Cuando empieza la matanza
Son demasiados los nobles y también los jóvenes oficiales
que comparten la afición a proferir insultos,
denunciar a gritos y lanzar órdenes para desaparecer como
sombras antes de que el sol esté alto en el cielo,
cuando empieza la matanza.
Onstable Halvurr,
Veinte veranos de un Dragón Púrpura:
Vida de un soldado,
publicado en el Año de la Corona
—Pero, por la sagrada luz de Lathander, ¿qué está sucediendo en esta posada? —preguntó Semoor, mirando los cuerpos sin ojos de los mozos—. ¿Acaso el posadero no sabe que estos cadáveres están aquí abajo? ¿O será que nos indujo a bajar aquí para poder encontrarnos a nosotros junto a los cuerpos y culparnos de los asesinatos?
Islif se encogió de hombros.
—Los demás también podemos hacernos preguntas. De lo que andamos escasos es de respuestas. —Alzó la cabeza para mirar con cautela en derredor, escrutando la oscuridad—. Doust, trae ese farol, el que está en la columna, al lado de tu cabeza, allí. Enciéndelo. Hay habitaciones delante y detrás de nosotros. La escalera es la única forma que conocemos de salir de estos sótanos, de modo que es preciso que la vigilemos, pero manteneos juntos hasta que averigüemos dónde está cada cosa aquí abajo y quién o qué puede causarnos daño. Detesto las sorpresas.
—¿De verdad? —murmuró Semoor—. Me dejas atónito.
—En cambio tú —le respondió Islif en el mismo tono— no me diviertes en absoluto con tus ingeniosidades sin sentido en este preciso momento. ¿Florin?
—Nunca me ha gustado dar la espalda a los enemigos ni a lo desconocido —dijo el explorador—, pero esta vez, no sé por qué, lo que más me apetece es seguir adelante. Recto, en aquella dirección. Si estos cadáveres fueron dejados aquí para que nosotros los encontráramos, probablemente lo que intentaban era dejar una advertencia, algo así como «volveos», para evitar que continuáramos...
Pennae asintió, y sorteando los cuerpos se dirigió al espacio vacío que había más allá.
—Entonces sigamos por aquí —dijo en un susurro—. Esta es una habitación demasiado grande para dejarla vacía. Teniendo en cuenta que se accede directamente por la escalera que baja desde el salón, yo pensaba que encontraríamos una docena de barriles como mínimo. O cajones vacíos o bolsas de patatas o algo por el estilo. En esta posada se trabaja de una manera muy extraña.
Doust asintió.
—¿Crees que ese hombre de la puerta nos estaba esperando para hacer que nos metiéramos derechitos en una trampa? —En sus hábiles manos, el farol cobró vida.
—No, no —respondió Pennae—. No creo que seamos tan importantes como para que en cada ciudad o pueblo en el que entremos nos tengan preparada una trampa. Vamos a buscar este tesoro. —Sus compañeros asintieron y se pusieron en movimiento.
—Un momento —dijo Semoor—, pero ¿y si se trata de una trampa para todos los visitantes a los que el hombre no ve con buenos ojos? ¿Y no sólo para los Caballeros de Myth Drannor?
Nadie le respondió.
—No os separéis —les recordó Florin a todos mientras se internaban con cuidado en la oscuridad.
—Una puerta —susurró Pennae casi de inmediato—. Nada más, salvo... sí, unos cuantos barriles y cajones viejos que parece que se hayan estado pudriendo aquí abajo durante años. Allí, en aquel rincón.
—Sigue adelante —la instó Florin—. ¿Islif?
—Yo guardaré la retaguardia —murmuró a modo de respuesta—, junto con nuestros santurrones. Me pregunto adónde han ido a parar todas aquellas ratas.
—Hay cuartos y cuartos que no hemos registrado todavía —respondió Pennae alzando su farol para echar una mirada a las enormes vigas del techo. Estaban negras de telarañas y erizadas de ganchos oxidados que deberían haber sujetado ristras de cebollas y ajos, o viejas ramas de arnark para la cría de champiñones comestibles. Pero todo estaba vacío.
—Escuchad todos —dijo en voz baja, en parte para sí—. Ni huéspedes, ni comida. ¿No tendrá razón Doust? ¿No será que abrieron la posada sólo para nosotros? En los establos parecía que había mucha actividad, pero...
Se dirigió con cuidado hacia la puerta abierta y asomándose miró al otro lado, cerrando a medias la protección del farol para poder dirigir el haz de luz hacia la oscuridad. Repasó el suelo y el techo, después a izquierda y derecha, para asegurarse de que no había nada ni nadie acechando, dispuesto a caerles encima cuando osaran introducir un pie.
