancos.
Uno de los atacantes más corpulentos, que había avanzado con cautela por el resbaladizo tejado en lugar de correr hacia Florin, llegó por fin al explorador. Llevaba un cinto lleno de dagas enfundadas, pero sólo blandía una enorme espada y usó ambas manos para levantar la temible arma hacia atrás. Trató de alcanzarla Florin con un mandoble de través en el que puso todas sus fuerzas.
Florin fingió un resbalón y cayó hacia adelante, sobre las yemas de los dedos de la mano que le quedaba libre, y cuando el hombre, riendo entre dientes, intentó su contragolpe, Florin saltó como una rana hacia su derecha y dio una voltereta, tomando la delantera con su espada y haciendo un corte al hombre en los tobillos, lo cual hizo que cayera con un sorprendido alarido de dolor.
Justo detrás de él otro hombre cargó contra Florin. Florin dio una voltereta frenética y cayó de pie con la espada levantada. Un rápido movimiento y el acero de Florin se clavó en el hombre casi hasta la empuñadura.
En ese momento una luz iluminó la noche y los espadachines que corrían por los tejados hacia Florin se detuvieron y se volvieron a mirar.
El mago al que Florin había perseguido hasta el tejado del establo se tambaleó, con la sorpresa reflejada en el rostro, un rostro que todos pudieron ver claramente en la noche lluviosa porque el cuerpo del zhentarim empezaba a resplandecer y unas runas hasta ese momento invisibles cobraban una vida ardiente de color escarlata por todo su cuerpo. El mago miró las runas y de ellas surgió una voz fría que entonaba una especie de encantamiento. Salvo el que ahora se derrumbaba sobre la espada de Florin, todos los demás hombres se dedicaron a observar y escuchar, como otras tantas estatuas oscuras en la noche.
El mago miró a Florin, con expresión de horror, y gritó.
—¡No! ¡Nooooo! —mientras el encantamiento llegaba a su triunfal conclusión. Las runas explotaron, el mago se desvaneció en un restallante estallido de llamaradas que lanzaron en todas direcciones a los espadachines, presas del fuego. Florin se lanzó hacia el borde del tejado.
—No me sigáis —ordenó la princesa con gesto grandilocuente a todos los reunidos en El Podenco Negro, y se internó en la noche con la capa que algún tonto mercader le había dado ondeando a la espalda. Intentando pasar desapercibido para todos aquellos arabelanos boquiabiertos, Ravelo Tarltarth se había deslizado en la cocina y había salido por la puerta trasera para convertirse en otra sombra de callejón.
No había sido difícil encontrar a la princesa, que seguía blandiendo la espada y la daga al volver una esquina. Se dirigía hacia vías más importantes donde, más allá de algunos establos y almacenes, había mansiones con balconadas y multitud de ventanas.
Ravelo no tuvo necesidad de moverse con sigilo. Podía caminar abiertamente ya que esa muchacha real era muy descuidada y sumamente predecible. Además, todavía no era conocido por la guardia local. Bajo, silencioso y con una calva incipiente, se parecía más a un tendero cansado que a un espía zhent. Tenía de sí mismo una idea elevada pues se consideraba uno de los mejores «ojos» de los zhentarim en el Reino del Bosque, uno capaz de pasar desapercibido para la Corona a pesar de que los magos de guerra metían las narices en todo, incluso en las mentes de todos los habitantes de Cormyr, de forma constante.
Ravelo tomó un callejón lateral, avanzó a buen paso en la húmeda oscuridad y se metió a continuación en una calleja transversal para volver a la calle por la que iba la princesa Alusair. Se agazapó en la boca de la calleja con la capa bien pegada al cuerpo. Sí, ahí venía. Parecía un actor de segunda representando el papel de un aventurero.
Ravelo apenas tuvo tiempo de esbozar una sonrisa antes de que él y la princesa tomaran conciencia de que algo interesante estaba sucediendo en el tejado de un establo, un poco por delante de la joven. Allí había hombres bajo la lluvia luchando con espadas y, muchos de ellos iban cayendo, uno detrás de otro, por el borde del tejado, estrellándose y perdiéndose de vista tras un almacén en el que todavía había luces encendidas y hombres transportando cajones y cofres. Bueno, los que todavía no se habían puesto a mirar hacia los combatientes.
De vez en cuando se oía un grito o un chillido. La princesa redujo la marcha, pero preparó la espada y la daga como para enfrentarse a la muerte, con ojos brillantes de entusiasmo. El gesto burlón de Ravelo se transformó en una sonrisa feroz.
De repente surgió un resplandor sobre el tejado, proveniente de alguno de los que allí estaban, e iluminó a una docena o más de hombres armados con espada y daga que parecían estar atacando todos a un solo hombre. Pero en ese momento se volvieron a mirar a un mago reluciente. Ravelo entornó los ojos. ¿No era ese Neldrar de la Hermandad? Sí, estaba casi seguro de que era Neldrar, cuyas órdenes desapasionadas había oído y obedecido Ravelo una o dos veces, y…
De repente unas cegadoras llamaradas dividieron la noche, una ráfaga de fuego que resonó en los oídos y que parecía provenir de Neldrar.
Rebotó en los edificios cercanos de más altura e hizo que salieran hombres despedidos en todas direcciones. Los hombres volaban por el aire, agitando brazos y piernas, y por todo en derredor caían cosas más pequeñas que hacían impacto en el suelo.
