Rienda suelta a los malos humores
Bien pueden rugir los dragones
y gritar los capitanes agonizantes
porque ven los campos teñirse de rojo
y dan rienda suelta a sus malos humores.
Tethmurra Starmar, la Dama Bardo
.De la balada
Confía sólo en tu espada,
publicada en el Año de la Corona
—¿Florin? —llamó Pennae en tono quedo—. ¿Florin?
Esperó, pero él no contestó. Después de permanecer quieta y en silencio en la oscuridad durante largo rato por si la barrera de hierro se levantaba tan repentinamente como había descendido, Pennae se encogió de hombros, se volvió y se puso en marcha, sola, pasadizo adelante.
No podía ver absolutamente nada, excepto esa leve luminosidad mucho más adelante, pero iba rozando con los dedos la pared de piedra. El suelo del pasadizo era liso y plano, y daba la impresión de que no había nada entre ella y esa luz distante.
Así pues, Pennae siguió andando, rápida y confiada, casi sin hacer ruido con sus botas de suela blanda, y pronto se acercó a aquella luz.
Salía por el resquicio de una puerta mal ajustada, la primera de una sucesión de puertas cerradas. Las demás estaban a oscuras. Mientras reducía la marcha para pensar qué hacer a continuación, la puerta se abrió de repente. Pudo atisbar un momento un despacho desordenado, lleno de pilas de rollos y cofres, y un hombre alto, vestido de negro, salió y se le enfrentó, señalándola con el dedo.
Era un mago de guerra de mirada hostil, alto, delgado y cubierto de verrugas. Su rostro era poco atractivo y dominado por una nariz prominente como un pico de cuervo.
—Tú —le espetó—. ¡Muchacha! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Busco a Vangerdahast —respondió Pennae con calma, acercándose con firmeza como si tuviera todo el derecho del mundo a caminar por ese pasadizo y la sorprendieran un poco su presencia y su pregunta.
—¿Por qué?
—Eso es asunto mío, creo —le dijo—. Como parecéis desconfiado, tal vez queráis llevarme hasta él.
El mago meneó la cabeza.
—Tengo mucho que hacer… la recepción. No, en una celda estarás mejor hasta que termine. Estamos aquí para impedir que actúen ladrones y asesinos a sueldo. Y tú pareces la viva imagen de uno de ellos. ¡Tal vez quieras llegar hasta el mago real para matarlo! ¡O para distraerlo mientras alguien con quien trabajas consigue algo nefasto! Oh, no, no lo conseguirás…
A apenas dos pasos de él, Pennae sofocó su suspiro y hábilmente se quitó su jubón de cuero, quedando desnuda de cintura para arriba con la rapidez que sólo puede conseguirse con mucha táctica, dejando la prenda que la cubría colgando de una muñeca.
Al mago de guerra casi se le salen los ojos de las órbitas y empezó a farfullar algo ininteligible cuando ella se deslizó hacia él, le cogió las manos suavemente y las guió hacia sus pechos.
—¿Te gustan? —dijo en voz queda, mirándolo a los ojos con avidez—. Ahhh, los magos de guerra… Os admiro tanto a todos. Quería a Vangerdahast, pero… vos estáis aquí, tan imponente…
Entornó los ojos y gimió al contacto de los dedos fríos del mago que, temblorosos por la excitación, se movían por su piel, inexpertos.
—¿Puedo… besaros? —preguntó Pennae cuando él empezó a respirar entrecortadamente.
—Uh, ah, bueno… —El mago de guerra Lhonsan Arkstead se quedó sin palabras y tragó saliva.
¡Pennae le presentaba la boca entreabierta, tentadoramente próxima! Arkstead no era un hombre apuesto jamás se había entrenado en el arte de resultar agradable. Jamás se le había ofrecido así la boca de una mujer.
—No debería estar haciendo esto —musitó mientras inclinaba la boca hacia ella—. Esto no es… prudente.
De pronto, sintió el movimiento envolvente del cuero sobre su cabeza, cegándolo, tapándole la boca para sofocar sus gritos, y la empuñadura de una daga lo golpeó con fuerza en la garganta, dejándolo sin respiración y sin voz. A continuación, otro golpe en la sien lo dejó sin sentido.