Ningún enemigo agazapado, ninguna puerta derribada y ninguna señal de que se hubiera colocado alguna trampa. Había cáscaras de cebollas por todo el suelo, y desde distintos puntos de la habitación la miraban los ojos relucientes como cuentas de las ratas.
En suma, todo lo que Pennae había esperado encontrar al pie de la escalera. Del otro extremo de la habitación llegaba un leve resplandor. Apartó a un lado el farol y se aseguró de ello. Sí, otra puerta, y por las rendijas se filtraba un resplandor dorado, suave pero constante.
—Puede que lo que buscamos esté delante de nosotros —murmuró sin apartar la vista de la habitación—. Venid a ver.
Los Caballeros se arracimaron en torno a ella, que volvió a abrir otra vez el farol del todo.
—Estamos guardando la retaguardia —le recordó Islif a Doust—. Mantén tu farol y los ojos fijos en aquella dirección. Tendremos tiempo más que suficiente para ver esa habitación cuando hayamos entrado.
—Tymora me ordena que corra riesgos... —le dijo Doust con dignidad, pero lo que tuviera intención de decir a continuación se perdió.
—Te dedicas a la vida aventurera, yo diría que eso ya es riesgo suficiente —dijo Islif—. Si quieres que tu vida se vuelva más arriesgada, puedes desoír mi orden y yo me ocuparé de que así sea... con una diligencia capaz de satisfacer incluso a la Señora de la Suerte.
—¿Cuántos sitios crees que hay donde pudiera esconderse un hombre armado entre esos barriles y cajones? —le preguntó Florin a Pennae, señalando a la habitación que había al otro lado de la puerta.
—Por lo menos seis... tal vez cuatro más —susurró ella—, lo sabré con más seguridad en cuanto haya atravesado el umbral. Permanece cerca de mí, pero cuando yo mire hacia la derecha, tú mira hacia la izquierda y agudiza la vista.
Sin esperar una respuesta, bajó el farol y entró en la habitación.
Florin se dispuso a seguirla. El resto de los Caballeros se inclinó hacia adelante para observar. Con disgusto, Islif tuvo que sujetar a Doust por un hombro y obligarlo a volverse en la dirección por donde habían venido.
—Te voy a dar yo «Tymora». ¿Quieres verlo? —le susurró con fiereza al oído.
Por detrás de ellos, no habiendo encontrado enemigos, Pennae y Florin habían atravesado aquel sótano atestado hasta la otra puerta, y repasaban con cuidado el contorno con la luz del farol reducida al mínimo, para tratar de ver la fuente del resplandor.
Entonces dieron los dos un respingo a la vista de...
Un tesoro. Un tesoro dorado: una pila alargada y baja de cetros y varitas mágicas, y gruesos libros de conjuros, cajones rebosantes de monedas y cofres abiertos, llenos de relucientes gemas, un arpa y una espada, y algo que parecía un escudo, del que sobresalían cuernos y aletas de metal afiligranado. El resplandor dorado lo bañaba todo, y no provenía del cúmulo de cosas... un cúmulo del tamaño aproximado de dos medios cuerpos, sino del anillo de espadas guardianas suspendido en el aire, por encima del tesoro.
Catorce... no, dieciséis espadas, todas idénticas, con hojas largas y finas, empuñaduras negras y púas ganchudas que flotaban silenciosas en el aire con la punta hacia abajo. Un constante brillo dorado recorría los lados de las espadas y sobresalía de sus puntas como el haz de un conjuro, dando al aire una tonalidad tan dorada como la de los tesoros de Emmaera Fuego de Dragón que había debajo.
—Esta, Florin, es la razón por la que uno corre aventuras —murmuró Pennae—. El favor de los reyes y los besos de las princesas y nobles damas están muy bien, pero se desvanecen con el transcurrir de los meses y de los años, mientras que el oro y la magia perduran, resplandecientes e incólumes.
—Será mejor que vayamos a contárselo a los demás —susurró Florin—. ¡Te prohíbo que toques nada! ¡Ni una baratija!
Pennae lo miró enarcando una ceja.
—¿Con todas esas espadas allí colgadas esperando cebarse con mi sangre? ¡Ni soñarlo!
Se volvieron y rápidamente atravesaron otra vez la habitación, sorteando toneles y cajones.
—Lo hemos encontrado —les dijo Florin a los demás—. Justo como lo describió el posadero. Yo...
