Un tesoro en la bodega
Conozco más de una ristra de palabras
que se dicen con entusiasmo, pero deberían
despertar la más funesta de las sospechas.
Una de ellas es, con todas sus variantes, la frase:
«¡Estos sótanos albergan un tesoro aún por descubrir!».
Onstable Halvurr,
Veinte veranos de un Dragón Púrpura:
Vida de un soldado,
publicado en el Año de la Corona
—No toquéis nada de nada —dijo Laspeera—, y permaneced juntos, conmigo.
Con toda cautela echaron un vistazo al despacho de Ghoruld Applethorn.
Al hombre no se lo veía por ninguna parte. Sobre su mesa de trabajo había un cilindro con una etiqueta que decía: «Mapa de Halfhap». Le habían quitado la tapa y, según pudo ver Laspeera al agacharse y examinar el interior, estaba vacío. En toda la estancia había un leve resplandor, como el reflejo de una hoguera distante.
—¿Qué conjuro es ese? —preguntó Roruld detrás de ella, señalándolo.
—No es un conjuro —le dijo Laspeera—. Es polvo de enmarañamiento. Muy escaso y, por lo tanto, carísimo. Se usa para desafiar a la mayor parte del arte de la adivinación. —Entornó los ojos—. En esto se han pasado un pelo. Id a buscar a Vangerdahast —ordenó.
—Bien hallados —dijo el mago real de Cormyr lacónicamente, detrás de ellos.
Todos se pusieron tensos, parpadearon y se volvieron.
—¡Roruld —dijo bruscamente—, ve ahora mismo y busca a Ghoruld Applethorn en el ala del jardín; Alais, tú búscalo en las habitaciones reales; Morlurn, a ti te toca el patio real, y no te vayas a olvidar de las mazmorras!
Los tres magos de guerra asintieron, parpadeando todavía, y salieron a toda prisa. Vangerdahast y Laspeera se quedaron mirándose el uno al otro.
—Realmente extraño —dijo Vangey—. Estoy empezando a pensar que debería reunir esos anillos con cabeza de unicornio. Baeraubles se pasó un poco con sus utilidades.
Laspeera asintió.
—El de Applethorn impedirá que lo rastreemos con medios mágicos, escudriñamiento a distancia y detección. Pero ¿qué me dices de la intromisión mental? ¿Bloqueará tus conjuros?
—Sí, los de todos —dijo brevemente el jefe de los magos de guerra mirando hacia otra parte—, y Ghoruld lo sabe. La cuestión es quién más puede saberlo. ¿Estamos buscando a Applethorn o a alguien que trabaja para él… o a alguien que le metió una daga entre las costillas y se hace pasar por él?
—Conozco una docena de anillos de unicornio, y todos los que los usan son alarfones —dijo Laspeera en voz baja—. ¿Hay más de los que yo no tenga conocimiento?
Vangey se dio la vuelta.
—¿Por si yo llegara a desaparecer mañana? No, sólo doce que yo sepa. Y no hay un anillo maestro para controlarlos ni para superar su protección. Si Baerauble hizo un conjuro para desactivarlos por algún medio, el secreto murió con él. No tendría sentido usarlos para tratar de mantener las mentes ocultas y protegidas de todo tipo de magia si existiera una forma de superarlos de la que pudiera apoderarse cualquiera y utilizarla.
—Por supuesto, yo…
El sonido de pasos a la carrera resonó en el pasillo, y dos magos de guerra irrumpieron sin aliento, farfullando algo sobre Emmaera Fuego de Dragón, espadas, una posada y un tesoro. Y una magia perdida hacía tiempo y unos aventureros que acudían a Halfhap.
Vangerdahast y Laspeera escucharon hasta que Corlyn y Armandras se quedaron sin más cosas apasionantes que decir. A continuación se lo agradecieron educadamente y despidieron a los jóvenes, que se marcharon mirando dubitativos a los dos máximos magos de guerra, preguntándose si el mago real de Cormyr y la vicemaga del reino habrían oído bien lo que habían dicho.
Cuando se hubieron alejado lo suficiente para no verlos ni oírlos, Vangerdahast se volvió hacia Laspeera.
—Un poco obvio, ¿verdad?
Laspeera asintió.
—Bien, lleva contigo a una docena o más de nuestros mejores magos y haz que actúen con cautela. Aunque uno esté prevenido, una trampa es una trampa.
