Capítulo 19

Cuando se acaba la diversión

Y cuando se produce la esperada muerte de un rey

cuando se reúnen los buitres hambrientos,

busca a los más reacios a retirarse

y verás los títulos más encumbrados,

las gemas más relucientes

y los colmillos más afilados.

Anglym Warfar,

Libro de un bardo,

publicado en el Año de la Luciérnaga

El mago calishita bostezó.

—Mercader Herrendar, no volváis a intentar amenazarme. ¿O debo llamaros Bravran Merendil?

Su anfitrión se puso tan blanco como la nieve.

—¡Lo sabéis! —dijo pasmado.

—Por supuesto. Es obligación de Talan Yarl conocer esas cosas. —La sonrisa del mago era jovial mientras se acariciaba la perfumada barba, impecablemente peinada, pero sus ojos eran de hielo.

—Además —añadió—, vuestras amenazas son innecesarias. Cuando se compra a Talan Yarl, es para siempre. Habéis cometido un error y os ruego que no volváis a cometerlo. Tenéis preparado a un pequeño regicida para esta recepción, ¿no es cierto?

El hombre al que Suzail conocía como Ostagus Haerrendar, comerciante en barriles, bocks y pipas, retrocedió un paso y se estremeció.

Pasaron unos instantes antes de que tragara saliva.

—Parece que vuestra ocupación es saberlo todo, por más peligroso que sea saberlo.

—Es más que mi ocupación, es mi vida, o más bien, la razón por la que tengo una. Pero eso no significa que esté cerca de saberlo todo, es sólo que me gusta saber con quién tengo tratos. He llegado a la conclusión de que así se evitan muchos derramamientos de sangre.

El calishita miró la forma inmóvil que había entre ellos, sobre la mesa.

—Este sería Rellond Platanegra, más conocido por muchas damas jóvenes de la nobleza de vuestro reino como Rellond el Bruto, por su forma cruda e impaciente de hacer el amor. Un calavera y un inútil al que me habría gustado ver muerto y enterrado hace tiempo, liberado al mismo tiempo de su vida y de lo que llena su bragueta por algún padre furioso. Pero veo que vive. Drogado o presa de un conjuro. ¿Este indigno crápula tiene algo que ver con vuestro astuto plan?

—Drogado —dijo Merendil rígidamente—. Y no es necesario de que os burléis de mi astucia… ni de mi falta de ella. Os estoy pagando muy pero que muy bien.

—Eso es cierto. Vuestro oro debería bastar para hacerme aceptar de buen grado cualquier idiotez que pudierais ofrecerme, os lo concedo. Me divertís, Merendil. Explicadme vuestro plan. De verdad que quiero oírlo, sinceramente.

—Si vuestra magia es suficiente para controlar la mente de este hombre —dijo el noble con cautela—, Rellond Platanegra se encargará… de hacerlo. De apuñalar al rey de Cormyr durante el baile. A continuación, llevado por la ira, lo reduciréis a cenizas, por desgracia demasiado tarde para salvar a Azoun, pero…

—No voy a hacer tal cosa, necio. Si usara un conjuro para controlar a vuestro embaucador, los magos de guerra lo detectarían antes de que él o yo mismo pudiéramos acercarnos al rey, y a continuación ambos seríamos apresados y después nos exprimirían la mente y nos ejecutarían.

—¡Ah, pero es que no vais a usar un conjuro con Platanegra!

—¿Cómo lo haremos, entonces?

—En su cerebro hay un gusano mental. ¿Habéis oído hablar de ellos?

—Claro que sí. —Talan Yarl pareció pensativo—. Sólo conozco a un mago que los use con éxito, y tuvo que huir de Halruaa y esconderse en Turmish para salvar la vida cuando se supo. ¿Este fue obra suya?

