La quiero viva
Entre las órdenes que menos nos gustaban,
ya que siempre significaba mayor peligro
y más derramamiento de sangre por nuestra parte,
estaba la de apresar a una mujer viva.
En mis tiempos, aprendí por las malas
que ninguna mujer está dispuesta
a dejarse coger viva.
Onstable Halvurr,
Veinte veranos de un Dragón Púrpura:
Vida de un soldado,
publicado en el Año de la Corona
Pennae se tambaleó, casi desfalleciente de dolor, y uno de los Dragones Púrpura rompió a reír.
—¡Ja! Creo que esto no va a durar mucho.
El mayor de los tres meneó la cabeza y les hizo a sus compañeros una señal con la espada, indicándoles que se desplegaran para rodear a la chica.
—¡Seguro que no! ¡Desármala, Strelgar! ¡Quiero saber qué está haciendo una joven por aquí abajo, medio desnuda y abatiendo a magos de guerra! ¿Será una asesina a sueldo? ¿O será que hemos interrumpido una pelea de enamorados? ¿O algo entre una cosa y otra? Quiero que nos responda a algunas preguntas, y seguramente Vangerdahast también. Ya sabéis. ¡La quiero viva!
Strelgar gruñó. Era evidente que no le gustaba la orden, y mucho menos le gustó un instante después, cuando Pennae se le echó encima, y después se tiró al suelo al lanzarle él un potente mandoble, y por fin dio una voltereta que acabó contra sus corvas, mientras trataba de asestar una cuchillada ascendente.
La espada de la muchacha se introdujo por el borde del jubón de cota de malla, atravesó el cuero que llevaba debajo y se le clavó en la tripa de donde volvió a salir como el rayo. El guardia dio un alarido, se encogió de dolor y se tambaleó hacia adelante, poniéndose en el camino de las espadas de los otros dos Dragones, que pretendían alcanzar a Pennae, quien, tras sortear los tobillos de Strelgar había conseguido evadirse de la trampa que se cerraba sobre ella.
Aquellos dos Dragones ya esperaban que huyera, y dejando atras a Strelgar se dispusieron a darle caza, pero Pennae giró detrás de Strelgar para clavar el puñal en el fondillo de sus pantalones de cuero, y dio un salto lateral, atravesando la trayectoria del oficial de los Dragones y parando el mandoble con el que pretendía alcanzarla.
Las dos espadas quedaron enganchadas mientras él cargaba, pero Pennae arrastró una pierna detras de sí, poniéndola en el camino de los pies del hombre, a la altura indicada para recibir algunas magulladuras de cuidado y hacerlo caer al suelo.
El tercero de los Dragones Púrpura, que también corría demasiado rápido para hacer nada a derechas, tropezó con él y, entre juramentos, acabó trastabillando torpemente. Esto le dio a Pennae tiempo suficiente para afirmar las dos rodillas en la espalda del oficial, cortarle el gaznate y luego ponerse de pie de un salto para ocuparse de Strelgar, que seguía doblado y quejándose. Le asestó dos golpes furiosos en las sienes con la empuñadura de su espada y lo vio caer sin sentido al suelo. Finalmente Pennae hizo lo que se esperaba de ella: volverse y salir corriendo pasillo adelante, sin detenerse siquiera a recuperar su ropa, que estaba debajo del oficial y del charco de sangre, que se iba extendiendo rápidamente.
El último Dragón salió tras ella, sonriendo al ver que la chica vacilaba y se llevaba una mano al costado, de donde la quitó manchada de sangre. No iba a durar mucho, y entonces, la gloria de su captura sería suya.
Ella dobló un recodo del pasadizo, arrastrándose, como si apenas pudiera tenerse en pie. El hombre acentuó la sonrisa y echó a correr.
