El mayor desastre de la temporada
En cualquier tierra atestada de mercaderes ávidos de riquezas,
suele haber muchos magos y jóvenes necios en busca de más poder
o de gloria social, demasiado dispuestos
a hacer Cosas Grandiosas para hacerse ver.
Y de esas Cosas Grandiosas, año tras año,
surgen de forma inevitable
los Mayores Desastres de la Temporada.
Heldurr Blackoun, sabio de Nunca Invierno,
El libro del ingenio agotado,
publicado en el Año de la Danza del Fuego
Se oyó un retumbo en la oscuridad. Los Caballeros, que iban a todo correr, se frenaron un poco y miraron hacia todos lados. Y en ese mismo momento una pared antigua, negra y pesada de hierro bajó del techo en las mismísimas narices de Florin.
Eso significaba que…
—¿Pennae? —bramó—. ¿Pennae?
—Sigo viva —la oyó gemir el explorador desde el otro lado de la gran barrera.
Florin dio un puñetazo contra la pared. Era sólida, sin duda.
—¡Señora que estás en tu Bosque! —imploró Florin—. ¡Libradme de este maldito palacio con todos sus pasadizos que todos los dioses CONFUNDAN!
Como si se tratase de una respuesta, llegó otro retumbo, este unido a un grito de advertencia de Islif y a un chillido de Jhessail, y otra pared cayó a sus espaldas.
Florin se quedó allí, solo, de pie, en la más absoluta oscuridad, sin más compañía que un rechinar como de piedra contra piedra a su lado, la caricia fresca y suave de una corriente de aire, y una voz áspera y muy profunda que decía:
—En nombre del rey, intruso, deponed las armas y rendíos. De lo contrario moriréis, no tengáis duda.
Mientras se abría camino entre la multitud y pasaba delante de Dragones Púrpura de mirada dura que montaban guardia ante la puerta de los sirvientes de la Corte, Bravran Merendil sudaba copiosamente con la ropa de Dorn Talask y trataba con todas sus fuerzas de olvidar cómo le había cedido Talask esas prendas. Todavía quedaba un buen trecho hasta el palacio propiamente dicho, donde se suponía que debía encontrar una cámara llamada la Habitación de Lawndurdusk, y presentarse a Skeldulk Maumurthorn, jefe del Pasadizo Rojo.
Sorteando grupos de sirvientes apresurados y nerviosos, encontró el pasillo indicado. Casi de inmediato se dio de bruces contra un viejo cortesano medio calvo ataviado con elegantes ropas negras, medias ribeteadas y un jubón con mangas abullonadas, que lucía hermosas cadenas de oro en las muñecas y en el cuello, y gorguera negra a juego. Lo miró con aparente furia.
—¡Talask, creía que te habías marchado a casa para tomar un baño y ponerte tus mejores galas! —le soltó este inesperado obstáculo—. ¿A esto le llamas vestirte de gala? Las mismas ropas, incluso rotas por aquí. ¡Mira! Y sucias.
Bravran tragó saliva, controlándose cuando estaba a punto de decir con desprecio: «Bueno, al menos Talask no las llenó de sangre cuando lo mataron».
Por un momento casi pensó que lo había dicho en voz alta al ver la forma en que lo miraba el otro.
El hombre lo cogió por el cuello arrugado y lo sacudió.
—¡Dorn, Dorn! ¡Reacciona! ¡Soy yo, Rolloral! ¡No me mires como si no me conocieras! —Frunció el ceño—. Se trata de una mujer, ¿no es cierto? Lo que hiciste fue bañarte en ella. ¡Bellaco!
De repente, Rolloral sonrió y le dio al presunto Talask una palmadita en el brazo.
—¡Buen chico! ¡Ja, volver a tener tu edad! Tienes que contármelo todo, pero mañana. ¡Ahora mismo tenemos una lista interminable de cosas que hacer y nos queda muy poco tiempo! Mumurthorn ha sido llamado a las Cámaras de la Sima del Dragón para echar una bronca a alguien, y nos dejó todas las inspecciones para que las hiciéramos antes de que él vuelva y las haga otra vez, y nos lance rayos y centellas por la forma en que las hicimos. Ya sabes. ¡Vamos!
