Una partida precipitada
Me atrevería a decir que no hay un aventurero vivo
al oeste de las llanuras del Polvo Púrpura
y al norte de los cálidos mares meridionales
que no haya tenido una o dos partidas precipitadas.
Los que afirman lo contrario, mienten
o son muertos vivientes y hablan desde más allá de la tumba,
porque pospusieron la partida hasta que fue demasiado tarde.
¿Cuándo es eso? Pues bien, cuando el padre de la joven abre de golpe la puerta de la habitación, y desnudo y azorado
uno descubre que no cabe por la ventana.
Tamper Tencoin,
El cúmulo de errores de toda una vida,
publicado alrededor del Año del Pájaro de Sangre
—Caballeros —dijo con gravedad el anciano mayordomo Orthund—, ¡os ruego que entréis y os postréis de rodillas ante su graciosísima majestad, Filfaeril Obarskyr, reina de Cormyr!
Se hizo a un lado dejando libre la puerta que acababa de abrir para dar paso a una familiar figura real que lucía un vestido de mucho vuelo.
Florin tenía la palidez que correspondía a su débil estado. Atravesó la puerta con paso un poco vacilante e Islif acudió como un relámpago para cogerlo del brazo y ayudarlo a ponerse de rodillas.
Tras ellos entraron Jhessail y Pennae y se arrodillaron a su vez, dejando a Doust y a Semoor cerrando la marcha y echando a tierra una sola rodilla, como era propio de todos los sacerdotes.
—Levantaos —dijo la reina Filfaeril— y poneos cómodos. Orthund, déjanos solos y cierra las puertas. Que no se nos moleste, a menos que el personaje sea el rey en persona.
Obedientes, los Caballeros se pusieron de pie. El mayordomo cerró las puertas detrás de sí. La estancia, situada en algún lugar en lo más recóndito de los aposentos reales, tenía las paredes ricamente cubiertas de madera y los suelos tapizados de mullidas alfombras, pero el mobiliario era sobrio: sólo había una butaca. La Reina Dragón la ocupó, flanqueada por dos caballeros magníficamente vestidos a los que los Caballeros habían llegado a conocer bastante bien en los últimos días: el sabio real Alaphondar, y el mago de guerra más viejo que habían visto jamás, un hombre de trato paternal llamado Margaster.
—Todo lo que se habla en Cormyr resuena estrepitosamente aquí, en Suzail, y las lenguas funcionan con energía desusada en los pasillos y antecámaras de la Corte Real —dijo la reina Filfaeril—. Por lo tanto, mis Caballeros, no es posible que desconozcáis el estado de ánimo imperante en todo el reino.
Florin e Islif asintieron lentamente, pero no dijeron nada. También permanecieron mudos los Caballeros que estaban detrás.
—Nuestra Corte ya os está enseñando a actuar con tacto —añadió Filfaeril con una sonrisa tan tensa como repentina—. Eso no servirá. Es un motivo más para que partáis de inmediato y de forma encubierta de Suzail, y marchéis presurosos al Valle de las Sombras, tal como os aconsejó Khelben.
—Alteza, ¿podemos conocer los demás motivos? —preguntó Doust en tono tranquilo.
—Claro que sí. Como ya he indicado, el enfado creciente de muchas familias nobles de todo el reino que, por ignorancia o por conveniencia, insisten en culparos de las muertes de lady Mantoverde y de las dos damas Corona de Plata. Eso por no mencionar la otra y más justa causa, que son los robos de que han sido objeto los nobles aquí, en Arabel.
La reina miró significativamente a Pennae, que tenía un aspecto magnífico con su sencillo traje gris, pero en cuyo rostro apareció un rubor de culpabilidad ante la directa y sagaz mirada real.
Cuando el rubor se extendió a su garganta y su pecho, la abastecedora de los Caballeros se encogió de hombros y pareció súbitamente preocupada por el estado y el color de sus uñas.
Semoor puso los ojos en blanco al oír eso y planteó tímidamente su propia pregunta.
—¿Crearemos problemas al Trono si nos quedamos?
Filfaeril asintió.
