El tablero de sava estaba suspendido en el espacio que mediaba entre los planos, un puente entre los reinos de dos diosas rivales.
De un lado estaba el reino de Lloth —la Red de Pozos Demoníacos—, restos desmoronados de roca ennegrecida, oscurecidos aún más por un cielo tenebroso del color de una magulladura. Ocho puntos de luz rojiza lucían con un brillo espasmódico y coloreaban de rojo sangre las telarañas que arrastraba el viento. Las almas, flotando, llenaban el aire con sus gritos agónicos y sus aullidos.
En el otro lado estaba el reino de Eilistraee, un bosque en el que alternaban la luz y la sombra. Gruesas ramas tamizaban la luz de la luna, única fuente de iluminación, cuya cara colgaba del cielo, inmóvil, partida en dos por una línea recta. La mitad iluminada, la mitad en sombra, como los frutos de piedra lunar que pendían de las ramas bajas.
Los bosques sobre los que brillaba la media luna estaban invadidos de canciones: una multitud de dúos. Agudas voces femeninas se acordaban con voces intermedias masculinas. Pero algunas de estas últimas tenían como un filo; sonaban distorsionadas, doloridas, como si se las obligara a cantar en un tono más alto que el habitual. Otras voces masculinas atronaban en un bajo profundo, repitiendo obstinadamente la misma frase sin descanso: un bajo melódico que combinaba con el resto de la música.
El reino de Eilistraee había sido en otro tiempo un lugar de perfecta armonía. Pero se había ampliado, había aumentado su fuerza gracias a una reciente entrada de almas. Y esa nueva potencia era producto de un incómodo compromiso.
La diosa también había cambiado. Eilistraee se mostraba desnuda; su aterciopelada piel negra sólo estaba cubierta por el cabello, que le llegaba hasta los tobillos. En otro tiempo, su pelo había sido blanco plateado, pero ahora estaba entreverado de negro. Sus dos espadas gemelas flotaban en el aire, una sobre cada cadera. Una seguía teniendo destellos plateados, pero la otra se había vuelto del color de la obsidiana. La parte inferior del rostro de la diosa era una sombra tenue, un trofeo de su reciente victoria: la máscara de Vhaeraun.
Mientras Eilistraee esperaba que su oponente moviera una de sus piezas sava, un chispazo rojo destelló en sus ojos siempre blancos como la luna.
Lloth, sentada en su trono de hierro negro y en ese momento bajo su forma drow, sonrió ante el relámpago de irritación que brilló en los ojos de su hija. En lugar de hacer el movimiento que tenía pensado, Lloth levantó una mano y observó, distraída, cómo una araña tejía su tela entre los dedos abiertos de su mano. Otras arañas corrían por su oscura piel o anidaban en su larga y revuelta cabellera. Uno de esos nidos reventó como una burbuja cuando la diosa jugueteó con él, y soltó al aire una nube de arañitas que arrastró el viento, seguidas de hilos de telaraña finos como cabellos.
Cuando se hubo completado la telaraña tejida entre sus dedos, Lloth apartó de un manotazo a la araña y lamió los hilos que había dejado en sus dedos, saboreando al mismo tiempo la viscosidad y la creciente irritación de su oponente.
—Paciencia, hija —dijo con su voz chillona, que reverberó con los ecos de sus siete apariencias—. Paciencia. Mira adónde condujeron a tu hermano sus actitudes airadas.
Lloth hizo un gesto y se abrió una ventana sobre el plano astral. En la lejanía de aquel vacío plateado, flotaban un sinfín de fragmentos: el cuerpo de un dios despedazado por las espadas de Eilistraee.
Uno de esos trozos que bien podría haber sido la cabeza gruñó débilmente, luego se quedó callado.
Lloth exteriorizó su tristeza cuando vio el cadáver.
—No hay redención para él. Al menos, por ahora.
Eilistraee apretó las mandíbulas. Bajo la sombra de la máscara de su hermano, sus labios eran una delgada línea. Pero no le daría ninguna satisfacción a su madre.
—A veces hay que hacer sacrificios —se limitó a decir—. Vhaeraun no me dejó otra elección.
Lloth volvió a mover la mano, y la ventana se cerró. Miró a Eilistraee a través del tablero de sava, con una ceja alzada en actitud burlona.
—Cada día que pasa te pareces más a él —se mofó—. Demasiado astuta para tu propio bien. No pasará mucho tiempo antes de que cometas el mismo error.
