Capítulo 13

Intrépido en el fragor de la lucha

Oh, me enorgullece gritar que soy un Dragón.

No hay vocación más elevada

Nos jactamos de barrer a los villanos

y de vapulear a mercaderes y doncellas;

pero por muy malos que seamos, nunca

mancillamos la Corona ni hacemos como

los quejosos nobles, que van por ahí vociferando

mientras Intrépido lo que hace es guerrear.

Intrépido va de gresca,

canción callejera de los Dragones Púrpura

en Arabel (compositor anónimo),

popular allá por el Año de la Espuela

Yassandra Durstable bajó la escalera como una sombra feroz, lanzando con las varitas mágicas que llevaba en ambas manos ondas mortíferas de fuego verde azulado que le iban abriendo camino entre los esforzados ballesteros que morían de pie. El único mago de guerra que había visto en los sótanos se había desplomado al contacto de su primera descarga y de él sólo quedaba un montón de huesos descarnados; pero esos brutos magníficos todavía seguían luchando contra su magia, aferrándose al aire y maldiciendo su inevitable destino.

Por supuesto, los había atacado por la espalda. ¿Para qué tentar a los dioses dándole una sola oportunidad al enemigo?

Ya había caído hasta el último ballestero, y con él se extinguió el fuego de las varitas. Sólo se oía algo en las profundidades de ese sótano oscuro y frío. Del único punto iluminado que había un poco más adelante llegaba un chisporroteo de carne quemada.

Uno de los magos de guerra —no podía ver todos los cadáveres y era muy probable que algunos estuvieran bien vivos y acechando desde otras estancias del sótano— había lanzado contra un zhentilar un conjuro que hacía que su cuerpo ardiera lentamente, como las brasas de una chimenea.

Un fuego en una buena chimenea, ya que producía muy poco humo, pero vivas y fulgurantes llamaradas. El cadáver luminoso no duraría mucho. Con una torva sonrisa, Yassandra pasó delante de él extremando el cuidado, deseosa de perderse de vista para cualquiera que pudiera estar acechando desde el pie de la escalera, armado con una varita mágica o con una ballesta, antes de que ella pudiera hacer su propia magia luminosa.

El destino la alcanzó sin la menor advertencia.

Pennae le cayó encima por detrás, temblorosa por el esfuerzo que había representado mantenerse sujeta entre dos ganchos herrumbrosos. Se lanzó desde la tenebrosa oscuridad dejando atrás la protección de una viga de la techumbre y cerró furiosamente las piernas, sujetando una tijereta en torno a la cabeza de la maga, acompañando el movimiento con una inclinación hacia la izquierda y un impulso ascendente.

El cuello de Yassandra se quebró con un crujido espantoso, y Pennae puso toda su energía en una frenética voltereta hacia adelante que le permitió sortear la cabeza colgante y caer sobre los brazos de la mujer, desde arriba, en lugar de acabar con los pies apuntando hacia el techo, cabeza abajo, con la moribunda encima de ella.

¡Tenía que controlar esas varitas fuera como fuese!

Pennae seguía braceando, tratando de aferrarse a un gancho del techo para recuperar el equilibrio cuando Yassandra masculló las palabras que disparaban las varitas, lanzando una ráfaga de fuego verde azulado contra la techumbre.

—Maldita sea —dijo Pennae con toda la calma, mientras la magia hacía estremecer el cuerpo de la moribunda que tenía debajo, empujándola hacia atrás lo suficiente para que pudiera alcanzar los brazos desfallecientes y presas de espasmos de la maga de guerra.

Confiaba en que fuera a tiempo de evitar que la ráfaga verde azulada la dejara sin dientes y sin garganta, ni nada de nada.

Intrépido y sus Dragones habían recorrido la mitad del salón de la posada, desenfundando las espadas y apurando el paso, cuando el suelo a la derecha del furioso ornrion, justo detrás de él, estalló hacia arriba con un rugido, lanzando al aire astillas de madera y llamaradas de color verde azulado.

Las tablas del suelo destrozadas saltaron en una mortífera erupción lanzando a dos fornidos Dragones Púrpura contra el techo.

