Capítulo 16

El alto precio del entretenimiento

Hay reyes que se complacen en ver morir a los traidores

retorciéndose entre tormentos ante los ojos del reino,

y muchos súbditos se acobardan, sin atreverse a criticar.

Hay magos que se complacen en lanzar conjuros

sobre todos los enemigos, sometiéndolos a los destinos

más horribles que son capaces de imaginar,

transformando a hombres en monstruos entre dolores inenarrables.

Pero los bardos prudentes y los sabios vuelven la cabeza con desagrado

ante tales desmanes, pues la revisión del pasado les revela

el alto precio que hay que pagar por entretenimiento tan fugaz.

Ambauree de Calimport,

El visir y el sátrapa:

Veinte relatos de extravagancias,

publicado en el Año del Mantoalto

Más de un habitante conmocionado de Halfhap vio el gran torbellino negro surgiendo de entre los muros de la Posada del Ropavejero. Escupiendo relámpagos negros, fue subiendo lentamente, como un gigantesco chorro de agua cenagosa, transportando las plantas superiores de la posada como un gran cuenco roto antes de empezar a girar cada vez más rápido sobre sí, hasta que…

Las plantas superiores de la posada se hundieron sobre la devastada planta baja, y todo se convirtió en escombros humeantes y cayó.

Hasta el aire por encima de Halfhap chisporroteaba, presentando visiones fugaces de luces y sombras que eran reflejo del vórtice desvanecido y que duraron algunos instantes, largos y silenciosos, hasta desaparecer.

Todos en la ciudad quedaron boquiabiertos, contemplando en atónito silencio el montón de escombros de lo que había sido la Posada del Ropavejero. Una gran nube de humo se cernía sobre las ruinas.

No tuvieron que contemplar durante mucho tiempo aquella desolación ni el polvo que flotaba sobre ella.

Llegó un destello de luz blanca, un parpadeo que dejó tras de sí a un hombre corpulento, barbudo, que llevaba un gran bastón con una gema en la empuñadura. Su túnica era negra y tenía una gran banda cruzada sobre el pecho, adornada con dragones púrpura entrelazados. Su gesto era torvo y terrible.

Vangerdahast se detuvo en el centro de las ruinas y se giró lentamente, observando todo en derredor. A continuación apoyó los dedos de una mano sobre el anillo de cola de dragón que lucía en la otra y llamó:

—¿Laspeera? ¡Laspeera!

El silencio se impuso. Se dejó envolver por él y aguardó una respuesta que no llegó.

Después de un largo silencio, el mago real de Cormyr sacudió la cabeza tristemente.

—Me temo que la hemos perdido, Beldos —dijo a un interlocutor invisible—. Está debajo de medio edificio, justo delante de mí, y no se mueve ni responde.

Echó la cabeza hacia atrás y la gente de Halfhap que lo observaba pudo ver que le caían lágrimas por las mejillas.

De repente, apareció alguien más en la calle, frente al arco de entrada de la posada, sobre unas piedras.

Los pocos zhentilares que habían permanecido reunidos sin saber qué hacer en torno a un carruaje destrozado retrocedieron rápidamente, incapaces de apartar la vista y con el terror reflejado en sus rostros. Sin hacerles el menor caso, el apuesto y misterioso mago hizo un gesto impaciente con la mano al tiempo que susurraba unas palabras que hicieron desaparecer en un instante la nube de polvo.

Vangerdahast se volvió como una centella, arremolinadas sus negras vestiduras, y su bastón relumbró con amenazador fuego mágico.

—¡Fuera de aquí! —dijo con voz tonante—. Esto es Cormyr. ¡Aquí estás fuera de lugar! ¡Lárgate, señor de los zhentarim!

Manshoon se limitó a mirarlo con desdén, provocando las risas disimuladas de los zhentilares. Pero la expresión de su señor se desvaneció cuando un largo brazo apartó a Vangerdahast, y su dueño dio un paso adelante.