—Teníais razón —le dijo Pennae a aquel cuerpo inerte desplomado a sus pies, formando un montón informe—. Idiota. Dejarte llevar por tu entrepierna… Claro que yo tampoco me caracterizo por mi prudencia.
En el momento en que se agachaba para recuperar su jubón salieron de la oscuridad, como centellas, tres Dragones Púrpura espada en mano.
Pennae soltó una maldición y dio un salto atrás, olvidándose de su prenda de cuero. No tenía escapatoria. Sacó su daga y se agachó, protegiéndose con el cuerpo del mago de guerra, confiando en no tropezar con él, con lo cual ganó algo de espacio donde moverse.
Eso creyó, pero estaba equivocada. Los soldados cargaron por encima del mago. Pennae dio un salto hacia un lado para limitar el número de aceros que pudieran atacarla, y empezó a bloquear espadas con desesperación.
Una hoja, luego dos, fueron desviadas entre chirridos de aceros, pero la tercera sobrepasó su daga.
A pesar de su intento desesperado de retorcerse y evitarla, penetró veloz, como una serpiente, y como un fuego helado se introdujo en su costado.
Islif abofeteó repetidamente al cortesano, después le pellizcó la piel del cuello y finalmente le abrió un párpado y le metió un dedo en el inexpresivo ojo. No consiguió la menor respuesta.
Exasperada, se puso de pie.
—¡Vámonos! —dijo con brusquedad—. ¡No tenemos tiempo para reavivar a este necio y hacer que hable!
Los Caballeros la siguieron a toda prisa, aunque Semoor tuvo tiempo de recoger al pasar la piedra luminosa del hombre.
En cuanto se hubieron perdido de vista, el cortesano se puso en pie.
—¡Vaya! —dijo Bravran Merendil maravillado, con una sonrisa temblorosa—. ¡El sueño cataléptico de mi madre por fin ha resultado útil! —Su sonrisa de incredulidad se ensanchó—. ¿Quién iba a pensar que hacerse el muerto podría ser de ayuda?
Se sacó otra piedra luminosa de la bragueta y la usó para buscar su daga, la volvió a enfundar en el interior de la gran pechera de su jubón, y a continuación se dio un golpecito en la frente.
—¡Talan Yarl! —dijo con voz entrecortada.
Salió como un rayo pasadizo adelante, dando gracias de que aquella mujer y los rufianes que la acompañaban hubieran ido en la dirección opuesta.
—Bien mirado —dijo con gesto torcido—, hacerse el muerto no parece tan mala idea después de todo.
—¿Necio? Jamás lo he negado —replicó Florin atacando y retrocediendo rápidamente, sin dejar de describir arcos con su espada hacia adelante y hacia atrás. Su acero chocó con aquella espada invisible, produciendo un sonido metálico, y por fin consiguió pasar y volverse para enfrentarse a aquel enemigo, quienquiera que fuese, sin dejar de retroceder al mismo tiempo.
Se adentraba en lo desconocido y se enfrentaba a un enemigo armado con una espada, una mujer, a menos que aquel tono frío, arrogante, lo confundiera, pero había conseguido interponerla entre él y el Guardián de la Puerta.
Se dio cuenta de que había un leve resplandor delante de él, una línea delgada que sabía muy bien que antes no estaba allí, una línea que se movía, hacía molinetes… ¡Era la espada de la mujer!
El brillo se iba acrecentando lenta pero inexorablemente y se acercaba a él cada vez más mientras Florin se empeñaba en ponerse fuera de su alcance. Tenía que ganar tiempo hasta que esa luz se intensificara lo suficiente para permitirle ver mejor, y para alejarse del temible Guardián de la Puerta hasta llegar, eso esperaba, a un lugar demasiado estrecho para aquel gigantón.
Por fin pudo ver un rostro —femenino y humano, y blanco como el hueso— detrás de la espada. Los aceros volvieron a chocar. La fuerza del encontronazo hizo saltar chispas. No era un rostro amable, y ni un necio irrecuperable habría dicho que su expresión era «amistosa».
Ni siquiera ese necio.
—¿Quién sois? —preguntó, retrocediendo otra vez mientras una respiración trabajosa y unas fuertes pisadas le decían que el Guardián de la Puerta se aproximaba por detrás.