Con un rugido casi tan fuerte como el del fuego mágico, Intrépido se lanzó hacia la escalera del sótano en furiosa carrera, con los tres hombres que le quedaban pisándole los talones. Ya bajaban atronadores los escalones cuando todavía los cuerpos ensangrentados y mutilados de sus dos camaradas no habían terminado todavía de caer y ensartarse en los tablones astillados.

Pennae desprendió de un golpe las varitas de las débiles manos de Yassandra y el fuego que lanzaban cesó de inmediato.

Cayeron al suelo al mismo tiempo y sobre ellas el cuerpo inerte de la maga. Por una costumbre muy arraigada, Pennae le cortó el gaznate a Yassandra, pues nunca se sabía con qué conjuros podría contar un mago de guerra que lo rescataran al borde mismo de la muerte. Los magos degollados podían lanzar menos conjuros.

Gritos de terror y furia surgieron de lo más profundo de los sótanos. ¡El ruido del fuego de las varitas debía de haber despertado hasta el más contumaz de los dormilones! Pennae rodó hacia un lado y se quedó quieta entre los cadáveres, cubriéndose con el cuerpo de la maga muerta.

Fingirse muerta era lo más prudente hasta saber quién llevaba la voz cantante. ¡Ahí estaba! A la luz vacilante que irradiaba el cadáver, pudo ver a unos cuantos ballesteros que avanzaban con suma cautela desde algún lugar más profundo de los sótanos, mirando en derredor mientras apuntaban con sus virotes de punta envenenada.

Algunos maderos astillados cayeron del techo destrozado, y un guerrero sorprendido disparó un virote en esa dirección. Pasó como una centella junto a Pennae y se fue a clavar en una pared que no se veía… una pared de madera gruesa y húmeda a juzgar por el impacto.

Pesadas botas aporrearon el techo encima de su cabeza, moviéndose con prisa y cargando por la escalera del sótano.

De repente, todos los ballesteros empezaron a disparar.

De la oscuridad brotaban virotes de ballesta mientras Intrépido y sus Dragones se lanzaban escalera abajo. El ornrion apenas tuvo tiempo para lanzar una maldición y alzar un antebrazo cubierto por la armadura para protegerse la cara antes de que un capitán que iba a su lado lanzara un grito ahogado y cayera hacia atrás, con un proyectil clavado en el rostro.

Zumbando amenazadores, los virotes impactaron, dos, tres veces en el cuerpo de Intrépido. De haberse tratado de arcos, a esas alturas ya habría estado erizado de flechas y probablemente muerto. Detrás de él, otro de sus Dragones lanzó un gemido y se tambaleó, pero no fue atravesado por un virote.

—¡Abajo! —rugió Intrépido—. ¡En nombre del rey!

Era necesario abatir a esos enemigos antes de que pudieran volver a cargar y a disparar. En caso de que hubiera más con ballestas cargadas, mala suerte para un ornrion llamado Intrépido.

Con esta idea se lanzó temerariamente hacia la oscuridad, sin pensar para nada en el porte ni en la dignidad, con la espada por delante. Los ballesteros tendrían que tensar sus arcos como posesos para recargar las armas, una tarea que llevaba su tiempo, por más rápidos y fuertes que fueran.

Sabiendo que no tenían tiempo, arrojaron sus ballestas y echaron mano de sus dagas y espadas cortas mientras el ornrion saltaba desde la escalera hasta chocar violentamente con los dos primeros y derribarlos al suelo.

—¡Asesinos! —rugió—. ¡En nombre del rey Azoun, el Dragón Púrpura, os… aah!

El puñetazo que lo alcanzó lo acalló momentáneamente, pero el hombre que se lo había dado se enfrentó a la muerte un instante después, cuando el ornrion le clavó una daga en el ojo con brutalidad despiadada antes de girarse hacia la izquierda, para enfrentarse al segundo de los enemigos a los que había derribado al suelo. Para entonces, los demás ballesteros ya iban a por él con las espadas y dagas desenfundadas. Sus Dragones corrieron a su encuentro.

—¡Vaya cosa! —dijo un ballestero burlón—. ¡Hemos estado asesinando a magos de guerra! ¡Y no nos van a detener unos cuantos Dragones Púrpura!