En Halfhap muy pocos habían visto alguna vez a Khelben «Bastón Negro». Arunsun, pero en seguida supieron quién era al ver a un mago alto como una columna negra con lo que sólo podía ser el Bastón Negro flotando enhiesto sobre su cabeza y palpitando amenazador.

Khelben miró a Vangerdahast.

—Aparta ese juguete —dijo, alzando un dedo con el que señaló el bastón de la gema.

Sin aguardar respuesta, se volvió hacia Manshoon.

—¿Y bien? Los dos sabemos que eres un necio, pero en este preciso momento puedes responder a una cuestión que tú y yo llevamos algún tiempo sopesando. ¿Hasta dónde llega tu necedad?

Manshoon alzó la diestra y un arco espectral de contempladores apareció por encima de sus hombros. Todos los espectadores dieron un respingo. Sus tentáculos se movían lentamente, al igual que los cuerpos de los contempladores flotantes.

—Supongo —dijo el gran maestre de la Hermandad Negra con voz untuosa— que tendremos que descubrirlo.

Se oyó entonces un atronador sonido de magia que sacudió el cielo y que hizo que Manshoon y Khelben se tambalearan. Los vecinos de Halfhap dieron otro respingo. El Bastón Negro, los espectrales contempladores y todos los guerreros zhent que presenciaban la escena… simplemente habían desaparecido.

—¿Conque a esto hemos llegado? —preguntó una voz disgustada desde detrás de Manshoon—. ¿A lanzar conjuros en las calles?

El señor de los zhentarim se volvió a mirar, a tiempo para ver a Elminster meneando la cabeza con la expresión de un anciano sacerdote que ve a sus novicios ocupados en tonterías.

—Lanzar conjuros en las calles —añadió Elminster con tristeza— es mi estilo, caballeros. Se supone que vosotros sois más «majestuosos», más poderosos, más preocupados por las implicaciones de lo que hacéis, más… maduros.

—¡Bah! ¡Amante de la Diosa! —dijo Manshoon entre dientes, con un tono en el que se mezclaban el miedo y el odio.

Elminster se encogió de hombros.

—¡Tú no amas a nadie salvo a ti mismo! —dijo imitando perfectamente el tono del otro.

Khelben, que se había quedado atónito mirando el lugar donde antes estaba el Bastón Negro, bajó la vista y con tono más pasmado que furioso le preguntó a Elminster:

—¿Cómo has hecho eso?

Elminster esbozó una sonrisa pícara.

—Lo llaman magia.

Khelben lo miró con rabia.

—¿Dónde está? ¡No puedo sentir el vínculo! ¿Dónde está mi bastón?

—Esperándote en casa —le respondió Elminster—. Deberías ir a reunirte con él.

—¡Marchaos, todos! —gritó Vangerdahast dando un paso adelante y blandiendo su bastón—. ¡Este es mi territorio, y está bajo la protección del Dragón Púrpura! ¡Largo! ¡Marchaos! ¡Esto… esto no se hace!

Khelben, Manshoon y Elminster lo miraron con silencioso desdén, y Vangerdahast tragó saliva, retrocedió uno o dos pasos y se acobardó.

—Ya hablaremos de esto más tarde —le dijo Khelben a Elminster antes de desaparecer.

Como si aquello hubiera sido una señal, Manshoon dio un paso adelante.

—Un Elegido de Mystra abandona el campo —se burló—. ¿Tiene el otro supuesto sirviente de la Diosa (puede que esos títulos huecos asusten a los niños, pero no son más que palabras, viejo, y lo sabes tan bien como yo) intención de medir sus conjuros con los míos?

Elminster se examinó las uñas de la mano izquierda.

—Tú tienes treinta y nueve clones en reserva, pero dos están dañados. Si los habitas te volverás loco, atrapado en un cuerpo que no te obedece y que deja fuera de tu alcance el dominio de la magia —dijo sin inmutarse antes de alzar la vista—. Dos oportunidades entre treinta y nueve. Ya… pero ¿cuáles son?