Dicho eso, se inclinó hacia adelante con desgana y levantó una de sus piezas de sacerdotisa. La pieza —que representaba a una mujer drow, pero con una cara bestial y ocho patas de araña saliéndole del pecho— se encogió al contacto de su mano. Lloth la acercó a otra de sus piezas, que había permanecido inmóvil durante milenios; de hecho, no había sido movida desde el inicio de aquella partida. Esa pieza, que representaba a un enorme guerrero con alas de murciélago y cuernos, cobró vida cuando la mano de Lloth la rozó al azar al retirarse. Sobre su cuerpo negro bailaron vivas llamas de color naranja y sus alas se desplegaron con un chasquido audible.
—Aún no, mi amor —susurró Lloth, cuyo aliento estaba cargado con el almizcle de la araña—. Todavía no.
La pieza del guerrero demoníaco se quedó inmóvil. Plegadas las alas contra el cuerpo. Las llamas cobraron un tono rojo apagado; luego se desvanecieron.
Eilistraee, que estudiaba el tablero, descubrió un camino a lo largo de las líneas dispuestas en tela de araña que le permitiría capturar la pieza que se acababa de mover. Podía hacerlo con una de sus piezas de sacerdotisa. Comerse al guerrero de Lloth requería varios movimientos preparatorios, algunos de los cuales eran amagos arriesgados, pero finalmente la sacerdotisa acabaría ocupando una posición en la que podría golpear al guerrero desde atrás.
—Cuando Eilistraee hizo el primero de esos movimientos, se formó una ondulación en el lugar en que su reino tocaba con el de Lloth. Ambas diosas se sorprendieron y levantaron la vista del juego. La perfecta nariz de Eilistraee se frunció debido al olor que le llegaba de la ondulación a medida que esta se iba solidificando en una negra hendidura —un olor dulzón y enfermizo, cargado con milenios de polvo y cenizas—, el olor de la muerte.
De la hendidura que se formó entre ambos reinos salió un susurro. Era el sonido de algo producido por unas cuerdas vocales que desde hacía mucho tiempo se habían quedado agarrotadas y secas.
—¿Jugáis… sin mí?
Seguidamente sonó una aguda carcajada que resonó casi hasta la locura; luego se apagó.
Las miradas de Eilistraee y Lloth se encontraron a través del tablero.
—Kiaransalee —murmuró Eilistraee.
Lloth señaló con la cabeza en dirección a la perturbación y enarcó una ceja.
—¿La dejamos participar en nuestra partida?
Eilistraee se lo pensó seriamente. Kiaransalee, diosa de la venganza y reina de los no muertos, odiaba a Lloth tanto como Eilistraee se compadecía de ella. La otrora mortal reina nigromante, tras su elevación a la categoría de semidiosa, se había unido al asalto de Lloth contra Arvandor, pero su fidelidad a la Reina Araña era mudable y forzada. A partir de la asunción por parte de Lloth de la hegemonía de Moander sobre la podredumbre, la muerte y la decadencia, Kiaransalee albergaba un odio latente a causa de los celos, y se había puesto furiosa más de una vez contra su antigua aliada. Si Kiaransalee entraba en la partida, Lloth tendría que cuidarse las espaldas.
—¿De qué lado te gustaría jugar? —preguntó Eilistraee.
—De ninguno —refunfuñó Kiaransalee, que lanzó otra sonora carcajada desde la hendidura entre los dos reinos: un sonido seco, como de huesos sacudiéndose en una taza—. Jugaré contra vosotras dos ahora mismo.
Eilistraee asintió. Había esperado que así fuera. Kiaransalee sabía que Eilistraee y Lloth nunca unirían sus fuerzas. Y las odiaba profundamente a ambas. Eilistraee estaba segura de que sería una partida a tres bandas hasta el amargo final.
Lloth pasó una mano sobre el tablero y los cientos de miles de piezas que contenía, y se dirigió a Kiaransalee.
—¿Qué uso vas a darle al drow, hada maligna? ¿Se te ha despertado de repente el gusto por la vida? —tosió—. Pensé que preferías prepararte un lecho con los pellejos de los sin alma. Después de todo…, ¿quién más podría aceptarte?
Una rabia desatada se desbordó de la hendidura entre los reinos. De manera intempestiva se convirtió en una carcajada burlona y salvaje.
—Reina Araña —gorgoteó—, ¿quién podría aceptarte a ti salvo los insectos?
Lloth se reclinó perezosamente en su trono.
—Tu ignorancia te traiciona, hada maligna —replicó—. Las arañas no son insectos. Son criaturas singulares: arácnidos.
Se produjo una pausa.
—Puede que sean arácnidos, pero al aplastarlas son tan sucias como los insectos.
La furia relampagueó en los ojos rojinegros de Lloth.
—No te atreverías —dijo con voz sibilante.
—Lo hice —se refociló Kiaransalee—. Las aplasté. Aplasté a cuantas pude. —Rio con estrepitosas y burlonas carcajadas—. ¿No te arrepientes ahora de haber arrastrado mi reino al tuyo?