—Y animara a algunos, nobles o no, a tratar de demostrar al reino quién detenta realmente el poder en Cormyr, contratando a alguien para mataros a todos… a pesar de nuestra real protección.
—Majestad, será todo un honor obedeceros —dijo Florin—. Mandadnos.
La reina sonrió y se puso de pie.
—Os doy las gracias. Esa decidida obediencia es gratificante. Es un arte que muy pocos aquí, en la Corte, parecen dominar.
Se dirigió a una de las puertas de madera bellamente talladas que había en la pared del fondo de la cámara y la abrió accionando uno de los muchos dragones entrelazados que sobresalían en un bajorrelieve, e hizo una señal a los Caballeros para que la siguieran.
Al atravesar la puerta se encontraron en una habitación de piedra donde había seis sillas frente a un grupo de magos de guerra que murmuraban en tonos graves. Estos se callaron de pronto y se volvieron a mirar a los Caballeros.
A su vez, los aventureros vieron a Vangerdahast, Laspeera y cinco magos de guerra a los que no conocían, entre ellos una mujer, todos de aspecto muy solemne.
—Sed bienvenidos, Caballeros de Myth Drannor —dijo Laspeera con una sonrisa dando un paso adelante—. Permitidme que os presente a Melandar Raentree, Yassandra Durstable, Qrzil Nelgarth, Salmeir Landorl y Gorndar Lacklar.
Los cinco magos saludaron con una inclinación de cabeza y expresión seria. Pennae, que tenía por costumbre mirar primero a los ojos y después a las manos de cuanta persona conocía, notó que Melandar, Yassandra y Orzil lucían todos anillos con cabeza de unicornio, Sarmei y Gorndar no llevaban anillos, y los anillos de Vangerdahast y Laspeera habían sido trabajados en forma de sinuosas y escamosas colas de dragón. ¿Qué significarían aquellos anillos… o la ausencia de ellos?
Vangerdahast no le dio tiempo para pensar en ello. Como un impaciente comandante en jefe indicó a los Caballeros con gesto imperioso que se sentaran en las sillas dispuestas para ellos y a continuación ocupó un puesto frente a ellos con expresión tan ceñuda como si él mismo fuera la tormenta del destino que se avecinaba y su castigo fuera inminente.
Laspeera ya marchaba al frente de los cinco magos de guerra a los que acababa de presentar.
—Oh, Tymora —murmuró Doust en voz baja—, esto no tiene buena pinta.
—Vangey nunca tiene buena pinta —susurró Semoor, ocupando el asiento junto a Doust—. Pienso que sufre una indigestión casi constante. O eso, o está hasta el gorro de todos nosotros.
Para entonces, Laspeera y los cinco magos ya habían llegado a la puerta, donde se volvieron, y apuntaron sus manos para formular al unísono el mismo conjuro silencioso.
Y los seis Caballeros sentados cayeron hacia adelante, sumidos de inmediato en una penumbra mágica.
Los magos de guerra miraron a Vangerdahast, aguardando su aprobación.
—Bueno ¿a qué estáis esperando? —les preguntó el mago real—. ¡Quiero sacarme esto de encima en cuanto podáis hacer vuestros conjuros!
La princesa Alusair Nacacia Obarskyr había cumplido sus trece veranos, que habían resultado más que suficientes para convertirla en una jovencita tozuda rebelde, altanera de temperamento vivo. Y de una desbordante curiosidad. Es lógico pues, que los sirvientes y cortesanos hubieran aprendido a evitar —y mucho más a no contradecir ni a hacer sugerencias— a la joven princesa que tan temperamentalmente campaba por sus respetos en palacio, y a la que se le había prohibido cruzar la espada con los Dragones Púrpura o vaciar jarros de cerveza en cualquier taberna o hacer gran cosa por propia iniciativa.