¡Estaba visto que el telsword Bareskar de la Guardia de Palacio se iba a ganar el día! ¡Por fin se iba a reconocer su valía! Por fin, después de tanta mirada de reprobación de simples magos de guerra cuando holgazaneaba en una guardia o intercambiaba palabras lujuriosas con una criada que pasaba. Oh, esto iba a ser…
Al dar la vuelta al recodo, sus tobillos tropezaron con algo duro, delgado y afilado que chirrió al contacto de sus botas reforzadas con metal cuando él cayó impotente contra…
El choque contra el suelo le sacudió toda la osamenta. ¡Luchó por no soltar la espada al tomar conciencia súbitamente, y con un temor creciente, de que la chica debía de haberle tendido una zancadilla con su espada y probablemente se lanzaría sobre él a continuación! Esperaba que no, ojalá ella se hubiera roto el maldito brazo al tenderle esa trampa. Ojalá los dioses le sonrieran más decididamente de lo que lo habían hecho hasta ahora…
¡Uh! Con desesperación alzó su espada y paró el golpe de la otra. ¡Aquella chica estaba tratando de matarlo, y si no se movía rápidamente…!
La espada volvió a atacarlo. La bloqueó nervioso mientras se ponía de pie, tambaleándose y un poco mareado, mientras notaba un dolor ardiente en el tobillo izquierdo y al mismo tiempo trataba de repeler el ataque de la mujer.
Otra vez resonó el acero contra el acero, delante de sus mismísimas narices. Su parada fue algo lenta. La espada pasó por encima de la suya y le hizo un corte en la frente que le dolió a rabiar.
Bareskar aulló de sorpresa y de dolor; había hecho las prácticas de telsword y jamás había sufrido el más leve rasguño, mucho menos…
¡Esa maldita espada iba otra vez a por él!
¡Además la sangre que goteaba era la suya! Apartó la espada con un bloqueo furioso y retrocedió, cegado. Sintió que le ardían los ojos por aquella cosa húmeda… se pasó la mano y la retiró llena de sangre. ¡Maldición!
Oyó que una puerta se abría de golpe, y después otra. Bareskar se pasó el dorso de la mano por las cejas para tratar de ver qué…
Le había hecho una herida en la frente, y ahora estaba abriendo una tras otra todas las puertas del pasadizo. ¡Por todos los Dioses Vigilantes! ¿Qué estaba haciendo?
La mujer volvió corriendo hacia él, el balanceo de sus pechos desnudos era una agradable distracción. Bareskar volvió a pasarse la mano por la frente para poder ver, uh, verla a ella, mejor. Levantó la espada y se dispuso a repeler su ataque.
Paró su primera embestida con una facilidad sorprendente, sonrió al ver la expresión sorprendida de ella y se lanzó al contraataque. Ella cedió terreno, moviendo un brazo en el aire para tratar de recuperar el equilibrio, y la sonrisa de Bareskar se hizo más abierta mientras desviaba la espada de la chica, una, dos veces.
Intercambiaron estocada tras estocada. Los aceros entrechocaban en una furia clamorosa, y el telsword vio que su contrincante medio desnuda se llevaba otra vez la mano al costado, mientras en su cara aparecía un rictus de dolor y su espada empezaba a vacilar.
¡Sí, ya la tenía! Bareskar parpadeó otra vez para quitarse la sangre de los ojos, se pasó el brazo por la cara frenéticamente y cargó contra ella. Lanzó golpe tras golpe mientras ella retrocedía con paso vacilante. Estaban muy cerca de las puertas que la chica había estado abriendo. Iba a chocar con la pared del pasadizo y seguía retrocediendo. El telsword era consciente de que sonreía mientras se limpiaba la frente otra vez y luego arremetía…
De repente, la chica medio desnuda desapareció. Todo estaba oscuro y al adelantar el pie derecho sólo encontró el vacío.
Pennae meneó la cabeza mientras le daba al Dragón Púrpura un puntapié en el trasero con todas sus fuerzas y lo veía precipitarse hasta perderse de vista, con un grito en el que se mezclaban el miedo y el dolor, por el conducto de la lavandería que había encontrado y que conducía a un nivel más profundo de los sótanos.