—No lo sé. El mago que lo hizo y cuyo nombre no conocemos, aunque sospechamos que era extranjero, colocó primero un gusano en una joven de la nobleza que, a su vez, infectó a Platanegra y a otros. Después de eso desapareció. Creemos que lo tienen los magos de guerra favoritos de Vangerdahast.

—Pero entonces ¿cómo supisteis de este gusano?

—Aunque el mago, siempre hablo de lo que creemos, nunca lo supo, era espiado por el mago de guerra Sarmeir Landorl, que trabajaba conmigo.

—Un mago de guerra. Entonces ¿para qué me necesitáis a mí? ¿No será que vos y Landorl estáis buscando un chivo expiatorio? ¿Un incauto al que culpar de vuestra villanía?

—¡No! Necesito que lo hagáis vos porque, bueno… porque Landorl ha desaparecido.

—¿Otra vez los magos de guerra de Vangerdahast?

—Eso… eso creemos.

—¿Creemos? ¿Vos y…?

Merendil enrojeció.

—Mi madre.

—¿Vuestra madre nada menos? Valiente conspirador, hacer la guerra contra un rey con vuestra anciana madre como cómplice. ¿Cuántos años tiene ahora? ¿Cien? ¿Un saco de huesos que no puede moverse de la cama o una tumba sobre la que aplicáis el oído por la noche para obtener respuestas?

—Todavía no soy ni lo uno ni lo otro —dijo una voz estridente tras la oreja de Talan Yarl—, del mismo modo que el veneno de esta daga que sentís no se ha disipado del todo. ¿Y ahora qué? ¿Estáis con nosotros? No es que esté muy segura de que tengáis muchas oportunidades, Yarl, el comprado para siempre. Realmente dudo mucho que podamos dejaros salir de aquí con lo que sabéis ahora.

Talan Yarl se había quedado rígido y estupefacto al sentir la punta de la daga. Nada debería haber sido capaz de acercársele sin que lo percibiera, y mucho menos de atravesar su conjuro de protección sin que lo notara. Tuvo mucho cuidado de no moverse, aunque ardía en deseos de echarle una mirada a lady Merendil.

—Bueno, gran dama —dijo entonces. El súbito brillo del sudor en su frente desmentía su aparente calma—, esto da una luz muy diferente a la cuestión. Consideradme entusiasta y firmemente de vuestro lado. Por mi honor.

—La verdad, vuestro honor me importa un bledo, mago. Quiero vuestro vínculo de sangre en un pacto de fuego mágico. Quiero estar convencida de que vuestra sangre hervirá en vuestras venas si nos traicionáis. Para mí, ese conocimiento sella la confianza mucho mejor que el honor.

Tragando saliva, Talan Yarl se las ingenió para esbozar una sonrisa trémula.

—Que así sea.

Hacía nueve años que Kahristra era su doncella personal, y para una chica que apenas había superado los catorce veranos, eso era toda una vida.

Así pues, la princesa Tanalasta consideraba a Kahristra como su amiga y confidente, no como una criada a la que sólo se dan órdenes, ni tampoco como alguien delante de quien se debe mostrar la imagen digna y glacial de una heredera real. Por consiguiente, no disimulaba su mal humor mientras Kahristra acababa de aplicarle polvos, hasta que esta dio un paso atrás, puso los brazos en jarras y preguntó:

—¿Qué pasa Tana? ¿Por qué ese enfurruñamiento?

La princesa suspiró.

—No soporto que una extraña esté sentada ahí fuera mientras me estoy vistiendo. ¿Quieres despacharla?

Kahristra meneó la cabeza.

—No puedo darle órdenes. Es ella quien me las da a mí.

—¿Qué? —Tanalasta alzó la cabeza y juntó las cejas sobre la nariz, de esa forma que siempre la hacía parecer más franca que la mayoría de las mujeres, un gesto que era copia exacta del de su padre, el rey.