Era muy común tropezarse con Alusair en los pasillos de palacio, con su aspecto larguirucho, toda ella brazos y piernas, un «chico con ropas de chica» que se subía a donde no debía, se ponía perdida a la menor ocasión y parecía lucir una expresión despectiva inamovible cuando daba la espalda a todo el que la miraba, en especial a su omnipresente mago de guerra y a los guardianes y guardaespaldas de los Dragones Púrpura, cuya silenciosa vigilancia odiaba con toda su alma, casi tanto como a sus frecuentes intervenciones para impedirle «cualquier tipo de diversión». Observaban todo lo que hacía, absolutamente todo, desde el baño hasta su uso de los orinales y su costumbre de escarbarse la nariz. ¡Malditos entrometidos! Nada le gustaba más que correr una aventura en los pasadizos, en las profundas cámaras del pozo y en otras partes oscuras, desconocidas y vedadas del palacio… y daba la impresión de que a ellos nada les gustaba más que impedirle salirse con la suya.
En una de esas ocasiones se detuvo en una oscura cámara poco frecuentada por la que pretendía llegar desde la Cámara de los Tres Dragones al Vestidor de Runsor. Se miró en un empañado espejo que la abarcaba desde la corona a los tobillos, para burlarse de sus ojos castaños y de su pelo ensortijado color miel, mientras distraídamente pasaba los dedos, siempre curiosos, por las uvas talladas en el marco. De repente, al llegar al centro del racimo, una de las uvas se hundió y su corazón dio un vuelco y empezó a latir desbocado al ver que el espejo se estremecía y se abría con una sacudida.
La princesa Alusair se volvió a echar una rápida mirada al camino por el que había venido. La vieja Alsarra todavía no había llegado a la vuelta del pasillo y probablemente estaba flirteando con el lacayo de bigote caído al que parecía gustarle.
Abrió el espejo y quedaron a la vista unos estrechos estantes de viejos tomos polvorientos.
La loca carrera que había emprendido su corazón se calmó un poco, pero sonrió y se encogió de hombros. Después de todo, era poco probable que apareciera una escalera secreta, ya que el pasillo principal estaba justo al otro lado de la pared. ¿Qué podrían contener esos libros? ¿Conjuros prohibidos? ¿Descripciones de las citas que tenían lugar en palacio? ¿Chismorreos de antaño? Estaba bien tener esa curiosidad universal.
Alusair se metió dos dedos en las fosas nasales para no estornudar, y con la otra mano cogió el volumen de aspecto más extraño, un libro delgado y negro que no tenía nada escrito en el lomo. Olía a humedad, sus páginas de papel de trapos parecían deseosas de volver a ser trapos y contenían algunas muestras de la poesía más ñoña y enrevesada que hubiera leído jamás. Palabras feas en frases aún más feas —«Mi corazón por el vuestro late a punto de estallar/ y las mozas suspiran trémulas de Cormyr por toda la faz»— ¡uf! Volvió a colocarlo en su sitio y con ambas manos cogió, no sin esfuerzo, el grueso volumen pardo que había al lado, un libro de cantos cuadrados y encuadernación metálica tan grueso como su brazo.
Resultó que estaba cerrado con un broche de metal y que parecía destinado a ella. Era un relato de viajes marítimos de hacía seis reinados y donde se describían minuciosamente los aparejos que debían usarse con cada tipo de viento y aguas. Alusair puso cara de exasperación, pasó las páginas esperando encontrar una batalla en el mar o algo, y oyó un ruido metálico y que algo se deslizaba por el interior del lomo del libro.
Con creciente nerviosismo, puso la mano en la base del lomo para recoger lo que cayese, fuera lo que fuese —¿una llave tal vez?— al tiempo que se colocaba para que Alsarra no pudiera ver desde atrás lo que estaba haciendo —en caso de que por fin lograra desprenderse de su lujuria— y sacudió el pesado libro con todas sus fuerzas. Sus delgadas muñecas apenas podían con el peso del tomo y tuvo que agacharse apresuradamente para evitar que se le cayese.
Y fue entonces, precisamente, cuando oyó el grito esperado.
—¿Princesa? ¡Princesa! Alusair, ¿qué estáis haciendo, criatura? ¿Estáis bien?
Alusair se sentó de golpe, recibiendo el libro en su regazo, y movió frenéticamente las tapas adelante y atrás con ambas manos hasta que el objeto que había oído deslizarse cayó por fin. ¡Un anillo!
