Disputa armada y carreras frenéticas
Los capitanes espadas te miran, y mientras mueren gritan:
«¿Quién defiende ahora el Cormyr por el que morimos?».
En medio de la disputa armada y las carreras frenéticas
Sólo encuentras una respuesta: «Sangrad un poco más».
Tarandar Diezdagas, bardo.
De la balada
Sangrando por Cormyr
publicada en el Año del Aullido
Florin Mano de Halcón dio la vuelta a la esquina. ¿Aquello que había delante era luz?
Apresuró el paso, avanzando hacia la pared del pasillo donde, sí, brillaba una luz que venía de arriba ¡De arriba! Salía de una grieta. ¿Sería una escalera?
Una escalera, por fin. Esbozando una sonrisa de alivio, el explorador subió por la estrecha y empinada escalera a grandes saltos, oyendo un débil jaleo de voces que iba subiendo de volumen rápidamente. Las cámaras del gran palacio estaban frente a él por fin y…
La luz de las lámparas se reflejó en las espadas desenvainadas que lo amenazaban. En el pasillo que había al final de la escalera, siete Dragones Púrpura con armadura le cortaban el paso, espadas o alabardas en mano y una expresión torva en sus rostros.
—¿Y quién venís a ser vos —preguntó el lionar que estaba al mando—, corriendo escalera arriba desde las mazmorras, con la espada desenvainada y la sangre de alguien empapando esa capa que lleváis en la mano?
Florin respiró hondo, sonrió con una confianza que no sentía, y anunció:
—¡Soy Florin Mano de Halcón, caballero de la reina, y debo hablar urgentemente con su majestad… o con el rey, o con lord Vangerdahast!
El lionar frunció el ceño.
—Fuisteis desterrado del reino, creo recordar, y los muchachos de Arabel recibieron orden de escoltaros afuera de nuestras fronteras. Veréis, no sé lo que hicisteis, vos y vuestros caballeros de Myth Drannor, pero por el Dragón por el que juramos ¡no permitiré que os acerquéis ni remotamente a las tres personas más valiosas del reino!
Apuntó con la espada desenvainada a Florin como si fuera una ballesta, y dijo con brusquedad:
—¡Y ahora deponed vuestras armas y someteos a nosotros, o por el Dragón que os atravesaré con mi espada, aquí y ahora! Sois un aventurero, y no confío en los aventureros… ¡Rendíos, Mano de Halcón! ¡Rendíos o morid!
—¿Son esas mis únicas dos opciones? —preguntó Florin, mostrando algo de enfado mientras comenzaba a ascender los últimos escalones—. ¿No me vais a llevar ante vuestro oficial superior? ¿O a enviarme a Vangerdahast con una escolta?
—Hoy no toca, muchacho. ¡No con el palacio repleto de miles de alborotadores como vos, y con nosotros, espadas reales, llevados hasta nuestros límites y más allá! ¡Y ahora arrojad esa espada o morid!
—¿Acaso todos leéis los mismos libros malos? —preguntó Florin con expresión cansada, subiendo la escalera para enfrentarse a las cinco armas que lo esperaban, y apartando de un golpe de espada las dos alabardas que iban directas hacia él.
Las alabardas trataron de alcanzarlo por ambos flancos. Retrocedió un par de pasos, poniéndose fuera de su alcance, y cuidadosamente depositó la piedra luminosa y la chaqueta de Pennae en un escalón más bajo, manteniendo la mirada fija en los Dragones mientras lo hacía.
Fue bueno que lo hiciera, porque los dos alabarderos descendieron por la escalera para atacarlo de nuevo.
Esta vez Florin avanzó rápidamente entre las dos alabardas, dejó atrás las puntas, y atrapó las astas bajo los brazos. Pateó con fuerza e hizo perder pie a los dos Dragones que las blandían, con lo que cayeron dando tumbos.
Florin les quitó los yelmos y los golpeó en la nuca con la empuñadura de su espada. Los dos guardias tendidos en el suelo se estremecieron y se quedaron quietos.
Se oyó un rugido de ira, y tres de los Dragones se lanzaron a por él, con las espadas lanzando chispas. El explorador los esquivó, echándose a un lado en el mismo escalón y volvió a la misma posición rápidamente, provocando que los tres guardias chocaran unos con otros, en medio de sonidos metálicos y empujones.