Las espadas se cruzaron y pronto quedó patente que aquella bravuconada era un farol. Los ballesteros eran rápidos y taimados, pero los Dragones eran veteranos bragados en las escaramuzas de muchos callejones de Arabel, entrenados para combatir en equipo. Eran más corpulentos, más fuertes y estaban mejor protegidos. Un Dragón gruñó de dolor cuando una espada se deslizó por encima de la armadura de cuero que le cubría el antebrazo izquierdo, pero ese arañazo fue la única herida que sufrieron los tres soldados antes de que los enemigos huyeran en desbandada, dejando atrás a cuatro compañeros muertos.

Intrépido se lanzó en su persecución, gritando una orden para encargar al Dragón herido que cortase las cuerdas de todas las ballestas que pudiera encontrar. El ornrion alcanzó a otro atacante antes de que el hombre, vacilante, pudiera salir de la habitación que daba a la escalera. Lo atravesó desde atrás y pasó por encima de él sin reducir el paso.

Los ballesteros se lanzaron directos hacia una pared de piedra oscura, cubierta de telarañas. Y la atravesaron sin más. Intrépido los siguió, pisándoles los talones y dando estocadas como un loco para librarse de cualquier asesino que pudiera estar al acecho.

Hubo un momento de hormigueante oscuridad mientras atravesaba la magia ilusoria que revestía la puerta invisible, y a continuación se encontró en una habitación bien iluminada, donde los ballesteros, sorprendidos, luchaban con desesperación con otros hombres de mirada torva y armados de espadas y dagas, que habían estado… ¡Sí, habían estado saqueando los cadáveres de los magos de guerra muertos!

—¿Cómo osáis? —bramó Intrépido, abriéndose camino a golpes para llegar al más cercano de estos nuevos enemigos.

—¡Ja! —rió el otro, apartando la espada del ornrion con la pericia de un espadachín veterano—. ¡Claro que osamos! ¡Nos atrevemos a todo por la gloria de la Hermandad! ¡Zhentarim triunfales!

Uno de los ballesteros le dio al hombre una patada que le hizo perder pie y lo acuchilló mientras caía. Intrépido recompensó al agresor con un mandoble que prácticamente le cortó la cabeza y se la dejó colgando, mientras el moribundo lanzaba un grito ahogado en sangre y se derrumbaba sobre el zhent al que acababa de matar.

Intrépido se agachó para esquivar el ataque de una alabarda. Se preguntó a qué clase de necio se le ocurría utilizar semejante arma en un lugar confinado como ese. ¿Y esos zhent y ballesteros, a quién servían? Mientras unos y otros se mataban a su alrededor con gran entusiasmo, vio que uno de sus Dragones le cortaba el gaznate al alabardero con un poderoso mandoble.

—¡Tratad de atrapar vivo a uno de los idiotas que nos atacaron con las ballestas! —dijo con ferocidad—. ¡Necesito respuestas!

—A la orden —gruñó el primer espada Brauthen Haernhar, usando la expresión habitual de los Dragones Púrpura para indicar que habían oído y entendido. Le dio a un zhent una patada tan fuerte en la entrepierna que lo levantó en el aire, haciéndolo caer hacia adelante y ensartarse en la espada del Dragón que lo estaba esperando.

A estas alturas, todos los ballesteros estaban muertos, aniquilados con rapidez y precisión por unos zhent evidentemente disciplinados, bien entrenados. Debían de ser zhentilar que, en este caso, trabajaban sin su armadura y lanzas habituales para evitar que se diera la alarma y el barón Thomdor acudiera a matacaballo a Halfhap, encabezando a varios centenares de Dragones.

Eso significaba que, fuera cual fuese el destino de la bolsa arrebatada a lord Duskur Ebonhawk por los Caballeros de Myth Drannor, e independientemente de las órdenes de la señora regente Lhal, el ornrion Taltar Dahauntul tenía que volver vivo a Arabel o reunirse con una de las patrullas del barón Thomdor, a fin de que el Vigilante de las Marcas Orientales tuviera conocimiento cuanto antes de la presencia de esos zhent. Si los zhentarim estaban en Halfhap, también lo estaban en Arabel, o planeaban estar allí pronto… y si Arabel llegaba a caer en manos de la Hermandad Negra, todo el nordeste de Cormyr se convertiría en un campo de batalla sin ley, con monstruos merodeadores desatados por los zhent, con mercenarios orcos y goblins matando a diestro y siniestro…

La arremetida de un zhent estuvo en un tris de encontrar una juntura de su armadura, e Intrépido se vio obligado a responder al ataque prácticamente abrazando el acero que intentaba matarlo. Con su espada paró un golpe lanzado contra un lado de su yelmo que le hizo chirriar los dientes y que a punto estuvo de decapitarlo.

