El conjuro más potente de Sarhthor
Ningún mago debería vacilar al usar el conjuro correcto
por más que pudiera matarlo o mutilarlo.
Tampoco lo hizo Sarhthor ese día,
cuando los magos convergieron en Halfhap
y era preciso salvar un reino.
Baraskul de Saerloon,
Historia de un sabio,
publicada en el Año del Bock
El resplandor del cristal de escudriñamiento proyectaba pálidas sombras por la habitación oscura y sobre el rostro expectante de Ghoruld Applethorn.
Un rostro en el cual se iba extendiendo una expresión de profundo disgusto.
—Sólo tenéis que matar a Laspeera —murmuró—. ¿Es que es tan difícil?
—Estos imbéciles sirven a unos cuantos nobles cormyrianos intrigantes —dijo con desprecio el más viejo de los magos zhentarim con la mano izquierda en alto, como para mantener a los nueve magos a salvo de las armas lanzadas detrás de su escudo mayor. Hizo un movimiento ondulante y desdeñoso con la otra mano, señalando a los matones.
»Eliminadlos —dijo.
Observó cómo se desplegaban los conjuros a su alrededor, y en el momento indicado dejó caer su escudo. De las manos de sus ocho magos brotaron conjuros que recorrieron ululantes el salón en una inundación brillante que fue descarnando a los hombres, miembro a miembro, hasta que sólo quedaron los huesos estremecidos, que salieron despedidos contra las mesas y columnas, y sus cerebros estallaron en una lluvia sanguinolenta.
Algunos, llevados por la desesperación, corrieron de vuelta hacia el portal, pero cayeron al ser alcanzados por más de una docena de proyectiles brillantes. Un puñado de ellos corrió en la dirección opuesta, tomando el camino de la escalera del sótano.
Retrocedieron inmediatamente hacia el salón al ver venir a Viejo Fantasma y Horaundoon, dos grandes y brillantes columnas de humo espectral y reluciente.
—Por los Nueve Infiernos. ¿Qué es…? —maldijo un zhentarim mientras los anillos de sus dedos se activaron al invocar defensas de urgencia.
—Detened a esos… —dijo el mayor de los magos, pues Viejo Fantasma se le introdujo en el pecho. Horaundoon se deslizó por el oído del mago zhent que iba a su lado.
Los dos hombres se pusieron tensos y retrocedieron, y de repente giraron en redondo y lanzaron contra sus camaradas los conjuros mortales más rápidos que tenían.
Ghoruld se inclinó hacia adelante para escudriñar el interior del cristal, con una expresión en la que se mezclaban la ira y la alarma.
—¡Ahí está otra vez! ¿Qué está sucediendo, maldita sea? Alguien está controlando a esos necios, pero ¿quién? ¿Y cómo?
Los faroles bailaban enloquecidos en las cadenas y las sillas y las mesas describían lentos círculos en el aire mientras los conjuros iban y venían, crepitantes, sembrando la muerte por todo el salón de la posada.
Los magos zhentarim no libraban un duelo de conjuros ni realizaban cautelosos intentos de amedrentar al enemigo. Su empeño era matar. Dos de ellos lo hicieron sin tener en cuenta su propia seguridad.
En ese momento, Harlammus de Zhentil Keep, llevado por el entusiasmo de su primera incursión real con la Hermandad, se encontró tirado, aturdido y parpadeando, contra una pared, con los restos astillados de la mesa que acababa de atravesar encima de sí, a lo que se sumaba un revoltijo de maderas.
Atrapado, casi sin aliento, y volviendo apenas en sí en medio de un horrible entumecimiento que le agarrotaba las piernas y la tripa, y le producía dolores insoportables, Harlammus formuló frenéticamente el nuevo conjuro que Eirhaun le había enseñado, el que ponía a su maestro sobre aviso de que algo iba muy mal en Halfhap, y de que los zhentarim que había enviado allí necesitaban ayuda, urgentemente.
—Maestro —musitó cuando el conjuro estuvo listo, con los ojos que se negaban a enfocarse sobre la pata astillada de la mesa que sobresalía del sanguinolento amasijo que era su tripa, que subía y bajaba cada vez que respiraba, entre efusiones de sangre—. Venid rápido, o…
La oscuridad hizo presa de él. Jamás completó ese pensamiento y se hundió lentamente en un mundo de pesadilla, donde espectros furiosos y magos zhentarim se volvían contra sus compañeros, de figuras siniestras agazapadas que lo miraban con expresión aviesa y cruel, de ojeadores que flotaban a lo lejos, observándolo todo y riendo… siempre riendo…
La cámara estaba oscura. Siempre lo estaba aunque a veces la atravesaban destellos de magia. La magia estaba activa. Un mago vestido con su túnica estaba recostado en su sillón, estudiando conjuros en un libro.