Acariciándose la barba con gesto indolente, empezó a acercarse a Manshoon.

—No tienes forma de saberlo sin entrar en el abismo que te aguarda.

Ya estaba casi al alcance de Manshoon, y seguía acercándose.

—¿O debo cambiar esas cifras? ¿Dañar a otra, o a otra docena? ¿O a todas ellas?

—¡Es un farol! —dijo el zhentarim.

—No lo es, te juro que no. —Con total indiferencia, Elminster le dio la espalda al gran maestre de la Hermandad Negra y empezó a alejarse otra vez—. Del mismo modo que mi título no es una ficción, Manshoon, tampoco es lo que digo acerca de tus clones. Te alarma que incluso sepa el número. ¿Quieres que te recite ahora exactamente dónde esta escondido cada uno de ellos mientras mi Arte hace llegar mis palabras a oídos del último zhentarim y barita de tu Hermandad, desde el Supremo Imperceptor hasta el novicio hermano Thanael, que realizó tembloroso su juramento de sangre para unirse a vosotros hace apenas dos noches? ¿Quieres que le hable a Fzoul de tus pactos con los contempladores… todos ellos, incluso ese que implicaba tu unión con…?

—¡Basta ya! ¡Cállate! ¡No digas nada más!

—Eso es muy fácil, siempre y cuando abandones este lugarf y no emplees la magia ni conspires contra Cormyr, su mago real, sus gobernantes o su territorio. Si intentas subvertir el orden o provocar la muerte de un Obarskyr, Manshoon, o haces alguna otra cosa en Halfhap, me ocuparé de ti, y de forma permanente.

Se volvió una vez más a mirar al zhentarim, sonriendo.

—Tus maquinaciones nos divierten a todos los Elegidos, pero podemos encontrar a otros que nos deparen diversión. Mystra nos lo puede mostrar absolutamente todo. Piensa en ello con detenimiento, y como dicen los mercaderes en tus muelles: «Piénsatelo bien y calcula tus pérdidas».

Manshoon se tragó las palabras que pugnaban por salir de su boca, escupió en dirección a Elminster, y desapareció.

Vangerdahast y Elminster se quedaron mirándose.

—¿Qué…? —dijo el mago real de Cormyr pálido, luego tragó saliva y consiguió añadir en un susurro—: ¿Qué puedo decirte?

Elminster enarcó una poblada ceja.

—Podrías probar con la palabra más apropiada de todo Faerun: Gracias.

—Gr… gracias —farfulló Vangerdahast, en voz tan baja que apenas se oyó.

Elminster lo palmeó en el hombro como un tío viejo y bondadoso.

—Ya ves. ¿Ha sido tan difícil? Será mejor que abandones este lugar y te pongas a trabajar. Tienes un gusano en tu cesta que debes encontrar y matar. Y antes de que sea demasiado tarde, como dicen los bardos.

—¿Un… un gusano? ¿Es que tú sabes quién es el traidor?

—Los traidores —lo corrigió Elminster… y desapareció.

Vangerdahast se quedó mirando el lugar donde había estado el viejo mago de Mystra y soltó una sarta de juramentos que hizo que los Dragones Púrpura que acudieron presurosos a su lado hicieran gestos de admiración, mientras la esposa del mercader más rico de Halfhap, que venía corriendo detrás de ellos, abría la boca escandalizada.

La mujer acababa de recobrar el aliento para pronunciar sus palabras más hirientes, cuando la mirada del mago real cayó sobre ella.

—¡Ahora no! —le dijo bruscamente antes de que pudiera decir una sola palabra, y acto seguido, también él desapareció.

Llevado de los demonios, Manshoon apareció en el centro de la magnífica alfombra con una estrella negra que había en su dormitorio. Atravesó la habitación como un torbellino y golpeó con los puños el espléndido panel de madera de al lado de la puerta, que ocultaba un pasadizo.

—¿Diversión? —rugió—. ¡Ya le enseñaré yo lo que es diversión!