Mientras se tambaleaban, Florin cogió una de las alabardas caídas y le clavó la punta en el tobillo a uno de los Dragones. Cayó por la escalera, profiriendo juramentos. Florin lo persiguió, se abalanzó sobre él, y lo dejó inconsciente con la empuñadura de su espada.
—¡Deteneos, estúpidos! —rugió el lionar—. ¡Dejadlo! ¡Volved aquí arriba!
Uno de los Dragones se giró dispuesto a obedecer y la espada de Florin le cercenó los tobillos. Con un grito de dolor, rodó por la larga escalera con gran estrépito de metal… para acabar tendido abajo, inconsciente.
—Oh poderosos Dragones —se mofó Florin, mientras cruzaba espadas con el último de los tres Dragones que se había atrevido a bajar la escalera—. ¡Realmente vuestra habilidad en combate abruma a los bardos y a los cormyrianos honestos de un lado a otro del reino, y dará mucho que hablar en los días venideros! Contemplad: ¡siete contra uno pasa a ser tres contra uno! ¡Ah, pero esos siete han luchado tan valerosamente que no se ha oído hablar en todo el reino de una victoria semejante en los últimos noventa y nueve años! No desde…
—¡Cerrad la maldita boca! —El Dragón que luchaba con él se enfureció, lanzándole mandobles a diestro y siniestro—. Y maldito vos también…
Florin se agachó, el hombre perdió el equilibrio en uno de sus salvajes golpes, y el explorador asestó una fuerte patada en la parte posterior de la rodilla; el Dragón, que no paraba de proferir jutamentos, se golpeó en el borde de un escalón, antes de resbalar y aterrizar aparatosamente en el escalón inferior.
El guardia profirió un grito de dolor, y Florin golpeó su yelmo con la empuñadura de su espada con tanta fuerza que lo abolló mientras se desprendía de la cabeza de aquel hombre y caía botando con estrépito por la escalera. El Dragón Púrpura se desplomó hacia un lado sin emitir un solo ruido, inconsciente.
—Dos a uno —les dijo Florin al lionar y al único Dragón que quedaban—. ¿Queréis uniros al baile?
El lionar sonrió con frialdad, abandonó la escalera… y mientras el explorador se preparaba para hacer frente al último Dragón, volvió a aparecer en escena empuñando una ballesta cargada con la que apuntó cuidadosamente a Florin desde una distancia equivalente a una alabarda.
Lentamente Pennae tomó conciencia de que estaba tendida de espaldas sobre algún tipo de camilla y había algunos hombres inclinados sobre ella, hablando. Varios hombres. Aún llevaba las botas y los calzones, pero el peso del cinturón de Yassandra, con su varita y sus bolsillos, había desaparecido. También le habían quitado el vestido (sin duda para examinar sus heridas), pero se lo habían echado por encima para cubrirla.
Permaneció con los ojos cerrados y respirando lentamente, intentando no alterar la expresión de su rostro, mientras unos dedos delicados pero ásperos apartaban la fina prenda para tocarla sobre el corazón, mientras otra mano se posaba en su frente.
—Esta curación hará más efecto —dijo una voz de hombre cercana. Por su tono amable, debía de ser un plebeyo—, si todos permanecéis en silencio el breve tiempo que necesito. Si me lo poneis difícil pronto estaréis interrogando a un cadáver.
Alguien dio un suspiro de impaciencia.
—De acuerdo, sacerdote, haced vuestro milagro.
—Por la voluntad de la Gran Madre —lo reprendió el clérigo de Chauntea—. Los milagros son suyos.
Comenzó a murmurar palabras que Pennae no conocía. Suavemente, casi con veneración, sus manos se desplazaron desde su frente a sus labios, garganta y pecho derecho, y desde su corazón hasta su pecho izquierdo, ombligo, y a continuación bajo sus apretados calzones, más abajo de su vientre. Entonces ambos dedos la recorrieron, sin perder contacto con su piel, hasta las palmas de sus manos. El encantamiento finalizó, y Pennae luchó para no gemir de placer cuando un repentino y cálido cosquilleo la recorrió, llevándose todo el dolor. Se estremeció por completo mientras los músculos se tensaban y se relajaban, mientras los cardenales y las torceduras desaparecían y se llevaban consigo todas sus molestias. Se retorció sobre la camilla, tensando los músculos de manera involuntaria para elevarse hacia esos dedos maravillosos. Quería frotarse contra ellos, sumergirse en ellos, no separarse jamás de ellos…
—¡Está despierta! —exclamó una voz de hombre más grave—. Esa pequeña zorra está desp…
—No —dijo firmemente el sacerdote mientras empujaba a Pennae de nuevo contra la camilla. Fingió que la pellizcaba con fuerza—. ¿Veis?