Por encima de las páginas abiertas flotaban runas relucientes, runas que giraban lentamente y cambiaban de tonalidad mientras él las miraba y murmuraba, tratando de entenderlas y de modificarlas a su antojo. Su poder despertaba pequeñas luminosidades crepitantes que danzaban y jugaban en los cantos de otros volúmenes apilados allí cerca.
Sarhthor de los zhentarim se levantó lentamente de su asiento, inclinándose hacia adelante mientras empezaba por fin a entender esa magia.
Llevaba tres estaciones tratando de dominarla, comprendiendo cuatro construcciones del Tejido a fin de poder modificarlas y acoplarlas en combinación… de esa manera… y…
En ese momento oyó un tintineo a sus espaldas que puso fin a su incipiente alegría e hizo que el conjuro cayera en un caos brillante sobre sus páginas. Sarhthor masculló una maldición —ni sabía cuál— y volvió a inclinarse hacia adelante, tratando de recuperar la cuádruple comprensión, esa visualización que era tan… con todo…
Otra vez el tintineo lo vino a estropear todo y dejó a Sarhthor parpadeando ante la pila de libros mientras el que había estado estudiando empezaba a hundirse, al tiempo que se desvanecían las runas flotantes.
Volvió a maldecir, en voz alta y enfáticamente, e hizo girar la butaca para ver qué obligación descuidada del ausente Eirhaun lo molestaba en ese preciso momento.
Sobre el escritorio del maestro de magos había una fila de bolas de cristal, cada una de ellas sobre un cojín negro.
Salvo una, que había cobrado vida y flotaba por encima de su cojín, reluciendo y palpitando mientras giraba lentamente. Cuando posó la vista en ella, volvió a tintinear.
Sarhthor la miró con rabia. Luego frunció el ceño y se levantó como un torbellino para echar mano de su cinto de varitas mágicas. Se lo colocó precipitadamente en torno a la cintura y atravesó la habitación para empujar la movediza bola de cristal de vuelta a su lugar. Volvió a tintinear y se puso oscura, giró y parpadeó, dejando la habitación totalmente vacía.
Al verse así abandonados, los libros volvieron a sumirse en un sueño apacible.
El suelo de la caverna refulgía con runas que Eirhaun no habría sido jamás capaz de concebir. Las observó con avidez mientras los contempladores, pequeños monstruos de los cuales ninguno era mayor que su propia cabeza, pasaban a flotar en el aire, charloteando y bisbiseando entre ellos, una vez creados, y dirigiéndole de vez en cuando miradas furiosas.
Conocía perfectamente el desprecio con que estos seres trataban a los humanos en la Hermandad, a todos los humanos, tal vez incluso a lord Manshoon. Esos «pequeños polióculos» no se diferenciaban mucho de los perros. Los ejemplares pequeños eran los que más ladraban, los más agresivos. Y los más inseguros también.
Sin embargo, Eirhaun no se dio la menor prisa. Lo habían invitado a probar esa magia con ellos para poder aprender y no tenía intención de llegar a conclusiones precipitadas para que pudieran acusarlo después de «poco juicio», cuando no pudiera hacer funcionar ese conjuro ante ojos fríos, de mirada escrutadora y desdeñosa.
De modo que así era como se activaba ese poder y después se lo retorcía para conseguir esto o lo otro. Asintió, tratando de grabar las runas en su memoria, buscando en su interior esa quietud mental que le permitía estar seguro de recordarlo todo, y…
Dentro de su cabeza sonó un tintineo que lo sobresaltó y lo sacó de su concentración. ¡No! ¡Justo ahora! Cuando estaban tan cerca de…
El tintineo se repitió, estridente, alegre e insistente. Eirhaun rechinó los dientes y gruñó de rabia, tratando de volver a estructurar el conjuro.
De repente se dio cuenta de que un contemplador estaba suspendido justo delante de él y lo miraba furioso con su único ojo central.
—Ve —le dijo fríamente—. Te están llamando. No descuides tus deberes. Ve.
