Capítulo 24

En nombre del rey

Ha habido reyes buenos, y reyes negligentes, /

borrachos y locos, reyes malos y tiranos;

pero aun así sus fechorías palidecen ante el elevado número

de injusticias y locuras llevadas a cabo por otros,

en nombre del rey.

Mallowthear Stelthistle,

Vagas nociones de un sabio,

publicado en el año de la Maza

—¿Escucháis eso? —dijo Islif de pronto, inclinando la cabeza hacia un tubo transportador de mensajes. Un ruido atronador… el clamor de cientos de personas charlando excitadamente…—. La revuelta está comenzando, o lo hara pronto. Se nos acaba el tiempo.

—Antes de que preguntéis —dijo Jhessail—, no tengo ningún conjuro que nos haga caber dentro de tu tubo y salir volando de él. Si alguna vez salimos de estos malditos sótanos, será usando la escalera.

—Una escalera que todavía tenemos que encontrar —dijo Semoor—, y la misma carencia de magia nos afecta a Doust y a mí, así que tendrá que ser a la vieja usanza. —Levantó una bota y la agitó, por si alguno delos caballeros que lo acompañaban habían olvidado cuál era «la vieja usanza».

A juzgar por sus expresiones de cansancio, ninguno de ellos lo había olvidado.

—Podríamos abrir más puertas —dijo Doust—; si Pennae…

—Sí, santurrón —contestó Islif, algo malhumorada—, y podríamos salvar el reino si el rey, la reina y Vangerdahast vinieran caminando hacia nosotros ahora mismo. Pero no lo harán. No me hagas perder el tiempo con los «si…».

—Eso —dijo una voz de mujer, fría y aguda, que provenía de la oscuridad— suena como el consejo de un heraldo. No soy ninguno de los tres que buscáis, pero sé qué sois: intrusos. ¡Arrojad las armas, en nombre del rey!

La mujer que avanzaba a grandes pasos por el pasillo en dirección a ellos podría haber sido una versión más grande y musculosa de Pennae. Sus prendas de cuero y sus botas eran de un negro lustroso, y su rostro, tan afilado y amenazador como la espada que brillaba en su mano.

Sí, era elegante, y se movía como una bailarina. Por comparación con su elegancia y sus curvas, Islif Lurelake parecía un hombre. Una granjera de rostro enrojecido y sucio como resultado del trabajo, con el pelo revuelto.

—¿Vos también invocáis el nombre del rey? —Islif meneó la cabeza, dando un paso hacia la mujer que se aproximaba—. ¿Por qué no dejáis caer el vuestro, ya que estáis, y así hablamos un poco? Da la casualidad de que estoy buscando al rey, y también a la reina. Sin mencionar al mago real Vangerdahast y a dos caballeros compañeros nuestros, que fueron separados de nosotros, aquí abajo, por una especie de barrera de hierro que cayó de lo alto…

La mujer vestida de cuero elevó la voz para imponerse a la de Islif.

—¡Me parece haberos dado una orden muy clara, malhechores!

—No somos malhechores, sino aventureros financiados por la Corona y Caballeros del reino —la corrigió Islif—. Y me parece haberos hecho una sugerencia.

Se miraron la una a la otra con expresión sombría y en silencio por un instante antes de que Islif añadiera con voz tranquila:

—Por lo que a mí respecta (ya que no os habéis dignado identificaros), vuestra autoridad no tiene validez alguna con nosotros. Veo a una mujer vestida de cuero, sola, corriendo en la oscuridad con una espada desenvainada en la mano. Es evidente que es una ladrona o una asesina a sueldo. Así que creo que ahora os ordenaré que os rindáis, en nombre del rey Azoun IV de Cormyr.

—Y en el de la reina Filfaeril, nuestra patrocinadora personal —añadió Jhessail, echándose a un lado como para poder lanzar conjuros libremente.

—¿Y tenéis pruebas de ese patrocinio? —dijo la mujer con una sonrisa sarcástica, apoyando una mano sobre la cadera, entre todas las dagas envainadas y las bolsas que llevaba.