Eilistraee interrumpió la discusión.
—Déjala jugar.
Lloth levantó la vista al instante. Sus ojos taladraron a Eilistraee por un momento. Luego, fijó la mirada en el tablero de sava. Simuló mirar con desinterés, pero Eilistraee estaba segura de que Lloth estaba estudiando atentamente la disposición de las piezas. La Reina Araña no era estúpida. Sabía lo que esperaba Eilistraee: que los caóticos movimientos de Kiaransalee sirvieran de pantalla para ocultar las maniobras más refinadas de la propia Eilistraee.
Lloth sonrió. Una araña del tamaño de una gota de sudor se arrastraba por su labio superior; después desapareció por la abertura que se abría entre sus dientes.
—Sí, por supuesto —susurró—. ¿Por qué no?
—Pongo a Ao por testigo —añadió Eilistraee—. Y en los mismos términos que habíamos acordado. Una competición a muerte. La ganadora se lo quedará todo.
La voz de Kiaransalee surgió de la hendidura que se había formado entre ambos reinos.
—A muerte —dijo, ahogando una carcajada.
La hendidura se ensanchó y dejó al descubierto a la diosa y su reino.
Kiaransalee tenía un aspecto horrible, tan espantoso como el de cualquier lich mortal. Su piel negra como el carbón se pegaba a su cara casi esquelética, y su cabello lucía sin brillo alguno, como el hueso blanqueado. Las podridas sedas que colgaban de su ruinoso cuerpo se habían descolorido hasta volverse grises, moteadas de moho. De sus huesudos dedos colgaba una multitud de anillos de plata. Se sentó con las piernas cruzadas sobre una laja de mármol: una lápida sepulcral cuya inscripción funeraria estaba cubierta de musgo. Tras esta se extendía un campo sembrado de lápidas, bajo un cielo blanco como la nieve.
Kiaransalee arrancó un pellizco de su carne y lo moldeó suavemente, como masa blanda, hasta obtener una pieza de madre; le dio la forma que ella solía adoptar cuando se aparecía a sus adoradores, la de una hermosa drow. Cuando se ennegreció, la colocó en el tablero de sava, y luego desplegó un brazo con un movimiento de segador. En el pliegue del brazo apareció una legión de piezas menores: esclavos esqueléticos, guerreros necrófagos esclavizadores, magos con apariencia de lich y sacerdotisas vestidas de negro con capas de capucha. A todas ellas las situó en el tablero, dejándolas caer como quien derrama cenizas sobre una tumba abierta.
—¡Me toca mover a mí! —gritó.
Saltando desde su lápida, movió dos piezas hacia adelante a la vez. Flanqueando claramente la pieza de la sacerdotisa que Eilistraee había previsto usar, le dejó sólo una vía de huida: la que la forzaría a dirigirse contra el guerrero antes de lo que Eilistraee había planeado.
Eilistraee observó el espacio que se cernía sobre el tablero de sava.
—¿Tú permites esto? —se enfureció la diosa.
Ao permanecía en silencio.
Lloth se rio.
—Está jugando contra ambas a la vez, hija. Dos movimientos parecen justos.
La máscara de Eilistraee ocultaba la fina línea de sus labios.
Lloth se inclinó hacia adelante.
—Ahora muevo yo.
Disfrutando deliberadamente de la creciente incomodidad de Eilistraee, levantó la pieza del guerrero demoníaco. La sostuvo en el aire para que la viera Eilistraee; luego la colocó frente a la sacerdotisa, de manera que cerró su línea de fuga.
Eilistraee bufaba de cólera. Si su sacerdotisa caía, caería otro montón de piezas. El guerrero de Lloth, que volvió a cobrar vida y resplandeció con un brillo infernal, estaba colocado para abrirse camino directamente entre ellas.
¿No habría un movimiento que le permitiera evitarlo?
Centró su mirada en una pieza que estaba bastante alejada de su propia casa, en la mitad del tablero. Parecía haber quedado fuera de juego, pero en realidad aún no la habían retirado. Si su contrincante hacía los movimientos que ella esperaba, el camino entre esa pieza y una de las más importantes de Kiaransalee muy pronto estaría despejado.
Varias de las piezas de Eilistraee acabarían sacrificadas en ese empeño. Pero si salía bien, el resultado bien merecería la pena.
Adelantó una sacerdotisa, una pieza que lucía la máscara de Vhaeraun. Era un movimiento poco menos que perfecto, que probablemente sería contrarrestado con facilidad. Pero le permitiría ganar tiempo. Si tenía suerte, serviría como distracción para que pudiera iniciar el movimiento que había planeado, el que pondría fin a esa partida.