Capítulo 4

Espadas bajo la lluvia

De aquella noche, por fortuna recuerdo poco más

que demasiados amigos que caían muertos

y mi mano apartando las espadas bajo la lluvia.

Onstable Halvurr,

Veinte veranos de un Dragón Púrpura:

Vida de un soldado,

publicado en el Año de la Corona

—¡Eh! ¡Eh! ¡Alto ahí, muchacho! ¿Adónde vas tan de prisa en una noche como…?

Esta voz era más profunda que la del primer borracho, e iba acompañada de un tufo a alcohol que mareaba. Alusair se echó atrás, poniendo la espada y la daga entre ella y aquel rostro entrevisto. La mano la soltó de golpe.

Pero volvió, esta vez un poco más baja, apartando el acero desnudo para presionar sobre su pecho y hacerla retroceder.

—¡Aparta ese acero de guerra!

Entonces el borracho dejó escapar una exclamación de sorpresa ante lo que habían encontrado sus dedos.

—¿Una chica? —gruñó—. ¿Una chica, salida de la noche como por arte de magia? ¿Acaso huyes después de cometer un asesinato?

—No —dijo Alusair tratando de que su voz sonara cortante y autoritaria, como había oído que hacía su padre muchas veces—, pero sin duda habrá un asesinato en este callejón si me vuelves a poner la mano encima.

—¡Vaya, vaya! ¡Calma! —La respuesta pareció sonar uno o dos pasos más alejada, como si el hombre hubiera retrocedido—. Una muchacha, ligera de ropa, en medio de la noche y bajo la lluvia sin un farol y llevando acero de guerra desenfundado… un proyecto de chica, además, con una espada demasiado pesada para ella…, ¿eres una acólita de Tempus quizá?

Parecía casi orgulloso, como si acabara de ganar algún premio.

—¡Que el Señor de las Batallas te guarde y te honre, doncella de la espada! Que Tempus te guarde, y te ruego que aceptes las disculpas del viejo Dag Runsarr, que en sus días no fue el último de los Dragones del rey. ¡Incluso llegué a ver al propio rey en una ocasión!

Alusair reprimió el impulso de decirle al viejo Dag que ella había visto al rey de Cormyr miles de veces, y a menudo tenía la sensación de que lo veía demasiado y al mismo tiempo demasiado poco.

—Que te guarde también a ti, Dag Runsarr —dijo en cambio—. Que te defienda y vele por ti.

Tanta grandilocuencia se vio bastante mermada por un repentino rugido de sus tripas. El viejo Dag rió entre dientes y se alejó por el callejón, en la dirección de donde ella había venido. Lo último que había comido Alusair había sido el desayuno, y apenas había probado un poco de clarry con especias después del mediodía… y ahora era noche cerrada.

Una taberna. En una taberna todavía darían comidas. También podría servirle una sala de festines, pero no tenía la menor idea de si en Arabel había alguna buena sala de festines, de modo que tendría que conformarse con una taberna.

Alusair siguió por el callejón hasta salir a una estrecha calle empedrada, iluminada por dos solitarios faroles. Sólo pudo ver casas en una y otra dirección, y el callejón que seguía al otro lado de la calle. Cruzó a la acera de enfrente, volviendo casi con alivio a la oscuridad. Un perro ladró a lo lejos, pero ella sabía que no tenía qué temer, ya que en Arabel los perros eran animales de trabajo y sólo los necios dejan a sus trabajadores expuestos a la lluvia para que se hielen y caigan enfermos. Sería raro que en un callejón hubiese perros esperándola, pero ratas…

Con ese alegre pensamiento siguió adelante, atraída por un olor que hizo que volvieran a rugirle las tripas. ¡Estofado!

Justo al frente, donde el callejón se cruzaba con otra calle y empezaba a apestar como hombres que han tomado demasiada cerveza, había una pequeña y sórdida taberna cuyo letrero colgaba de un gancho y que no se veía del todo en la oscuridad. La luz se vertía en la noche por las rendijas de su combada y mal ajustada puerta. Del interior llegaba ruido de gente charlando y olor a tabaco de pipa. Apuntando hacia abajo la espada y la daga, y sujetándolas con una sola mano, la princesa Alusair abrió la puerta de un empujón y entró.