—Esa mujer —explicó la doncella señalando con un dedo la puerta que comunicaba el vestidor con el saloncito del otro lado, donde ambas sabían que estaba sentada la indeseada huésped—, es una maga de guerra, y está aquí por orden de vuestro real padre.

Tanalasta abrió mucho los ojos en un gesto de fingida incredulidad.

—Eso me imaginaba yo, pero ¿por qué?

Kahristra suspiró.

—Hay sospechas de que podríais estar en peligro en esta fiesta si no estáis protegida.

—Eso significa que Vangerdahast se está haciendo el misterioso —dijo Tanalasta con disgusto—. Otra vez. Es él y sólo él el que tiene sospechas.

—Bueno… sí —confirmó la doncella tratando infructuosamente de ocultar una sonrisa.

—¡Ese hombre —dijo Tanalasta— es imposible! ¡Cómo me gustaría que alguien lo transformara en una rana, o que se lo tragara un dragón… o… o que sucediera cualquier cosa que lo sacara para siempre de nuestras vidas!

Kahristra se encogió de hombros.

—Puede que en algún momento futuro veáis cumplido vuestro deseo. No se puede decir que muchos no lo hayan intentado. Quién sabe. Alguien podría conseguirlo algún día.

—Supongo que os daréis cuenta —dijo con calma el joven de los relucientes ojos dorados cerniéndose desnudo magnífico sobre ella— de que si triunfamos en esto, es inevitable que acabemos siendo enemigos.

—¿Ah, sí? —las manos de la señora marchanta de Marsember se cerraron sobre sus caderas—. ¿Tan firmemente abraza vuestro Cormyr a la hermosa Marsember?

—Tan firmemente como yo la abrazo en este momento —dijo Terentane jadeante, cediendo al ávido tirón de ella.

—Pues bien —gimió ella bajo el peso de su cuerpo, manteniendo los dientes apretados—. Supongo que así será, pero espero que pasen años antes de eso.

—Yo también lo espero —dijo Terentane con voz entrecortada… un instante antes de que se rompiera la cama debajo de ellos y acabaran en el suelo.

La cama crujió de manera inquietante y empezó a inclinarse paulatina y lentamente al ceder una pata comida por un gusano. Juntos y riendo locamente, el joven al que su Arte tan poderoso hacía temible a los ojos de Vangerdahast, y la astuta marchanta, que lo doblaba en edad y cuya fortuna había llegado a rivalizar con el tesoro de la Corona, salieron corriendo de la malhadada habitación y escalera abajo.

—¿Es que siempre tenemos que usar vuestros podridos cobertizos para nuestras citas? —protestó él mientras volvían a caer el uno en brazos del otro sobre un montón de cuerdas que había al pie de la escalera, haciendo que las ratas huyeran chillando en todas direcciones. Un estruendo al otro lado de la pared junto a la cual estaban anunció la llegada de la destrozada cama, trozo por trozo, al suelo del armario de los remos. Juntos esperaron a que los remos, prolijamente apilados, se soltaran y cayeran… uno, dos, y después muchos más en una sucesión atronadora.

—¡Cr… creí que sería más romántico! —dijo Amarauna Telfalcon, entre risitas sofocadas, a su nuevo amante.

Él rompió a reír, y por un momento, la diversión triunfó sobre la pasión.

Formaban una extraña pareja: un joven mago lleno de energía, rechazado cuando había tratado de incorporarse a los magos de guerra por un mago real apabullado por la fuerza de su dominio natural del Arte y nada seguro de su lealtad, y la marchanta ruda, toscamente atractiva, propietaria de veinte urcas y carabelas, una docena de almacenes en Suzail y el doble de ellos aquí, en Marsember, y cuyo sueño más ardiente era que Marsember volviera a ser independiente de Cormyr. Un Marsember gobernado por sus tenaces mercaderes, como los Telfalcon, reunidos en asamblea, y no por nobles corruptos ni por magos rastreros y espías.

