CAPÍTULO NUEVE

Mazeer levantó la botella hasta sus labios, inhaló, y dio unas cuantas brazadas más. Las burbujas que exhaló se aplastaron contra el techo que tenía sobre su cabeza. Un Sombra Nocturna nadó inmediatamente a su encuentro, moviendo alternativamente los pies en el agua. Delante de él, el pasadizo que estaban siguiendo se estrechaba hasta convertirse en una rendija apenas lo suficientemente ancha como para que se colase por ella un drow. El clérigo hizo una pausa, su cara estaba iluminada por los Faerzress de tono verdiazul que impregnaban la piedra cercana. Mazeer respiró otra vez de la botella que arrastraba con una cuerda atada a la muñeca, y nadó hasta su lado.

«¿Otro callejón sin salida?», preguntó por signos.

El Sombra Nocturna negó con la cabeza y su máscara bailoteó hacia adelante y hacia atrás como un alga golpeada por una ola. «Nos conduce abajo». Su pecho se hinchó y deshinchó como si respirara agua.

Mazeer volvió a respirar de la botella. Las burbujas seguían saliendo de ella cuando la bajaba, lo que le provocaba un cosquilleo en el brazo. «Esto no tiene sentido. Debemos volver atrás. Este lugar es un laberinto».

«Parece que la grieta se ensancha unos cien pasos más abajo. ¿Y si fuera este el pasadizo que conduce a la Acrópolis?».

Mazeer examinó hacia abajo la estrecha grieta. Se había sentido incómoda en los lugares cerrados ya desde la época en que era aprendiz de maga, cuando había pronunciado mal el conjuro de teletransportación y había ido a parar a una de las chimeneas del colegio. Incapaz de trepar, incapaz de refrescar su conjuro de teletransportación porque su libro de conjuros estaba dentro de su mochila, apoyada contra la pared, había permanecido dentro de la chimenea hasta que se había debilitado de hambre y de sed, y sus ropas habían quedado sucias. Finalmente, alguien que conjuraba el fuego oscuro en el hogar había oído sus gritos apagados de socorro.

Después de eso se había propuesto aprender un conjuro que pudiera reducir el tamaño de su cuerpo. Ayudaba un poco saber que podría usarlo para liberarse en el caso de que quedara atrapada. Sin embargo, cuando miró hacia abajo siguiendo aquella larga y estrecha grieta, el viejo temor la hizo estremecerse. No quería al Sombra Nocturna sobre ella, bloqueando el camino de salida.

«Pasa tú primero —le indicó por señas—. Yo te seguiré».

El clérigo asintió y se introdujo en la grieta. Señaló con la cabeza las bandas con varitas mágicas que revestían las muñecas de ella. «No debes tardar demasiado en seguirme. Si esto conduce a la guarida de un monstruo, no puedo luchar solo».

Mazeer se rio y, al hacerlo, expulsó el aire que acababa de extraer de la botella. Los monstruos no la atemorizaban. En el colegio, había matado todo lo que los profesores le habían pedido y le habían lanzado. Sin embargo, las hordas de no muertos eran otra cosa completamente diferente. Si le hubieran dado a escoger, habría esperado que la fisura desembocara en la guarida de un monstruo, y que uno de los otros equipos de búsqueda tuviera el dudoso honor de encontrar la ruta hacia la Acrópolis. Daffir había predicho que una de las parejas de buscadores la encontraría, si bien no dio detalles muy precisos. Tampoco Khorl había sido de mucha ayuda en la predicción de lo que podrían encontrar en el camino, pese a su altanero orgullo. Y lo mismo con respecto a lo mejor que podía proporcionar el Colegio de la Adivinación. Las sacerdotisas de Eilistraee estaban en lo cierto, los seguidores de Kiaransalee no estaban tan locos como para no poder formular conjuros.

El clérigo se impulsó desde el techo, forzando la inmersión a lo largo de la grieta. Mazeer esperó hasta que él estuvo unos doce pasos por debajo de ella. Entonces, pinchó la bolsita que llevaba colgada al cuello, susurró una palabra que la encogió hasta la mitad de su tamaño se lanzó tras él. Para controlar el pánico, mantuvo la cabeza echada hacia atrás, y los ojos fijos en la abertura de arriba. Cada vez que espiraba subía un rosario de burbujas hacia la superficie. Hacia la libertad. Cada brazada la alejaba más de ella. Por más que tenía lugar suficiente y que había un gran espacio a cada lado entre su cuerpo reducido y las paredes de la roca, su corazón palpitaba en el momento en que sus pies tocaron el fondo del pozo. El suelo estaba formado por trozos de roca que se movieron produciendo un sordo golpeteo.

Apartó los ojos de la salida superior y miró hacia adelante. El Sombra Nocturna estaba un poco más allá, braceando. Miró hacia ella. «¡Quieta!».

Había acertado, el pasadizo se ampliaba. La caverna del fondo de la fisura tenía una longitud de al menos doce pasos. Unos cincuenta pasos más allá del Sombra Nocturna, el techo se curvaba hacia arriba y hacia fuera: la salida hacia una cámara llena de aire. De esa dirección provenía un ruido rítmico, apagado por el agua. Sonaba como el traqueteo de un bastón sobre la piedra.

Los ojos del Sombra Nocturna brillaron. «¿Oyes eso?». Tomó una bocanada de agua, la mantuvo un instante y luego la expulsó. «Creo que la hemos encontrado. Aquí el agua huele a muerte. Echemos una mirada».

Mazeer asintió. Cuanto antes confirmaran que el pasadizo conducía a la Acrópolis, mejor. Luego, podían volver con el resto del grupo.