Consiguió milagrosamente salir de aquel atolladero a tiempo de ver que el primer espada Brauthen caía al suelo con una espada clavada en sus entrañas, las manos en la herida, mientras un zhent lanzaba una carcajada triunfal.

En ese momento debería haberse dado la vuelta para huir. Ahora estaba solo en esa habitación, pero Brauthern merecía ser vengado. ¿Qué sentido tiene un reino glorioso si no alza un solo dedo para ayudar o hacer justicia a un hombre que muere por él? Y maldita sea si él estaba dispuesto a volverle la espalda cuando era tan fácil, con la espada del zhent apresada en el cuerpo de Brauthen, acudir de un salto y partir de un tajo aquella cara riente.

Fue así que Intrépido mató a aquel hombre, y al siguiente, ganando tiempo para salir corriendo, pero cuando se volvió, se dio cuenta de que aquella ilusoria pared sólida también se alzaba de ese lado de la puerta oculta.

No podía saber con certeza dónde estaba, y las espadas que trataban de alcanzarlo en ese mismo instante no le daban tiempo para realizar una búsqueda.

En ese preciso momento, el capitán Darasko Starmarleer, a quien había dejado a cargo de inutilizar las ballestas, irrumpió a través de la pared con mirada de estupor y la espada en alto, aunque no lo bastante para parar debidamente el feroz mandoble del zhent que se disponía a bloquear la huida del ornrion.

La mandíbula y la garganta de Starmarleer se abrieron, lanzando sangre en profusión, y el capitán cayó de bruces, por delante de Intrépido y bajo las rodillas del zhent, que saltó tras él. Esto dejaba sólo al asesino de Starmarleer entre Intrépido y la salida.

Le produjo una rápida y ardiente satisfacción acabar con aquel zhentilar y dejarlo atrás, todavía lleno de rabia, y volver a salir a…

La más absoluta oscuridad. ¡Seguramente habría puertas en el salón de arriba de la posada que clausuraban la escalera, y aquel posadero tres veces maldito debía de haberlas cerrado todas!

Sin duda las habría cerrado con cerrojo, tras lo cual habría ido en busca de armas con las cuales salir al encuentro de un ornrion empeñado en conseguir la libertad. El hacha que llevaba al cinto era una cosa insignificante, pensada más para destrozar cerrojos y pestillos que para luchar, pero si tenía que derribar puertas —o hacer un agujero en el techo del sótano— lo haría. Por supuesto, después de matar hasta el último zhentilar que quedara allí abajo.

Por puro instinto de combatiente, Intrépido ya se había hecho a un lado, siguiendo la pared, y se disponía a dar muerte a los zhentilar que hubiera en medio de la oscuridad, a atacar al primero desde un lado para pasarse luego al otro lado, a la espera del segundo.

Atacó con un golpe fiero y bajo a la débil luminosidad de la oscuridad, y se vio recompensado por un gemido doliente y por el ruido seco de un cuerpo que caía. Hundió la espada en una espalda que no podía ver, la retorció y saltó por encima del hombre, que gritaba hacia el otro lado de la puerta invisible.

El segundo zhentilar salió a la carrera, con el tercero pegado a sus talones. Los dos se apartaron, tomando direcciones opuestas al irrumpir en la habitación oscurecida. Eso hizo que uno de ellos se ensartara en la espada del ornrion, que lo aguardaba, e Intrépido pudo emplear al hombre atravesado para usarlo como escudo contra el otro. El otro se volvió al oír el quejido de su camarada, cargó hacia el sonido y tropezó con el zhentilar. Intrépido la emprendió con él a mandobles salvajes. El ornrion esperó hasta que la espada del hombre penetró profundamente entre las costillas del moribundo, donde quedó apresada, y entonces, de un ágil salto, se colocó detrás del otro y le clavó la daga en el cuello.