Cuando Terentane, el primer hombre que en más de veinte años la había mirado no como a un embaucadora a la que hay que desenmascarar ni como a una rival a la que es preciso destruir, trató nuevamente de abrazarla, Telfalcon, juguetona, le apartó las manos.

—Se supone que esto me preparará para hacerme pasar por esa Yassandra, ¿no? Decidme entonces qué es exactamente lo que hacen las magas de guerra.

—No, se supone que esto debe servir para que yo me ponga nervioso y ande pensando todo el día en lo que podría salir mal, ¿lo habéis olvidado?

Amarauna corrió un pestillo para permitir que una puerta de la pared se abriera y los remos se colaron por ella como una inundación de madera.

—¿Y lo está consiguiendo? —preguntó ella con tono inocente.

Las repentinas carcajadas de Terentane fueron tan intensas que le llevó algún tiempo controlarse para poder lanzarse en su persecución.

—¡Granuja! —rió la mujer cuando él la pilló y se le colocó encima—. Venid aquí.

—Exigir, no hacéis más que exigir —gruñó él con tono cada vez más amortiguado.

Tan hábil fue su lengua en los momentos que siguieron, que Amarauna por fin se relajó y empezó a ronronear mientras cerraba los ojos y se dejaba llevar por el placer.

Entonces oyó un zumbido en el aire que parecía fuera de lugar, algo muy diferente del golpeteo del agua y los crujidos del cobertizo, y abrió los ojos de golpe.

Se le escapó un respingo. Allí, suspendidas en el aire, encima de ellos, como carámbanos dorados, había nueve espadas relucientes, largas y afiladas, con las puntas tan próximas que habría podido tocarlas.

—¿Terent? —se atrevió a decir tratando de que no le temblara la voz.

—Hermosas, ¿verdad?

La mujer controló un estremecimiento.

—Sí. —Al ver que él no añadía nada, preguntó—: ¿Las habéis invocado vos?

—Les mandé que vinieran. Observad, pero no mováis un solo músculo.

Fuera cual fuere la respuesta que Amarauna Telfalcon tuviera pensada, se perdió en el zumbido de las hojas que atravesaron el aire y cayeron a ambos lados de su cuerpo desnudo, tocándola no con el filo, sino con la parte plana, dos a cada lado de sus caderas, otras dos al lado de cada tobillo y la última…

—¡Sois un bastardo!

—Y vos una vieja furcia —le retrucó él con afecto mientras las espadas volvían a alzarse hacia el cielo con una coordinación perfecta—. Andando. A matar magos de guerra.

—¡Alto! —les ordenó el mago de guerra mientras tres Dragones Púrpura salían de los tenebrosos portales, haciéndoles frente con las espadas desenvainadas.

Los Caballeros siguieron corriendo.

—¡Apartaos, en nombre del rey! —ordenó Islif, con voz firme y profunda.

—¡Aquí soy yo el que habla en nombre del rey! —le respondió el mago—. Repito: ¡alto! ¡Deponed las armas y entregaos!

—¡Buscamos las Cámaras de la Sima del Dragón! —gritó Pennae—. ¿Dónde están?

—¡Os he dado una orden! ——dijo el mago con voz tonante.

—¡Y yo la he desoído! —El tono de Florin fue tan violento y alto que los sobresaltó a todos—. ¡En nombre de Azoun, mago, os ordeno que os apartéis! ¡En nombre de Filfaeril, os ordeno que nos ayudéis! ¡Si desafiáis estas órdenes, lo hacéis por vuestra cuenta y riesgo!

—Bien dicho —dijo Pennae mientras el eco repetía el bramido de Florin pasadizo adelante.

En ese momento, los Caballeros llegaron hasta los Dragones Púrpura.

—¡No lo haremos! —fue todo lo que el mago tuvo tiempo de decir antes de que empezara el entrechocar de aceros.

Pennae dio una voltereta y golpeó a un Dragón en los tobillos, haciéndolo caer de espaldas contra el suelo mientras el mago se tambaleaba.