Los golpecitos en la puerta eran insistentes, y Florin se despertó y echó mano a la espada.
Cuando abrió la puerta, con el acero desenfundado, se encontró con que el hombre del otro lado también iba armado y tenía una expresión precavida, aunque no hostil.
—¿Qué noticias hay? —preguntó con calma Florin mientras Doust y Semoor se unían a él con cara de sueño.
—Noticias nefastas —respondió el hombre con un resoplido de caballo mientras bajaba su espada. El posadero Maelrin y un mozo de servicio estaban detrás del caballerizo, mirando en una y otra dirección por el pasillo. También ellos llevaban espadas.
—En primer lugar es evidente que hay un asesino suelto. Aquí, en la posada.
—¿Ah, sí?
—Un hábil asesino zhentarim, hombre de espada y de conjuros. Ahora esta en su habitación, pero ha matado a dos de nosotros, del personal de la posada, mientras vosotros estabais durmiendo, y al parecer ni el veneno ni el hecho de haber sido atravesado con una espada lo han detenido. De hecho, está encerrado con nosotros.
—¿Encerrado?
Hubo una breve conmoción detrás de Ondal Maelrin cuando se abrió la puerta del otro lado del pasillo y Pennae e Islif, en actitud alerta y totalmente vestidas, se asomaron por la puerta de su habitación.
—En segundo lugar… —empezó el caballerizo, pero Maelrin le apoyó una mano en el brazo y guardó silencio.
—Hay más —dijo el posadero pasando la mirada de las Damas a los Caballeros—. Se han llevado vuestros caballos.
—¿Llevado? —preguntó Jhessail con brusquedad, pasando al lado de Islif. Parecía una niña al lado de su corpulenta amiga, aunque sus ropas ceñidas lo desmentían de forma categórica.
Los tres hombres del posadero se la quedaron mirando y luego apartaron la vista. Jhessail se cruzó de brazos y esperó, preparando una mirada furiosa para cualquiera que se atreviera a mirarla otra vez de aquella manera.
—¿Llevado? —insistió.
—Bueno, eh…, sí —dijo el posadero, carraspeando—. Yo diría que confiscado. Los Dragones Púrpura llegaron buscando a los Caballeros de Myth Drannor… con intención de llevaros, a vosotros.
—Se diría que a Laspeera no se le pasó por alto tu pequeño hurto —le soltó Jhessail a Pennae—. Se diría que lo tomó como excusa para perseguirnos una vez que estuvimos fuera de las tierras donde tienen que hacer cumplir la ley de Azoun. ¿O es que hay alguna otra cosa que hayas hecho y que te has olvidado decirnos?
—¿Llevamos? —preguntó Pennae al posadero del Ropavejero sin hacer el menor caso de Jhessail.
—Arrestaros. «Llevar» es lo que ellos dicen. Como podréis daros cuenta, no se lo permitimos.
Armándose de paciencia, Islif hizo un gesto con la mano, instándolo a proseguir. Maelrin asintió.
—Los despistamos y los hicimos salir de la posada, diciéndoles que estabais todos en los establos para hacer algo que no sabíamos qué era, que sólo nos habíais dicho que no nos metiéramos. Por supuesto, no pudieron resistirse a ir corriendo a los establos, momento en que activamos la magia de Fuego de Dragón para mantenerlos alejados de la posada. Bueno, es decir, este edificio en el que nos encontramos.
—¿Y qué es —preguntaron casi al unísono Semoor y Jhessail— la magia de Fuego de Dragón?
—Más tarde —interrumpió Pennae—. Supongo que todos los detalles arcanos son fascinantes, pero primero decidnos, maese Maelrin, ¿qué está sucediendo ahora? En este momento no me interesa tanto lo que sea ese Fuego de Dragón como lo que hace.
El posadero miró al caballerizo.
—¿Druskin?
El caballerizo Druskin miró primero a las mujeres y luego a los caballeros y las volvió a mirar a ellas.
—Yo solía cuidar los establos de los dragones —dijo con un suspiro—, aquí, en Halfhap. Sé cómo actúan. No puedo ver a través de la magia, pero estoy bastante seguro de que la posada está rodeada de dragones en este preciso momento, mientras esperamos a los magos de guerra a los que hemos hecho llamar. La magia de Fuego de Dragón forma como una enorme pared en torno a este edificio, y sólo el edificio, para impedir que entre nadie.