La he pellizcado con fuerza suficiente para hacerla chillar de dolor, y ni se mueve. Lo que visteis fue su cuerpo subyugado ante la magia divina de Chauntea, no un despertar. —Aquellas manos delicadas se retiraron, cubriéndola de nuevo con el vestido—. Dejad que permanezca tendida, sin molestarla durante un rato. Se despertará dentro de poco.
—¡Sacerdote —contestó la voz más grave con tono irritado—, no tenemos tiempo para tales finuras! ¡Hay cientos de invitados en el palacio en estos momentos, y siguen llegando más! ¡Estamos al límite! ¡Hemos pedido más Dragones del otro lado de la laguna del Wyvern y aun así no tenemos suficientes! Si no fuera porque estamos todos repartidos por todos los pasillos, puertas y escaleras, intentando mantener a todos esos papamoscas en su sitio y algunas de las esculturas y pequeños retratos de su Majestad en su lugar, llevaría a esta muchacha de un Dragón a otro hoy mismo. Si es de Cormyr, al menos uno de ellos sabría quién es.
—Si estáis tan superados —dijo el clérigo—, ¿por qué hay nada menos que seis de vosotros apelotonados en la entrada para interrogar a una muchacha herida?
—Santo varón —respondió una voz más aguda y con el tono frío de la autoridad—. Sois el sacerdote de servicio en este turno, nada más. No pretendáis decirles a los Dragones Púrpura de Cormyr cómo hacer su trabajo, del mismo modo que nosotros no tratamos de dirigir vuestra devoción hacia la Madre Tierra.
—Por supuesto. —Por el tono de su voz empezaba a alejarse—. No soy un experto en asuntos de guerra. Aun así todas las personas santas están preparadas para hablar con los heridos y aconsejarlos, y sé mucho acerca de eso. También he sido un ciudadano leal de Cormyr toda mi vida, que paga sus impuestos, y tengo curiosidad: ¿por qué no llamáis al mago de batalla que tengáis más cerca (creo recordar que hay uno al otro lado del pasillo) y le ordenáis realizar el interrogatorio con sus hechizos? Es más rápido, y sabrá si lo que oye es verdad o…
—Algo, sobre lo que no tengo libertad para hablar, les ha ocurrido a un gran número de nuestros magos de batalla hace unas horas —la voz, que antes era fría, ahora era gélida—. Debido a ello están… ocupados, y hemos recibido órdenes de no apartar a ninguno de sus deberes de escudriñamiento para tratar con alguien que está solo e indefenso. Poniéndonos en lo peor será una loca o una ladrona, no parte de algún complot. O eso nos han dicho.
—Entonces ¿por qué no la mantenéis encerrada aquí, la dejáis dormir, y traéis a todos vuestros Dragones para identificarla cuando se despierte?
—Sacerdote, quedaos con vuestras hierbas y vuestros cultivos, y dejadnos esto a nosotros, ¿de acuerdo? ¡Podría ser una hechicera que estuviera esperando a que la encerráramos aquí para poder lanzar conjuros tranquilamente, para hacer que el palacio se derrumbe sobre nuestras cabezas y hasta la del último Obarskyr, mago de batalla, noble señor y cortesano! ¡Ahora marchaos!
—De nada por la curación —le reprochó con voz suave el clérigo de Chauntea mientras se marchaba.
—¡Que los dioses me libren de semejantes estúpidos bienintencionados! —dijo el Dragón Púrpura de voz grave con un suspiro de alivio que por lo alto que se oía debía de significar que se estaba acercando a Pennae. Un instante después oyó crujir una silla junto a ella—. ¿Alguien sabe cómo despertar a una muchacha recién curada?
—Abofeteadla —sugirió uno.
—Subíos a la camilla con ella —recomendó otra voz, astuta—, y enseñadle…
—Telsword Grathus, ya basta —dijo el oficial de la voz grave.
—Echadle agua en la nariz —dijo Grathus—. Eso siempre despierta a Teln cuando estamos acampados…
Le quitaron el vestido de encima, y se hizo el silencio.