Un anillo de plata indudablemente antiguo, con una forma elegante que revelaba su factura elfa. No tenía piedra. Se lo puso precipitadamente en un dedo. Dio un respingo y se estremeció mientras trataba de recomponerse, sintiendo que una ventana se abría en su mente y le permitía ver… le permitía ver…
—Criatura. ¿En qué lío os habéis metido esta vez?
El problema con Alsarra era que se comportaba como una vieja tía gruñona, y que tanto el padre como la madre de Alusair confirmaban su autoridad plena para hacerlo una o dos veces cada diez días, y lo hacían con gran firmeza y entusiasmo. Alusair hubiera querido decirle a esa vieja guardiana —una zorra al acecho— que se tirase de cabeza al fango del foso de un castillo, preferiblemente un castillo un poco más al norte de Luna Plateada, en el otro extremo de Faerun, y que comiera barro hasta el fin de los tiempos, pero…
Unas manos huesudas le arrancaban ya el libro de las manos y unos labios fruncidos emitían unos chasquidos contrariados, como si ella fuera una especie de gallina apestosa. Alusair suspiró y juntó las manos (tapando aquella en la que llevaba el anillo).
—He encontrado unos libros antiguos y quería echarles un vistazo. Los únicos que pude ver parecían un auténtico plomo, pero este era tan pesado que casi se me cae, y algo que nunca debe hacerse —bajó la voz imitando a la perfección el tono de Alsarra— es estropear un libro, de modo que…
—¿Os sentasteis para evitar que cayera? ¡Bien hecho, niña, bien hecho, y permitid que os diga que fueron un sentimiento y una acción admirables para una joven princesa cuyo porte y cuyos modales serán pronto el orgullo de la Casa Obarskyr!
«Para que puedan entregarme en matrimonio como si fuera una vaca», pensó Alusair con amargura.
—Os repito lo que ya os he dicho muchas veces, que debéis tomar ejemplo de vuestra hermana, la princesa Tanalasta y procurar imitarla en todo lo que hace.
Alusair asintió por hábito, y Alsarra sonrió y siguió con su parloteo, inundándola con su discurso entusiasta y enfático. Devolvió el libro a su sitio y ayudó a la princesa a ponerse de pie y cerrar el espejo. Los bombachos llenos de polvo de Alusair dieron lugar a otra exclamación, y la princesa tuvo que aguantar otra vez una regañina por negarse a usar un vestido, que era lo que correspondía a cualquier joven de su edad, y mucho más a una princesa real de Cormyr. Alusair afirmó con aire ausente, sin oír una sola palabra de lo que decía su aya.
Estaba muy ocupada en repasar los nuevos pensamientos e imágenes que el anillo había colocado en su cabeza y que la informaban de que era antiguo y poderoso, y que tenía tres poderes: el teletransporte a cuatro lugares fijos que ella no conocía; algo denominado «escudo de indetectabilidad», capaz de hacer invisible a su antojo a todas las magias que intentaran detectarla o encontrarla, o leer en su mente o influir sobre ella… y otra cosa que ella no entendía. Sintió que la invadía un deleite tan reconfortante como el que se siente al lado del fuego. Eso le daba la posibilidad de escapar de su omnipresente mago de guerra y de los Dragones Púrpura vigilantes. Eso la hacía libre.
—Alsarra —dijo con firmeza—, debo encontrar un escusado. Ya sabes, como estuve a punto de caerme…
—¡Claro, por supuesto! ¿Estáis segura de que no necesitáis que os examinen? Realmente deberíamos…
—Si hay sangre, te lo haré saber de inmediato, Alsarra —dijo la princesa—. Ahora apártate de mi camino o esta vejiga real va a…
—¡Claro! ¡Claro! ¡Oh, que los dioses y los espíritus guardianes no lo permitan! Aquí estoy yo, una vieja tonta, parloteando mientras…
«Bueno, al menos tienes conciencia de lo que eres —pensó Alusair con amargura pasando rápidamente al lado de su guardiana—. ¿No te encantaría que hubiera sangre? Entonces sería fértil y podrían encerrarme como es debido, y no volver a dejarme salir de mis habitaciones como no fuera para aparecer en las fiestas y lucirme ante los posibles pretendientes, hasta que uno de ellos mordiera el anzuelo y comenzara mi vida de auténtica esclavitud».
