Capítulo 1

El destino acecha

El destino acecha a uno o dos caballeros

y las tabernas se quedan vacías de pronto,

el fuego crepita donde todo eran alardes

y fanfarronadas unos momentos antes,

dejando un momento de sosiego para los héroes auténticos,

que por una vez se permiten oír sus pensamientos.

Mirt el Prestamista,

No puedo escribir poesía, prueba I:

Libro de coplas de un hombre de lejos,

publicado en el Año de la Silla de Montar

En los profundos pasadizos del enorme edificio de piedra conocido como Palacio Real de Cormyr había cámaras en las que nadie, salvo ciertos altos magos jurados de la Corona, entraba de buen grado. Las puertas eran tan gruesas como el espacio que ocupa un coche de caballos, y estaban atrancadas con vigas tan grandes que para levantarlas hacía falta el sudor de varios hombres. Las luces más brillantes que podían verse en aquellas enormes estancias envueltas en tinieblas eran los destellos de los conjuros.

Estas cámaras se contaban entre los lugares preferidos de los magos de guerra de Cormyr para hacer conjuros peligrosos y desagradables, aunque —era de esperar— no mortales. Conjuros que, aunque necesarios, era preferible mantener ocultos.

Los vívidos fuegos azules, silenciosamente fulgurantes, de los potentes conjuros, relucían y parpadeaban en una de aquellas estancias, transformando en máscaras fantasmagóricas los rostros reconcentrados de los dos magos de guerra que observan a un tercero mientras trabajaba.

Laspeera Naerinth y Beldos Margaster se mantenían en el silencio más absoluto. Los anillos de cola de dragón que lucían en los dedos emitían diminutos rayos, en respuesta a cada uno de los poderosos conjuros de Vangerdahast. Pero por lo demás estaban quietos.

La magia rugió y se arremolinó hasta que finalmente los conjuros se fueron extinguiendo uno tras otro. Después de un largo rato de silencio, el mago real de Cormyr se volvió con aire cansado, dando la espalda al hombre que yacía inconsciente en el catre.

—He hecho todo lo posible —gruñó Vangerdahast—. ¿Margaster?

El anciano que había sido otrora el confidente y mensajero de confianza del padre del rey Azoun, el segundo Rhigaerd gobernante, movió la cabeza, apesadumbrado.

—De los mejores conjuros que he visto —dijo pesaroso—. Si no funcionaron es que los dioses han decidido que la vida de este no se prolongara más. Si nos hacemos con él, los gusanos horadarán su cabeza desde dentro.

Laspeera asintió… y en ese momento tres cabezas de mago se volvieron a una observando algo negro y baboso que se deslizaba fuera de la nariz de Florin Mano de Halcón, se elevaba del catre como un murciélago húmedo y avieso, y atravesaba el aire, yendo a caer en el brasero que había frente a Laspeera con un ruido sordo. La maga alzó las dos manos en actitud imperativa y las llamas del brasero se alzaron obedientes, produciendo un siseo al contacto con aquella cosa negra.

De pronto aquello estalló, haciendo recular a Laspeera. Pero Margaster estaba preparado. Algo brotó de la punta de su dedo, consumiendo aquellos negros restos en una diminuta esfera que atrajo el fuego del brasero a su interior, extinguiendo la brasa relumbrante y reduciendo la negrura a la nada absoluta.

—Ese era el último de los gusanos mentales —dijo Vangerdahast—. Casi hemos terminado.

Los tres se volvieron no de muy buena gana para contemplar en el otro extremo de la habitación otro catre en el que yacían los restos de Narantha Corona de Plata, un montón informe rodeado del resplandor de más conjuros. De la cintura para arriba, no era más que un guiñapo sanguinolento.

—Este es el fin de esa bella flor de los Corona de Plata —farfulló Vangey—. Ha sido infestada por ellos y me temo que debe ser incinerada. ¿Lasp? —Laspeera asintió con aire lúgubre y formuló un conjuro que rodeó el catre de una magia que le prendió fuego y que formando lentas espirales, engulló todo su contenido. La pira funeraria de Narantha se alzó en una lenta erupción de llamaradas y humo que pasó a ser su siniestro sudario, se fundió con él y a continuación se extinguió.

Los tres magos se quedaron observando hasta que sobre el suelo de piedra no quedó más que un montón de cenizas. Vangerdahast lanzó sobre ellas su propio conjuro y suspiró.