—¿Acaso tenéis un nombre, para estar haciéndonos semejantes preguntas? —preguntó bruscamente Semoor Diente de Lobo—. Nos hemos topado con Dragones Púrpura a lo largo y ancho del mundo; y con magos de guerra, también; y pocas veces nos hemos encontrado con una arrogancia de tal magnitud. Y que conste que en eso de ser soberbio con los extraños no hay quien me supere. No sois una Obarskyr… ¿Quién sois, pues?

—Rarambra Targrael, Alta Dama de Cormyr —dijo la mujer de la espada, echando fuego por los ojos—. Juré ante Azoun en persona, no sólo mi rey, sino un amigo y algo más para mí.

—Mirad lo poco sorprendido que estoy —murmuró Semoor—. ¿Hay alguna mujer al sur de, digamos, el Prado del Bufón, a la que Az…?

—¡No cometáis traición! —rugió Rarambra—. Y vuelvo a decir, en nombre de Azoun, que depongáis las armas, Caballeros (si es que lo sois), u os proclamaré traidores y os trataré como tales.

—¿Y cuál sería… ese tratamiento? —preguntó Doust Sulwood, avanzando un paso.

Por toda respuesta, lady Targrael le dedicó una sonrisa que no tenía nada de atractiva y se tocó el collar metálico que llevaba en la garganta.

Apareció súbitamente un resplandor que la rodeó y que se movió con ella, mientras cargaba contra Doust.

—¡Veamos con cuánto entusiasmo os ayuda Tymora, sacerdote de la suerte!

Doust se retiró rápidamente, levantando su maza. Ella lo miró con desprecio y dictó sentencia:

—¡Cobarde!

A continuación lo embistió. Su arma se encontró a mitad de camino con la espada más larga y pesada de Islif, que la recibió con un sonido metálico.

La Alta Dama pestañeó, incrédula. A continuación apretó los dientes y dio un empellón, a pesar de que Doust ya se había alejado bastante. El brazo de Islif se mantuvo donde estaba, duro como una barra de hierro e inamovible. Las espadas estaban enganchadas y temblaban.

Pasaron varios segundos mientras lady Targrael luchaba, Islif se mantenía como un poste de lúgubre sonrisa y el resto de los Caballeros miraba.

Vieron el rostro de lady Targrael nublarse de ira mientras se esforzaba y empujaba, tirando de la espada para tratar de arrojarla más allá, encontrándose con que estaba hábilmente atrapada y sujeta por el arma de Islif… la lucha silenciosa continuó… hasta que, de repente, la Alta Dama sacó una daga de su cinturón, para apuñalar a su contrincante.

Pero se encontró con un brazo que la asía fuertemente de la muñeca, a medio camino, y con la sonrisa tranquila de Islif, que asomaba detrás. Lady Targrael miró furiosa aquel rostro, y vio que le respondía con una mirada de desprecio.

—¡Traidora! —siseó.

—Me he dado cuenta de que esa palabra la utilizan demasiado a la ligera —contestó Islif— personas como vos, simplemente para etiquetar a alguien que está en su contra. Me estoy cansando de ella. —Sus hombros se tensaron y levantó a su adversaria, agarrándola por la muñeca. La lanzó por el pasadizo, contra la pared.

Lady Targrael se dio un buen golpe contra la dura piedra, a buena distancia del suelo, y se deslizó hacia él con un rugido lleno de ira. Tras ponerse de pie cargó por el pasillo, lanzándose hacia Islif.

—Caballeros —ordenó Islif, mientras avanzaba para enfrentarse a aquella tormenta de acero—. Seguid abriendo puertas. No podemos permitir que esta mujer siga retrasándonos. ¡Podría estar implicada en la traición!

Jhessail y los dos sacerdotes la miraron fijamente y recorrieron apresuradamente un corto tramo del pasadizo, hacia donde no habían examinado aún las puertas, y empezaron a tratar de abrirlas.