Se dio la vuelta y se dirigió al otro extremo de la habitación, a sus libros de conjuros, apartando furiosamente a la Shadowsil que entró a toda prisa por una puerta lateral, con la preocupación pintada en el rostro y una varita preparada en la mano.

Con un gruñido, Manshoon sacó un pesado tomo, y luego otro. Cayeron con estrépito sobre su lustrosa mesa y los abrió sin contemplaciones, pero dio un paso atrás horrorizado cuando un cuerpo, salido de no se sabía dónde, cayó sobre ellos.

Aunque tenía todo el aspecto de un cadáver intacto, el respingo de la Shadowsil le indicó a Manshoon que lo que acababa de ver no era producto de su imaginación. La cabeza, el torso, los brazos y las piernas del muerto habían sido dispuestos cuidadosamente, en sus lugares correspondientes, pero en realidad eran piezas seccionadas, separadas, y estaban derramando una sangre oscura sobre sus libros más preciados. Ya había reconocido el rostro: era el suyo.

Cuando Manshoon estaba mirando su clon, los labios de este se movieron, y de ellos brotó la voz de Elminster:

—¡Toma diversión!

El aire estaba cargado de polvo, y los Caballeros, Laspeera y un Intrépido con la ropa hecha jirones y llena de polvo tosían, medio abogados, amontonados y enredados los unos con los otros. El techo ya no crujía ni temblaba, sino que estaba suspendido por encima de ellos, apenas a medio metro, sostenido sobre las puntas de las nueve espadas flotantes y relucientes.

Pennae contempló con anhelo las espadas de Fuego de Dragón.

Estaban tan próximas que podría haber acariciado el brillo dorado de tres de ellas desde donde se encontraba. Sin embargo, era evidente que tratar de apartar aunque sólo fuera una de ellas podría ocasionar un derrumbamiento y la muerte de todos.

—¿Y ahora qué? —dijo con un suspiro.

Medio apresado debajo de ella, Florin alzó un brazo para señalar una de las puertas que habían sido delineadas por chispas cuando se despertó la magia del Aliento de Dragón. Era el único portal que ahora no estaba clausurado por los escombros, y seguía parpadeando, vacilando mientras lo miraban.

—Ahora tomamos la única salida posible —dijo el explorador-Caballero—, y esperamos que todo sea para bien.

Jhessail se estremeció.

—¿Y si nos lleva a un lugar plagado de bestias furiosas? ¿O de magos que nos lanzan toda clase de conjuros?

Florin se encogió de hombros.

—Todavía no he vengado a Narantha —dijo—, de modo que no puedo morir. O sea, que si todos venís detrás de mí, no debería pasaros nada.

Jhessail lo miró a los ojos y se estremeció.

Florin echó un vistazo al revoltijo de Caballeros y servidores de la Corona y volvió a señalar el portal.

—Insisto en que probemos con el portal.

—Y no vayamos a tocar siquiera una de esas espadas —añadió Islif mirando a Pennae—. Ni una, ni por un instante. De modo que moveos con cuidado. Movámonos todos.

—¿Y nuestros santurrones?

—Arrastrémolos, con suavidad.

Semoor se quejó con tono teatral:

—Oh, sí, arrastradme con suavidad. ¡Fantástico!

—Pensándolo mejor —dijo Islif—, llevemos con nosotros a Doust y dejemos al escandaloso aquí, para que vigile estas valiosas espadas mágicas. Seguramente volveremos dentro de uno o dos años. No le faltará entretenimiento, ni pasará hambre. Se puede tragar sus propias palabras.

—Arrastradme, por favor —se apresuró a rogar Semoor.

—Sí, yo os arrastraré —gruñó Intrépido—. ¿Señora maga?

Laspeera había dado la impresión de estar sin sentido, pero sus párpados se movieron al tiempo que se sacudía un poco.

—¿Lady Laspeera? ¿Señora de los magos de guerra?

La aludida dio un respingo, abrió un ojo, hizo una mueca y volvió a respirar entrecortadamente.