—¡Cuidado! —dijo Islif de repente—. ¡Desenfundad!
Todos se volvieron a mirar hacia donde miraba ella. Más allá de la escalera por la que habían bajado, donde una ancha y repentina luz azul se estaba desvaneciendo, ocho hombres vestidos con mantos y de mirada torva estaban de pie, en un lugar que había estado oscuro y vacío un momento antes.
—¡Caballeros de Myth Drannor! —dijo uno de ellos con voz tonante—. ¡En nombre del rey Azoun, el cuarto de ese nombre, que firmó vuestra patente real, os ordeno que depongáis las armas! En nombre de la reina Filfaeril, que os armó caballeros, exijo vuestra inmediata obediencia. Somos magos de guerra, del hermoso reino de Cormyr y venimos a hablar con vosotros en son de paz.
Florin e Islif bajaron sus espadas, apoyando las puntas en el suelo.
—Yo soy Florin Mano de Halcón —anunció el explorador—, y tengo toda la intención de obedecer a la Corona de Cormyr. Sin embargo, hablar es fácil, y sólo tengo vuestra palabra para comprobar que habláis con autoridad real, esa misma autoridad real que nos permite portar armas dentro del reino. ¿Acaso vuestra autoridad real es mejor que la mía? Además, ahora no estamos dentro del Reino del Bosque, sino en un protectorado fronterizo. ¿Cuáles son las leyes y la autoridad aplicables? No quiero mantener una disputa con ninguno de vosotros, de modo que deseo saber más, para decidir mejor cómo proceder. Os he dicho mi nombre, señor mago. ¿Puedo saber cuál es el vuestro?
—Soy Taeroch —replicó el mago—, y no estoy acostumbrado a tener que repetir órdenes claras y razonables. Sir Florin, os repi...
Durante la conversación, uno de los magos de guerra había retrocedido calladamente de la línea que formaban los magos inexpresivos y de brazos cruzados y se colocó medio de lado. A continuación se volvió de frente a los caballeros con una varita mágica en la mano... apuntando al mago de guerra que tenía más cerca.
Su descarga fue alcanzando a un mago tras otro, hasta contar tres, mientras sacaba una segunda varita con la otra mano para lanzar una magia aplastante a continuación de la primera.
Los tres magos se quedaron tiesos mientras sus conjuros de protección destellaban y eran superados rápidamente. Incluso antes de pudieran girarse y gritar ya empezaron a tambalearse y caer, fulminados.
Los Caballeros contemplaban pasmados cómo el mago de las varitas se volvía para dar a los otros cuatro el mismo tratamiento.
La respuesta de estos fue rápida y en seguida empezaron a lanzar sobre él ráfagas con sus varitas y haces con sus anillos, pero antes incluso de que se desplomase su manto contra conjuros en medio de un caos arrollador de fugaces estrellas negras, los Caballeros pudieron apreciar que los ojos del mago perdían brillo y quedaban vacíos, y algo como un espectro salía por su boca como un grito silencioso.
Para cuando el traidor mago de guerra quedó destrozado por cuatro ráfagas mágicas que lo ensartaron al mismo tiempo, aquella cosa espectral ya se había introducido en el más próximo de los cuatro magos de guerra que quedaban.
Este se volvió como una centella para señalar a los Caballeros.
—¡Son ellos los que lo están haciendo! ¡Es su magia... en mi mente! ¡Detenedlos!
Doust y Semoor se quedaron boquiabiertos, pero Florin e Islif se lanzaron decididos hacia adelante y Pennae lanzó sin tardanza su farol encendido a la cara del que los acusaba.
—¡Dispersaos! —gritó.
Así lo hicieron los caballeros mientras hombres armados con espadas y dagas cargaban por la escalera y atacaban a los magos de guerra a mandobles y cuchilladas.
—¡Brors! —gritó un mago de guerra cuando Florin llegó a él.
El hombre al que Pennae acababa de golpear pasó tambaleándose, gritando y arañando una cara cuya barba —a través de la sangre que brotaba de las muchas heridas producidas por los añicos de cristal— ardía y se consumía, y la cosa espectral empezó a abandonarlo como había hecho antes.
Jhessail trató de alcanzarla con su daga, pero se encontró dando cuchilladas a algo no más tangible que el humo, mientras resonaba en sus oídos una risa horripilante que parecía decir: «¿Lo ves, Viejo Fantasma? ¡Horaundoon sí sabe obedecer!».