—Esta amenaza para el reino se ha acabado —sentenció.

Con paso enérgico se dirigió a la puerta.

—¡A por la siguiente!

El maestro submayordomo de cámara Halighon Amranthur fue con paso regio hasta las dobles puertas y las abrió de par en par, seguido de siete lacayos con librea.

—Debemos darnos prisa —dijo autoritario—, porque los Caballeros llegarán en menos de lo que dura una campanada y todo debe estar…

Se detuvo atónito al ver a las cuatro personas tranquilamente repantigadas en los sofás más confortables del ángulo nororiental de la habitación.

—¿Quiénes sois? ¿Cómo habéis llegado aquí? —exigió saber.

La mujer con aspecto de granjera corpulenta, casi masculina, alzó la vista.

—Islif Lurelake, a vuestro servicio, cortesano.

—¿Cortesano? ¿Cómo que cortesano? —Halighon pronunció la palabra como escupiéndola, alzando la voz con un tono de escandalizada incredulidad, sintiendo que los lacayos se intercambiaban miradas de deleite a sus espaldas—. ¡Moza, puedes estar segura de que no soy un simple cortesano! ¡Soy… un momento! —Su voz descendió al tono profundo y sibilante de la auténtica sorpresa—. ¿Son armas las que portáis? ¿Aquí, en el ala noble?

Una mujer más menuda, vestida con prendas de cuero que le caían como un guante, apoyó los pies sobre unos lujosos cojines.

—Sí, maestro, vuestros ojos no os engañan, y tampoco vuestra perspicacia. Son armas. Aquí, en el ala noble.

Mientras el submayordomo la mirada incrédulo, con la boca abierta y la cara pálida, la mujer se examinó las uñas con parsimonia.

—Y sabed, Halighon, que Pennae es el nombre con el que me suelen llamar. Y mientras que Islif, educadamente, se pone a vuestro servicio, yo espero que seáis vos quien me sirva.

En el silencio que sobrevino a esta declaración, un lacayo rió disimuladamente por lo bajo y el submayordomo Halighon perdió el poco control que le quedaba y se lanzó sobre el llamador que había junto a la puerta y tiró de él tan violentamente que el cordón se rompió y quedó colgando de unos hilos.

—¡Esto… esto es un escándalo! —dijo con desprecio.

—Cuando los Dragones Púrpura acudan en tropel —murmuró Pennae imperturbable—, aseguraos de presentarnos debidamente. Este personaje de exquisito porte es Jhessail Árbol de Plata, y este apuesto pero callado sacerdote de Tymora es Doust Sulwood. Dos de nuestros compañeros están ausentes, pero se unirán a nosotros en breve: Semoor Diente de Lobo y Florin Mano de Halcón, que es…

Toda una sección del panel de la pared se abrió de golpe y una docena de hombres de reluciente armadura entraron por él espadas en mano. Todos miraron con expresión alerta en todas direcciones, con mirada severa y expresión determinada.

—¿Quién ha tocado el gong de alarma? —inquirió con brusquedad el primero, que lucía un formidable bigote—. ¿Dónde está la emergencia?

Pennae señaló lánguidamente.

—He aquí al que tocó el gong y que es el único peligro al que nos enfrentamos en esta habitación, todo en un solo hombre: el submayordomo… ¡Ah, perdón! El maestro submayordomo de cámara Halighon Amranthur.

—Yo… ah… es decir… —dijo Halighon atropelladamente mientras los Dragones Púrpura se acercaban mirándolo con expresión tonta.

Halighon recompuso la figura, no sin antes enrojecer, y miró con furia a Pennae.

—¿Cómo es que sabéis mi nombre? ¿Y quiénes sois en realidad todos vosotros, vuestros dos amigos ausentes incluidos? ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

Pennae sonrió.

—Respuesta número uno: Fil… ah, os ruego me perdonéis. La reina Filfaeril para vos, me lo dijo. Respuesta número dos: somos los Caballeros de Myth Drannor, aventureros con cédula real. Respuesta número tres: Vangey… vaya perdonadme nuevamente, no estoy habituada al protocolo de la corte… el mago real Vangerdahast nos trajo hasta aquí por la misma puerta secreta que los leales Dragones Púrpura acaban de utilizar, y nos dijo que permaneciéramos aquí hasta que trajese a Florin para que se reuniese con nosotros. Florin está manteniendo una entrevista con Vangey, Laspeera y Margaster en otro lugar de esta pintoresca mole. Asuntos de magos de guerra, según tengo entendido.