El salón era pequeño, de techo bajo, y lleno de un humo tan espeso que casi podía cortarse, y de parroquianos. Se detuvo un momento, creyendo que se iba a hacer un silencio respetuoso, pero nadie pareció reparar en ella. No era más que otro visitante mojado y manchado de barro que buscaba refugio. Cuando echó una mirada en derredor, vio algunas cejas enarcadas por la sorpresa al ver las armas en su mano y por su sexo, pero todos perdieron pronto el interés y nadie dijo nada. Los prudentes arabelanos no solían hacer comentarios sobre esas cosas.

Alusair encontró una mesa vacía y se dejó caer con alivio en la única silla. Acomodó con cuidado las armas y se pasó los dedos por el pelo empapado para apartárselo de los ojos. Dos hombres no demasiado limpios que estaban en la mesa de al lado sobre sendas jarras le echaron una mirada de soslayo y volvieron a su conversación. Tenían narices largas y afiladas, y la mirada aguda. Alusair agachó un poco la cabeza para que la cortina de su pelo húmedo le ocultara los ojos y para que no se notara que estaba escuchando.

—Darthil ¿ves a ese que va vestido de verde? Es él —dijo uno de los hombres.

El otro giró un poco con el pulgar un anillo que llevaba en la mano con que sostenía la jarra. El anillo reflejó la luz de la vela y Alusair vio que lo habían pulido hasta darle el brillo de un espejo, a fin de que sirviera como tal.

—Ajá. Vaya, es un dandi, ¿verdad? Ya nos ocuparemos de él más tarde. —El otro farfulló algo—. Pero, dime, Mhaulo. ¿Quién es la vieja montaña de carne que está junto a él? ¿El guardaespaldas con el que tendremos que luchar?

—No, nada de eso. Lo más probable es que sea uno de esos a los que les debe dinero. Gulkar no tiene guardaespaldas desde que… —Mhaulo echó una mirada al otro lado del salón, al hombre musculoso de pelo blanco que estaba sentado junto a Gulkar, se volvió casi en el mismo movimiento, y dijo con sonrisa afectada—: Ese, Darth, es Durnhelm Draggar Lenth B. Stormgate.

Darthil enarcó una ceja.

—¿Se llama todo eso? No es de extrañar que tenga unos hombros tan anchos si tiene que cargar con todos esos nombres. ¿A qué corresponde la «B»?

La sonrisa de Mhaulo se hizo más amplia.

—Blade. Pero no he acabado: todavía hay más. El viejo Durn le preguntó a su madre por qué se llamaba Durnhelm Draggar Lenth, y ella le dijo que por la sencilla razón de que eran los tres que tenían más probabilidades de ser su padre.

Darthil suspiró.

—¿Sus tres últimos amantes?

—Sus propios hermanos.

Darthil miró a Mhaulo con manifiesta incredulidad y alzó su jarra.

—Bueno, menos mal que sólo tenía tres hermanos —dijo con cautela.

—Oh, no creas que eso significa mucho. Blade era el nombre de su caballo.

La princesa Alusair tuvo la sospecha de que se estaba poniendo colorada y se volvió rápidamente para apoyar la barbilla en la mano a fin de que Mhaulo o Darhill no pudieran verla. Al hacerlo, se encontró de frente con una mujer de aspecto cansado que llevaba un delantal y que se detuvo ante su mesa.

—¿Qué va a ser, muchacha?

—Ese estofado que estoy oliendo… —Alusair reparó en unos bollos que había en otra mesa y los señaló—. Ah, ¿y qué vinos tienes?

La voz de la mesera se volvió más aguda.

—Ninguno, muchacha, hasta la nueva cosecha. Las bodegas bien surtidas son para las casas grandes. Aquí, en El Podenco, servimos buena y honesta cerveza. —Hizo intención de retirarse, pero luego dijo—: Y dado que vuestra cara no me es conocida y que tenéis el acero desnudo sobre la mesa ante vos, creo que es mejor que os pida que paguéis por anticipado.

Alusair se la quedó mirando.