Islif frunció el entrecejo.
—Y que nosotros salgamos.
—¿Podemos salir por los tejados? —preguntó Pennae—. ¿O por los sótanos? Supongo que será mejor que nos contéis un poco más sobre esa magia de Fuego de Dragón.
—Por los tejados, no —respondió Ondal Maelrin—. No, a menos que podáis vivir sin problema con una docena de virotes de los Dragones Púrpura clavados en el cuerpo. —Vaciló—. Por los sótanos, sí, pero hay un pequeño problema.
Se quedó callado. No parecía muy feliz. Islif dio unos pasos adelante hasta dominarlo desde su altura. Quedaron tan cerca que casi se tocaban.
—De eso nos lo vais a decir todo. Absolutamente todo.
Maelrin volvió a suspirar.
—¿Por dónde empezar? Bien… nuestros sótanos se inundan. Por el lado del establo, y no con mucha frecuencia, pero… necesitamos más lugar seco, de modo que empezamos a excavar en el otro lado, hacia el frente de la posada, y pronto encontramos una pared que sólo tenía una piedra de grosor; una pared falsa que atravesaba el extremo de un sótano más grande.
—Construida hace tiempo, para esconder un tesoro —añadió Pennae. No fue una pregunta.
El posadero asintió.
—Eso creemos, aunque no nos hemos atrevido a acercarnos. Podemos verlo, y se supone que al otro lado hay un antiguo túnel que comunica con los sótanos de otros edificios de la calle, pero…
Agitó las manos exasperado.
—Hay una leyenda aquí, en Halfhap. Hace años, vivía por aquí una famosa maga. Una dama llamada Emmaera Fuego de Dragón. Cuando murió nadie pudo encontrar su magia. Bueno, nosotros lo hemos hecho, al menos podemos ver varitas mágicas, cajones y gruesos libros con runas, una buena pila de todo ello. Todas las leyendas dicen que ella se protegía con espadas voladoras que obedecían a su voluntad, y que las dejó guardando su tesoro. Un anillo de espadas voladoras que atacan a quien se acerca. Pues bien, el círculo de espadas está ahí abajo ahora. ¡Y seguro que atacarán a cualquiera que se acerque demasiado!
A Pennae le brillaban los ojos.
—¿Por dónde se va al sótano?
Jhessail miró al techo.
—¿Antes puedo ponerme algo de ropa y comer?
Yassandra Durstable era con mucho la más hermosa de las magas de guerra que hubiera llevado jamás el anillo con cabeza de unicornio de los alarfones. Era alta, esbelta y tenía una mata de pelo negro y brillante, y unos ojos grandes y oscuros. Había hecho estragos con sus miradas inquisitivas y mucho más con sus sonrisas felinas y sarcásticas. Ahora estaba frunciendo el ceño, pero Laspeera Naerinth no se dejaba impresionar.
—No —respondió la alarfona—, no tengo la menor idea de dónde están Melandar, Orzil, Voril y Ghoruld Applethorn, ni en qué andan metidos.
—¿De verdad? —El tono de voz y la ceja enarcada de Laspeera indicaban a las claras que no se lo creía.
Yassandra acentuó su expresión y, lentamente, se quitó el anillo del unicornio antes de responder.
—De verdad. —Al recibir como única respuesta un asentimiento poco convencido de Laspeera, preguntó—: ¿Por qué? ¿A qué viene todo esto?
—Los cuatro han desaparecido —le dijo Laspeera—, y ahora ya sabes tanto como yo. ¿Tienes contigo tu libro de batalla? ¿Y conjuros preparados?
Yassandra mantuvo la misma expresión.
—Sí, las dos cosas.
—Bien, ven. —Laspeera se dirigió con paso decidido a la pared que tenía al lado y desapareció sin afectarla en lo más mínimo.
La alarfona la siguió sin vacilar y se encontró en una cámara de conjuros en la que ya había estado una vez. Era una cámara oscura, desnuda, sucia, con un alto techo que se perdía entre telarañas, varias gruesas velas encendidas, todas ellas en sus propios candelabros, un gran círculo dibujado con tiza en el suelo de piedra, y más de una docena de magos de guerra de pie y desplazando nerviosamente el peso del cuerpo de una a otra bota. Yassandra los conocía a todos: a Brors, a Taeroch y al viejo Larlammitur, bien; a Alskethh de Marsember y a Cordorve de Cuerno Alto, un poco, de haber trabajado con ellos dos o tres veces; y al resto sólo por ser magos veteranos, rostros y nombres que ningún alarfón había considerado necesario conocer mejor.