Mazeer no se había mostrado muy entusiasmada al emprender la búsqueda de pasadizos submarinos sólo con el respaldo de un Sombra Nocturna. Se habría sentido mejor con la compañía de otros conjuradores y las sacerdotisas al mando, con sus espadas mágicas entre Mazeer y los peligros que pudieran presentarse en el camino. Pero se limitó a cumplir las órdenes de Gilkriz.

El Sombra Nocturna tocó la filacteria que llevaba en su brazo y avanzó para que ella lo siguiera. Daga en mano, nadó hacia la superficie. Mazeer recuperó su tamaño habitual y se impulsó desde su posición en cuclillas. A mitad de camino en la caverna, percibió una localización en que los Faerzress eran más débiles, como si estuvieran filtrados por una cortina de gasa. Una patada con ambas piernas la impulsó en aquella dirección. A medida que se acercaba más nadando, respirando de la botella, vio que la cortina era una maraña de espesas cuerdas de hilos incoloros, casi invisibles en el agua, que formaba una bolsa de malla amplia, con numerosas y grandes rasgaduras. La tocó, y las cuerdas resultaron ligeramente pegajosas. Debajo de la maraña percibió lo que parecía una varita mágica nudosa y blanca, metida en una grieta del suelo. Nadó hacia abajo para verla más de cerca. Resultó ser un fémur, que por su tamaño debía de haber pertenecido a un niño.

O a un svirfneblin.

«Por todos los demonios —pensó—. El svirfneblin que encontró este pasadizo no se ahogó, sino que fue devorado por una araña de agua».

Se volvió para prevenir al Sombra Nocturna. Las ondas marcaban el lugar en el que había salido del agua. Un instante después, se sumergió en el agua de un salto. Lo cubría el agua sólo hasta la cintura cuando su cuerpo se detuvo de golpe y sus ojos se abrieron de par en par en señal de alarma. Entonces, algo lo sacó del agua y desapareció de la vista.

Mazeer aspiró una bocanada de la botella y lanzó un conjuro. Sus palabras explotaron formando una corriente de burbujas. Trazó un círculo con su mano libre, el puño cerrado, y luego lo abrió. El agua brilló al insuflarle energía mágica. A una orden suya, el elemental acuático que había convocado se disparó hacia la superficie en el preciso instante en que una enorme araña se sumergía en el agua, arrastrando tras ella al Sombra Nocturna inmovilizado por una telaraña. El elemental estalló bajo el monstruo y le arrancó dos patas. Luego, la batalla se encarnizó.

El agua de la caverna empezó a girar como un torbellino que lanzó a Mazeer contra la pared. Por encima del tumulto del agua encrespada, oyó un débil crujido. El dolor asaetó su mano cuando las astillas de cristal se le clavaron en la palma. ¡Se le había roto la botella! Braceó con furia para salir a la superficie. Apenas tuvo tiempo de tomar una bocanada de aire antes de ser tragada otra vez por el torbellino. Y nuevamente volvió a chocar con otra pared y se rompió una costilla. Mareada por el dolor, trató de apartarse de la pared, pero no pudo. La fuerza del agua la mantenía pegada a ella.

—Ayuda… me… superficie.

Con estas palabras agotó la reserva de aire que le quedaba en los pulmones, pero fueron suficientes. Un chorro de agua —uno de los amplios brazos del elemental— la empujó hacia la superficie. Irrumpió en el aire como un pez volador y se desplomó sobre la piedra.

Se levantó, sacudiéndose, en una caverna del tamaño de una habitación. Un agujero en una pared conducía a una caverna mayor. En el extremo más alejado del estanque —el lugar donde había saltado fuera del agua el Sombra Nocturna— la roca estaba tapizada de telarañas. Del estanque surgieron grandes gotas de agua, que mojaron las paredes y el techo. El cuerpo del Sombra Nocturna envuelto en la telaraña subió momentáneamente a la superficie cerca de una de las patas rotas de la araña; luego, desapareció, succionado por el agua.

Mazeer sacó una varita mágica tejida con ramitas de sauce verde y la tuvo preparada para el caso de que la araña ganase la pelea. Cuando empezaron a flotar trozos de la araña en la superficie en medio de una mancha de sangre, supo que la batalla había concluido. Chasqueó los dedos y apuntó a la forma oscura que flotaba en el agua: el cuerpo del Sombra Nocturna. El elemental empezó a crecer y lo elevó hasta la superficie. Mazeer se inclinó y lo cogió por la camisa. Lo sacó fuera del agua, gruñendo por el dolor que le atravesaba el costado. Después pasó una mano por la superficie del estanque y liberó al elemental. Giró al Sombra Nocturna enrollado en la telaraña sobre un costado para drenarle el agua de los pulmones. La cabeza no se sostenía y acabó en una postura inapropiada. De su cuello salió un ruido, como si algo se hubiera quebrado: los huesos rotos que rechinaban.

Mazeer suspiró. No tenía una magia que pudiera revivirlo. Dependía de sí misma. «Y no seré capaz de volver», pensó mientras miraba con resignación el trozo de cristal de su botella rota que le colgaba de la correa atada a la muñeca.

Se apretó el costado y respiró hondo, a pesar del dolor que le producía la costilla rota. El agua se había calmado, y podía escuchar el golpeteo de huesos que entrechocaban y que procedía de la caverna más grande. Sonaba como si se tratara de un ejército de esqueletos en marcha. Miró a través del agujero y vio en la distancia puntos blancos sobre el techo: las calaveras que la Dama Canción Oscura había descrito.