—Es bonita —murmuró Grathus con un tono apreciativo—. ¿Deberíamos quitarle los calzones también? Podría esconder todo tipo de armas…
—Estoy seguro de que no es así —gruñó el oficial—. No, le quité las botas antes y saqué todos los pequeños cuchillos que había atado y envainado con tanta astucia dentro de ellas. Están en la mesa, allí, metidos en todas las presillas extra de su cinturón. Un arsenal impresionante. Tan bien surtido, de hecho, que dudo que lleve aún más. No tenía aspecto de prisionera maniatada que avanzara arrastrándose, acordaos, y con todo ese peso…
—Así que…
—¿El vestido se lo habéis quitado para obligarla a darnos respuestas —dijo la voz fría—, o para ofrecernos unas buenas vistas? Odiaría que fuera, por ejemplo, una doncella de Luna Plateada que le fuera a contar a su emisaria lo que le hicieron los célebres Dragones Púrpura.
Volvieron a echarle el vestido por encima y a continuación se lo alisaron con cuidado.
—Lo ha llenado de sangre —comentó Grathus—, así que podría quedárselo perfectamente. Podría necesitarlo para mantenerse caliente en la celda.
—Har har har —masculló otro Dragón—. Esto no me da buena espina. No me parece una ladrona.
—¿Ah, no? ¿Y a cuántos ladrones habéis visto, primer espada Norlen, para convertiros de repente en un experto? ¿Eh?
—Bueno —retrucó el otro—, estaban Draeran Dedoslargos, y las dos hermanas (Valera y comoquiera que se llamase la otra), y Lethran Armantle, y Dharkfox, y Balantros de Puerta Oeste, y aquel joven con la máscara que se hacía llamar la Mano de la Justicia, y…
—¡Ya está bien, Norlen!
—… Zarmos de Essembra, y aquel sembiano al que le faltaban dedos… ¿Glathos? ¿Klathos? ¿Martos?
—Era Drethlen Dlathos —dijo el telsword Grathus queriendo ayudar.
—Ah, gracias, no me salía. También estaba Amglur el Amniano, el Duque Hawkler, que no era ningún duque, y…
—¡Basta ya, Norlen!
—Yo… eh… perdón, señor. P… perdón.
—Olvidadlo. Tenemos a esta aquí ¿Os acordáis?
—Perdonadme, lionar —dijo rápidamente Grathus—, pero aún no sabemos si es una ladrona, ¿verdad?
—Grathus —gruñó el lionar—, cuando quiera tu maldita opinión te la pediré. ¡Y ahora mismo no te la he pedido!
—Sin embargo está en lo cierto —dijo la voz fría—. Ahora ponedle el vestido y levantaos de esa silla. Yo me ocuparé de esto.
—Pero…
—De nosotros dos ¿quién es el lionar y quién el ornrion?
—Sí, ornrion Synond —dijo el lionar con tono abatido. La silla volvió a crujir.
Pennae fue incorporada por unas manos ásperas hasta quedar medio sentada. Fingió estar inconsciente lo mejor que pudo, dejando la cabeza y los brazos colgando, mientras le pasaban la fina tela por la cabeza, bajándosela por los hombros y finalmente tirando de ella para cubrirle el resto del cuerpo.
—Oh —dijo el primer espada Norlen de repente—. ¿Cómo podría haber olvidado a la que perseguisteis, lionar? Transtra Trenzalarga, ¿os acordáis? Era guapa, aunque…
—Norlen —rugió el lionar—. ¡Queréis callaros!
—Ahorradnos el resto, gracias. Bien hecho, primer espada. Si llegara a necesitar a alguien que mate a esta prisionera a base de hablar, ya sé a quién llamar.
El telsword Grathus se rió por lo bajo, y el ornrion dejó que aquella alegría momentánea se diluyera en el silencio, antes de añadir con frialdad:
—Y si necesitara a alguien para entretenerla haciendo el tonto, también lo sabría.
Grathus se mantuvo prudentemente callado.
—Bien, muchacha —sonó la voz del ornrion junto a su oído—. Estoy seguro de que estás despierta. Probablemente te estás riendo para tus adentros, pensando en lo idiotas que somos. Soy el ornrion Delk Synond de los Dragones Púrpura, y tengo toda la autoridad para liberarte, encarcelarte durante el resto de tu vida, matarte ahora mismo, o simplemente cortarte en trocitos y alimentar con ellos, uno a uno, a los cerdos hambrientos que estén más cerca. Lo que haga dependerá de tu cooperación. Puedes empezar por abrir los ojos, dedicarme una sonrisa cortés, y decirme cuál es tu nombre. A continuación deletréalo, por favor, para que el lionar que está aquí pueda tomar nota.