—¿Y bien, Alta Dama? —preguntó Islif, mientras sus espadas arrancaban chispas al chocar la una con la otra en un baile enceguecedor que no permitía a la mujer de negro avanzar un solo paso—. ¿Aún no os habéis cansado? ¿Estáis dispuesta a plantearos una tregua para que sirvamos juntas al reino?

—¡No! —le dijo con rabia la otra, que ya comenzaba a jadear—. ¡Yo defiendo este nivel y vos os someteréis a mi autoridad! O si no…

—¿Qué haréis, si no? —gruñó Islif, empujando con más fuerza y obligando a su enemiga a ceder terreno—. ¿Me mataréis con vuestro desprecio?

Lady Targrael dio un salto hacia atrás con un rugido de ira y una sacudida de cabeza, rompiendo el abrazo de ambas armas, y corrió por el pasillo, dirigiéndose hacia la espalda desprotegida de Doust.

Semoor gritó una advertencia y Jhessail levantó las manos para tejer un hechizo, pero Islif dio un grito mientras corría tras la atacante.

—¡Ahorrad los hechizos! ¡Dejádmela a mí!

Doust se giró, vio que estaba en peligro, y se apartó de un salto de la puerta que acababa de forzar, que quedó balanceándose.

—¿Has encontrado algo útil? —le preguntó Islif.

—No —respondió, tratando de ignorar el vendaval vestido de cuero negro que iba corriendo hacia él, con la espada y la daga lanzando destellos—. ¡Sólo una rampa de bajada hacia la lavandería!

—¡Servirá! —contestó Islif—. ¡Nos vendrá de perlas! —Y, dando un acelerón, alcanzó a la Alta Dama, desvió el malintencionado intento de apuñalarla de lady Targrael, y arremetió con el hombro contra la guardiana.

Esta trastabilló, estuvo a punto de caerse, y finalmente recuperó el equilibrio y se giró para rajar a Islif con la espada y la daga.

Islif se agachó y, de una patada, separó los pies de Targrael del suelo, haciendo que cayera de espaldas. Esta lanzó un grito de dolor y soltó espada y daga, aunque se levantó con otra daga desenvainada y una mirada asesina.

Islif también se irguió, dando un tajo con la espada para obligar a la Alta Dama a echarse atrás, para evitar que la abriera en canal. Lady Targrael cedió terreno con un gruñido; y entonces se giró súbitamente, se alejó corriendo a una velocidad vertiginosa y recogió su espada, caída junto a la pared del pasadizo.

Después de aquello vino la patada de Islif, a la que aplicó todo el peso de su cuerpo, y que machacó la mano con la que la Alta Dama sostenía la espada.

Targrael gritó de dolor mientras su espada se alejaba dando vueltas, y Jhessail entró rápidamente en escena, lanzando un tajo con su puñal al cinturón de la enemiga.

Esta se combó ligeramente, dejando a la vista un vientre plano y sudoroso. Jhessail dejó caer su daga, cogió la parte de debajo de la guerrera de Targrael y tiró hacia arriba, dándole la vuelta a la prenda y cubriéndole con ella la cabeza.

Acto seguido, le plantó un puño en lo que juzgó que sería la cara de aquella cabeza cubierta, para a continuación echarse atrás mientras se sujetaba la mano con una mueca de dolor.

Mientras Doust, Islif y Semoor se aproximaban, e Islif empezaba a decir que se la dejaran a ella, Jhessail cargó contra la Alta Dama, que luchaba por liberarse. Encontró la mano destrozada con la que sujetaba la espada y la golpeó con fuerza, aplastándosela contra la pared.

Targrael chilló y se encogió, lloriqueando, y sus furiosos esfuerzos por liberarse del cuero se perdieron durante unos instantes en medio de aquel dolor insoportable.

—¡Que Lathander me defienda! —le susurró Semoor a Doust—. ¡Te ruego que si en algún momento nos capturan, no dejes que me entreguen a las mujeres!