A continuación se impulsó hacia arriba con un pie bien apoyado sobre el estómago del Dragón y con los brazos abiertos.

Mientras el poderoso mandoble de Florin dejaba entumecida la mano de un Dragón que trataba desesperadamente de bloquearlo, e Islif hacía lo mismo con el tercero de los guardias, Pennae le dio al mago un rodillazo en el pecho que lo empujó hacia atrás. Este recibió su sonrisa mordaz y su beso junto antes de golpear contra las piedras con tanta fuerza que perdió el sentido, lo cual sucedió casi al mismo tiempo que Doust y Semoor despojaban al Dragón de Islif del yelmo, lo levantaban entre los dos y lo estrellaban de cabeza contra la pared del pasadizo, sumiéndolo en la inconsciencia. Lo mismo le sucedió al hombre al que Florin derribó de un fuerte puñetazo.

—Oh —murmuró Jhessail mirando los cuerpos y meneando la cabeza—. En menudo lío nos estamos metiendo.

Florin alzó la vista y se frotó los nudillos.

—A estas alturas ya casi ni me importa.

Otras siete espadas aparecieron en un remolino de chispas a la deriva y se unieron a las nueve que ya estaban suspendidas en el aire. Terentane adoptó una pose triunfal que habría parecido mucho más grandiosa de no haber sido él joven, pálido, tirando a flaco y de no haber estado tan desnudo como había venido al mundo.

—¡Contemplad las espadas de Fuego de Dragón, perdidas desde hace tantos años!

Amarauna sonrió.

—O más bien vuestras falsificaciones, hechas en estos diez días.

—Así es. —Terentane se frotó las manos—. Los propios dioses quisieron que yo estuviese en Halfhap y consiguiera sacar a dos magos de guerra muertos de las ruinas de aquella posada con mis conjuros: Yassandra Durstable (es decir, vos) y Brors Tamleth (yo mismo). Están en aquella cripta familiar que usáis para el contrabando, y allí deberían estar bien a menos que alguna desgracia caiga sobre el edificio y decidan empujar a los seres queridos desaparecidos por encima de las montañas hasta la cripta, antes de que termine la recepción.

—Poco probable —dijo Amarauna—. No obstante, hay algo que debemos recordar. Los sembianos tienen sus criptas familiares protegidas contra conjuros, pero estamos en Cormyr, y los magos de guerra, como los bandoleros, meten las narices en todo. —Sonrió antes de añadir—: ¡Hummm! Como algunos jóvenes prodigios del Arte que podría nombrar.

Terentane puso los ojos en blanco.

—Pues dejemos que lo hagan. No es muy probable que lo consigan a tiempo. Mis conjuros nos darán la apariencia de Durstable y Tamleth, y acudiremos a palacio triunfales para mostrárselas a Vangey. ¡Acabamos de salir de las ruinas de la Posada del Ropavejero, y mirad lo que tenemos!

—¿Y nuestra actuación bastará para burlar a los magos de guerra que montan guardia?

—Sí, porque todos los que son importantes y poderosos estarán en el salón donde se celebra la recepción. Cuando lleguemos a ellos, estaremos a la distancia adecuada para dejar que las espadas «se vuelvan locas». Abandonaremos nuestros disfraces cuando estemos en un lugar donde no nos vean, y empezaremos a matar magos de guerra, atacando a todo aquel que formule un conjuro. Eso puedo hacerlo a distancia, cómodamente, en alguna habitación apartada de los vociferantes Dragones Púrpura que anden por ahí, amenazando al aire con sus espadas, en un intento de proteger a la familia real. Yo sólo quiero matar magos de guerra. A Vangerdahast, por supuesto, y además a tantos como pueda. ¡Eso me permitirá conseguir un puesto en el cuerpo de los magos de guerra, primero por tantos como habrán muerto y segundo porque haré una aparición teatral y lanzaré un conjuro ante la boquiabierta Corte que destruirá espectacularmente estas espadas letales, salvando al reino ante los ojos de todos!