—Claro. —Inició un gesto ampuloso como para señalar al chambelán que tenía a su lado hasta que recordó que no había ningún chambelán.

Y como las princesas que andan rondando por el palacio no llevan bolsas llenas de monedas al cinto, no tenía nada.

Sintió una punzada de pánico, hasta que algo reflejó la luz de la vela de la mesa que tenía enfrente y recordó que llevaba varios anillos además del anillo mágico que había traído consigo.

El más sencillo era un cintillo de oro en el que había montada una pequeña y exquisita perla. Lo hizo girar en el dedo esperando que al estar este humedecido permitiera que el anillo saliera con facilidad, y los dioses le fueron propicios. Alusair lo alzó en el aire con gesto triunfal.

—Con esto —dijo.

La mesera abrió mucho los ojos y señaló la espada y la daga.

—Muchacha —dijo con desánimo, mientras todos los que ocupaban las mesas de alrededor se volvían a mirarlas—, supongo que no habréis hecho picadillo a un esposo con esas armas y habréis salido corriendo en medio de la tormenta. ¿Lo habéis hecho? Decid la verdad.

Alusair miró a la mujer airadamente y se irguió en su silla, echando los hombros hacia atrás como había visto hacer a los cortesanos durante toda su vida.

—Yo siempre digo la verdad —dijo con brusquedad—. El reino puede estar seguro de ello.

Alsarra y muchas otras doncellas y guardianes y cortesanos le habían enseñado a decir —y hacer— aquello desde antes de que aprendiera a andar.

—Ooooh —dijo alguien en una mesa cercana, imitando el aire altanero y pomposo de un noble, el mismo tipo de parodia al que tan aficionada era Alusair. Echó una mirada a su alrededor y vio el asombro reflejado en muchos rostros de expresión dura.

—Muchacha —preguntó un hombre gordo desde una mesa cercana—. ¿Quién sois?

Alusair se puso de pie lentamente, apoyó las yemas de los dedos sobre la mesa, miró a la mesera y después se volvió gradualmente para mirar a todos los que la rodeaban, hasta donde su postura se lo permitía.

—Ciudadanos de Cormyr —dijo con orgullo—, soy vuestra princesa. La princesa Alusair Nacacia Obarskyr, hija del mismísimo Dragón Púrpura.

Sus últimas palabras le recordaron que en la atribulada Arabel, hasta el último hombre de la Guardia local era un Dragón Púrpura que había prestado juramento a la Corona, y cuando sus ojos se posaron en Mhaulo y Darthil, que la miraban boquiabiertos, añadió con aire autoritario:

—Es mi voluntad real que ninguno de vosotros, ni aquí ni después de abandonar este lugar, advierta a ningún hombre de la Guardia o mago de guerra de mi presencia.

En el sobrecogido silencio que siguió, volvió a tender el anillo a la mesera, que se retrajo como si acabara de salir al rojo vivo de una forja.

—Por todos los Dioses Vigilantes, ¿es que vamos a creer las palabras de esta lengua larga? —resopló un mercader alto desde el otro extremo del salón—. Si esta muchacha llena de barro es la princesa Alusair, yo soy Vangerdahast y que llevo puestas las coronas de todos los reyes muertos de Cormyr mientras hago mis grandes jugadas, levantando al rey y la reina y colocándolos en sus casillas, y…

—¡Un momento! —dijo poniéndose de pie un comerciante de pelo gris vestido con ropas que en algún momento habían sido elegantes y con la voz conmovida por la ira—. ¡Nos deshonras a todos, hombre! Yo he estado en Suzail y presencié un gran desfile donde pude observar desde un balcón mientras pasaba la familia real, y esta es realmente la princesa.

Y en medio del repentino y profundo silencio que sobrevino, se puso de rodillas ante Alusair.

En el almacén de al lado, los hombres gruñían dando instrucciones, gemían con el esfuerzo e iban y venían mientras se trasladaban nuevas pilas de cajones y cofres bajo la luz de los faroles. El establo, sin embargo, estaba oscuro y silencioso. Sólo se oían los ruidos que hacían los caballos al sacudir la cabeza y revolver la paja.