Ravelo vio cómo reculaba la princesa al ver rebotar en la calle, delante de sus botas, y salir rodando, lo que quedaba de un brazo humano. Media docena de guerreros zhent muertos o sin sentido se estrellaron en la calle. Sus armas cayeron con ruido metálico y fueron rebotando por la calle. Alusair, pálida como la cera, se volvió como dispuesta a desandar el camino hecho.
Maldiciendo entre dientes, Ravelo salió del callejón y se lanzó tras ella, pero se escondió al ver que se detenía y se dio cuenta del motivo: una patrulla de la Guardia avanzaba por la calle con las armas desenfundadas y atronando con sus botas el lugar. Eran una docena de Dragones Púrpura, cubiertos con cota de malla y con el Dragón de Cormyr en sus jubones. La simple vista de aquella insignia hizo que la princesa se volviera y saliera corriendo hacia la entrada del callejón en el que estaba Ravelo. Con una sonrisa de zorro en los labios, Ravelo la esperó, cuchillo en mano. Si encontraban a la princesa Alusair asesinada en Arabel, ciudad famosa por su rebeldía, Cormyr se levantaría en armas.
Y tras ese asesinato real, el reino quedaría tan sumido en la confusión que la Hermandad podría llevar a cabo todo tipo de desmanes y sembrar la muerte. Si difundían los rumores adecuados, para manipular a la ciudadanía eficazmente, era muy probable que pudieran iniciar una guerra civil.
Todo el crédito sería para sus superiores zhentarim, y también se llevarían la recompensa, pero Ravelo Tarltarth, espía zhent de baja categoría, pero oportunista, tendría ocasión de saquear y robar a manos llenas en aquel tumulto.
Y todo gracias a que había aprovechado el momento para cortarle el gaznate a una niña fatua y estúpida.
La princesa Alusair Nacacia entró como un rayo en el callejón y pasó al lado de donde estaba agazapado Ravelo. Este se volvió, levantando su capa y despojándose de ella con un solo movimiento, y con el pulgar impulsó hacia adelante un símbolo mágico que llevaba desde hacía tiempo en la cara interna de la hebilla de su cinturón, y lo arrojó sobre los adoquines. El símbolo emitió un destello y reinó el silencio.
La princesa ya se volvía tras haber visto con el rabillo del ojo que algo se movía en la oscuridad. Sus ojos se agrandaron por la alarma y la sorpresa y Ravelo, empuñando el cuchillo, ensanchó su feroz sonrisa. Los gritos que lanzó quedaron enmudecidos, y no le sirvieron de nada.
Era indudable que aquel hombre tenía intenciones asesinas. La joven princesa alzó la espada en gesto defensivo y consiguió parar la primera embestida.
Ravelo rió entre dientes. Era un acero espléndido, pero demasiado grande y pesado para el brazo delgado de la joven, a la que, además, se le enredó la capa en él. Vaya, iba a ser un trabajo fácil.
Tan fácil como para divertirse un poco incluso…
Lanzó una cuchillada a la cara de Alusair, pensando que ella se iba a echar atrás, pero la joven apretó los dientes y, a pesar de la arremolinante capa, alzó el acero ante él, de modo que Ravelo le mostró lo que puede hacer un cuchillo afilado al atravesar la gruesa lana y la camisa de lino como si fueran niebla y hacer un corte limpio y superficial en el brazo real que sujetaba la espada.
Alusair dio un chillido que quedó ahogado y se puso pálida. Retrocedió y abrió la mano. La capa se le deslizó de los hombros e hizo que la espada se le cayera de los dedos. Se dio media vuelta y salió corriendo, dejando atrás la capa y la espada, y con la daga destellando en su otra mano.
Ravelo corrió tras ella. Le bastaría un momento para echarse sobre la princesa, ponerle una rodilla en la espalda para sujetarla contra el suelo y cortarle el gaznate mientras se debatía y trataba de recobrar el aliento.
Sin embargo, Alusair corría hacia una verja de hierro alta y ornamentada, una verja que Ravelo conocía muy bien. Redujo la marcha, todavía más ancha su rabiosa sonrisa.
Era la entrada trasera a la mansión de la noble familia Delzuld. Esto se ponía cada vez mejor. Si se culpaba de la muerte a los Delzuld —lo cual era más que seguro si la encontraban bañada en sangre en la propiedad de la familia— considerando cuál sería la reacción más probable de estos, y de sus aliados, significaría sin duda el comienzo de una guerra civil.
Jadeando sin sonido debido al hechizo, Alusair sacudió la verja. Estaba cerrada y trepó por ella frenéticamente resbalando dos o tres veces sobre el hierro húmedo.
En lo alto volvió a resbalar, corriendo el riesgo de quedar allí clavada, en la fila de lanzas que coronaban la verja.
Ravelo se mantuvo fuera del alcance de sus pies y esperó. Si llegase a morir sobre la verja, treparía y dejaría su cuchillo clavado en ella hasta la empuñadura, pero sería mejor si…
Alusair sollozaba aterrorizada, mirando sin ver nada en la húmeda oscuridad de la noche, y cuando vio una mano que se le tendía y la sujetaba con firmeza pensó que los mismísimos Dioses Vigilantes habían acudido a rescatarla de su cruel destino.