Pennae abrió los ojos, sacó dos dedos rígidos para golpear al ornrion Synond en la garganta, y a continuación dio un salto, y pasó por encima del hombre, que se ahogaba.
La puerta estaba abierta, todos los Dragones gritaban, Grathus se apartó de ella, atemorizado, y Norlen hizo lo mismo, pero con una sonrisa de franca admiración. Había una mesa con pedestal delante de ella, a la derecha, y sobre ella, el cinturón que le había quitado a Yassandra.
Aterrizó, esquivó con la cadera el débil intento de agarrarla que hizo el lionar, cogió el cinturón, y se giró para amenazarlos con la varita.
—¿Queréis morir, dragones? —siseó.
El ornrion Synond luchaba por respirar y gritar algo.
—Ocupaos de él, lionar —ordenó—. Creo que necesitará que le saquéis los dientes de la garganta.
Aquello hizo que todos mirasen a Pennae pestañeando, atemorizados, y ella, a punto de sonreír, añadió:
—Primer espada Norlen, no pudimos escuchar la lista de todos los ladrones que recordáis. Si sois tan amable…
—¡Lo siento mucho… señora! Yo… bueno… eh…
El lionar cargó de repente contra ella. En respuesta, Pennae le lanzó la mesa con pedestal a las espinillas y se hizo a un lado para dejar que se diera de bruces contra la pared.
Entonces sacó una de las pequeñas bombas de arena que llevaba en uno de los bolsillos del cinturón y se la lanzó a la cara al telsword. La envoltura de hojas explotó satisfactoriamente. Grathus se tambaleó, cegado, alejándose de la puerta… y con el cinturón de Yassandra aleteando en la mano, Pennae se lanzó al pasillo, corriendo con todas sus fuerzas.
Florin se agachó y se deslizó rápidamente por el escalón, inclinándose para coger la piedra luminosa y la chaqueta de Pennae.
La ballesta hizo un chasquido, y su proyectil deshizo la piedra luminosa en fragmentos brillantes que salieron despedidos por doquier. Florin dio un paso atrás con los dedos sangrando y oyó al lionar proferir un juramento y decirle bruscamente al último Dragón:
—¡No te quedes ahí parado, tráeme la otra ballesta!
Florin se giró y se precipitó escalera abajo tan rápido como pudo. Oyó el sonido de un gong de alarma tras él. El lionar volvió a maldecir. Entonces se oyó el sonido chirriante del torno que recargaba la ballesta, que ya había sido disparada.
Florin se lanzó hacia la misma esquina que había rodeado con tanto entusiasmo cuando se disparó esa segunda ballesta.
El proyectil le pasó tan cerca que sintió un repentino ardor en la punta de la oreja izquierda.
Con una mueca de dolor, Florin siguió corriendo, dándose golpecitos en la oreja con la chaqueta de Pennae y decidiendo que ahora le había llegado a él el turno de maldecir.
Pennae corría a toda velocidad por el pasillo, mientras se iba poniendo el cinturón de Yassandra. Los Dragones que la perseguían gritaban. Aún no los tenía pegados a sus talones, pero faltaba poco. Era sólo cuestión de tiempo que se topara con otro puesto de guardia o se le terminara el pasillo.
Pasó por delante de muchas puertas oscuras y cerradas, y el jaleo de la multitud crecía. Necesitaba una puerta con ese ruido al otro lado…
¡Aquella!
Respirando hondo, Pennae tiró con fuerza de la pechera de su vestido, dejando que colgara de su cintura, abrió repentinamente la puerta y se mezcló a toda prisa entre la multitud que había al otro lado.
La habitación de la gran torre no tenía ventanas que permitieran mirar por encima de los tejados y de las torres de Zhentil Keep, pero casi no hacía falta. La superficie brillante de la mesa que dominaba la estancia apenas iluminada había sido tallada con un enorme mapa de las tierras que iban desde Tunland a Vast, y desde el Mar de la Luna hasta Turmish, con incrustaciones de piedras pulidas de distintos colores.
Detrás de aquella mesa había una gran silla, alta y oscura, decorada con tallas. En ella estaba reclinado lord Manshoon con una incipiente sonrisa en los labios.
La Shadowsil estaba sentada junto a él, en una silla más pequeña, con los brazos cruzados sobre el pecho y con su sonrisita de «voy a por ti».