Vaya necio confiado, tragarse así su repentina comedia del dolor en el costado y creerse que, de repente, su dominio de la espada había empezado a ser tan superior después de que ella lo hubiera herido a su antojo. Algunos tontos pueden llegar a creerse cualquier cosa.
Pero había un reino que salvar, acabaría desfalleciendo si seguía mucho tiempo así, corriendo de un lado para otro y sangrando. Tenía que ponerse en marcha ya mismo.
Tras ninguna de esas puertas había encontrado una escalera que llevara a los pisos superiores, pero todavía había muchas que no había abierto.
Corrió hacia las más próximas. Oscuridad. Cerrada. Cerrada. Oscuridad. Habitación atestada. Nada de escalera. Cerrada. Cerrada.
Se quedó sin puertas, alzó las manos exasperada y siguió corriendo. Llegó a un recodo y buscó más puertas. No es que no las hubiera en abundancia. Al parecer en ese palacio había una auténtica afición a las puertas.
Sobre todo a las puertas cerradas con llave.
—Debería huir sin más —se dijo Bravran Merendil entre sollozos, acurrucado en la oscuridad de otra habitación de ropa blanca—. Huir de todo esto y dejar que acabaran matando a Yarl y a Platanegra y después volver junto a madre y decirle que todo había fracasado. Al menos podría contarlo todavía.
En ese momento, una voz fría y harto familiar habló dentro de su cabeza, alto y claro y sibilante de furia.
—Si haces eso —dijo lady Imbressa Merendil a su atónito y aterrorizado hijo—, no esperes seguir vivo más de lo necesario para que te cruce con alguna moza adecuada. Necesito auténticos herederos de los Merendil, no gusanos sin osamenta.
Bravran Merendil pensó que era un buen momento para volver a desmayarse, y así lo hizo. Esta vez ni siquiera necesitó una ampolla para inducir la catalepsia.
—¡Por los Nueve Infiernos Ardientes! —exclamó el Dragón Púrpura que llevaba la piedra luminosa con una mezcla de asombro y furia antes de romper a correr mientras sus cinco compañeros desenfundaban y corrían tras él.
Dos Dragones Púrpura estaban tendidos en el suelo del pasadizo y a su alrededor había sangre a montones.
—¡Ya me parecía a mí que había oído ruido de pelea! —dijo el mismo Dragón, mirando en derredor en busca de un enemigo.
Nada, sólo un capitán tirado boca abajo en un charco de sangre, y este… Strelgar se movió y emitió un gemido.
—¡Espada! —le gritaron al ver su grado aunque no sabían su nombre—. ¡Soldado! ¿Qué ha pasado?
El Dragón herido volvió a quejarse. Apenas podía abrir los ojos y le salió sangre por la boca cuando lo incorporaron y lo sostuvieron sentado para evitar que se desplomara.
—¿Cómo te llamas?
—Soy Strelgar —dijo en un susurro y volvió a quejarse y a vomitar sangre—. Estoy… Herido, malherido.
El lionar de la piedra luminosa había visto Dragones malheridos una o dos veces antes. Alzó la vista para mirar a los cinco hombres bajo su mando y negó con la cabeza. Ese hombre sólo creía estar malherido.
—¿Qué pasó? —preguntó, esta vez en tono más alto y firme.
Strelgar se quejó otra vez.
—Bueno… ah… estaba esa chica, sabéis… estaba medio desnuda…
Había veces en que el mago de guerra Tathanter Doarmond detestaba la buena presencia y la voz magnífica que le habían dado los dioses… y esa era una de esas veces. Ni siquiera las bromas con que su mejor amigo y camarada Malvert Luller trataba de tranquilizarlo conseguían aplacar su nerviosismo. Los acontecimientos de la Corte eran siempre un dolor de cabeza, y no ayudaban nada las habladurías que circulaban por ahí, acerca de que alguien ya había conseguido matar a docenas de magos de guerra y había dejado las Cámaras de la Sima del Dragón convertidas en un matadero, y de que ahora mismo tal vez anduviera alguien debajo de sus pies, lanzando conjuros contra los que no podía ni el mismo Vangerdahast.