El aire en torno a la escalera estalló en una súbita lluvia de fuego y muchos hombres empezaron a dar gritos de dolor y a replegarse, mientras el mago Brors lanzaba un conjuro con la intención de apartar a Florin y a Islif de su colega.
Una daga bajó por la escalera como un torbellino, y pasó reluciente e inofensiva junto a la cabeza del mago de guerra. El atronador ruido de pisadas que venía tras ella anunciaba la llegada de una segunda oleada de mercenarios, con espadas y dagas, que venían a incorporarse a la refriega.
—¡Zhentarim por siempre! —rugían—. ¡Zhentarim triunfantes!
Los lotes Yellander y Eldroon permanecían en el comedor privado, lleno de tapices, con los ballesteros del primero de ellos, escuchando con atención lo que podía oírse a través de la puerta entreabierta del salón de la posada. Detrás de ellos, el fuego azul y frío de su portal parpadeaba casi con avidez.
Cuando el grito de guerra de los zhentarim resonó contra las vigas del salón, Yellander se volvió.
—¡Ahora! ¡Rápido! —dijo.
Les hizo a los ballesteros una señal de que pasaran por delante de él, hacia la puerta.
—¡Antes de que nos ganen la mano! ¡Usad puntas envenenadas! ¡Matad primero a los magos!
Los ballesteros pasaron por delante de él y atravesaron la puerta en tromba.
Los dos nobles se miraron con una sonrisa feroz.
—Vaya. Creo que sería muy prudente largarnos de aquí —dijo Yellander arrastrando las palabras, mientras se replegaba hacia el portal, con Eldroon pisándole los talones.
La última bota de Eldroon apenas acababa de desvanecerse en el azul palpitante cuando se alzó un tapiz situado en el otro extremo del comedor.
La mano que movía esa tela gastada y no muy limpia era la de Laspeera, que avanzó por la estancia seguida de cerca por un grupo de decididos y veteranos magos de guerra. Laspeera se lanzó a través del portal tras los dos nobles traidores.
Los magos la siguieron uno tras otro: Andrabal, Torthym, Larlammitur, Alskethh, Cordorve y, en último lugar, la que tenía menos experiencia en combate, Yassandra.
Ese era, al menos, el orden establecido, pero Yassandra, que cerraba la marcha, sonrió perversamente ante el portal azul que se abría ante ella y giró sobre sus talones para recorrer a grandes zancadas la planta baja de la posada, hacia los sótanos.
—Está bien —musitaron los labios muertos, amoratados de Lathalance, antes de que Viejo Fantasma lo abandonase como una exhalación para detenerse por encima de Horaundoon y sonreír.
El cuerpo abandonado del zhentarim se desplomó exánime en la silla que había en el centro de la habitación que había alquilado en la posada.
Viejo Fantasma y Horaundoon pasaban como una exhalación por los callejones y por encima de los tejados como dos volutas de humo persiguiéndose la una a la otra, ansiosos por tomar posesión de los zhentarim y atraerlos hacia la contienda que estaba teniendo lugar en la posada.
Al parecer, el aprendiz de mago Tantarlus no había pensado en las chimeneas cuando estableció las protecciones mágicas en torno a su casa, de modo que dos invitados, indeseados pero que pasaron totalmente desapercibidos, se introdujeron como humo perezoso desde detrás de los tapices, mientras él gritaba entusiasmado en dirección a la boca incorporada en el centro de su mesilla auxiliar.
—¡Esta es una oportunidad que nos manda Bane para acabar con muchos magos de guerra! ¡Enviad a todos los miembros que podáis de la Hermandad a través de mi portal!
—De acuerdo, Tantarlus —dijo la boca—. No es necesario que lo grites a voz en cuello. Algunos de los compañeros con los que te formaste en la Ciudadela no tardarán en llegar corriendo a tu habitación. Será necesario que los dirijas hacia la posada. Ocúpate de ello.
La boca se cerró y se transformó en una talla inmóvil y oscura. Tantarlus la cubrió respetuosamente con el tapete que habitualmente la mantenía oculta, volvió a colocar la lámpara de aceite en su lugar, encima del tapete... y se quedó envarado cuando Viejo Fantasma se precipitó a su interior, poseyéndolo con mucho más cuidado del que había utilizado Horaundoon para apoderarse de los magos de guerra.
Es cierto que Viejo Fantasma no tenía intención alguna de acabar todavía con este huésped tan útil. Se volvió hacia Horaundoon.
—Que no te vean los jóvenes magos al llegar —ordenó—. Estarán demasiado ansiosos de acabar con todo lo que les interese.