—Encárgate tú —le dijo Jhessail a Islif sin aliento, retorciéndose la mano y retirándose. Islif asintió. Se acercó a la alta dama de una zancada y le propinó un sonoro puñetazo que hizo rebotar la cabeza tapada de Targrael contra el muro.

La Alta Dama se desplomó, e Islif le propinó otro puñetazo. Esta vez, mientras rebotaba contra la pared, se tambaleó. Islif la cogió por un hombro y la parte de atrás de los pantalones, le hizo dar unos pasos por el pasadizo, y la lanzó de cabeza por la rampa de la lavandería.

Su descenso fue una corta pero ruidosa sucesión de golpes que hizo que los Caballeros de Myth Drannor se miraran unos a otros con sonrisa satisfecha.

Hubieran dado muestras más sonoras de su alegría de no ser porque sabían que en algún lugar por debajo de ellos un telsword Bareskar ensangrentado y astroso de la Guardia de Palacio acababa de volver en sí. Desconcertado, iba de un lado a otro, cubierto con su uniforme, sucio hasta lo imposible, tratando de recobrar el equilibrio y de salir de allí… cuando algo rápido, duro, pesado y de cuero negro le cayó encima de manera totalmente inesperada, devolviéndolo de un gran golpe al sueño tan desagradable del que creía haber escapado.

—¡Por aquí! —dijo el primer espada Brelketh Velkrorn con un grito sofocado, ya sin aliento de tanto correr. Los magos de batalla, por supuesto, se habían quedado muy rezagados respecto de sus otros compañeros Dragones, pero sorprendentemente el sacerdote de servicio (un clérigo de Helm el Vigilante) estaba justo detrás de Velkrorn.

Bien, porque no tardarían en necesitar sus curas. Por aquel pasadizo, torciendo por el lugar donde más o menos había escapado aquel maldito cortesano y…

Velkrorn redujo el paso, profiriendo juramentos. Los heridos y los muertos aún estaban tirados en el pasadizo, pero Rellond Platanegra había desaparecido.

Se dirigieron apresuradamente hacia los cuerpos sin ningún tipo de precaución, echaron un vistazo y le dieron la vuelta con cuidado a Kaerlyn, que estaba empapado en sangre, para que el vigilante de Helm le impusiera las manos y comenzara su plegaria.

—Desaparecido —dijo Velkrorn, indignado—. ¡Y todo lo que tenemos es esto! —Sostuvo la magnífica espada de Platanegra en la mano.

Explotó poco después, llevándose con los dioses aquel tramo del pasadizo y a todos los que había dentro.

En las profundidades de su cristal no habían parado de arremolinarse el polvo y el humo, pero habían dejado de caer escombros. Pudo ver lo suficiente como para saber que no quedaba nadie vivo.

Lady Merendil se apartó de ese caos con una sonrisa amarga.

—Los testigos resultan extremadamente pesados —murmuró—. Se puede hacer hablar hasta a los cadáveres. Sin embargo las salpicaduras de sangre y las tripas enredadas… pueden guardar secretos.

Todavía con una sonrisa torcida en el rostro miró a Rellond Platanegra, dormido sobre la mesa a la que su conjuro lo había transportado. Recorrió con la mano la cadera y la pierna que tenía más cerca. Y sonrió.

—Físicamente magnífico —dijo pensativa—, con una reputación de bárbaro capaz de hacer dudosa cualquier revelación que intentase hacer, y la inteligencia suficiente para obedecer órdenes y usar el aseo sin necesidad de instrucciones… el esclavo perfecto. Y si cualquier cosa le ocurriera al estúpido de mi hijo, este trozo de carne con patas puede servirme, y ser el padre de los herederos de Merendil. Así que, pedazo de burro, quédate tumbado donde estás y espera a que acabe la juerga. Te esperan otros días de gloria.

Pennae jamás había pensado que pudiera costarle tanto subir un simple tramo de escalera. Si no hubiera sido la estrecha escalera de la servidumbre, con barandillas a ambos lados para poder sujetarse y apoyar los antebrazos, no lo habría conseguido jamás.