Se arrastró hasta situarse más cerca de la abertura para ver mejor. La caverna del otro lado estaba ocupada por un vasto lago, cuyas profundidades estaban iluminadas, desde abajo, por los Faerzress. En el centro se erguía una isla, cubierta por un bosque de estalagmitas que constituían los edificios de la ruinosa ciudad. Las estalagmitas producían chispas de luz verdiazul, como si se tratara de una ciudad activa decorada con fuego mágico, pero no era más que el brillo de los Faerzress. En el centro de la isla había un enorme capitel de piedra con remate plano. También latía con la energía de los Faerzress, pero el edificio erigido en la parte superior era negro como un cielo sin estrellas. Mazeer creyó adivinar de qué se trataba: la Acrópolis de Tánatos, templo de Kiaransalee, reina de los no muertos. Por encima del templo se desplazaban las pálidas formas de los espíritus inquietos. Sus gemidos resonaban débilmente por todo el lago. Incluso a distancia, el sonido le produjo un escalofrío a Mazeer.

Sus conjuros de teletransportación eran inútiles, debido al Faerzress. No podía huir. Y no era probable que Daffir o Khorl pudieran usar sus adivinaciones para encontrarla. Las protecciones que le habían impedido escudriñar la caverna principal se extendían hasta la caverna pequeña.

Sin embargo, permanecía abierta una vía de comunicación: la suma sacerdotisa de Eilistraee. Quizá Mazeer estuviera ahora atrapada como aquella vez en la chimenea, pero en esta ocasión cuando pidiera ayuda alguien la oiría.

—Qilué —susurró.

Pese a la cacofonía del entrechocar de huesos que venía de la otra caverna, tenía miedo de alzar la voz.

—Soy Mazeer, del Colegio de la Conjuración y la Invocación. Una de las que viajan con el grupo de Cavatina. Qilué, ¿puedes oírme? Tengo algo urgente que decirte.

La respuesta llegó un instante después: una voz de hembra que parecía cantar en lugar de hablar. «Te estoy escuchando».

—Dile a Cavatina que he encontrado el camino al templo de Kiaransalee. Es una estrecha rendija que conduce a…

Las palabras se apagaron en sus labios cuando una calavera entró por el agujero de la pared. Mazeer podía ver a través de ella, y los Faerzress le prestaban un fantasmagórico brillo verdiazul. El cuerpo era una tenue estela de blanco hueso, con manos cuyos dedos terminaban en puntas afiladas como dagas. Llevaba la mandíbula abierta. De su negro interior salía un espantoso ruido, el sonido de cientos de voces ahogadas en flemas, que gemían agónicamente.

Oleadas de desesperación brotaban de la aparición y envolvían a Mazeer como una fría y húmeda sábana. Temblando, con el estómago vacío y sensaciones de náusea, recordó que tenía la varita mágica en la mano. Como pudo, consiguió levantar el brazo. Apuntó la varita y musitó una palabra. Un débil rayo verde salió de ella y golpeó a la calavera.

La aparición no frenó su marcha. Entró en la cueva y aferró a Mazeer con sus manos esqueléticas que arañaron su cuerpo pasando por el pecho. Por un momento, ella no pudo respirar. Las piernas le fallaron y cayó de rodillas. Luego, las manos se retrajeron, apartándose algo de ella. Mazeer sintió que se abría un vacío cuando la abandonó todo vestigio de esperanza y alegría.

Sólo quedó la amargura.

Bastaba con eso. Se aferró a la emoción como una semilla helada, usándola para dar marcha atrás hasta el presente. Dejó caer la varita mágica y cogió otra de su brazalete. Esta tenía en la punta una esfera hueca de cristal del tamaño de un guisante. La criatura le gritaba, con un gemido de alma en pena que chocaba contra los tímpanos de Mazeer. Sintió que su tímpano derecho se rompía. Notó un intenso dolor en esa parte de la cabeza. Pese a que el gemido de la calavera la puso al borde de la locura, gritó la orden a la varita mágica. De ella salieron ondas de energía que chocaron contra la calavera y se extendieron más allá, encapsulándola en una burbuja de silencio.

La aparición rugió con impotencia, abierta la boca de par en par. Arañó la burbuja que rodeaba su cabeza, pero sin resultado. El silencio la corroyó como un ácido. Una porción de la calavera se arrugó, luego se desprendió y dejó un agujero negro. Las cuencas vacías miraron a Mazeer. Después, rugiendo todavía en un profundo silencio, la criatura se dio la vuelta y huyó.

«¿Mazeer? ¿Puedes oírme? ¿Sigues ahí?».

Mazeer se dio la vuelta. El corazón le latía aún más fuerte que el claqueo acelerado de la caverna del fondo. ¡Miles de calaveras! ¿De quién era esa voz? Estaba dentro de su cabeza. ¡Una calavera! Miles de ellas apretándose contra ella desde todos los lados. Se llevó las manos a las orejas, y una quedó pegajosa por la sangre. ¡Las calaveras la estaban consumiendo desde dentro!

—¡Fuera! —chilló—. ¡Fuera de mi cabeza!

«Mazeer, soy Qilué. Tú me llamaste».

—¡La calavera está pegada! —gimió Mazeer, golpeándose la cabeza con los puños—. Atrapada dentro de la chimenea. Enciende un fuego. ¡Échala fuera!

«Mazeer, soy Qilué, suma sacerdotisa de Eilistraee. Escúchame. Déjame que te ayude».

—¡No!

Las calaveras la rodearon como paredes invisibles. Mazeer podía sentirlas arañando su espalda, sus brazos, su pecho. Huesos y dientes. Riéndose de ella.