El presunto Dorn Talask se sacudió una vez más, volvió a tocar la pechera de su chaqueta, para asegurarse de que seguía teniendo allí su daga, y siguió adelante.
Cuando el mago de guerra Ellard Duskeld llegó a donde los imperiosos labios reales le habían ordenado ir, se detuvo y parpadeó.
Todo era alboroto en las Cámaras de la Sima del Dragón. Por todos lados había altos servidores, Dragones Púrpura corpulentos cubiertos con armaduras pulidas hasta relucir, y magos de guerra vestidos con túnicas que daban órdenes con gesto adusto.
Y en el centro de todo esto, Vangerdahast, mago de la corte de Cormyr y mago real del reino, conferenciaba con un círculo de magos de guerra más jóvenes, a los que iba destinando a uno u otro sitio dentro de palacio para ocuparse de las medidas de seguridad.
—¡Pues claro que necesitamos un hombre en los Jardines Reales! —dijo ásperamente el viejo lanzaconjuros—. ¡Es el mejor lugar para introducir una gran fuerza armada (o un dragón, que tanto da) hasta las mismísimas ventanas del palacio sin tener que superar a un guardia tras otro! ¿Acaso creéis que unos simples Dragones Púrpura tocados con yelmo pueden detener a un dragón? ¿O a un mago montado en un corcel alado? ¿Acaso queréis que este día resulte el mayor desastre de la temporada?
Ellard Duskard tragó saliva, respiró hondo y atravesó decidido la sala, no sin antes estar a punto de chocar con nada menos que tres magos de guerra que, a grandes zancadas, iban en otras direcciones, ganándose con ello una mirada furiosa y dos desdeñosas. Tuvo que abrirse paso empujando con el hombro para atravesar el círculo, donde hizo una profunda reverencia, se irguió y esperó su oportunidad para hablar.
—¡En este momento no, Khalaeto! —Vangerdahast despidió así a un mago de guerra bajito y con gafas que tenía todo el aspecto de un empleado de la casa de la moneda. El hombre se escurrió rápidamente llevándose sus pergaminos y su pluma. El mago real del reino se giró levemente, como un Dragón Púrpura en actitud alerta en busca del siguiente objetivo para su ballesta, fijó la vista en Ellard y lo animó—: ¡Habla, hombre! Y no arrastres tanto los pies.
—Eh. Ah. Ehem, sí. La princesa pide permiso para hablar con vos.
—¿Cuál de ellas?
—¡Ah… sí! Tanalasta, señor.
—¡Bien, traedla! —dijo Vangey con un gruñido de impaciencia.
—Ella… —Ellard Duskard enrojeció hasta la raíz de su enmarañado pelo, con la incómoda conciencia de que la mirada de furia del mago real equivalía prácticamente a gritar: «¿Qué pasa estos días con las jovencitas, y con su pelo? ¿Es que no tienen peines? ¿Ni sirvientes que les traigan agua? ¿O es que a todas ellas les gusta la sensación de los piojos paseándose continuamente por sus cabezas?».
—Ella… ella desea que seáis vos, lord Vangerdahast, quien vaya a verla —consiguió farfullar—. Dice que es una orden real. —Entonces, hundiéndose en la miseria, se sacudió como un junco en la tormenta, temiéndose lo inevitable.
Lo sorprendente fue que el lanzaconjuros sonrió.
—¿Dijo eso, de verdad?
Le volvió la espalda antes de añadir:
—¡Vamos, hombre! ¿Tengo yo pinta de que me sobre el tiempo para ir a arrodillarme delante de niñitas malcriadas, una por una o las dos a la vez, y todo para satisfacer sus caprichos?
—Ah… no, señor, claro que no.