Sarhthor estaba frente a ellos, desnudo. Su cuerpo estaba cubierto de sangre reseca y cruzado de enormes heridas. Le faltaban algunos dedos y casi todo el pelo. De su cuerpo habían surgido varios racimos de pequeños tentáculos, pero colgaban inertes, como si estuvieran muertos.
—Habéis venido a informarme con mucho retraso —dijo Manshoon con voz tranquila y sus grandes ojos fijos en Sarhthor—, y tenéis un aspecto bastante distinto de lo habitual. Así que decidme: ¿qué ocurrió en la Posada del Ropavejero?
—Unos zhentarim lucharon contra otros —respondió Sarhthor con calma—. No fueron las típicas traiciones, señor. Algo poseyó sus mentes y los transformó en marionetas, convirtiendo los cerebros de algunos en cenizas, y dominándolos a todos, obligándolos a lanzarse conjuros unos a otros y a nuestros zhentilares. Eirhaun Sooundaeril estaba entre ellos, señor, y tan afectado como el resto. No vi otra manera de proteger a la Hermandad más que desterrarlos de Faerun usando el hechizo más potente que conozco.
—Los enviaste al Abismo.
—Sí —confirmó Sarhthor, sin sorprenderse de que Manshoon supiera cuál era su hechizo más potente (y por lo tanto más secreto)—. Eirhaun lo percibió como un ataque y lanzó una magia que me arrastró también al abismo. Tuve algunas dificultades, como se puede ver por mi aspecto, para volver aquí.
—¿Eirhaun?
—También volvió, aunque muy debilitado, y está al cuidado de los sacerdotes ahora mismo.
—¿Los otros?
—Los maté a casi todos, buscando eliminar a las presencias controladoras que tanto temía.
—¿Y lo hiciste?
Sarhthor se encogió de hombros.
—Creo que sí… y se que he vuelto incontaminado.
Manshoon enarcó una ceja.
—¿Y si no te creyera? ¿Y te matara ahora para… proteger a la Hermandad?
—Hacedlo, señor, si lo creéis necesario —contestó Sarhthor con expresión algo cansada—. No me puedo resistir a vos, ni deseo desafiaros jamás. He servido bien a la Hermandad.
—¿Cómo? ¿No intentáis una huida desesperada? ¿No vais a rogar por vuestra vida?
—Señor, nunca se me dio bien rogar. Y si me pongo de rodillas ahora, me temo que caeré de bruces para no volver a levantarme jamás.
—Te creo —dijo Manshoon—. Puedes irte, y a ver lo que pueden hacer por ti los sacerdotes.
—Gracias, Señor —susurró Sarhthor. Hizo una inclinación de cabeza, se volvió para irse… y cayó de bruces.
—Symgharyl —murmuró Manshoon—, utiliza tu magia para llevarlo, lo más rápida y delicadamente que puedas a la sala de curas. Preferiría no perderlo.
La Shadowsil enarcó una ceja.
—¿Y podré… recompensarlo?
—¿Debidamente? Por supuesto. Quiero conocer cada pequeño rincón de su mente.
—Sí. No dijo nada en absoluto acerca de las Espadas de Fuego de Dragón.
—Cierto. Da la casualidad de que tengo ese asunto entre manos. Aun así será interesante conocer sus deseos al respecto.
—Pronto lo harás. Entonces ¿qué vamos a hacer con lo que se extiende por Cormyr?
Manshoon sonrió, agitó una mano y de repente comenzaron a surgir luces azules en el aire sobre varios lugares de la mesa, anunciando la llegada de muchas esferas de escudriñamiento flotantes.
—Observamos; sólo eso; y disfrutamos del entretenimiento, mientras estalla la violencia en la fiesta del palacio del Dragón Púrpura, y los magos de batalla se matan unos a otros. Espero muchas disputas armadas y muchas carreras frenéticas de un lado para otro.
La Shadowsil esbozó su sonrisa felina y se marchó.
Manshoon miró en silencio su ágil balanceo, hasta que el tapiz de muchas magias se arremolinó, cerrándose tras ella. Sólo entonces añadió con voz tranquila:
—Y mientras complaces al leal Sarhthor, me impondré a tu mente y sabré todo lo que averigües sobre él. Al igual que conozco todas tus pequeñas traiciones. Y los castigos que merecen, esos que disfrutas tanto. Qué mente tan retorcida.
Se estremeció momentáneamente, y añadió en un susurro:
—Por eso te amo tanto.