—Estúpida chica, mira que quedar pegada en una chimenea.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente. ¿Había dicho ella eso realmente? ¿O había sido la voz que sonaba en su cabeza? ¿Qué era ese ruido claqueante? Muy rápido, como de lanzas, lanzas que acribillaban su pecho, la palma de su mano, el lado derecho de la cabeza. Vibrando. Dolor. Tenía el pecho apretado. No podía respirar. Cogió una varita mágica, la agitó en dirección al brillo verdiazul. El fuego. La rodeaba por completo. Fuego y humo. La hacían toser. Demasiado apretada, atrapada en una chimenea…

—Sal. Sal de ahí. Debes salir…

Cayó hacia atrás. El chapoteo del agua interrumpió su grito. Estaba helada y empapada. Se hundía. El agua la abrazó, apagando el fuego. Algo la rozó; una pegajosa telaraña. Recordó que había cogido a otro drow. Él fue el atrapado. Soltó una carcajada, y miró lánguidamente cómo las burbujas bailaban sobre su cara. Había algo que tenía que hacer ya. ¡Oh, sí, la botella! Se la llevó a los labios y respiró hondo. El agua entró en sus pulmones, suave como una varita mágica en su funda. No se dio cuenta de la tos ni del relámpago caliente de dolor que inundó su pecho.

La calavera se había ido. Por fin.

Era libre.

Cavatina esperó con impaciencia a que Khorl pronunciase su conjuro. Sobre una pared colgaba un espejo pulido de plata, ampliado mágicamente a partir de un broche que el mago había desprendido de su piwafwi. Khorl miró en él atentamente, ajeno a la áspera claridad de los Faerzress reflejados. El destello azul era exasperantemente brillante. Cavatina parpadeó, pero aun así afectó a sus ojos. Iluminado desde atrás por su brillo, la cabeza y los hombros de Khorl se veían como una silueta oscura.

—¿Puedes ver algo? —preguntó ella—. Mazeer dijo a Qilué que había encontrado el camino a la Acrópolis. Mencionó una grieta en la roca.

—Y una calavera —añadió Eldrinn—. Dijiste que mencionó una calavera.

Permaneció de pie al lado de Daffir, jugueteando nerviosamente con un vial que tenía en las manos. Si el chico no tenía cuidado, iba a verter la poción.

Kâras se abrió paso hasta él.

—¿Qué pasa con Telmyz? ¿Hay alguna señal de él?

—Tened un poco de paciencia todos vosotros —respondió Khorl al mismo tiempo que sus dedos se movían rápidamente frente al espejo como si estuviera pasando las páginas de un libro.

—Un escudriñamiento no se puede apurar.

—Gilkriz permanecía a un lado, con los brazos cruzados y los dedos tamborileando sin pausa. Uno de sus magos se había perdido. Tal vez hubiera aceptado ya lo peor. Según Qilué, Mazeer estaba siendo incoherente cuando el mensaje se había interrumpido abruptamente. Eso —y el silencio que había venido después— no auguraban nada bueno.

Los demás equipos de búsqueda habían regresado sanos y salvos, pero sin haber tenido éxito. A pesar de dedicar más de un día a la búsqueda, ninguno había encontrado el camino hacia la Acrópolis.

Khorl bajó la mano.

—El espejo no revela nada.

Con un gesto de su mano el pulido espejo oval de plata se redujo otra vez hasta el tamaño de un broche.

—Vuelve a conjurar los ojos —ordenó Cavatina—. Tenemos que encontrar a Mazeer y a Telmyz.

Khorl negó enérgicamente con la cabeza.

—Una segunda aplicación de ese conjuro sólo volverá a producir el mismo resultado.

Cavatina se volvió hacia el mago humano.

—¿Daffir?

Él inclinó la cabeza.

—Lo intentaré, señora.

Mientras Daffir formulaba su conjuro, Cavatina se inquietó. El mensaje sobre Mazeer y Telmyz no había sido el único que le había enviado Qilué. Hubo otros dos recados de la suma sacerdotisa poco después de ese. El primero contenía noticias sorprendentes: ¡Halisstra estaba viva! No se sabía cómo había escapado de la Red de Pozos Demoníacos, y la habían visto en el Bosque de Shilmista. Allí habían muerto sacerdotisas y Sombras Nocturnas, a manos de los secuaces de Lloth. Sin embargo, Halisstra había conseguido escapar a través del portal del santuario.

Se había trasladado al Mar de la Luna de las Profundidades, donde Q’arlynd la había visto. Y lo sorprendente era que él no había reconocido a su hermana. Halisstra deambulaba por los túneles dela mina, en algún lugar entre el Mar de la Luna de las Profundidades y el punto en que estaba reunido el grupo.

Cavatina habría organizado la búsqueda de Halisstra, pero Qilué se lo había prohibido. La propia Eilistraee había avisado a la suma sacerdotisa que Halisstra tenía algún papel que desempeñar en el ataque al templo, un papel que se podía alterar si eran muchos los que sabían que estaba allí. Cavatina tenía que confiar en la diosa; debía dejar que Halisstra encontrase su propio paso en la danza.

Esto hería a Cavatina, pero órdenes eran órdenes. Una Dama Canción Oscura siempre cumplía con su deber.

Había una cosa cierta en todo eso. Cuanto más tiempo permanecieran allí Cavatina y los demás, más oportunidades tendría Halisstra de tropezar con ellos. Sabiéndolo, Cavatina había ordenado a las dos sacerdotisas que vigilasen el pozo, pues era el único punto de acceso de ese túnel, y que contactaran con ella mediante un recado instantáneo si veían algo que se pareciera a un demonio. No debían ponerse a combatir por su cuenta; tenían que dejar que Cavatina, la única Dama Canción Oscura del grupo, se enfrentase a los demonios.

Cavatina se volvió hacia el mago humano.

—Daffir, ¿ya tienes algo?