—¿Y que harás tú?
—Partir por el portal en la otra dirección, hacia Zhentil Keep, donde Tantarlus de los zhentarim exagerará elocuentemente esta escaramuza, convirtiéndola en algo digno de una respuesta de mayor envergadura.
—¿Y van a hacer caso de un simple mago destinado como espía en Halfhap?
—Sí, si ese mago habla con entusiasmo de la grandiosa magia que puede ganarse, de una oportunidad para doblegar a los magos de guerra, hacerse con el control de Halfhap, masacrar a la guarnición de Dragones Púrpura y provocar a Cormyr para que envíe a un ejército a fin de poder acabar con él a su antojo.
Intrépido miraba con furia las calles y cuchitriles de Halfhap como si fueran una afrenta contra su persona y como si pudieran hacer mejor servicio a Faerun si eran borrados de la faz de la tierra antes de que cayera la noche. Estaba agotado y sin afeitar, le dolía todo el cuerpo por haber cabalgado toda la noche, y ni siquiera quedó satisfecho después de gruñir a los guardias de la puerta hasta atemorizarlos.
Por lo menos, y aunque a regañadientes, le habían dado el dato de que los Caballeros de Myth Drannor habían llegado a Halfhap y los habían enviado a la Posada del Ropavejero, aunque Intrépido había sentido el callado desprecio de sus cinco Dragones Púrpura atravesándole la espalda mientras trataba de intimidar a los dos guardias.
Le daba lo mismo. Lo único que quería era arrestar a los Caballeros encerrarlos en las mazmorras de las torres de Halfhap y poder dormir un poco. Más tarde podrían interrogarlos sobre el paradero de las pertenencias de lord Duskur Ebonhawk, un montón de dinero en una bolsa de tela de oro y con la negra cabeza de halcón del estandarte de la familia en el broche. Bueno, Halfhap no era tan grande, de modo que ese edificio destartalado y pintado de negro que tenía delante tenía que ser la Posada del Ropavejero.
Un hombre y dos doncellas estaban en los escalones de acceso. Las chicas estaban vestidas de una manera similar, con chalecos a juego sobre sus vestidos... sin duda pertenecían al servicio de la posada. Por sus modales, el hombre era el amo, y tenía todo el aspecto de un posadero, aunque menor robusto que la mayoría.
Intrépido detuvo su cansada cabalgadura frente a ellos y miró desde la silla al hombre.
—¿Es esta la Posada del Ropavejero? ¿Eres tú el posadero?
El hombre lo miró con cara inexpresiva.
—Así es, y esta es la posada. Buen alojamiento para los Dragones del reino. Ondal Maelrin para serviros.
Intrépido ni siquiera se molestó en asentir.
—Creo que tenéis alojados aquí a unos aventureros que se hacen llamar los Caballeros de Myth Drannor.
El posadero se encogió de hombros.
—Tenemos huéspedes, sí, pero jamás he oído ese título tan rimbombante. Podéis examinar mi registro si lo deseáis.
Intrépido echaba fuego por los ojos. Maelrin lo miró sin inmutarse.
—¡Vamos a ver! —le soltó el ornrion—. ¡Que quede bien claro! ¡El deber de todo buen ciudadano es obedecer a los oficiales de la Corona sin vacilación!
La mirada de Maelrin era gélida y le contestó con el mismo tono.
—¡Os equivocáis, soldado! Y esto lo he oído del propio rey: ¡el deber de todo buen ciudadano es vigilar a todos los que lo gobiernan como halcones hambrientos y defender a todo el que necesite ser defendido!
—¡Su majestad era joven cuando dijo eso, un aventurero!
—Y entonces ¿ha cambiado de idea desde entonces? ¡Supongo que me he perdido esa proclama!
Sin decir una sola palabra aunque hervía de furia, Intrépido saltó de su caballo, haciendo como que no oía una risita disimulada de los cinco Dragones que tenía detrás. Con la cara desencajada pasó al lado del posadero.
—El registro está sobre la mesa, al pie de la escalera del sótano —dijo este sin volver la cabeza—. La encontraréis en el centro del salón, al que se entra nada más franquear la puerta delantera.
Sin responder, Intrépido y sus cinco hombres entraron en la posada.
Maelrin se volvió y los miró entrar con una sonrisa helada.
—Muchachas, es hora de subir y recoger las pertenencias de los caballeros —les susurró a las doncellas—. A continuación, salid por atrás y marchaos. ¡Pronto empezarán a lanzar conjuros que harán saltar este lugar por los aires!