—¡Brillante conclusión! —dijo Vangerdahast—. ¡Lo has captado a la primera! Vuelve pues junto a la muy alta y poderosa princesa Tanalasta y dile que no has podido encontrarme, y que cuando por fin lo conseguiste me transformé en un murciélago y me alejé volando a modo de respuesta, y que como no hablas murcielagués, no sabes qué respuesta darle, por eso has vuelto a su lado para preguntarle qué desea hacer a continuación. Ah, y dile que la última vez que me viste aleteaba por los Jardines Reales con la mejor corona de su padre flotando encima de mi cabeza. ¡Eso le dará en qué pensar!
Con un gesto de desagrado, Ellard Duskard se dio media vuelta y se fue por donde había venido, saliendo por la puerta apenas un instante antes de que dos magos de guerra aparecieran por el otro extremo de la mayor de las Cámaras de la Sima del Dragón, con los brazos llenos de doradas espadas relucientes y sonrisas ansiosas en sus rostros.
Vangerdahast frunció el entrecejo al verlos, arrebató su bastón al mago de guerra que se lo había estado sosteniendo pacientemente y los apuntó con él.
—¿Yassandra? ¿Brors? —les dijo cortante—. Puesto que estáis muertos ¿quiénes sois realmente?
Eso hizo que reinara el silencio por las Cámaras, momento en el que los falsos Yassandra y Brors lanzaron sus espadas contra el mago real del reino y salieron corriendo. Dieciséis espadas doradas atravesaron la habitación como una andanada de flechas.
Vangerdahast pronunció con voz atronadora la orden que activaba su bastón, y frente a él, se produjo una explosión.
—En nombre del rey y de la reina —respondió Florin apuntando con su espada hacia la oscuridad—, haceos a un lado y permitidme que intente salvar el reino. ¡Debo llegar a Vangerdahast sin demora! No deseo combatir con vos ni con nadie más, podéis creerme.
—Obedezco órdenes —replicó el guardián invisible—. Cormyr sería un lugar mucho mejor si más gente hiciera lo mismo. Aramadaem. Vos, en cambio, habéis desafiado las órdenes de los leales Dragones Púrpura, del mismo modo que desafiáis las mías ahora. Por lo tanto debéis rendiros o morir.
Cuando aquella voz profunda pronunció la única palabra desconocida para Florin, en la oscuridad se oyó un breve zumbido, y el explorador percibió una luz trémula por todo el lugar, una luz que rápidamente se convirtió en un resplandor suficiente para que Florin pudiera ver que emanaba de un yelmo, un yelmo con la celada abierta, que llevaba en la cabeza un hombre alto como una montaña.
Bueno, el guardián de palacio le sacaba medio cuerpo a Florin, que estaba acostumbrado a ser de los más altos en cualquier reunión. El guardián tenía unos brazos y hombros que habrían avergonzado a cualquier yunta de bueyes. Y unos músculos grotescamente abultados que sobresalían bajo una red de cicatrices que dejaban traslucir las venas por aquí y resaltaban por allá unos tendones afilados como cuchillos. No se podía decir que llevara armadura, sino más bien fragmentos de armadura atados y soldados unos a otros, formando una túnica, cuyo ruido estaba amortiguado por desgastadas pieles introducidas entre las placas metálicas móviles. Las muñequeras del hombre estaban erizadas de dagas. Una mano acababa en un hacha enorme y en la otra blandía una espada corta y muy ancha que acababa en un tridente de cuernos como los de un toro. A medida que el resplandor del yelmo aumentaba, se puso en evidencia que su magia había sido pensada para iluminar el aire por delante del hombre, de tal modo que cualquier enemigo situado en una extensión equivalente al doble de la longitud de su espada quedaba iluminado.
—¡Que Mielikki me proteja! —dijo Florin con voz entrecortada.
El guardián asintió como si estuviera acostumbrado a semejantes reacciones.
—Me llaman el Temible Guardián de la Puerta —anunció con aire más sombrío que triunfal—, o a veces la Perdición Acechante.