El maestro submayordomo de cámara Halighon Amranthur había ido adquiriendo gradualmente un color amarillo, como de hueso viejo, y ahora estaba tratando de pasar a un blanco tan puro como el del lino recién lavado.

Los Dragones Púrpura lo miraron con desdén, enfundaron las espadas e intercambiaron expresiones de resignación con algunos de los lacayos. A una lacónica reverencia del oficial superior, los lacayos abandonaron la estancia.

El mismo oficial dirigió otra mirada que hizo que sus propios hombres se marcharan uno por uno por la puerta que había dejado de ser secreta y se marchó tras ellos, no sin antes dedicarle a Halighon una mirada de hielo.

Cuando la puerta se hubo cerrado silenciosamente tras ellos, dejando al submayordomo a solas con los Caballeros, Halighon los miró a los cuatro con odio manifiesto.

—Aventureros —dijo siseante—. Odio a los aventureros.

—Coincido con vos —dijo una voz sumamente conocida desde detrás de él, que lo alzó por los aires y le hizo dar un pequeño chillido—. Sin embargo, no es cortés decirlo, en voz alta, cuando tal vez tengamos que emplearlos, submayordomo de segunda Amranthur.

Halighon Arnranthur hubiera querido que las gruesas alfombras se lo tragaran, pero como estaba tendidas sobre un suelo de piedra sólida, no se hundieron ni un dedo y cayó sobre ellas, transformado en un guiñapo sin sentido.

El hechicero del reino y mago real de Cormyr, Vangerdahast, suspiró, pasó por encima del cortesano inconsciente, y miró a los sonrientes Caballeros con algo parecido a la amargura.

—¿No podéis evitar meteros en líos el tiempo que se tarda en tocar una campana? ¿Tenéis idea de lo que cuesta entrenar a un buen sirviente?

—Ah —replicó Pennae con toda la calma, señalando a la figura desmañada—. Debe de ser por eso que todavía no habéis acabado su formación.

Detrás de Vangerdahast, uno de los dos siniestros e imponentes magos de guerra que lo habían acompañado, dio un resoplido hilarante.

Vangerdahast volvió a suspirar, armándose de paciencia.

—Vuestro Florin vivirá —gruñó—, y conserva todo su buen juicio. Más aún, da la sensación de tenerlo en mayor abundancia de la que necesita el común de la gente en toda su vida, lo cual supera a lo que puedo decir de algunos de vosotros. —Volvió la cabeza lentamente para dirigir a los cuatro Caballeros una mirada de advertencia.

—Puede que gocéis del favor real y que tengáis una cédula real, pero permitidme que os recuerde que en ella no se incluye la licencia para robar a vuestro antojo en todas las casonas y mansiones de Suzail o Arabel o cualquier otro lugar del reino. Tampoco se abre uno camino en la vida forjando enemistades entre los leales servidores de la Corona, por más engorrosos que puedan resultar. Cormyr es en apariencia una tierra tolerante, pero creedme, Cormyr tiene su forma de enfrentarse a los pelmazos.

—¿Los magos de guerra encabezados por su jefe con sus sutilísimas amenazas? —preguntó Pennae con tonillo malicioso—. ¿O hablabais de otro medio?

El mago real de Cormyr le dedicó una larga mirada inexpresiva y luego habló con voz rotunda:

—He conseguido salvar a Florin Mano de Halcón. No pude salvar a lady Narantha y su padre no lo perdonará. Y antes de que os sintáis inclinados a hacer algún comentario insolente sobre el tema, os recomiendo (a todos) que no olvidéis tres nombres: Martess Ilmra, Agannor Plataenbruto y Bey Manto Libre. Tres que están tan muertos que ya no pueden ser Caballeros de Myth Drannor.

Se volvió, disponiéndose a marcharse.

—Lord Vangerdahast —dijo Islif en voz baja detrás de él, poniéndose de pie—. ¿Podemos daros las gracias por la vida de nuestro Florin?

—Podéis.

—Gracias —dijo Jhessail fervientemente poniéndose de pie a su vez.

—Sí, gracias —se apresuró a añadir Pennae todavía repantigada y con las botas sobre los cojines—. ¿Funcionan todavía todas sus cosas?