—Os he elegido a todos para una pequeña tarea en la que puede haber peligro y batalla de conjuros, me temo —dijo Laspeera sin saludar ni demorarse—. Por favor, entrad en el círculo.
Todos hicieron lo mandado, Laspeera los imitó, y pronto aparecieron otros tres magos de guerra atravesando otra pared aparentemente sólida. Este trío de magos ancianos, de blancos bigotes recibieron la señal de Laspeera, le respondieron con otra totalmente inexpresiva, y empezaron a hacer un conjuro de teleportación masiva al unísono.
El conjuro llegó a su fin sin tropiezos y todos los que estaban en el círculo desaparecieron. El mago más viejo lanzó un gruñido, satisfecho, giró sobre los talones y se marchó por la misma pared por la que había entrado.
Los otros dos se quedaron rezagados. Ambos estaban muy familiarizados con la habitación, que se mantenía vacía para esa finalidad, en el extremo más meridional de las dos casetas de la guardia de Halfhap, a las que acababan de enviar a sus colegas; pero el más joven de los tres magos de guerra ancianos no sabía por qué estaba pasando todo eso.
—¿Cuál es esta vez la grave emergencia que amenaza la supervivencia del reino?
El otro mago de guerra se encogió de hombros.
—Laspeera se está volviendo como Vangey. «No necesitas saberlo y no voy a decírtelo». Hay algo en las altas jerarquías que hace que se comporten así.
—Hummm, sí —coincidió el más joven—. Sin embargo, no sé por qué, pero tengo un mal pálpito.
—Y más te vale —le dijo con tono de aprobación su colega.
Y lo redujo a cenizas antes de marcharse.
De pie, en el salón de la posada, en lo alto de la escalera del sótano, los Caballeros de Myth Drannor se miraban los unos a los otros.
—¿Listos? —preguntó Florin en voz baja. Y empezó a cosechar asentimientos. Estaban todos descansados, comidos, bebidos y armados. Todos asintieron.
—Bien —dijo, y se dirigió hacia los sótanos. Pennae se le adelantó de un salto, se volvió en la escalera para echarle una mirada de reprobación y se dispuso a encabezar la marcha con el farol en la mano.
El posadero los miró mientras partían. Cuando hubieron bajado todos y ya no quedaba nadie en los escalones, Ondal Maelrin hizo una seña con la mano a una moza que estaba arriba y que salió como una flecha hacia la puerta de la habitación lindera con la de las damas, la abrió y repitió la misma seña.
En la ventana abierta de esa habitación, un mozo asintió, esperó a que volviera a cerrar la puerta y a continuación se asomó a la ventana e hizo sonar un cuerno de caza.
Otro mozo cruzó silenciosamente el salón para unirse a Maelrin, que miraba hacia abajo, por la escalera.
—¿Y bien?
—Bien, hasta ahora ha funcionado —murmuró el posadero—, y se han dejado llevar a los sótanos como hambrientos ante la promesa de un festín. Sólo falta ver cuánto tiempo podemos seguir haciéndoles creer que se han llevado sus caballos, que los Dragones Púrpura rodean el edificio y en toda esta paparruchada del Fuego de Dragón.
—Tu actuación ha sido magnífica —dijo el mozo—. Y se confiaron tanto que ni siquiera se molestaron en ir a ver si estaban sus caballos. No deben de llevar mucho tiempo como aventureros.
—Ni lo seguirán siendo durante mucho tiempo —dijo Ondal Maelrin con una leve sonrisa—. Incautos.
—Eso es más o menos lo que lord Yellander los llamó. Lord Eldroon se limitó a reírse.
—A nosotros tanto nos da —musitó el posadero—, siempre y cuando siga riéndose.
Gentes de todo Halfhap alzaban las cabezas y fruncían el ceño al oír el toque de un cuerno muy diferente de los cuernos de guerra que usaban los Dragones Púrpura.
—¿Quién crees que será? —le preguntó un tonelero al vinatero por encima de una empalizada mientras los dos se deshacían de toneles viejos destinados a ser reducidos a astillas.