—Una condenada, evidentemente, a perseguir a cobardes que no quieren cruzar su acero conmigo —fue la terminante respuesta—. ¿Y quién sois vos?
—¡Alguien que no desea combatir con ningún extraño sin saber por qué —respondió Florin—, y que preferiría que le dejaran atender a los intereses del rey sin ser atacado en el propio palacio de su majestad!
—¿Os atrevéis a acusarme de deslealtad a Cormyr? —el tono de voz reflejaba auténtico enfado—. Sabed, hombre que soy una Alta Dama, que personalmente he prestado juramento ante el propio rey Azoun, y que tengo fama de ser una de las espadas más letales de todo el reino.
Lanzó un mandoble y Florin se hizo a un lado, y volvió a retroceder, sin responder. Ella lo persiguió con un bufido exasperado.
—El rey crea muy pocas Damas—Caballero, y yo soy una de ellas.
Florin la saludó con una inclinación de cabeza.
—Encantado —dijo.
—¿Os burláis de mí? —gruñó ella, lanzando una sucesión de estocadas y molinetes. Él se retiró otro poco, parando con energía los golpes mediante movimientos cada vez más rápidos, hasta que volvieron a saltar chispas.
Florin era más fuerte, y el peso que estaba aplicando a los vaivenes de su espada debía de estar dejando entumecidos los brazos de la mujer. Sí, su ataque empezaba a aflojar. Ahora él ya cedía terreno más lentamente, hasta que llegó un momento en que a la mujer se le cansó el brazo y su ataque se debilitó a ojos vista.
El explorador oyó su respiración agitada y volvió a retroceder. Esta vez lo siguió laboriosamente, nada que ver con el furioso remolino de antes.
—No —respondió Florin en voz baja y respetuosa—. No deseo burlarme de vos ni ofenderos. Yo también he sido honrado por el Dragón Púrpura. El propio rey Azoun apadrinó nuestra cédula real después de que le salvé la vida en el bosque.
—Ah, entonces vos debéis de ser… Florin Mano de Halcón, Explorador de Espar. ¿A qué viene entonces esta traición, Florin?
—No soy ningún traidor —le dijo Florin—, ni lo es ninguno de mis Caballeros. ¡Estamos aquí para proteger al rey y a la reina… y también al mago real, de un complot para matarlos a todos en el día de hoy!
—Ah, no, esa es nuestra misión —replicó con claro desprecio—. Cualquiera que se introduzca aquí armado y al que yo no conozca es un traidor.
Otra vez lo atacó y, cuando él paró el golpe, volvió a desplegar otro furioso torbellino de estocadas que lo obligaron una vez más a retroceder. Ahora el brillo de su espada era resplandeciente. Sus aceros entrechocaron, arrolladores, cuando la Dama-Caballero aplicó toda su fuerza a su espada, empezando a confiarse al ver que él nunca le devolvía el ataque y pensando que su acero no representaba una amenaza.
Esta vez, Florin mantuvo su posición, y después de un momento la furia del ataque volvió a aflojar, al tiempo que la mujer empezaba a respirar con más dificultad. El Guardián de la Puerta asomó entonces detrás de ella.
Cuando ella habló, sus palabras salieron entrecortadas.
—De todos modos, aunque sólo sea por entretenimiento, ¿por qué no me contáis más sobre ese complot?
—No, mi señora, me temo que no es posible —le dijo Florin—. Hay por el medio magos de guerra traidores y no sé hasta dónde se extiende la conjura. Sólo hablaré ante Vangerdahast… o… si puedo llegar al rey o a la reina… los defenderé con mi vida.
La guerrera suspiró.
—Me estoy cansando de esto —susurró.
Cuando Florin retrocedió otra vez, ella soltó una bolsa que llevaba al cinto, sacó una castaña de gran tamaño, y se la arrojó.
Aquel fruto se desplegó en pleno vuelo y dejó caer una frágil ampolla de cristal. Florin saltó desesperado, la cogió antes de que se estrellara contra el suelo de piedra, que la habría destrozado, y volvió a arrojársela a ella a la cara.
La mujer cerró los ojos cuando se rompió contra su nariz, y rió por lo bajo cuando los fragmentos de cristal salieron disparados.