Florin se estremeció, recordando esos nombres mencionados por Dragones Púrpura retirados que contaban historias terroríficas en los días soleados, allá en Espar, un lugar donde le gustaría estar en ese momento, en vez de tener que enfrentarse a la muerte en aquellos pasadizos oscuros bajo el palacio del Dragón Púrpura. Esas historias eran sangrientas tramas de horror sobre hombres enviados a misiones que se perdían en pasadizos equivocados sumidos en la oscuridad y eran cortados en trocitos y comidos crudos bajo el palacio real de Suzail.
—Cuando era un muchacho oí historias sobre ti —dijo lentamente, mirando a aquella montaña de carne—, pero jamás las creí.
El Guardián de la Puerta gruñó con fastidio, como si hubiera oído esas palabras mil veces antes, y avanzó con paso resonante. Florin se apartó rápidamente para no quedar atrapado en un rincón.
Cuando el otro movió un brazo enorme, el explorador se lanzó al suelo con una voltereta para pasar por debajo de los tres cuernos, los cuales pasaron silbando por encima de su cabeza. Apenas se había puesto de pie cuando el hacha descendió haciendo brotar chispas de la piedra justo detrás de sus talones.
—Todavía eres un muchacho —retumbó el guardián con voz profunda—. ¿Crees en mí ahora?
Florin se agachó y volvió a esquivarlo. Esa vez los tres cuernos pasaron tan cerca que pudo oír el silbido del aire entre ellas.
—Sí —susurró—, pero no quiero. —Corrió a colocarse tras el guardián. Si pudiera cortarle el tendón de la corva…
No. Las corvas del Guardián de la Puerta estaban protegidas con varias capas de armadura. No era extraño que sus pasos fueran tan pesados.
Florin se volvió a tirar al suelo para evitar las armas que pasaban cortantes sobre él desde dos direcciones, las de aquellos dos brazos enormes que descendían para converger… y entonces vio su única oportunidad.
El Guardián de la Puerta se conocía al dedillo ese lugar y en ningún momento le había dejado sitio para pasar y quedar fuera de su camino. De modo que Florin tendría que pasar por un camino peligroso. Se puso de pie y corrió, como si fuera a pasar otra vez pegado a la pared, pero cuando el gigantón se volvió y dio un paso de lado para evitar que él pasara corriendo, Florin cambió de dirección y se lanzó derecho al hombre, con la espada por delante, como si fuera un gran dardo y apuntando a un punto en medio de las piernas.
Y después siguió adelante, en frenética carrera, con las costillas doloridas por la patada de lado que el Guardián de la Puerta había conseguido propinarle mientras trataba de acercarse a la abertura. Florin se lanzó como una flecha hacia donde sabía que estaba la brecha, internándose a ciegas en la oscuridad.
—Necio —dijo una voz fría que salía de las sombras, justo delante de él, mientras se oía el sonido de una espada invisible que abandonaba su vaina.
El estallido del bastón destrozó algunas de las espadas, y los fragmentos salieron volando entre una lluvia de chispas. El lanzaconjuros consiguió desviar las otras, pero no frenar su velocidad. Viraron para converger una vez más en el mago real de Cormyr, que apuntó el bastón hacia abajo para utilizar un recurso mágico rápido y desesperado.
Aquellas puntas veloces estuvieron a punto de alcanzar a Vangerdahast, llegando tres de ellas casi hasta sus ojos antes de que su conjuro hiciera erupción. Una descarga de fuerza monumental lo sacudió como si hubiera brotado de su piel, su boca y las mismísimas cuencas de sus ojos, un rugido horrible que acabó tan pronto como había empezado, dejando las Cámaras de la Sima del Dragón sumidas en un silencio mortal, sólo interrumpido por el breve tintineo de las espadas rotas al chocar contra el suelo.
Vangerdahast echó una mirada desolada a su alrededor para contemplar la devastación. Estaba vivo, ileso, pero de las docenas de magos de guerra que tan atareados andaban antes de un lado para otro no quedaba nada, como no fueran manchas sanguinolentas en las paredes y en el suelo. Todos aquellos a los que no había despedazado su descarga habían caído víctimas de los trozos de espada despedidos en letales remolinos.