Eirhaun abrió la boca y se disponía a protestar, diciendo que había otro zhentarim de guardia para responder a esas llamadas, cuando sonó otro sonido tintineante y se propagó, alto y brillante.
Ahora, los doce contempladores, del tamaño de una cabeza humana, lo miraban fijamente.
—Ve —sisearon al unísono—. Si eres leal a la Hermandad, ve.
Eirhaun suspiró, asintió y murmuró la palabra capaz de sacarlo rápidamente de allí.
Lord Eldroon dejó su copa sobre la mesa.
—Algo no va bien —dijo—. Ya deberían haber vuelto a informar. Hemos esperado demasiado tiempo.
Lord Yellander lo miró con furia desde el otro lado.
—¿Creéis que no lo he notado? ¿Que habrán detenido a esos necios?
Eldroon se encogió de hombros, se puso de pie, miró a Yellander y se dirigió hacia el portal, que relucía en silencio. Yellander se apresuró a seguirlo. Se miraron el uno al otro y desenfundaron.
Juntos atravesaron las frías llamas azules, y juntos se quedaron contemplando atónitos lo que se veía a través de la puerta del salón.
Oyeron gritos de unos hombres a los que no veían. Por todo el salón se extendía una magia palpitante como de noche aterciopelada salpicada de rugientes chispas. La vieron envolver algunos pilares de carga y disolver la sólida madera.
Las sillas y las mesas se deshacían en un suspiro, transformándose en nada al pasar por ellas la oscura magia, que pasaba arrolladora por las despensas del fondo y se desviaba hacia la izquierda.
A su paso, la luz diurna iba inundando el salón estragado, y se encontraron mirando los tejados de Halfhap.
Desaparecidos esos pilares, el techo empezó a crujir y se vino abajo.
Yellander y Eldroon se miraron atónitos, amedrentados, y a toda prisa se marcharon por el portal por el que habían llegado.
Eirhaun se encontró bajo la luz del sol, en el escalón superior de la escalera de entrada a la posada, en Halfhap, mirando a través del agujero que supuestamente había sido antes la entrada al edificio. Parpadeó boquiabierto.
¿Acaso todos los magos de la Hermandad a los que había enviado se habían vuelto locos? ¡Iban a saltos de un lado para otro por el salón que, evidentemente, habían destruido, lanzándose conjuros los unos a los otros! Vaya, él sabía perfectamente lo que sucedería en cuanto notaran su presencia: todos se volverían contra él. A nadie le cae bien un maestro implacable, proclive a la humillación.
Claro que a él tampoco le caía bien uno solo de ellos. Su escudo contra conjuros crepitaba ahora en torno a él, totalmente activo.
Eirhaun se permitió una sonrisa de goce anticipado, alzó las manos y con calma y precisión formuló el conjuro de batalla más poderoso de cuantos conocía.
De no haber habido un caos de conjuros bullendo en la habitación que tenía ante sí, lo más probable era que todos (a excepción de dos o tres de los más expertos) hubieran perecido al ser alcanzados por su magia.
Uno estalló como un fruto podrido, otro ardió como una antorcha con un aullido de agonía, y todos los demás se tambalearon, se volvieron hacia él con miradas de odio y empezaron a lanzarle los conjuros de batalla más potentes que les quedaban.
Eirhaun invocó mentalmente una magia que debía matar a uno de ellos. Estaba todavía tratando de decidir a cuál debía derribar cuando media docena de conjuros zhentarim se lanzaron sibilantes contra su escudo.
Por un momento todo lo que rodeaba a Eirhaun se desvaneció.
Su protección emitió un brillo cegador, una blancura hiriente que desapareció en las tonalidades del arco iris. Todavía seguía tratando de ver a través de ellas cuando sintió que sus piernas empezaban a transformarse, se hinchaban y se plegaban en una masa amorfa, sin osamenta. El dolor hizo que lanzara un sollozo involuntario. Era… tan grande, tan horrible…
A su alrededor, el escudo contra conjuros se había vuelto loco por la presencia en su interior de conjuros que luchaban por la supremacía. Se le clavaba. Y él seguía cambiando. Unas alas punzantes brotaban de su pecho, en una lucha obscena de rodillas y codos que no deberían estar ahí pero pugnaban por salir, deslizándose a través de sus costillas… Era una tortura, era terrible…
Cuando cayó de rodillas, o más bien sobre unos tentáculos retorcidos, con las costillas transformándose en cosas que parecían serpientes y le producían repugnancia, Eirhaun se dio cuenta de que uno de sus ojos se agrandaba y se proyectaba hacia adelante, mientras que el otro se mantenía como siempre y lo contemplaba todo horrorizado. También se dio cuenta de que alguien lanzaba aullidos de agonía, largos y descarnados chillidos y gemidos de agonía y de terror.