—Por los dioses, estoy en muy baja forma —masculló—. Por favor, nada de Dragones Púrpura. Necesito… necesito…

Tuvo que abandonar abajo el atizador y volver a envainar la espada. Se escuchaba el jaleo de las voces de los juerguistas a ambos lados, lo que significaba que a su alrededor se encontraban las cámaras del palacio. Seguramente llamaría la atención vestida de aquella manera, cubierta de suciedad, sangre y sudor de cintura para arriba… pero para conseguir la curación de un sacerdote tendría que parecer una invitada, no una ladrona que entraba a hurtadillas o una prostituta. Así que necesitaba un vestido.

—Pero que me aspen si tengo fuerzas suficientes para quitárselo a alguna dama de las que pasen —susurró, apoyándose contra una pared mientras la invadía una oleada de debilidad que la dejó vacía, débil y temblorosa.

La escalera desembocaba en dos pasillos estrechos y desiertos, uno que acababa en una cortina lejana, y el otro formando angulo recto respecto del primero y lleno de puertas, de las cuales la más cercana estaba abierta y dejaba escapar luz. Era evidente que todavía estaba en el territorio de los sirvientes. Tenía que atravesar esa puerta, o pasar por delante sin ser vista.

La puerta dio paso justo a lo que había estado buscando: una «sala para emergencias» del tipo que solía haber en muchos palacios y salas de banquetes, con trajes para cualquier contingencia que pudiera ocurrirles a los invitados. Era una habitación grande con sillas y espejos de cuerpo entero inclinados, con perchas y más perchas llenas de vestidos, capas, corsés y demás.

Y por supuesto, había un vestidor. Una doncella miró a Pennae con sobresalto, e hizo intención de levantarse del taburete que ocupaba junto a la puerta.

No era de extrañar. Pennae le dedicó una media sonrisa vacilante, plenamente consciente del estado en que se encontraba, semidesnuda y pálida.

—Bienhallada seáis —dijo con voz ronca—. En nombre del rey…

La doncella emitió un chillido.

Pennae hizo una mueca. Aquello le atravesó los oídos como el grito de un wyvern. Cogió bruscamente una prenda del estante más cercano mientras la asustada doncella trataba de escapar corriendo, y se la lanzó encima de la cabeza mientras la muchacha seguía chillando. Acto seguido, la cogió por las muñecas y la sujetó.

La doncella, atemorizada, seguía debatiéndose con todas sus fuerzas y arrastró a Pennae hasta la puerta, donde empezó a removerse a ciegas antes de chocar de lleno contra la jamba.

Corriendo aún a ciegas con un vestido sobre la cabeza, la doncella se tambaleó hacia Pennae mientras sus chillidos se convertían en gemidos.

Pero poco después, volvieron a subir de tono, como los lamentos de una sirena, y de nuevo empezó a correr. Pennae suspiró, la cogió por los hombros, y la estampó contra la pared.

Se dejó caer en silencio y se quedó en el suelo como si fuera un fardo.

—En nombre del rey —masculló Pennae—, cállate.

Entonces le tocó el turno de gemir cuando la habitación comenzó a dar vueltas. Giraba lentamente a su alrededor y las cosas parecían extrañamente oscuras…

Pennae buscó desesperadamente en el perchero más cercano algún vestido que pudiera irle bien. Tuvo que apoyarse dos veces en la barra antes de volver a rebuscar entre los vestidos.

¡Ese! Parecía una cascada de flores, y era de un rosa horroroso, pero Pennae no estaba en condiciones de elegir. Se lo puso lentamente sobre los calzones de cuero y las botas, moviéndose como en un sueño, mientras la habitación seguía dando vueltas a su alrededor.