El vinatero se enderezó. Por la expresión de su cara, estaba pensando intensamente.
—Alguien con un cuerno de caza, por el camino central. El Ropavejero o por ahí cerca.
—Alguien que tiene prisa por señalar algo.
Asintieron, se miraron el uno al otro y se encogieron de hombros. O bien no lo sabrían nunca o bien en las tabernas empezarían a circular varias versiones sobre quién había tocado aquel cuerno y por qué.
No lejos del tonelero y el vinatero, dos buhoneros que compraban y vendían todo tipo de mercancías yendo de una ciudad a otra —y que los habitantes de Halfhap no tenían ni idea de que fueran agentes de dos nobles de Cormyr, lord Yellander y lord Eldroon— intercambiaron una mirada cómplice al oír la llamada del cuerno y dirigieron sus pasos hacia la puerta de una tienda.
Gangas de Baraskor era un establecimiento que ni Horl Bryntwynter ni Jarandorn Vantur visitaban con frecuencia, pero de vez en cuando pasaban por él buscando artículos interesantes para sus contactos lejanos. A Ordaurl Baraskor no le hubiera hecho ninguna gracia saber que habían optado por acudir a su tienda atraídos por su fama de ser el mayor chismoso de Halfhap. Claro que ellos no tenían la menor intención de decírselo.
Los dos mercaderes empezaron a charlar mientras entraban por la puerta de Baraskor.
—¡Vaya, al fin han descubierto la magia de Fuego de Dragón!
—¡No me digas, Horl! ¿Estás seguro de que no es otra de las habladurías de ese lenguaraz de Traulaunna?
—Y si lo es, ¿qué? Mucha gente hablaba de ello antes de que Traulaunna hubiera oído nada. ¡Aunque lo más seguro es que ella lo haya adornado! Es mejor que te enteres por mí de la verdad antes de que ella tenga ocasión de contártelo. Lo que dejó Emmaera Fuego de Dragón fue un montón de magia. Anillos, varitas mágicas, cetros… ¡De todo! ¡Y también sus libros de conjuros!
—¡Jo! —exclamó Jarandorn, enarcando las cejas mientras examinaba unas botellas de cristal aflautadas, provenientes de Turmish—. ¡Eso viene a confirmar todo lo que las leyendas decían!
—¡Así es! —Bryntwynter pasó un dedo crítico por el canto de un joyero de marquetería, haciendo caso omiso de la presencia vigilante de Ordaurl Baraskor a su lado—. Sin embargo, dudo de que alguno de nosotros llegue a verlo algún día —añadió—. Aventureros recién llegados de Arabel se han instalado en El Ropavejero y mantienen alejado a todo el mundo con sus espadas, y también con sus conjuros.
—¿A todo el mundo? ¿También a los Dragones Púrpura de la codiciosa Corona? —Jarandorn se paró frente a un despliegue de cinturones y bolsas, y se quedó observando mientras se rascaba el mentón con aire pensativo.
—Bueno, todavía no —le dijo Horl desde el otro lado de las estanterías—, pero probablemente anden merodeando por allí ahora mismo. ¡Ya sabes cómo vuelan las noticias en esta ciudad!
—¿Y quiénes son, entonces, estos afortunados espadachines de Arabel? ¿Rebeldes que van a usar el tesoro de Fuego de Dragón para retar al rey? ¿O extranjeros que saldrán corriendo hacia Puerta Oeste o Aguas Profundas o Amn para venderlo todo más rápido que volando?
—¡Se hacen llamar los Caballeros de Myth Drannor! Se habla de ellos por todo Suzail. ¡Deben de ser los que la Reina Filfaeril se llevó a la cama con toda la armadura y manchados de sangre de monstruos!
Sin alzar ni por un momento la vista de las estanterías de relucientes cofres que tenía delante, Horl Bryntwynter se dio cuenta de que el tendero se había detenido, aguardando pacientemente un momento para interrumpir su charla, ofreciéndose a ayudarlos a elegir este o aquel cofre. Retrocedió cuidadosamente para que Bryntwynter no reparara en él. Estaba escuchando con avidez la conversación entre los dos mercaderes.
—¿Y qué? —preguntó Jarandorn riendo entre dientes—. ¿Tú te crees esas habladurías? ¿Quiere decir eso de que la Reina de Hielo se lleva algo a la cama?