Asegurándose de que no pudieran ver su sonrisa, Vangerdahast volvió a suspirar ostensiblemente.

El estruendo de unas dobles puertas abriéndose de golpe hizo que dos altos caballeros que descansaban indolentemente adoptaran de inmediato una actitud de alerta rígida. Un instante les bastó para cruzar las alabardas delante de la puerta que daba al estudio real.

Vieron aparecer en el recodo del pasillo una figura que se dirigió hacia ellos a grandes zancadas, con la capa ondeando tras él. No redujo el paso al acercarse.

—¡Salid de en medio! —se limitó a vociferar.

Lord Maniol Corona de Plata estaba que se lo llevaban los demonios. Al ver que los alabarderos no se movían un ápice, sus ojos se desorbitaron, enrojeció y retrajo los labios con expresión feroz.

—¡Moveos, esbirros! ¡Exijo una audiencia con el rey! ¡Es un derecho de todos los ciudadanos de noble origen de Cormyr!

Se hubiera dicho que los altos caballeros eran de piedra, si es que las estatuas son capaces de mirar a los nobles lenguaraces con expresión de absoluto desprecio.

—¡Obedeced, que los dioses os confundan! —rugió Corona de Plata—. ¿Tan bajo ha caído esta hermosa tierra que la insolencia campa a sus anchas entre los esbirros de palacio?

El silencio fue la única respuesta que obtuvo, incluso cuando sus aullidos se convirtieron en maldiciones e insultos sobre sus orígenes, sus hábitos sociales y sus atributos físicos, por fortuna bien protegidos bajo la armadura. Permanecieron tan firmes como estatuas cuando Corona de Plata echó mano a la empuñadura de su ornamentada espada cortesana y los amenazó con ella.

—¿Es necesario que os tale como si fuerais árboles? —dijo el lord entre dientes. Y lanzó fuertes mandobles que se estrellaron contra el asta metálica de una alabarda, dejándole el brazo entumecido hasta el hombro. Sin embargo, no vio que la alabarda se moviera ni un pelo—. Un poco de obediencia. ¡Eso es todo lo que pido!

Volvió a blandir la espada.

—¿Es eso mucho pedir —bramó— en el Cormyr de nuestros días?

De nuevo resonaron los metales al moverse las alabardas fluidamente para parar y desviar sus golpes más fuertes.

Jadeante, el noble recurrió a su treta favorita, que consistía en atacar a la cara de uno de los inexpresivos guardias y a continuación clavar la espada en su bragueta. Lo único que consiguió fue que el otro guardia rápidamente empuñara su espada y lanzara el arma de Corona de Plata por encima de la cabeza del noble, la cual, tras rebotar ruidosamente contra el techo, cayó con estrépito a sus espaldas.

Lord Corona de Plata se quedó mirando a los dos guardias mudo de asombro. ¡Lo habían desarmado con displicente facilidad y allí seguían, firmes como estatuas, como si él no estuviese allí!

Giró sobre sus talones, rabioso, y desgranó los peores insultos que se le ocurrieron, uno tras otro, mientras trataba de recoger la espada con los entumecidos dedos.

Tras haberla recuperado se volvió, no fuese que uno de los guardias considerase oportuno darle una patada en el trasero.

—¡Vuestra insolencia imperturbable habla a las claras de la anarquía que reina en Cormyr y de la absoluta falta de respeto por las jerarquías! Puede que os creáis muy listos, vergajos de baja estofa, pero ninguna estatua de centinela se salva de la irreverencia de las palomas, y me veo tentado de bajarme los pantalones y prestaros a ambos el mismo…

Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que la puerta del estudio que estaba detrás de los dos guardias impasibles se había abierto silenciosamente y de que el rey de todo Cormyr estaba de pie en su quicio, sin poder reprimir del todo una sonrisa mientras invitaba a su visitante a entrar sin pronunciar palabra.

Y Maniol Corona de Plata no supo qué decir.

—¡Necio! ¡Va a caer sobre ti la maldición que os aflige a todos vosotros, Caballeros de Myth Drannor! ¡No tardaréis en estar como yo si perdéis el tiempo dirigiéndoos hacia el oeste de los Picos del Trueno! ¡El destino se cierne sobre ti, Semoor Diente de Lobo! —entonó el mago poniendo fin a su conjuro con un ampuloso movimiento que hizo que el anillo de cabeza de unicornio que llevaba en el dedo resplandeciera.