Era extraño, el suelo parecía inclinado hacia arriba, cuando salió cuidadosamente de la habitación…

Pennae consiguió avanzar tres pasos por el pasillo y se desmayó, cayendo boca abajo, junto a las botas de un sobresaltado Dragón Púrpura, que había acudido rápidamente junto con otros siete guardias de palacio para averiguar la causa de todos aquellos gritos.

Las paredes tachonadas de escudos, las cámaras de magníficos paneles y las grandes salas abovedadas con los techos pintados de la planta baja del palacio estaban ahora atestadas de gente, y no paraban de llegar invitados.

Todos iban con sus mejores galas y lucían gemas, y también joyas falsas deslumbrantes en brazos, pecho y orejas, grandes mangas de tejidos brillantes y otras finísimas telas alegres y vaporosas; los hombres se saludaban unos a otros con gestos grandilocuentes y las mujeres se cogían del brazo mientras emitían risitas ahogadas y agitaban los dedos, juntando las cabezas con aire conspirador para compartir los últimos y más jugosos cotilleos.

El jaleo era increíble, casi abrumador. La matrona Deleflower Heldanorn había pasado de la admiración y el asombro más absolutos a una expresión preocupada y una mueca de dolor al sentir un atisbo de jaqueca. Su esposo le dio unas palmaditas en el brazo y trató de esconder su irritación tras una ternura apaciguadora que no sentía.

Había sirvientes por todas partes deslizándose hábilmente con bandejas de pastelillos y decantadores de vino, asegurándose de que a los invitados no les faltara de nada. Arbitryce Heldanorn podía sentir un leve sabor amargo bajo la lengua, e hizo un gesto de desagrado. El vino había sido tratado para que a los borrachos les entrara sueño en vez de ponerse violentos o alborotadores. Era lógico.

—No… no sé cómo tanta gente va a caber en el Gran Salón de Anglond —dijo preocupada Deleflower, viendo que llegaban aún más invitados—. Después de todo, es sólo un salón, ¿no?

Arbitryce Heldanorn, maestro comerciante en especias, esencias y maravillas, era uno de los mercaderes más ricos de Suzail, y había estado un par de veces en el Gran Salón de Anglond. Sabía lo grande que era y la cantidad de terrazas que tenía aquella estancia. Aun así estuvo de acuerdo con su esposa, y se sintió satisfecho. Después de todo, por una vez no iba a ponerse a decir sólo tonterías.

Una docena de Dragones Púrpura con tabardos de la Guardia de Palacio sobre la armadura pasaron rápidamente por su lado, abriéndose paso rápidamente entre los invitados, a empellones, mientras daban órdenes bruscamente, seguidos por un mago de batalla.

—¡Abrid paso!

—Tryce, ¿qué está ocurriendo? —dijo Deleflower Heldanorn abriendo mucho los ojos, mientras se agarraba a su brazo—. Todos esos hombres con espadas dando vueltas… ¡Parecen tan poco amigables!

Arbitryce sonrió.

—Ah pero piensa, mi flor —le dijo con tono despreocupado a su esposa—, esto no tiene nada de excitante para ellos. Hacen este tipo de cosas todos los días. ¿Ves a ese bostezando? Están aburridos como ostras, todos. Probablemente agradecerían que alguien se cayera de culo o que se viniera abajo alguna estatua, o algo así… para darle algo de emoción a la cosa.

Un mago de batalla, inclinado sobre su bola de cristal en la habitación más próxima, puso los ojos en blanco.

—¡Oh, por favor, buen hombre! —rogó a la ignorante figura del mercader de especias—. ¡No tientes más a los dioses, te lo ruego!

Un Dragón Púrpura asomó la cabeza por la puerta, miró a su alrededor hasta que vio el distintivo con forma de espiga que usaban los clérigos de Chauntea cuando estaban de servicio como sanadores en el palacio, y lo llamó con voz áspera.

—¿Sacerdote, señor? Necesitamos un sanador en el armario de emergencia. Una joven se ha hecho daño.

—Por los dioses, ya han empezado —gimió otro mago de batalla, situado un poco más allá en la fila de bolas de cristal.