Ese era el problema con aquel conjuro; para vencer a armas encantadas tenía que destruir custodias y escudos. Para salvarse él, había condenado a todos los demás magos de guerra presentes en las Cámaras.
Y no había sido la primera vez.
Vangerdahast se sentía fatal.
—Perdóname, Mystra —susurró contemplando a sus pies su bastón destrozado, convertido en una brasa.
Una voz nerviosa se oyó delante de sus narices.
—¡Lord Vangerdahast! Los invitados empiezan a llegar en tromba en este momento, y entre ellos estamos Jarlandan, Garen, Costart y yo mismo. He reconocido al mago mercenario calishita Talan Yarl entre los que llegaron. Está disfrazado del emisario de Turmish al que se esperaba, con lo cual lo más probable es que le haya hecho algo a ese hombre. ¿Qué debemos hacer?
Durward, por supuesto. Aquel necio no era capaz de hacer ni siquiera de portero sin pedir ayuda.
—¿Mago real? ¿Me oís? Soy Durward, y repito la pregunta: ¿qué debemos hacer?
Vangerdahast alzó los brazos en gesto de exasperación.
—¡Ya voy! —dijo cortante. Volvió a mirar pesaroso el sangriento espectáculo—. No hay tiempo para tratar de salvar a ninguno de ellos. ¡No hay tiempo!
Salió de allí con aspecto gris y envejecido.
—Me estoy haciendo mayor para esto —farfulló, recorriendo a grandes zancadas los pasadizos, donde los Dragones Púrpura lo saludaban prestos. Él pasaba por delante sin parar mientes en ellos.
—¡Florin! —gritó Islif—. ¡Pennae!
Su voz rebotaba en la implacable pared de hierro negro que tenía delante y el eco la repetía en el largo y oscuro pasadizo que se extendía detrás de ella. Si alguien respondió, ninguno de los Caballeros lo oyó.
Cuando el silencio volvió a instalarse, se miraron los unos a los otros con expresión de impotencia.
—Bien —dijo Semoor—. ¿Y ahora qué?
—Ahora decidimos qué hacer —respondió Jhessail— y lo hacemos.
—Claro, como que eso es muy sencillo —replicó Doust con tono sarcástico—. Menos mal que has venido con nosotros, Jhess. ¡Sin ti estaríamos perdidos!
—Y lo estamos, santurrones —les espetó Islif—. Tratad de pensar en algo útil que decir mientras nosotras, como dijo Jhessail, tratamos de decidir qué hacer.
Doust meneó la cabeza.
—Todo lo que sabemos con certeza es que Pennae nos dijo que había una conspiración de los magos de guerra para matar a Vangerdahast y al rey y a la reina, y que tenemos que llegar a las Cámaras de la Sima del Dragón lo antes posible. Ni siquiera nos dijo por qué, aunque supongo que era para encontrar a Vangey y prevenirlo. Pero sólo lo supongo. Y ahora, nuestro camino hacia ese lugar está bloqueado. Estamos extraviados debajo del palacio, y hemos perdido a Florin y a Pennae. —Alzó la vista y abrió las manos exasperado—. ¿Me he olvidado de algo?
—De muchas cosas —dijo Semoor—, pero tu puntería está mejorando.
—¡A callar! —les dijo Jhessail con rudeza—. ¡Cerrad la boca! No me hacéis ni pizca de gracia. Así no ayudáis y… y estoy tratando de pensar, de pensar de verdad.
—Sí, por supuesto —murmuró Semoor—. Ya veo lo difícil que debe de resultarte.
Islif le dio una colleja a la Luz Ungida de Lathander incluso antes de que Jhessail gruñera y le diera un puntapié en la espinilla. Semoor se retiró rápidamente, encogiéndose y cubriéndose con su símbolo sagrado.
Doust alzó las manos con un gesto como si dijera: «Soy inocente, no me peguéis».