Mentalmente observó que, a lo lejos, la joven esquelética se disolvía en los brazos lejanos y sorprendidos de Semoor Diente de Lobo. El aterrado vuelo del Caballero, un instante más tarde, lo hizo reír entre dientes.

—¡Atraer la carne a los huesos, a la nada aterradora! ¡Una o dos noches más —se dijo para sí el mago de guerra Ghoruld Applethorn con alborozo—, y saldrán disparados, buscando la vía más rápida para abandonar el reino, sin que importe con qué los amenace Vangey! ¡Ja!

Se dirigió hacia la puerta y empezó a hacer complicados pases y a murmurar fórmulas que apartarían una protección tras otra, las mismísimas protecciones que impedían al propio Vangerdahast espiar lo que Applethorn o cualquier otro hacía en su cámara secreta.

Se suponía que sólo Vangerdahast sabía de la existencia de esa habitación, pero el mago real estaba tan terriblemente ocupado y tenía tantas cámaras secretas por todo el reino y tantas distracciones que no podía notar cuándo alguien se deslizaba en una de ellas.

—Sí —Applethorn se regocijó—. Que vayan a los Valles a bailar al son que les toque Bastón Negro, entre los montones de trigo y las mozas peludas, fuera de mi camino pero a mi disposición si los necesito para culparlos de algo. —Rió entre dientes—. ¡Ja! ¡Ya estoy hablando solo otra vez! Vaya, mientras no me dedique a discutir conmigo mismo. O lo que es peor todavía: ¡a ser derrotado en esas discusiones!

Resopló satisfecho ante su ocurrencia, apartó la última protección, abrió la puerta sin cerrojo y salió corriendo. A Vangey no le gustaba que lo hicieran esperar.

La mortificación había dejado mudo a Maniol, pero su rabia, que todavía fulguraba, y el bondadoso trato del rey le dieron un atrevimiento que lo hubiera sorprendido de no haber estado tan enfadado.

—¡Azoun, majestad, no me hagáis implorar! —dijo quejumbroso—. ¡Es necesario que me entreguéis las cabezas de esos villanos Caballeros de Myth Drannor! ¡Debo acabar con ellos con mis propias manos!

Sacudió las manos como dos garras apuntando hacia arriba, bajo las narices del rey, que estaba sentado.

—¡Me han robado a mi esposa, y ahora también a mi hija! —Entonces se volvió como un torbellino, y empezó a pasearse por la habitación mientras gritaba—: ¡Exijo justicia! Entregádmelos para que los castigue adecuadamente ante todo el reino. ¡Todos podrán ver lo que significa atreverse a matar a un Corona de Plata!

—No, Maniol —dijo el rey con tono severo—. Ellos no os quitaron a vuestra esposa. Ni tampoco a vuestra hija. ¡Fue una magia peligrosa la que lo hizo, una magia peligrosa de la que vuestra esposa bebió y de la que formaba parte! Ella misma forjó el destino que acabó con ella y que infectó a vuestra hija. ¡Más aún, infectó a algunos de los Caballeros y los que no han seguido a vuestra Narantha hasta los brazos de los dioses es muy probable que lo haga pronto!

Corona de Plata se lo quedó mirando, abriendo y cerrando la boca. La esperanza luchaba abiertamente con la pena y la decepción en su rostro.

—No pidáis justicia demasiado alto —le dijo Azoun, tratando de no dejar que el menor rastro del disgusto que le producía la reacción de Corona de Plata se reflejara en su cara ni en su voz—. Porque cuando la perdáis, quién sabe sobre quién recaerá.

El noble se acercó unos pasos más, vacilante.

—No temáis —dijo Azoun—. Los magos de guerra están ahora mismo trabajando con los Caballeros. Y aquellos a los que les sea dado vivir cuando nuestros magos hayan acabado con ellos ya no serán bienvenidos en Cormyr.

Lord Corona de Plata se quedó mirando a su rey con los ojos muy abiertos y a continuación rompió a llorar, avanzando hacia él casi a ciegas. Azoun se levantó de su asiento para abrazarlo y reconfortarlo, agachándose para acunar a aquel hombre más bajo que él sobre su pecho.

Maniol Corona de Plata hundió la nariz en el pecho real y lloró como una criatura.