—No nos afecta a nosotros, los Altos Caballeros, necio, pero te afectará a ti si yo…
Apartó de un golpe la espada de Florin con un débil mandoble y se inclinó hacia él con una sonrisa despiadada.
Procurando no respirar, Florin le asestó un puñetazo que le hizo volver la cabeza mientras caía hacia atrás, desmadejada, chocando con las corvas del Guardián de la Puerta. Aprovechando el momento de confusión, el explorador giró sobre sus talones y echó a correr.
No se atrevió a mirar hacia atrás hasta que su espada extendida chocó con un vano demasiado estrecho para permitir el paso del gigantón. La espada de la mujer seguía brillando mientras aquel guardián como una montaña la tocaba con los dedos y la instaba a ponerse de pie.
—¡Despierta! ¡El hombre se escapa! ¡Despierta de una vez, maldita sea!
Florin meneó la cabeza, atravesó el vano —al parecer ya no había puerta, sólo las marcas de lo que habían sido los goznes— y cautelosamente penetró en una oscuridad cada vez más profunda, tanteando la pared del pasadizo de piedra con la mano izquierda mientras mantenía la espada extendida por delante con la diestra.
Sus dedos encontraron una puerta y resultó que no estaba echado el cerrojo. La abrió y entró con cuidado en la oscuridad absoluta a la que daba. Tanteó tímidamente hacia adelante con los dedos, sin encontrar nada, después hizo lo mismo hacia arriba y hacia abajo y descubrió que la puerta parecía dar a un conducto para arrojar la ropa sucia. No tenía techo, simplemente paredes de metal liso con unos huecos que parecían accesos cubiertos de metal hasta un determinado punto, y en más de uno habían quedado enganchadas prendas interiores —dethmas y camisas— que olían a sudor.
Finalmente, se atrevió a envainar la espada y tender una mano hacia uno de estos puntos de acceso. Se aferró a él —tenía un reborde, ideal para asirse— tanteó hasta encontrar otro y se inclinó, buscando otros más abajo donde apoyar los pies.
Los encontró y un instante más tarde estaba trepando por el tubo, subiendo en la oscuridad y sintiendo un aire caliente que le daba en la cara y provenía de arriba. Después de un breve tramo ascendente, el conducto empezó a curvarse y tomó una dirección prácticamente horizontal, que terminaba repentinamente en una habitación a la que daban otros dos conductos descendentes iguales y donde había una puerta de acceso con un asidero a cada lado… ¡y una mirilla!
La puerta no tenía cerradura, al menos él no la veía. Se mantenía cerrada mediante un pequeño pestillo de barra basculante que estaba de su lado. La barra estaba sujeta en ángulo a una pieza de metal contra la pared.
Florin echó una mirada por la mirilla y lo que vio fue una habitación pequeña con una mesa que la ocupaba casi toda y en la que había ropa blanca apilada. También había dos hombres. Uno de ellos llevaba una piedra luminosa e iba vestido con el jubón y la librea de los cortesanos de palacio. Tenía una expresión ansiosa y sudaba copiosamente. El otro iba vestido con los suntuosos ropajes de un emisario de Turmish, y parecía furioso.
—¡Se suponía que no debíais acercaros a mí! —decía con furia el de Turmish—. ¿Qué estáis haciendo, necio?
—Bueno, y se suponía que vos no debíais quedaros pegado a Platanegra como un perro faldero, siempre seis pasos por detras de él. Si todos los cortesanos de mi sector lo notaron (¡y así fue!) lo más seguro es que también lo hayan notado los magos de guerra.
—¡Escuchad bien lo que os voy a decir! —dijo el de Turmish con tono sibilante, y a continuación pronunció palabras que hicieron brotar en Florin una rabia oscura, con tanta violencia que a punto estuvo de caerse—. El gusano mental se ha comido buena parte de su cerebro. No queda mucho de él para controlarlo. Tengo que estar cerca o se convertirá en poco más que un muerto viviente. Eso también lo notarán, podéis estar seguro.
El cortesano ahora temblaba ostensiblemente.
—Yo, uh, ah, sí —tartamudeó—. Por supuesto.