Como tampoco ayudaban los amargos «bueno, bueno, mantos altaneros, al fin habéis recibido vuestro merecido» de algunos Dragones Púrpura. Tathanter empezaba a entender por qué los soldados eran todos tan hoscos. En cuanto hubieran empezado los combates y las carreras todo iría bien, siempre y cuando no volara por los aires o quedara mutilado, pero esa maldita espera…
Malvert y él estaban en el Salón de Pasos Perdidos, con su alto techo cubierto de hermosas pinturas, que era el paso previo al Salón del Rey Duar. Hasta recibir nuevas órdenes, aparentemente estaban guardando dos espléndidas puertas doradas de doble hoja rematadas en arco.
Las puertas estaban abiertas, y para mantenerlas así montaban guardia los Dragones Púrpura. Esto permitía ver una multitud aparentemente interminable de damas con lujosos trajes, escoltadas por acompañantes con atuendo igualmente espléndido, que entraban y salían del salón de baile, y no paraban de intercambiar chismorreos, risas y gestos maliciosos.
Ya había más de mil de esos madrugadores en el salón, y a cada instante iban llegando más en oleadas bulliciosas. A algún sirviente se le había ocurrido la descabellada idea de empezar a servirles vino, lo cual significaba que los roces, las peleas y las escenas escabrosas, y todo ese tipo de cosas, empezarían incluso antes de que la recién llegada emisaria de Luna Plateada fuese formalmente recibida. Eso ya lo habían anunciado con gesto adusto los Dragones de la guardia.
—En estas recepciones siempre hay alguien que me vomita encima de mi mejor uniforme —se había quejado el telsword Torlgrel Dunmoon—. Espero que a los altos y poderosos les guste el olor.
—Estas malditas recepciones siempre salen mal en algún sentido —dijo Tathanter, acomodándose por milésima vez el uniforme negro con ribetes plateados.
—Por supuesto —murmuró el Dragón Púrpura de más edad—. Sólo cabe observar, disfrutar y esperar a que se produzca el desastre, y entonces, disfrutar de él.
—Tath, si no dejas de toquetearte esa bragueta, se te va a caer tu maldita cosa —le advirtió Malvert.
—No me busques —susurró Tathanter.
Florin lo había intentado con tres de las mortecinas piedras luminosas antes de encontrar una que pudo arrancar de su soporte de hierro, en lo alto de la pared del pasadizo. Su luz era débil, cierto, pero era todo lo que necesitaba. Sólo quería luz suficiente para orientarse, no para convertirse él mismo en un faro luminoso.
Avanzó decidido por los pasillos, con la piedra luminosa en una mano y la espada en la otra, buscando una escalera que lo llevara arriba o alguna señal de los demás Caballeros.
En lugar de eso, se encontró con que el pasillo por el que llevaba largo rato caminando acababa de repente en unos cuantos escalones descendentes.
Dudó un momento, pensando que era mejor volver atrás, pero vio que abajo había luz, y eso podía significar una mejor ocasión de encontrar escaleras y sirvientes, y llegar a Vangerdahast. Además de volver al mismo nivel en el que había sido separado de Pennae y de los demás.
Bajó pues los escalones decidido. Resultó que la luz provenía de lámparas de aceite que ardían en una habitación de la servidumbre, en la que al parecer un momento antes había habido mucha gente que, sin duda, se había ido a llevar cosas a la planta noble, que quedaría en algún lugar por encima de esta habitación… Pero no lejos de allí, Florin halló otras cosas.
Pronto encontró abundancia de huellas en el suelo de piedra, de alguien que había pisado sangre y que partían de un gran charco coagulado. Al lado de este había…
Florin corrió y lo recogió con la esperanza de estar equivocado.