Las dos mujeres les dieron la espalda, disgustadas, y se pusieron a murmurar con las cabezas muy juntas, y después de un instante Islif se volvió.
—Muy bien, hemos decidido —dijo—. Doust, tú marcharás a la cabeza con la piedra luminosa. Yo iré a continuación, con la espada preparada, y a continuación Jhessail y Semoor. Tu misión, Semoor, es vigilar la retaguardia constantemente. Entiéndelo bien, no una o dos veces para luego olvidarte. Volveremos desde esta barrera hasta el primer pasadizo transversal, tomaremos por él y, a la primera ocasión, volveremos en la dirección que llevábamos en este pasadizo. En cuanto consideremos que hemos avanzado lo suficiente para superar esta barrera, trataremos de volver hacia aquí hasta encontrar el otro lado de la misma y buscaremos a Florin o a Pennae.
—Estoy con vosotras —murmuró Semoor con calma y seriedad.
—Bien. Si no los encontramos pronto, nos dedicaremos a buscar un acceso a la planta noble y trataremos de encontrar un Dragón Púrpura de alta graduación que tal vez preste oídos a nuestra teoría de la conspiración. No podemos fiarnos de ningún mago de guerra que no sea Vangey. ¿Alguna pregunta? ¿No? Adelante, entonces.
Con Doust al frente sosteniendo la piedra luminosa, dieron la espalda a la barrera de hierro, deshicieron el camino andando hasta el primer pasadizo transversal, que resultó estar más cerca de lo que recordaban, y tomaron ese camino.
Casi de inmediato, vieron una luminosidad a lo lejos que se convirtió en súbito resplandor cuando rodearon un recodo y salieron al pasadizo. A continuación, la luz empezó a balancearse mientras avanzaba rápidamente hacia ellos.
—Oculta tu luz —murmuró Islif al oído de Doust, tras lo cual se volvió y dijo entre dientes—: Hacia un lado, todos, y detrás de mí.
La luz seguía acercándose. Era una piedra luminosa sostenida por alguien que tenía prisa. Hacia ellos venía un cortesano con un jubón que parecía un poco roto y polvoriento. Los vio y su paso se hizo un poco vacilante. Se puso tenso un momento, pero luego apartó la vista y se dispuso a pasar por delante de ellos.
En ese momento, Islif se apartó de la pared y lo cogió del brazo, justo por encima del codo, con mano de hierro.
El hombre emitió un chillido de miedo y metió la mano nervioso bajo la pechera de su jubón. Islif dejó que sacara la daga que esperaba y entonces, hábilmente, le dio un golpe en el hueso del codo con la mano que le quedaba libre. La daga salió despedida y dando botes.
—Bien hallado, cortesano —dijo animadamente—. ¿Por casualidad habéis visto a un explorador llamado Florin? ¿O a una dama vestida de cuero que se hace llamar Pennae? ¿O a cualquier persona aquí abajo que pareciera fuera de lugar?
—A v… vos —tartamudeó el hombre.
Islif le dio un meneo. Los Caballeros oyeron cómo le castañeteaban los dientes.
—¿A algún otro?
—N…no.
—¿Cuál es el camino más próximo hacia la planta superior del palacio? —preguntó Islif.
Él señaló con insistencia en diagonal, a través de las paredes de piedra, sin emitir palabra. Sospechando que eso significaba que había que seguir por el pasadizo y girar en el cruce indicado para encontrar una escalera, Islif lo siguió sujetando por el brazo.
—Llevadnos allí. Ahora —le dijo.
—Mi… mi daga… mi madre me matará si llego a casa sin ella…
—Y yo os mataré ahora mismo si tratáis de cogerla —le dijo Islif con toda naturalidad—. ¿Os lo pone eso más fácil?
El hombre asintió, llevándose una mano a la boca y mirando con ojos muy abiertos por el miedo.
Entonces puso los ojos en blanco y se desmayó en brazos de Islif, que, disgustada, lo dejó caer desmadejado en el suelo.