—Bien —dijo el otro gruñendo—. Ahora volved a vuestro sitio a hacer lo que se suponga que debéis hacer y dejadme en paz. Según parece, tendré que perseguir a Platanegra sin que nadie se dé cuenta de ello. ¡Largo!
El cortesano salió de la habitación como un rayo, y el rabioso hombre de Turmish se golpeó una palma con el puño.
—¡Malditos sean la bruja Merendil y su vínculo de sangre! —dijo—. De no ser por él, me escabulliría ahora mismo y dejaría que ese cachorro idiota se encaminase a su propia perdición. ¡Esto va a ser complicado! ¡Muy complicado!
—Puedes jurarlo —susurró Florin para sí, pálido y echando fuego por los ojos mientras alzaba la barra de metal y abría la puerta de par en par. Se lanzó por ella con la espada y la daga en mano.
Tras abandonar a toda prisa la sala de la ropa blanca, el de Turmish llegó a un pasillo iluminado que había al otro lado y dio media vuelta.
Florin cargó contra él, rugiendo.
—¡Por Narantha! ¡Maldito asesino! ¡Por Narantha Corona de Plata!
El hombre palideció y dio un paso atrás, alzando una mano que parecía una garra. De sus dedos brotaron unos proyectiles mágicos serpenteantes que atravesaron a Florin antes de que este tuviera tiempo de huir.
Florin se quejó al sentir el dolor lacerante, se tambaleó, pero no se detuvo y siguió su embestida contra el otro, lanzándole cuchilladas.
El hombre intentó sacar una daga y hacer un encantamiento, pero a Florin no le importó. Siguió apuñalándolo y clavándole la espada sin clemencia hasta que la sangre que manaba de sus heridas lo salpicó en los ojos y ya no pudo ver nada. A pesar de todo, siguió atacando hasta que no quedó nada en pie, aparte de él, en aquel pasillo resbaladizo.
Respirando entrecortadamente, encima de lo que parecía una res mal troceada, en medio de un pasillo lleno de sangre por todas partes, Florin rompió a llorar.
—¡Narantha! —balbucía entre sollozos—. ¡Esto no va a traerte de vuelta, pero te he vengado! ¡Yo te he vengado!
El cuarto de la guardia estaba atestado un momento antes, pero ahora todos los Dragones Púrpura estaban en sus puestos, a excepción de dos aburridos lionars.
Estaban sentados en sus escritorios cubiertos de papeles, escribiendo sus partes de servicio para cuando esa maldita recepción terminara, cuando oyeron a lo lejos los gritos de Florin. El mayor de los dos alzó la vista y frunció el entrecejo.
—¿Es que también van a dejar asistir a la recepción a los que han perdido el juicio?
El otro lionar meneó la cabeza, dejó la pluma y desenvainó la espada. Juntos salieron al pasillo.
Sólo de dos cosas estaba segura Amarauna Telfalcon: de que nunca había tenido tanto miedo y de que no podía correr más rápido. También sospechaba otra: que su mágica apariencia de la maga de guerra Yassandra ya debía de haberse desvanecido. Seguramente Terentane no podría mantener el conjuro mientras corrían, sin aliento, por los pasillos y corredores del palacio, tropezándose ocasionalmente con algún sirviente asustado.
Habían empezado por subir a toda velocidad una larga escalera. Esto había bastado para que el corazón de Amarauna amenazara con salírsele por la boca, y de eso hacía ya rato.
O esa era la impresión que tenía.
—¡Sólo un poco más, Rauna! —dijo Terentane, jadeando un poco por detrás de ella—. ¡Sigue adelante!
Se dirigían a una habitación de cuya existencia él sabía y desde donde podría hacer un conjuro de teletransportación que los devolvería a Marsember. Sin embargo, a cada paso corrían el riesgo de topar con los Dragones Púrpura, o con un mago de guerra real, y…
—¡Gira aquí! ¡Es ahí delante!
Amarauna Telfalcon obedeció ciegamente, pasando junto a un tapiz, con su amante pisándole los talones.
Ni una ni otro notaron que el tapiz tenía dos orificios desde donde dos ojos los habían visto pasar corriendo.
Y ninguno de los dos oyó la voz desdeñosa que salía de detrás del tapiz.
—Torpes novatos.