Pero no se equivocaba. Era el jubón de cuero de Pennae, sí, ahí estaba el corte en forma de gancho que le había hecho hacía tiempo la daga de un enemigo. Era suyo, y estaba empapado de sangre.
Sangre que todavía goteaba. Ninguna mujer podía perder semejante cantidad de sangre y seguir viva.
—Oh, no —sollozó Florin allí, de rodillas, mirando lo que sostenía en sus manos mientras veía caer la sangre de Pennae—. No… Pennae —susurró mientras las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos—. ¡Pennae!
Apenas era consciente de que movía la cabeza tratando de negarlo todo.
—Pennae… Narantha…
Llevaba tanto tiempo tratando de mantener a raya sus desgracias, y ahora estaba sumido en ellas. Se derrumbaba, y no había mano alguna para sostenerlo, para consolarlo.
—Martess… incluso Agannor y Bey. ¡Maldita sea! —Los rostros de los muertos lo rodeaban. Por suerte reían despreocupadamente, no lo miraban con ojos acusadores. No podría haberlo soportado.
¿Dónde estaban toda la gloria, la alegría y los gloriosos desfiles por tierras cuyos campesinos y Dragones Púrpura los saludaban a su paso? Ni rastro de monedas de oro a manos llenas, ni de títulos encumbrados. Ya lo había sabido él, allá, en Espar, había sabido que la muerte acechaba impaciente, siempre…
Pero todo se limitaba a eso, a saber y nada más. ¡Por todos los dioses, hasta le faltaban las palabras para expresar su dolor!
—Mielikki —gritó—. ¡Señora, ayúdame! Porque si alguna vez necesité a mi diosa, nunca fue más que ahora…
Tuvo la impresión de oler el musgo del bosque y de oír el rumor de las hojas, de ver los troncos oscuros y un resplandor de poder detrás de ellos, un resplandor hacia el que corría… detrás de este árbol… ya…
Entonces rodeó el árbol, y la luz lo deslumbró con su brillo glorioso, y se topó de repente con…
Con Islif, que sujetaba a Jhessail con un brazo. Con Doust, que le sonreía a modo de saludo, y Semoor que lo miraba con su habitual sonrisa socarrona. Sus compañeros, los Caballeros de Myth Drannor.
Sus Caballeros. Seguían vivos. Todavía eran su familia, todavía lo necesitaban.
Siempre había algo por lo que valía la pena luchar.
Por ellos y por Cormyr.
Ellos necesitaban su espada y lo poco que él podía hacer para ayudarlos y salvarlos.
—Todavía son míos —dijo con voz quebrada—. Mi problema, mi responsabilidad…
Se puso de pie de un salto, pero se inclinó nuevamente para recoger el jubón ensangrentado de Pennae, que se le había caído de las manos.
Con un hondo suspiro y un estremecimiento echó la cabeza atrás.
—Gracias, señora —susurró.
Pasó la prenda empapada de sangre a la mano en la que sujetaba la piedra luminosa, empuñó la espada y reanudó la marcha.
—Señora del Bosque —murmuró mientras caminaba—. Ayúdame siempre.
Había una vez un reino, y necesitaba que lo salvaran.
El momento de las heladas chispas azules se desvaneció, dejando a Terentane y Telfalcon de pie, uno junto al otro, y parpadeando mientras contemplaban el destartalado familiar cobertizo donde se encontraban.
Amarauna respiró hondo.
—Bueno, de regreso en Marsember, sanos y salvos, por fin.
—Habrá otro día, y otra manera —le dijo Terentane—. La paciencia nos permitirá mantener la cabeza pegada al cuello.
Se volvió entonces, la acercó y empezó a quitarle la ropa.
—¿Qué estáis…? —preguntó ella riendo—. ¿Ahora?
—Bueno —respondió él en voz baja, eleando con sus cintas—, mañana podríamos estar muertos.
—¡Hreldur, ya estás tan bebido que se te sale el alcohol, no sólo por las orejas sino también por la boca!