—M…me pondré bien. La cabeza… alguien acaba de hacer conjuros, por encima de nosotros, eso me golpeó la cabeza como un mazo…

—Vaya —dijo Semoor con tono de broma—. ¿Es que alguna vez os golpearon con un mazo?

—Sí, san Diente de Lobo —replicó Laspeera—. Así es. Si es una sensación que queréis experimentar personalmente, estoy segura de que el ornrion Dahauntul puede complaceros cuando lleguemos a un lugar donde haya un mazo.

—Y espacio suficiente para balancearlo —gruñó Intrépido, mientras se arrastraban por el suelo y entre los escombros.

Intrépido se encontró con la armadura de cuero hecha trizas y despojado de todo lo que pudiera recordar a un uniforme de Dragón Púrpura. Aunque iba el último, Laspeera se volvió al llegar al portal, con el ceño fruncido y le hizo señas de que pasara.

Él vaciló.

—Señora. ¿Os parece prudente?

—¿Vais a desobedecer mis órdenes? —musitó echando fuego por los ojos—. ¡No, no tiene nada de prudente, ornrion Dahauntul!

Intrépido asintió, bajó la cabeza sin pronunciar palabra, y fue por delante de ella hacia el fuego silencioso que lo aguardaba.

Laspeera suspiró y meneó la cabeza. Por pura casualidad se había acordado de las pociones. Por todos los Dioses, ¿sería esto el comienzo de la vejez?

¿Qué importaba? Ya habría tiempo después para preocuparse por eso. Tenía que volver atrás, arrastrándose entre los escombros, y recogerlas.

—Hacer lo necesario y lo mejor para el reino —murmuró, sonriendo con rabia—, tal como lo hago a diario. —Se abrió el camino con gestos de dolor al pasar sobre algunos trozos de piedra que le destrozaron las rodillas—. Vaya vida.

Rodeando las pociones con un brazo, se volvió una vez más de frente al portal, se arrastró un poco y luego se detuvo para mirar con anhelo a la espada de Fuego de Dragón que tenía más próxima. Flotaba tan cercana, con su punta reluciente tan cerca de su cabeza…

Siguiendo un impulso extendió la mano hacia ella. Su brillo pareció darle la bienvenida cuando sus dedos se acercaron…

Entonces Laspeera del cuerpo de los magos de guerra se encogió de hombros, sonrió, meneó la cabeza, apartó el brazo y se dirigió sin vacilar hacia el portal.

Lord Prester Yellander estaba en la puerta trasera de su pabellón de caza, mirando hacia las profundidades del bosque de Hullack, cuya belleza salvaje y familiar no parecía contener respuesta alguna.

Sin hacer el menor caso de las miradas inquisitivas que le dirigían los guardias que vigilaban la puerta, lord Yellander cerró la puerta, la atrancó para mayor seguridad, y se volvió hacia lord Blundebel Eldroon.

—Todavía no sé qué hacer ahora —dijo moviendo una mano con nerviosismo—. Como suelen decir los escritores de teatro «tras presurosas consultas», parece que todo se está yendo al infierno.

—No puedo decir mucho para animaros —dijo Eldroon—. Vos visteis lo mismo que yo.

Los dos nobles se miraron con expresión sombría. Ahora sus dos portales en Halfhap eran una ruina. Parecía que la Posada del Ropavejero había sido destruida. Los Dragones Púrpura que andaban entre los escombros habían visto a los matones que Yellander y Eldroon habían enviado por los portales para averiguar más y les habían dado el alto. Los espadachines habían vuelto rápidamente, pero no había manera de saber cuánto tardarían los Dragones Púrpura en llegar al pabellón de caza por esos mismos portales.

—Debemos cortar toda vinculación con esto, o nuestras cabezas y nuestros hombros pronto se echarán de menos —musitó Yellander. Entonces dio una palmada, se recompuso rápidamente y volvió a la puerta.