Finalmente, se dio cuenta de que los gritos eran suyos.
Al ver qué cristal había tintineado, Sarhthor supo dónde estaba el problema. Se había teletransportado a su torre favorita de Halfhap, en un intento de usar su magia para precisar el origen de la llamada; pero le bastó tender la mirada por encima de los tejados de la ciudad para saber que el lugar era la Posada del Ropavejero.
O lo que quedaba de ella. Con expresión preocupada se había vuelto a teletransportar hasta un lugar que conocía, justo detrás de la recepción de la posada. Había tenido cuidado de llegar en cuclillas, y esa previsión le vino muy bien.
Al parecer, su llegada había pasado desapercibida, lo mismo que sus custodias. Allí, oculto tras el mostrador, vio a los zhentarim combatiendo y transformando el viejo edificio en una ruina.
Los había observado lanzando dos extensiones de su escudo contra conjuros alrededor del mostrador para que le sirvieran como ojos. Así había visto la llegada de Eirhaun y el ataque conjunto que habían lanzado sobre él. No es que le tuviera simpatía a Eirhaun. Nadie en la Hermandad se la tenía. Además, ningún zhentarim permitía que un sentimiento de amistad o de compasión debilitase sus planes ni por un instante, pero aquello… aquello era una locura.
Algo tenía revueltos a esos magos principiantes que antes de ahora se habían mantenido maliciosamente expectantes, sin atreverse a lanzar todos sus conjuros como estaban haciendo en ese momento. Algo los movía a semejante osadía.
Por lo tanto, había que desterrar ese algo de los Reinos, para proteger a los magos de todas partes. ¡Qué más daba si eso le costaba a la Hermandad hasta el último de sus ambiciosos aprendices! En Faerun nunca había escasez de ellos.
Frunciendo el entrecejo, Sarhthor dio la vuelta a un anillo que llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda, hasta que la parte que habitualmente llevaba a la vista quedó hacia abajo. Besó el cintillo y con todo cuidado murmuró una palabra y lo volvió a besar.
En ese momento, el anillo salió disparado de su dedo, saltando hacia la palma de la otra mano, que estaba preparada para recibirlo, y se convirtió en un rollo como de pergamino rígido. Sarhthor tocó dos de las muchas runas que presentaba en la secuencia adecuada para hacer aparecer sus palabras. Cuando pudo verlas, lenta y cuidadosamente formuló el conjuro.
Sus palabras resonaron imponiendo silencio en aquel campo de batalla por el mero peso de su poder. Sarhthor siguió hablando, con el cuerpo estremecido por el poder que lo penetraba primero y luego salía de él, convertido en un algo arrollador que se transformaba en oscuridad en el aire, una oscuridad expectante, abarcadora, que tiraba de los sorprendidos guerreros zhentarim.
Entonces acabó el conjuro, completando los últimos gestos sin que le temblara la mano. Ya estaba, y ahora la ululante oscuridad de su creación se llevó a todos sus compañeros zhentarim de la estancia destrozada que tenía ante sí.
El Abismo los esperaba, serían engullidos por él y tendrían que arreglárselas solos. Era de esperar que se llevaran consigo a ese maldito «algo».
Ahora la oscuridad rugía, ávida, llevándose en su torbellino a unos zhentarim desorbitados que gritaban a voz en cuello, y también a los espectros traslúcidos como el humo que salieron de los ojos y de las bocas de dos de ellos, tratando de asirse a cualquier cosa. Entonces Eirhaun, al que pugnaban por salirle una cola y aletas acordes con sus alas mal emparejadas, que aleteaban débilmente, fue engullido también y partió con un nombre en los labios.
—¡Sarhthor, maldito seas! —gritó—. Ar auhammaunas dreth truarr.
Y con furia horrorizada e impotente, Sarhthor se sintió alzado desde detrás del mostrador y transportado por el aire inerte, crepitante, hacia su propia oscuridad, que lo aguardaba.