Corrió por un pasillo estrecho hasta las puertas afiligranadas del aseo de señoras más próximo, pero en lugar de girar a la izquierda buscando la comodidad que este ofrecía, giró a la derecha y apartó la cortina que daba ala escalera descendente y sin luz de los sirvientes. Allí, de pie, en la oscuridad, le dio la orden al anillo: ocúltame.
Y comenzó la aventura.
¡Primero tenía que procurarse una espada, una daga y unas botas adecuadas para viajar! Después algunos víveres, una cantimplora para llevar algo de beber, y…
Alusair vaciló a mitad de la escalera al descubrir que podía sentir la alarma de los magos de guerra, que, tan aburridos como siempre, la espiaban por medios mágicos. Ahora no estaban nada aburridos. ¡La súbita desaparición de la princesa de sus conjuros de escudriñamiento había hecho que todos empezaran a gritar y a hacer sonar sus gongs!
Hizo una mueca de desprecio que acompañó de un juramento. Seguro que los gongs ya habían puesto a los Dragones Púrpura de atronadoras botas y a los irritados magos de más categoría a buscarla como locos.
—¡Por Ilmater! ¡Cómo odio este lugar! —murmuró al ver una luz que iluminaba el pasillo que había al pie de la escalera. De un salto bajó los últimos escalones, recibiendo un golpe de su pesado colgante en pleno rostro, y tuvo el tiempo justo para superar un recodo del pasillo, gracias a sus silenciosos escarpines, antes de que los sirvientes acudieran en tropel al pasillo y a la escalera que acababa de dejar atrás.
—¿Ha visto alguien a la princesa Alusair? —preguntó una doncella en la habitación donde estaba la lámpara—. Tenemos que encontrarla y llevársela al mago de guerra más próximo. ¡Dejad todos lo que estéis haciendo y acudid a la planta noble!
—¿Arrastrar a la Pequeña Dama Incordiante por medio palacio para encontrar a un lanzaconjuros? Sí, hombre, es como meternos en el pozo de los problemas. ¿Para que nos saque todos los órganos a patadas y nos arranque hasta el último pelo?
—¡Vaya, no tendrá mucho pelo que arrancar de tu reluciente calva, Jorlguld!
—Que sepas que todavía tengo pelos en la nariz —respondió Jorlguld tristemente.
—Bueno, no habrá que arrastrarla tan lejos. Todas las habitaciones del palacio se están llenando de magos de guerra. Corren que se matan.
Alusair musitó algo muy gordo y se marchó en busca de una espada y una daga. Tendría que usar su bolsa para conseguir el resto en cuanto saliera de allí.
El pasillo desembocaba en una escalera y llevaba a un vestuario de los Dragones Púrpura. Normalmente era un lugar al que ni siquiera pensaría en acercarse si pretendía huir, pero habiéndose dado la alarma, seguramente todos estarían arriba, buscando por todos los rincones y perdiendo mucho tiempo antes de que se les ocurriera que una princesa encumbrada y poderosa pudiera haberse dirigido abajo, a los pasillos oscuros y húmedos de los sirvientes. Y los Dragones Púrpura no sólo dejaban siempre la puerta abierta a menos que alguien les ordenara lo contrario, sino que además tenían siempre armas en reserva en sus armarios, montones de armas de reserva.
¡Así era! El vestuario estaba vacío y en los armeros de madera de las paredes relucían espadas y dagas en abundancia.
Pero ni una vaina para guardarlas. Ni siquiera una capa. Alusair miró a su alrededor con desánimo y luego se encogió de hombros, eligió una espada cuyo aspecto le gustó y con idéntico criterio escogió una daga, y…
—¡He visto a alguien por aquí, te lo aseguro, y podría ser una muchacha! —La voz de hombre sonó bastante alejada.
Alusair giró sobre sus talones y se enfrentó a la puerta, esgrimiendo su espada y su daga —la espada era un poquito pesada, pero había que conformarse— y se concentró en el anillo con todas sus fuerzas.
Quería salir de allí, ir a aquel primer destino, fuera a donde fuese.
Obedientemente, el palacio empezó a dar vueltas y de repente se encontró cayendo, cayendo sin fin en medio de una helada niebla azul.