—¡Brorn, Steldurth, reunid aquí a todos los hombres! ¡En seguida! —exclamó. Al ver la mirada de Eldroon, que era una pregunta muda, murmuró—: Más tarde.

Cuando los catorce matones que les quedaban se hubieron reunido, lord Yellander les dio instrucciones de juntar los muebles de la habitación y formar con ellos dos largas barricadas bien separadas de las paredes, frente a los dos portales, el de delante y el de atrás.

—Usad dardos envenenados —ordenó—. Deberéis esperar y abatir a todo el que venga por estos accesos mágicos, a excepción de lord Eldroon y yo mismo, o a cualquiera que venga con nosotros, si nosotros os decimos que no los matéis. Vigilad por turnos hasta que yo os ordene que lo dejéis, aunque pasen diez días o más. Usad las otras habitaciones para dormir, comer y cocinar. Manteneos ocultos tras las barricadas mientras estéis en esta habitación, y tened las puertas cerradas. Si vienen Dragones Púrpura a las puertas exteriores, vosotros no sabéis dónde estoy, y estáis vigilando estos portales (que acaban de aparecer sorprendiéndonos a mí y a lord Eldroon enormemente) por la seguridad del reino, mientras esperáis que lleguemos con magos de guerra para que se ocupen de ellos. Jamás habéis pasado por ellos, ni siquiera queréis acercaros y no sabéis adónde llevan.

Después de que hubieron respondido con una inclinación de cabeza, Yellander los retribuyó con el mismo gesto y se volvió. Le dio a Eldroon una palmadita en el brazo a modo de orden silenciosa de que lo acompañara.

Juntos atravesaron una puerta que llevaba al dormitorio de Yellander. Cuando se cerró la puerta tras ellos, Yellander le indicó a Eldroon por señas que le ayudara a levantar la tranca y a colocarla haciendo el menor ruido posible.

A continuación, fue a toda prisa a una puerta que daba a las habitaciones privadas adyacentes y giró otra vez para pasar por una pequeña puerta que daba a un armario. Eldroon lo siguió en silencio, junto a una fila de perchas de las que colgaban abrigos, pantalones, chaquetas y botas, hasta un panel deslizante que había en el extremo y que inundaba el armario de una fría luz azulada. En el cubículo que había al otro lado apenas había lugar para que cupieran los dos de pie, bien pegados. Yellander volvió a cerrar el panel.

—¿Adónde vamos? —susurró Eldroon apartando todo lo posible la cabeza del frío fuego azul que tenían tan cerca.

—A Suzail, donde hemos pasado los dos últimos días participando en el más largo y apasionante juego de castillos que hayamos jugado jamás.

—Ah. ¿Vamos a matar a Corona de Plata?

Yellander enarcó una ceja con aire incrédulo.

—¿Y hacer responsable de todo a ese traidor? ¡Ni mucho menos! —Inclinó la cabeza hacia el panel por el que acababan de pasar—. ¡La verdad, es sorprendente que en un reino tan bien controlado pueda haber tantos ladrones, saqueadores y sinvergüenzas capaces de invadir los pabellones de caza de los nobles de mayor alcurnia, en ausencia de estos, y cometer hechos tan abyectos que rayan en la traición!

Eldroon sonrió afectadamente.

La respuesta de Yellander fue un encogimiento de hombros.

—Al menos esa es mi versión —dijo—, y estoy dispuesto a sostenerla con firmeza.

El portal se lo tragó, y a Eldroon un instante después.

No tuvieron ocasión de oír cómo se abría la puerta del excusado de Yellander un momento después, ni de ver salir a un Ghoruld Applethorn totalmente recuperado y luciendo una sonrisa malévola.

—Vaya par de conspiradores tan listos —murmuró—. Id a ver a vuestros espías de la corte para ver cuántos magos de guerra han caído, y presentaos ante Vangerdahast como los traidores que está buscando. Y mientras esté ocupado con vosotros…

Su sonrisa se hizo más amplia. Atravesó el dormitorio y tras alejarse todo lo que pudo del portal privado de Yellander, se teletransportó.