—Ah, pero ¿quién la llamó Reina de Hielo ante todos nosotros? Fueron los de Suzail. De modo que si puedo creer esas historias, también puedo creer esto.
Vantur soltó una risita.
—Querrás decir que quieres creer, aunque sólo sea por lo que te diviertes imaginándotelo.
Bryntwynter pasó de los cofres a una selección de sombreros y de unos cuadernos de pergamino a una columna cuadrada, toscamente labrada, decorada con una selección de broches y picaportes.
—Debo reconocerlo —rió—. ¡Me has pillado!
—Bueno, la gente parece medio loca en Suzail —dijo Jarandorn lapidariamente—. Con los que tenemos que vivir, sean buenos o malos, de la mañana a la noche, es con los de Halfhap. ¿Cómo se toman todo esto en El Ropavejero? ¿O es que los aventureros los echaron de allí, les cortaron el gaznate o los arrojaron a todos al aljibe?
Bryntwynter respondió con un bufido.
—Vantur, tú escuchas demasiado a los juglares. ¡Seguro que no han hecho nada tan osado! Sin duda Maelrin se habrá comido todo el bigote, por miedo a que los pasen por la espada a él y a todo su personal, y a que reduzcan la posada a polvo; pero no han hecho nada de eso, todavía, y serían unos necios si lo hicieran con los Dragones Púrpura marchando hacia allí para ver en qué andan —suspiró—. Bueno, no veo nada por aquí para deslumbrar a los de Suzail. No es mal género, pero nada… ya sabes, puro oropel.
—Pienso lo mismo. Buen género, pero Suzail está llena de buena mercancía, y de la mala también, igual que Athkatla. Tendremos que volver dentro de un tiempo. ¿Has tenido alguna noticia de Turrityn?
—No —dijo Bryntwynter con tono sombrío, lanzando un suspiro aún mayor—, y eso está empezando a preocuparme. ¿Adónde vamos a parar en Faerun cuando un…?
Saludó al tendero con la sonrisa inexpresiva de un hombre educado que tiene la cabeza en cuestiones financieras mucho más graves, y salió de Cangas de Baraskor, con Jarandorn Vantur pisándole los talones.
Como si hubiera sido una ocurrencia tardía, y con una sonrisa de disculpa por no haber comprado nada, Vantur se giró en el umbral para despedirse del propietario con una inclinación de cabeza, tras lo cual se volvió nuevamente y se marchó.
Ordaurl Baraskor devolvió el saludo sin inmutarse, pero en cuanto la puerta de la tienda volvió a cerrarse con suavidad, corrió presuroso a la trastienda para hacer que su esposa dejase la cocina y se hiciera cargo de la tienda.
Antes de que ella tuviera siquiera ocasión de replicar, ya salía él por la puerta trasera, lanzado a la carrera callejón adelante. Determinados oídos tenían que enterarse de inmediato de lo del tesoro de Fuego de Dragón y de lo de esos Caballeros de Myth Drannor.
Oídos de los zhentarim.
—¿Qué es eso? —preguntó Jhessail.
Pennae le lanzó una respuesta sarcástica sin volver la cabeza.
—Ratas. No te alteres.
La ladrona alzó el farol, esperando hasta que tuvo a Florin a su izquierda y a Islif a su derecha, y luego avanzó, lenta y cuidadosamente.
Aparecieron más ratas. Pennae vio que Islif fruncía el ceño y asintió. Sí, ella también pensaba que era insólito que una posada dejara que tantas ratas camparan a sus anchas en los sótanos donde supuestamente almacenaban los alimentos.
A menos que hubiera allí algo que las atrajera. Algo así como…
La luz del farol iluminó la mano inerte de un ser humano. Una mano de hombre con los dedos abiertos sobre el desigual suelo de piedra.
Dedos que habían sido mordisqueados.
Con gesto de desagrado, Pennae dio otro paso y levantó más el farol.
Había dos hombres muertos en el sótano de la posada, uno cruzado sobre el otro. Sus rostros impávidos habrían estado mirándola si les hubieran quedado ojos con que hacerlo, pero los Caballeros de Myth Drannor conocían sus caras y sus uniformes.
Estaban ante los cadáveres de los mozos de servicio que les habían llevado sopa y sidra a sus habitaciones a su llegada a la posada, esa mañana.