Al parecer, los caballos más inquietos eran los que se habían ensillado para los Caballeros y que estaban atados a las columnas. Las cosas no mejoraron cuando los Caballeros los montaron.

—Que la suerte os acompañe, Caballeros de Myth Drannor —dijo Melandar, recorriendo la fila de caballos con una mano que relucía débilmente. Todos los caballos se calmaron a su contacto—. Ahora vuestros caballos conocen el camino hasta la Puerta Oriental, y sólo desearán ir allí. La puerta se abrirá al acercaros. Sabed que los buenos deseos de Cormyr van con vosotros y que agentes de la Corona os harán saber cuándo será bienvenido vuestro regreso.

—Gracias —murmuró Semoor—. ¿Se supone que ese mensaje nos llegará en vida?

El mago de guerra le sonrió con acritud.

—Por supuesto, señor sacerdote —dijo con cortesía—. Esto no es un exilio ni un castigo. Debéis considerarlo como un servicio especial a la reina. No me sorprendería verlos de vuelta en la Corte antes de lo que pensáis, pero ahora debo partir a ocuparme de mi siguiente tarea.

El gesto de despedida fue lo último que vieron de él los Caballeros. Su cuerpo desapareció, engullido por algún tipo de magia silenciosa mientras su mano decía adiós.

Florin suspiró y se sacudió como si saliera de un profundo adormecimiento.

—Bueno, será mejor que salgamos de Arabel sin demora, ya que eso es lo que se espera de nosotros y…

Algo se movió en la oscuridad, rápido y cercano. Islif se agachó para esquivar un cuchillo y luego alzó un brazo para apartar una daga lanzada contra ella. El caballo de Jhessail reculó y dio un relincho. Pennae se tiró de la silla sobre un hombre que salió subrepticiamente de detrás de una columna y que se lanzó contra ellos con una espada y una daga desenfundadas.

Otro hombre apareció junto al caballo de Florin, con un cuchillo reluciente. El explorador le dio con todas sus fuerzas una patada que lo alcanzó debajo de la barbilla.

Florin sintió que al hombre se le partían el cuello y la mandíbula cuando su bota lo levantó por los aires. Unos cuantos dientes reflejaron la luz del farol un momento mientras su dueño salía despedido. La montura de Florin corcoveó, asustada, y tuvo que tirar de las riendas para no caer de la silla.

—¡Que Tymora nos proteja! —gritó Doust.

—¡Que la luz de Lathander ilumine esta noche! —salmodió Semoor, y se hizo la luz en torno a ellos… pero se extinguió un instante después por obra de un conjuro que hizo que el aire crepitara en torno a los Caballeros.

Todos los caballos relincharon aterrorizados al mismo tiempo, un sonido espantoso que cesó tan rápido como si lo hubiera cortado un cuchillo, dejando sólo silencio. Un silencio que se lo tragó todo, excepto la risa fría y cruel de un hombre.

—Morid, Caballeros de Myth Drannor —dijo el hombre invisible—, a manos de los zhentarim. Faerun se beneficiará con la desaparición de las marionetas de una reina antes de que tengan tiempo de incordiar. Vosotros no sois nada. ¡Sed nada, entonces!

—Ahora hay seis Caballeros de Myth Drannor. Miradlos con atención. Todos, menos uno, de la floreciente ciudad de las torres de Espar.

Los guardias rieron entre dientes, pero siguieron mirando las imágenes relucientes por el conjuro. Hasta los magos de las casas nobles de menos categoría podían descargar su malhumor contra los subalternos que no prestaban la debida atención a sus órdenes.

—Este héroe alto, apuesto, codiciado por las mujeres, es Florin Mano de Halcón. Honesto, auténtico, rápido con la espada y mucho más ingenuo de lo que uno pensaría por su forma de actuar, o de lo que él mismo piensa. Esa granjera de rostro rudo que parece capaz de derribarlo en una pelea es Islif Lurelake. Es fuerte, de las que hablan poco, ya conocéis a las de su clase. La joven menuda y delicada con esos grandes ojos que parecen de elfa es Jhessail Árbol de Plata y tiene uno o dos conjuros en su repertorio. Parece una jovencita proclive al coqueteo, pero tened cuidado con ella, porque después de esta que se esconde detrás de todos, es la más peligrosa. Tenedlo presente si los Caballeros alguna vez atraviesan nuestras puertas.