Daffir se apoyó en el bastón, con los ojos cerrados.

—Mazeer y Telmyz están en una caverna.

—¿La Acrópolis?

—No. —Daffir abrió los ojos—. De eso al menos estoy seguro. De haberla alcanzado, el nombre de Tánatos hubiera sonado en mi mente como un tañido de campana.

—¿Siguen bajo el agua? —preguntó Kâras.

Daffir negó con la cabeza.

—Eso no puedo decirlo.

Cavatina luchaba por mantener su frustración a raya.

—Seguid intentándolo —dijo a los magos.

Volvió al punto del fondo del pozo donde los demás habían establecido una posición fortificada, pero Kâras la agarró por un brazo.

—Telmyz está muerto —le dijo—. Fue una equivocación hacer ese intento.

Cavatina se volvió hacia él.

—Eso no lo sabemos.

—Sí, lo sabemos. La plegaria que le permite respirar agua se ha desactivado hace tiempo. Si está aún sumergido es porque está muerto.

—Entonces, recuperaremos su cuerpo. De vuelta a El Paseo, podremos resucitarlo.

Kâras hizo un gesto desdeñoso.

—Eso no merece el coste.

Cavatina casi estaba de acuerdo, aunque por razones diferentes. Pero su deber estaba claro.

—No somos muchos. No podemos asumir la pérdida ni de uno solo de los fieles de Eilistraee.

—Precisamente —dijo Kâras—. Ese es el motivo por el que debemos abandonar esta ruta e intentar otro camino. Ya has oído los informes de los equipos de búsqueda. Ahí abajo hay un auténtico laberinto de pasadizos. Tratar de adivinar cuál de ellos conduce a la Acrópolis —si hay alguno— podría mantenernos ocupados durante días. Debemos tomar la ruta que sabemos que conduce a la Acrópolis; la que no nos cueste más vidas.

—Este es nuestro camino de entrada —replicó Cavatina—. Las arpías estarán vigilando las otras entradas.

—Dijiste que Mazeer mencionó una calavera. Incluso aunque ella encontrara la puerta trasera sobre la que te hablaron los gnomos de las profundidades, puede que ya no sea un secreto.

—Tiene razón —intervino Gilkriz, acercándose—. Y cuanto más tiempo permanezcamos aquí, más probable es que nos descubran. ¿Y si tus aliados svirfneblin estuvieran mintiendo, y este no fuera más que un callejón sin salida? No quiero verme atrapado ahí abajo.

Cavatina lo miró.

—¿Abandonarías a Mazeer?

Gilkriz descruzó los brazos y se bajó las mangas doradas, estirándolas. Pese a la inmersión en el Mar de la Luna de las Profundidades tenía la ropa impecable.

—Si está muerta, sí. —Miró al Faerzress—. Lo más importante es resolver nuestro problema lo más rápidamente posible.

Cavatina lo miró, pero tenía que admitir que Gilkriz tenía razón. Y lo mismo Kâras.

—He cambiado de idea —les dijo—. Iremos en otra dirección. Una de esas entradas que prefiere Kâras.

La máscara del Sombra Nocturna ocultó la sonrisita burlona que ella sabía que estaba esbozando.

—Pero permaneceremos juntos.

La sonrisita desapareció de los ojos de Kâras.

—Gilkriz, Eldrinn, reunid a vuestros magos. Que estén listos para ponerse en marcha. Kâras hará lo mismo con sus Sombras Nocturnas.

—A tus órdenes, señora —respondió Kâras.

Cavatina le dedicó una sonrisa forzada. Sabía que la obediencia de Kâras representaba la calma antes de la tormenta. Cuando supiera de qué modo planeaba ella entrar por esa puerta lateral, no iba a gustarle nada. Ya había tenido bastante con esa ocultación. Era hora de hacer algo atrevido.

Estaba a punto de pasarles la orden a las dos sacerdotisas que estaban de guardia en la cima del agujero cuando una entró en contacto con ella mediante un recado. «Lady Cavatina, ¡el demonio que anticipaste! ¡Zindira acaba de verlo!».

«Volved al fondo del pozo, —ordenó Cavatina, rogando que obedecieran rápidamente. Si cometían el error de atacar a Halisstra, probablemente no sobrevivirían—. Estoy de camino».

Se volvió y habló con voz suave.

—Kâras, mantén a los demás reunidos. No les permitas que me sigan hasta el pozo.

Kâras entrecerró los ojos con un gesto de sospecha.

—¿Señora?

—Nuestras guardianas han visto algo, posiblemente un demonio. —Palmeó el frasco que llevaba en la cadera—. Voy a ver qué pasa. Quedas al mando hasta que yo vuelva.

Echó a correr túnel abajo.

Leliana avanzó a paso rápido por la mina abandonada. Q’arlynd se apresuró a seguirla, encantado de estar otra vez en movimiento. Cuanto antes volviera a echarle la vista encima a Eldrinn, mejor. No cabía duda de que el chico tenía talento, pero era poco más que un novicio. Ahí abajo había todo tipo de cosas que podían matarlo. Gigantescas cabezas no muertas, demonios…, en fin, «incluso algo tan habitual como un derrumbe», pensó Q’arlynd mientras esquivaba un tablón moteado de hongos que apestaba a podredumbre. Para que Q’arlynd consiguiera en algún momento abrir la Puerta de Kraanfhaor y robar las riquezas que había tras ella, necesitaría los secretos guardados en la mente del Eldrinn.

«Entretanto —pensó, observando el brillo borroso que iluminaba el túnel—, hay trabajo que hacer: descubrir qué ha aumentado los Faerzress, e invalidarlo antes de que el Colegio de la Adivinación se desmorone».