Su atacante lanzó un gruñido justo cuando el último zhentilar —a menos que hubiera más de los que Intrépido había visto en la habitación— atravesó la pared ilusoria con un reluciente guante de cuero, al que siguieron un farol encendido en una mano y una espada brillante en la otra. Esto permitió que Intrépido lo viera perfectamente antes de que el hombre pudiera distinguirlo a él detrás del zhentilar moribundo. El ornrion le lanzó dos espadas de factura zhent.

El zhentilar logró apartar una de ellas con el farol, pero la segunda lo rompió, sumiendo el sótano en la oscuridad por espacio de uno o dos segundos, hasta que el guerrero de la Hermandad empezó a arder. Lanzando maldiciones, el zhentilar retrocedió tambaleándose, moviendo frenéticamente un brazo impregnado de aceite que ardía como una tea, en un vano intento de apagar las llamas.

Intrépido se dio a la tarea de reunir y arrojar todas las armas que pudo encontrar, una tormenta de acero que el rabioso zhentilar desviaba con su espada, rugiendo de dolor, hasta que se volvió para retroceder por la puerta oculta.

En ese momento, Intrépido se agachó, recogió la última espada y brutalmente golpeó al zhentilar en los tobillos, haciéndolo caer de bruces. A continuación, dio un salto y lo apuñaló. Cortó un gran trozo de cuero y, dejando al descubierto la espalda temblorosa del moribundo, se proveyó de una antorcha de cuero, pues cubrió con este la punta de la espada.

Recuperó su espada, que había quedado clavada en el zhentilar, y a grandes zancadas recorrió con determinación todo el sótano. ¿Se atrevería a probar con la escalera? ¿O sería mejor buscar otra forma de salir? Miró hacia la escalera mostrando los dientes, después echó una mirada a todos los cadáveres que la cubrían y a…

¡Allí! ¡Colgados al fondo de la escalera! Uno… dos faroles. Eran de buena factura, casi nuevos, con postigos deslizantes y capuchón para proteger del calor. Dentro tenían unas velas tan gruesas como sus puños y estaban protegidos por tres lados con acero reluciente. Intrépido los encendió con el trozo de cuero ardiente.

Bueno, esa luz lo convertía en una diana, pero le daba la posibilidad de explorar el lugar. Y más le valía ponerse a ello. Colgó uno de los faroles de un gancho del techo, ajustó el otro para que proyectara un haz y avanzó, dejando atrás los cadáveres, con expresión de contrariedad al ver a los magos de guerra muertos. Vangerdahast iba a hacer volar ese lugar por encima de los Picos del Trueno cuando lo descubriese.

A menos que no lo hiciera a tiempo y ese extremo de Cormyr fuera ya territorio zhentarim para entonces.

Lo cual, una vez más, significaba que el ornrion Taltar Dahauntul tenía que salir de allí y presentar su informe en Arabel.

—Este ornrion Dahauntul —musitó—. No hay ningún otro.

Dejó atrás un cuerpo tras otro, sin reparar en ningún momento en la mirada solitaria que lo observaba desde debajo de los restos desmadejados de Yassandra Durstable.

Desde arriba llegó un ruido como si alguien arrastrara algo pesado, y después unas fuertes pisadas. En lo alto de la escalera del sótano.

Intrépido apoyó su farol con cuidado, se volvió y corrió hacia el que había colgado del techo. Lo cerró, pero lo dejó colgado. Volvió a continuación a toda prisa al que había dejado en el suelo. Arriba se oían más golpes, como si estuvieran haciendo a un lado cosas pesadas.

Cerró los postigos del segundo farol y se puso en cuclillas entre los cadáveres, protegiéndose la cara con un antebrazo y dejando descansar la espada, sobre su regazo, lista para ser usada. Confiaba en pasar desapercibido entre los muertos.

De lo contrario… bueno, moriría combatiendo dentro de uno o dos segundos.

Fuera lo que fuese que tapaba la escalera, fue apartado y una luz bajó flotando por la escalera en medio de un fantasmagórico silencio. Intrépido miró por encima del brazo.