—¿Y lo harán?

El mago de guerra de la casa se encogió de hombros.

—¿Quién lo sabe? Se dice que estos Caballeros ahora sirven a la reina, y ya sabéis lo que significa eso.

—Sé lo que suele significar, pero unos conocidos aventureros, armados con espadas, no son unos espías muy efectivos.

—Ya, pero pueden ser una distracción muy efectiva. Y también una amenaza —el tono del mago se volvió más incisivo—. De esto podemos hablar más adelante. Por ahora, dejad que os presente a los otros tres. La peligrosa es la extranjera. Se hace llamar Pennae, aunque ha usado más de una docena de nombres a lo largo y ancho de Sembia en los últimos veinte inviernos. Es una ágil ladrona, realmente buena. Debéis quedaros con su cara aunque no recordéis la de los demás.

—¿Y los hombres santos? ¿Son simples novicios?

—Así es. El bien parecido es Doust Sulwood, devoto de Tymora. Es tímido, modesto, pero no se le escapa nada. El otro es Semoor Diente de Lobo, de Lathander. Lo dominan su lengua afilada y su incapacidad para mantenerse callado. Lo que sale por su boca nos dará las excusas que necesitamos para atacar, encarcelar o hacer salir corriendo a estos Caballeros si asoman por aquí. ¿Alguna pregunta?

—¿Tienen alguna debilidad?

El mago suspiró.

—Son aventureros, Dlarvan. Por lo tanto, por definición, son unos necios incautos. Necios, incautos e inexpertos. ¿Os creéis capaces de manejar a un hatajo de idiotas como estos?

—Por supuesto que sí —dijo Dlarvan.

—Bueno, lidiamos con un mago a diario —musitó un guardia oculto en la oscuridad detrás de él.

El mago los miró entonces con su expresión más glacial, pero todos le respondieron con expresiones idénticas de absoluta inocencia. Bastardos sin madre.

Por todas partes salían de la oscuridad hombres vestidos de negro cuyas espadas relampagueaban a la escasa luz del establo. Pennae lanzó una daga a la cara de uno, luego saltó en otra dirección para acuchillar a otro apenas entrevisto.

Doust se tiró torpemente de su montura apenas un momento antes de que una espada se clavara donde él había estado antes. El que la esgrimía se escondió detrás del caballo de Doust, que lo estrelló contra un pilar de una coz.

Jhessail buscó una viga de la que colgarse para dejar a su caballo, que no dejaba de corcovear, pero tuvo que echarse hacia atrás con un pequeño alarido cuando un hombre se descolgó del altillo y lanzó una espada contra la viga a la que ella trataba de llegar.

En medio del silencio fantasmagórico del conjuro, mientras sus compañeros luchaban por sus vidas, Islif lanzó un juramento que nadie oyó.

La gente se amontonaba en torno a la vanidosa princesa mientras ella, entre suspiros de auténtico deleite, bebía a sorbos por el pitorro enfriador del cuenco para sopa más lujoso que tenía la taberna. Todos estaban empeñados en echar una mirada a la realeza, y en muchas caras se apreciaba la lucha interna entre el deseo de tocar a la princesa para que les diera buena suerte y la falta de atrevimiento, no fuera a ofenderse y a hacer que los magos de guerra y los Dragones Púrpura, ocultos por un conjuro, salieran de no se sabe dónde para matar a cualquiera que osase profanar a una Obarskyr.

Los viejos Dragones Púrpura retirados se acercaron en un silencio respetuoso e incluso se subieron a las sillas para satisfacer su curiosidad.

Entre todos los que trataban de ver a la princesa Alusair, nadie reparó en un huésped silencioso, un hombre menudo, vestido con guerrera y bombachos y una capa oscura para protegerse de la lluvia que observaba a la princesa con aire muy pero que muy serio desde una mesa cercana. Hizo un gesto afirmativo, como si fuera una señal de respeto, se puso de pie y, sorteando a la multitud de cormyrianos admirados, desapareció tras la cortina de la trastienda.