Caminaron en silencio durante algún tiempo; La primera en hablar fue Leliana.

—¿No me vas a preguntar cómo está Rowaan, Q’arlynd?

Q’arlynd respiró hondo. «Ya estamos», pensó. Y se volvió lentamente.

—Señora, me esclavizaron con una magia que demostró ser incluso más poderosa que las geas de Qilué. Me obligaron a pronunciar palabras que…

—¿De qué estás hablando?

—La…, la puerta —balbuceó Q’arlynd—. ¿Acaso no te dijo Qilué…? —Tardíamente se dio cuenta de que había hablado demasiado.

—Sí, me lo dijo. Me dijo que fuiste uno de los que abrieron la puerta que permitió a Eilistraee entrar en el reino de Vhaeraun.

Q’arlynd levantó las manos.

—No fue una elección; te lo aseguro. —Después se dio cuenta de lo que acababa de decir ella—. ¿El reino de Vhaeraun?

—Desde luego. Fue una ingeniosa artimaña por tu parte.

No parecía enfadada, por eso Q’arlynd hizo todo lo que pudo para recuperarse.

—¿Qilué… te habló de… eso?

Leliana sonrió.

—Me hizo jurar que mantendría el secreto. Pero ahora estamos solos… —Echó una mirada hacia atrás, escudriñando el camino que habían recorrido—. Te puedo agradecer que hayas salvado a Rowaan.

Para gran sorpresa de Q’arlynd, ella dio un paso y lo abrazó. Era fuerte; sus manos lo pellizcaron mientras se abrazaban. Entonces, se apartó bruscamente, como si le resultara embarazoso mostrar sus emociones. Eso parecía; después de todo, había sido criada en la Antípoda Oscura.

—Me sorprende que Qilué haya confiado en ti —le dijo Q’arlynd, relajándose al fin—, pero bienvenida sea la oportunidad de vanagloriarme. Ese intercambio que se me ocurrió fue bastante inteligente, ¿no es cierto?

Los ojos de Leliana chispearon.

—¿Cómo lograste engañarlos para que revirtieran el conjuro? Eran Sombras Nocturnas, ¿no vieron lo que iba a pasar?

—Aparentemente, no —respondió Q’arlynd; tampoco él se había dado cuenta.

—Todavía no puedo creer que ahora formen parte de nuestra fe, que hayan elegido la redención —prosiguió Leliana—. Los consideraba demasiado impregnados de mentiras y decepción para adherirse a ella. Pero alguien lo hizo, de manera bastante sorprendente. —Hizo una pausa—. Me alegra ver que también sigues sirviendo a Eilistraee.

—Desde luego. —Q’arlynd movió una mano—. Por eso estoy aquí. —Era una conversación que no deseaba llevar más allá de lo que había ido hasta ese momento—. Pero no has respondido a mi pregunta: ¿cómo está Rowaan?

Leliana sonrió.

—Está bien. Después de que me elevaron a la categoría de Protectora, se hizo cargo del santuario del Bosque de Misty. —Su voz se hizo más profunda por el orgullo—. Había otras sacerdotisas de más edad que podrían haber sido puestas al frente, pero Qilué eligió a Rowaan.

«Claro que lo hizo», pensó Q’arlynd. El nombramiento aseguraba que Rowaan mantendría la boca cerrada sobre lo que había pasado realmente esa noche en la caverna de piedra oscura.

Comprendió por qué Cavatina no lo había mencionado durante la reunión en El Paseo. No quería arriesgarse a que él contradijera la versión oficial de lo que había pasado. Quería que sus sacerdotisas creyeran que Eilistraee era más poderosa que Vhaeraun, que había derrotado al Señor Enmascarado en su propio territorio.

Q’arlynd se preguntaba hasta qué punto coincidía esto con la verdadera historia. Qilué lo sabía, desde luego, y Cavatina, así como las sacerdotisas cuyas almas, junto con la de Rowaan, habían sido atraídas hacia Eilistraee al abrirse la puerta. Q’arlynd supuso que esas sacerdotisas también habían sido compradas. Y ese tal Valdar, el único Sombra Nocturna que había sobrevivido a la conjuración de la puerta, había sido perseguido y asesinado para asegurarse su silencio.

Después de todo, en las filas de los fieles de Eilistraee había más de un asesino.

—Debemos ponernos en marcha si queremos alcanzar a los demás —le recordó a Leliana.

—Sí. —Ella puso una mano sobre los Faerzress—. Desgraciadamente no podemos teletransportarnos. Estaríamos allí en un abrir y cerrar de ojos. —Empezó a chasquear los dedos, luego volvió a tocar los Faerzress, como si los acariciara.

El gesto perturbó a Q’arlynd. Él sintió una urgencia parecida. El suave zumbido del brillo azulado lo atraía. El Faerzress era hermoso, como un fuego mágico, pero lo que él sentía era más profundo que eso. Lo arrastraba como…

Se dio cuenta de que estaba tocando la pared. Apartó los dedos enseguida.

Los ojos de Leliana se encontraron con los suyos. Ella se sentía tan incómoda como él.

—Tienes razón —dijo ella—. Debemos ponernos en marcha.

Con el rabillo del ojo, Q’arlynd observó un ligero movimiento en la parte inferior del túnel. Un lienzo de pared se apagaba y volvía a brillar, como si el Faerzress se hubiera bloqueado por un instante. Algo se estaba deslizando fuera del lugar donde Q’arlynd y Leliana se encontraban, algo con un perfil tan borroso que era casi imposible identificarlo. Era del tamaño y de la forma de un niño.

«Nos están observando —avisó Q’arlynd, y levantó levemente la barbilla, indicando el túnel detrás de Leliana—. Es un svirfneblin».