El Abismo abrió sus fauces erizadas de colmillos y, con fruición, se los tragó a todos.
—¡Por Azuth, Mystra y el fuego del Tejido!
Fue la única maldición que Ghoruld Applethorn pudo recordar en su ciega agonía.
Su cristal de escudriñar había explotado delante de él, lanzándole a la cara multitud de mortíferas agujas.
Bramaba de dolor, y por la boca le salía una sangre espesa que lo ahogaba mientras retrocedía, cegado, y con cien heridas.
Los miembros le temblaban, descontrolados, y no podía hacer otra cosa más que mantenerse de pie. Trató de superar la conmoción y el dolor, pero también el miedo.
Miedo al destino del que acababa de escapar por los pelos. Esa espantosa atracción del Abismo… ese tirón que diluía los huesos y despertaba ansias que jamás había creído poder sentir, que jamás había soñado.
Podría haber sido transformado en una ruina mental, o peor aún, arrastrado al Abismo para siempre. En un instante se habrían acabado para él el bello Cormyr y todos sus planes, incluso la conciencia de ser Ghoruld Applethorn y de su capacidad para trabajar con el Arte. Todo le habría sido arrebatado.
Rebuscó en sus estantes las pociones curativas, las encontró y empezó frenéticamente a descorcharlas y tragarlas, con el deseo recóndito de que fueran un licor más fuerte.
—¿Qué está pasando? —preguntó Jhessail en un susurro mientras los Caballeros se agachaban asustados. Por encima de ellos todo se sacudía, como si los dioses airados estuvieran golpeando con unos gigantescos garrotes. Otra lluvia de polvo y pequeñas piedras cayó encima y alrededor de ellos.
Florin meneó la cabeza al no tener explicación alguna para aquello. Pennae y Laspeera se aferraron a sus brazos cuando él se agachó sobre ellas tratando de protegerlas, aunque sabía que era una galantería inútil. Si el techo se venía abajo, quedarían sepultados y darían las últimas boqueadas en medio de la más aplastante oscuridad…
En torno a ellos, el aire parecía haber cobrado vida. Crepitaba con chispas invisibles que se arrastraban y se arremolinaban.
—Magia —musitó Pennae—, pero ¿de quién? ¿Y qué?
—¿Órdenes, señora? —dijo Intrépido como esperando algo tranquilizador. Laspeera, con los labios apretados, se limitó a negar con la cabeza.
Cuando sintieron todos un repentino y terrible tirón, una compulsión que se apoderó de ellos y que tiraba hacia arriba —bajo las manos de Islif, Doust arqueó la espalda y gruñó como un hombre presa de la lujuria— se apoderó de todos un desasosiego que hizo que Jhessail lloriqueara y Pennae y el ornrion juraran en voz baja.
En derredor, la oscuridad empezó a relucir. Aparecieron destellos que delineaban puertas y formaban grandes redes y cortinas, como chispas congeladas en el aire.
—Pero ¿qué es eso? —masculló Intrépido con los ojos muy abiertos por el asombro.
—Magia. Toda la magia que hay aquí abajo: antiguas custodias y protecciones, y también portales, que se encienden —dijo Laspeera—. Pero ¿qué ha podido…?
Se quedó silenciosa, en sorprendida admiración, cuando aparecieron luces en la piedra que los rodeaba, iluminaciones equiparables al brillo del Fuego de Dragón que tenían delante.
Nueve espadas, verticales y con la empuñadura hacia arriba, relucían en el interior de la roca… y avanzaban calladamente, atravesándola, suspendidas en el aire, por encima de ellos.
Y desde el tesoro ilusorio, las nueve relucientes espadas avanzaron hasta ellos, colocándose encima de las cabezas de los Caballeros, que permanecían agachados o de rodillas.
Se reunieron y entonces las ilusiones se desvanecieron lentamente, incorporadas a las nueve espadas que habían salido de las piedras. De repente, el acero cobró un brillo deslumbrante.
Laspeera, Intrépido y los Caballeros de Myth Drannor se quedaron boquiabiertos ante tamaña, aunque probablemente mortífera, magnificencia.
Entonces, desde arriba, llegó un intenso gruñido, una queja profunda, atronadora, que anunciaba el fin. Mientras permanecían allí tensos, apiñados, la Posada del Ropavejero, lenta, pesada, ineluctablemente… se desmoronó sobre sus cabezas.