—¡No, no estoy mintiendo, Drel! ¡Lo juro!
—¡Yo también juro, y cuando lo hago me relucen los dientes! ¡Ahora, déjalo ya! Hay ladrones furtivos y carteristas a cientos por todo el palacio esta noche, y medio centenar de mujeres a las que me gustaría mirar a gusto también, y la mayoría de ellas llevan puestas cosas que me permitirían realizar con creces todos mis anhelos. —Drellusk hizo un gesto exasperado con la mano—. De modo que tengo la cabeza llena de todo esto y tú no haces más que contar cosas descabelladas de una hechicera desnuda y pretendes que me lo crea…
—¡Eh, Drellusk! ¡Eh, Hreldur!
—¡Qué hay, Lhaerak! —respondieron a dúo los dos telswords de los Dragones Púrpura. Lhaerak era su lionar y había salido de un pasadizo lateral, corriendo todavía más rápido que ellos, con lo que tuvieron que emplearse a fondo para seguirle el paso.
—Entonces, ¿qué es todo eso que se cuenta sobre esa hechicera? —gruñó.
Drellusk desechó el comentario con un gesto.
—Otra de las fantasías de Hrel, mi…
—Bueno, si así es, Hrel se las arregló para salir por las puertas del Patio de Armas y contárselo a los muchachos que están allí. Lo cual no deja de ser extraño, porque si no recuerdo mal, los dos están en este mismo momento estacionados a ambos lados del puesto de guardia que hay al norte del palacio.
—Sí —respondió Hreldur—. ¿Ves, Drel?
Drellusk asintió.
—Me rindo, y pido disculpas.
—Aceptadas —replicó su amigo con aire digno, tras lo cual se volvió hacia el lionar con entusiasmo para seguir con su relato—. ¡Una hechicera desnuda, dicen! ¡Absolutamente sola, pero sus conjuros animan a una docena de espadas a luchar por ella! ¡Acabó con docenas de magos de guerra y con unos cuantos de los nuestros, y todavía anda suelta por los sótanos!
Mientras hablaba, los tres habían llegado a la habitación que buscaban con tanta prisa: Hawkinshield Hall. Una de las estancias más antiguas y desvencijadas del ala norte del palacio. Era allí donde Vangerdahast estaba tratando de reunir a los magos de guerra que quedaban y restablecer hasta cierto punto la seguridad, mientras miles de invitados llenaban ya el palacio.
Hreldur se calló de golpe al darse cuenta de que sus palabras sonaban a voz en cuello en medio de un tenso silencio y de que los hombres lo miraban furiosos.
Había muchos hombres, todos ellos magos de guerra y Dragones de alta graduación, y todos formaban un gran círculo en torno al mago real de Cormyr.
Vangerdahast volvió en ese momento la cabeza para mirarlos con severidad.
—Me han llegado noticias de que, tal como acabáis de oír de boca del telsword Hreldur Imglurward, aquí presente, una hechicera sin ropa anda por los sótanos de palacio. Si por casualidad os encontráis con ese personaje, seguramente una fantasía, apresadla viva y traedla ante mí. Habrá una recompensa.
Esperó las previsibles risitas de los magos de guerra presentes, y ni siquiera se molestó en ver el efecto que habían tenido sus palabras sobre el escaso número de mujeres. Hacer demasiado caso de los sentimientos de los demás era un lujo que ni el mago de la corte de Cormyr ni el mago real del reino podían permitirse, y Vangerdahast, en quien se reunían ambos cargos, mucho menos.
—Otra cosa —gruñó el mago—. Al parecer, la recepción también ha atraído a palacio esta noche a buen número de ladrones, asesinos a sueldo y aventureros. Si os encontrarais con alguno de ellos que quisiera llegar con urgencia al rey, a la reina o incluso a mí, extremad vuestra desconfianza. Tampoco estaría de más emplear las armas. Es mejor proteger a los vivos que montar guardia en un funeral real. ¿Entendido?