«¿Nuestro guía?».

«No estoy seguro».

Leliana se dio la vuelta y habló en voz alta.

—No hay porque tenernos miedo. Somos los que viniste a encontrar. Si quisiéramos hacerte daño, ya te lo habríamos hecho…

De pronto, ella se tambaleó hacia atrás y buscó a tientas la pared.

—Por la sangre de la Madre —maldijo con una voz de ultratumba—, ¿por qué hiciste eso?

Q’arlynd comprendió enseguida lo que había ocurrido. También él conocía la magia que podía dejar a alguien ciego y sordo. Gritó una palabra y chasqueó los dedos, generando una onda de energía que irradió desde él y deshizo el efecto. Su conjuro reveló la presencia de dos svirfneblin que se encontraban a solo uno o dos pasos de ellos. Uno apretaba contra el pecho una caja de caudales; el segundo empuñaba un martillo de orejas en una mano, y una gema rojo sangre del tamaño de un huevo. En el momento en que ese tipo quedó a la vista, arrojó la piedra, que chocó contra el pecho de Q’arlynd, y este saltó hacia atrás; y trató de levantar una mano, pero no pudo. Se le debilitaron y aflojaron los brazos. Vio, horrorizado, cómo la piel de sus manos se marchitaba y sus dedos se retorcían como hojas muertas. Trató de pronunciar un conjuro, pero sus dedos no se podían mover. Los brazos le colgaban flácidos y muertos a ambos lados del cuerpo.

Sintió los ojos vacíos. ¡Magia de muerte! ¿Cómo, por todos los infiernos, había conseguido el svirfneblin hacer eso?

Sólo se le ocurría una respuesta.

Leliana, que ya podía ver gracias al contraconjuro de Q’arlynd, tocó el símbolo sagrado que colgaba sobre su pecho y cantó una palabra. El svirfneblin que había tirado la gema se quedó congelado en su sitio, a causa de su plegaria. Ella se volvió y empezó a cantar una segunda plegaria, sin haber desenvainado aún su espada.

—¡Leliana! —gritó Q’arlynd—. Estos no son los…

Aunque dijo la palabra guías, nunca la oyó. Ciego y sordo de repente, se movía a trompicones, tratando desesperadamente de formular un conjuro que no requiriera gestos, ni toques, ni el lanzamiento de elementos del conjuro. Eso le dejaba muy pocas posibilidades.

Sintió que alguien lo empujaba… ¿Leliana habría recuperado al fin sus sentidos y habría atravesado a los gnomos de las profundidades con su espada? Así lo esperaba. De no ser por el maldito Faerzress, él podría haber conjurado un ojo arcano para ver lo que estaba pasando. En su lugar hizo la única cosa que podía devolverle la claridad. Gritó la palabra que activaba la insignia de su Casa, pese a que aún no oía su propia voz, y sintió que se elevaba.

Una mano lo bajó al suelo. En el instante en que lo tocó, gritó un conjuro. El gnomo de las profundidades que acababa de cogerlo debía de ser ciego y mudo también. Eso igualaba un poco las fuerzas.

De pronto pudo ver y oír de nuevo. Leliana yacía en el suelo, inconsciente o muerta a causa de una herida que ensangrentaba su cuero cabelludo. La espada estaba cerca de su cuerpo. El gnomo de las profundidades al que había inmovilizado un momento antes se encontraba sobre ella, y la sangre manchaba su martillo oscuro. Un segundo gnomo estaba detrás de él, con la mirada clavada en Q’arlynd.

Q’arlynd trató de sacar su varita mágica de hielo de la funda prendida al cinturón —si sus manos inutilizadas pudieran extraerla, podría arremeter contra el svirfneblin—, pero sus miembros no cooperaban. Con el rabillo del ojo, vio algo borroso a su derecha y detrás de él: el tercer svirfneblin se ponía en movimiento. Finalmente, Q’arlynd sacó la varita de su funda y se dio vuelta. Luchó por apuntarla hacia el gnomo borroso.

Los dos svirfneblin que estaban detrás de Q’arlynd se apartaron a la derecha y a la izquierda, flanqueándolo, apoyándolo contra la pared. Q’arlynd movió los brazos tratando de amenazarlos con su varita mágica. Pero se le cayó de sus retorcidos dedos y chocó contra el suelo. El svirfneblin que había tumbado a Leliana levantó su martillo de orejas, pero el gnomo borroso alzó una mano.

—¡Quieto! —le ordenó.

Q’arlynd miró al gnomo borroso, pero no pudo distinguir detalle alguno. Era como todos los svirfneblin que había visto Q’arlynd: la piel gris moteada, la cabeza calva, la mitad de la estatura de Q’arlynd, y vestimenta del color de la piedra. ¿Por qué había impedido el ataque?

—¿Flinderspeld? ¿Eres tú?

El svirfneblin se despojó de su niebla, dándose a conocer. No era Flinderspeld. Este tenía la frente más ancha, una oreja descolgada, y sus manos estaban más moteadas que las del antiguo esclavo de Q’arlynd. El gnomo miró a sus dos compañeros y dijo algo en lengua svirfneblin. Ellos asintieron y se relajaron.

—No soy Flinderspeld —le dijo a Q’arlynd, hablando en el dialecto que compartían las razas de la Antípoda Oscura—, pero lo conozco.

—¿Quién eres?

—Yo llamo Durth.

—¿Cómo es que conoces a Flinderspeld?

—Hago negocios con él.

—¿Piedras preciosas? —adivinó Q’arlynd.