Amarauna Telfalcon abrió los brazos.

—Tras lo cual ¿me ayudaréis a mí a independizar poco a poco a Marsember y a debilitar el poder de Cormyr con el paso de los años?

Terentane se lanzó a sus brazos y la besó con feroz e impaciente ternura.

—Por supuesto —dijo—. ¡Tenéis mi palabra!

Bravran Merendil resopló e hizo un gesto con la mano.

—¡Puaf! ¡Menos mal que se ha ido ese mago, aunque su peste permanece! ¿Por qué diablos Calish…?

—¡Bravran, ya basta! Puede que su olor no sea todo lo que haya dejado tras de sí.

—Sí, pero…

—¡Ni una palabra!

—Pero…

—¡Ni una sola palabra más, Bravran!

Es cierto que lady Impressa Merendil había visto cinco veintenas de veranos, pero las pociones mágicas la habían protegido de los estragos de la edad. Tenía el mismo aspecto que muchas matronas de sesenta veranos, maquilladas para cubrir lo peor de las arrugas, que ya no podían mantener totalmente a raya. Sus ojos eran hogueras oscuras y su gran boca parecía siempre dispuesta a reír. Hasta un observador que la viera fugazmente por vez primera podía apreciar a simple vista que no era ninguna tonta. Formulaba un potente conjuro de protección con mano tan experta que había dejado impresionado al mago calishita cuando hizo el vínculo de sangre en un pacto de fuego mágico. Era una mujer de frágil elegancia, pero su Arte era tan potente como el de un mago de guerra veterano.

Su quisquilloso hijo trató de hablar otra vez cuando la protección estuvo lista y zumbando en el aire alrededor de ambos, pero ella se llevó a los labios un dedo reprobador e hizo otro conjuro, esta vez una protección antiescudriñamiento que se alzó dentro de la custodia para dejarlos aislados del mundo en una niebla gris acerada.

—Ahora sí que puedes hablar con libertad, hijo mío. En el escaso tiempo que te queda antes de que debas dejar de ser temporalmente Ostagus Haerrendar, convertirte en Dom Talask e ir a la recepción.

Dorn Talask era un cortesano a quien Bravran Merendil casualmente se parecía mucho y que, si los agentes de lady Merendil no le fallaban, muy pronto sería asesinado.

Bravran asintió con impaciencia y luego rompió a hablar precipitadamente.

—Madre, ¿y qué pasa si Platanegra apuñala a Azoun pero no consigue matarlo? ¡De todos es sabido que el rey es un gran guerrero!

—Bastará con un simple arañazo. La punta de la daga está envenenada.

Esto no pareció tranquilizar a su hijo.

—¡Pero Azoun está protegido contra muchos venenos mediante conjuros y mediante dosis homeopáticas de antídotos!

Lady Merendil sonrió.

—Contra este no. El calishita lo hubiera leído en tu mente. Te estuvo leyendo como un pergamino desenrollado durante el tiempo que estuvo aquí. Lo único que pude hacer fue bloquear sus sondas para proteger todo lo que sabes sobre mí. ¿Ves el sudor en mi frente? No podemos permitir que se entere de lo del veneno.

—¿Por qué no?

—Por dos razones. La primera, querría conseguirlo y estaría dispuesto a matarnos para apoderarse de él en lugar de participar en nuestra arriesgada aventura. Recuerda que él no tiene motivos para vengarse de los Obarskyr. A él, todo esto le parece una insensatez mal planeada.

—¿Y la segunda razón?

—El mismo veneno impregnará tu espada, y tú vas a clavársela a él.

Los calishitas son unas serpientes chantajistas si se les ofrece la oportunidad, y yo no estoy dispuesta a darle nada a este.