Tal vez Flinderspeld hubiera entrado en el negocio de las gemas después de establecerse en Luna Plateada. Q’arlynd se preguntó si la gema que había debilitado sus brazos estaba destinada para él. Negó con la cabeza; no era muy creíble dada la absoluta improbabilidad de ese encuentro. Esto lo hizo preguntarse si Eilistraee realmente cuidaba de él. «O quizá esté cuidando de sus sacerdotisas», pensó, echando una mirada a Leliana. Fuera como fuese, Q’arlynd estaba muy agradecido por los favores de Eilistraee. Encogió los brazos y asintió hacia ellos para beneficio de Durth.

—¿Puedes curar a estos?

—No. —Durth se encogió de hombros—. Tal vez la sacerdotisa pueda, si vuelve en sí. Pero estará furiosa contigo por haberla cegado, creo yo.

El otro svirfneblin se rio.

Q’arlynd maldijo para sus adentros cuando se dio cuenta de que había sido Leliana quien lo había bajado al suelo mientras levitaba. Agregó una plegaria silenciosa para que Leliana se despertara, y no porque él necesitara ser sanado. Para sorpresa suya, se sintió realmente cuidado tanto si ella vivía como si moría.

Durth se volvió hacia sus compañeros y les hizo una señal para que se hicieran cargo de la caja fuerte, que estaba en el suelo cerca de Leliana. La tapa estaba sujeta por una sola bisagra y estaba casi partida en dos, probablemente por efecto de los mandobles de la espada de Leliana. Dentro de la caja, Q’arlynd pudo ver un trozo de piedra del tamaño de un puño; era intensamente negro, tanto que le dolían los ojos cada vez que lo miraba directamente. La cosa se mantenía suspendida en el centro exacto de la caja, sin tocar ninguna de las paredes interiores.

Q’arlynd había visto algo parecido años antes de la caída de Ched Nasad. Se encontraba en el Conservatorio Arcano, en una habitación cuyas paredes tenían un espesor de varios pasos. Habían puesto un gran cuidado para que, al igual que el objeto de la caja fuerte, no tocase ni las paredes, ni el techo, ni el suelo: un conjuro de levitación, convertido en permanente y respaldado por contingencias.

Uno de los svirfneblin levantó la caja y trató de cerrar la tapa por la fuerza. Q’arlynd retrocedió involuntariamente un paso.

—¿Qué? —preguntó Durth.

—Eso es piedra de vacío —graznó Q’arlynd.

Aunque no tenía cejas, Durth arrugó el entrecejo.

—¿Ah, sí?

Q’arlynd estaba horrorizado. Estaba claro que los gnomos no tenían ni idea de lo que llevaban.

—Es un trozo solidificado del plano de la energía negativa —les dijo, tratando de calmar la voz interior que lo impulsaba a apartarse gritando del gnomo que casualmente sostenía la caja—. Todo lo que toca la piedra de vacío se destruye inmediatamente. Si esa piedra sale de la caja, no lo pasaremos nada bien.

El gnomo de las profundidades que sostenía la caja fuerte pareció incómodo. Dejó de tontear con la tapa.

Durth miró a su compañero.

—Nosotros no miedo ser muertos —le dijo a Q’arlynd—. Calarduran Manostersas nos…

—No, no podrá —lo interrumpió Q’arlynd—. La piedra de vacío destruye tanto la materia como el espíritu. Si ese trozo se sale de la caja, no habrá almas para que vuestro dios las pueda llamar.

Al gnomo que sostenía la caja le cambió el color a gris pálido.

Durth volvió a mirarlo.

—Nosotros pagados para un riesgo.

—¿Os pagó Flinderspeld? —preguntó Q’arlynd. Su antiguo esclavo debería haber puesto más cuidado para manipular la materia.

»Espero, por vuestro bien, que os haya prometido mucho dinero.

La sonrisita de Durth se lo confirmó.

Q’arlynd señaló la caja con la cabeza.

—Flinderspeld, ¿compra o vende ese material?

Durth entrecerró los ojos.

—¿A ti qué importa?

—Nada —respondió Q’arlynd—. Sólo… espero que sepa con lo que está traficando, eso es todo.

Durth se rascó su oreja descolgada. Luego, miró a Leliana.

—¿Importa a ti?

Q’arlynd respondió con voz neutra.

—Es la única que puede curar mis brazos.

Durth dijo algo en su lengua al gnomo que empuñaba el martillo de orejas. El otro gruñó. Leliana acababa de conseguir un indulto.

Durth miró furtivamente a su alrededor e hizo señas con el dedo a Q’arlynd, invitándolo a que se agachase hasta el nivel de la oreja.

—Cuando cerca de Acrópolis, quedar un poco atrás. —Levantó una ceja despoblada—. ¿Pillas?

Q’arlynd lo entendió perfectamente.

—Las arpías —susurró en respuesta—. Las habéis avisado de que van hacia allí las sacerdotisas de Eilistraee.

Durth asintió.

—Drow contra drow. Parecía encajaba antes, pero ahora siento mucho. Sacerdotisas ignorantes que jugamos dos campos, ¿no es cierto?

Los otros dos gnomos estaban inquietos, como si los aburriera la conversación y parecían dispuestos a marcharse. El que no sostenía la caja daba vueltas al martillo atado a la cuerda que lo sujetaba a su muñeca.

Q’arlynd se dio cuenta, de repente, de lo que estaba pasando. La última pregunta había sido la clave, la razón de que aún siguiera vivo. Se hizo el tonto al responder.

—Desde luego que no.

—Muy mal. Pero amigo de Flinderspeld… —Durth arrugó el entrecejo.

De haber sido un elfo de la superficie, Q’arlynd podría haber sido sorprendido con la guardia baja. Pero Q’arlynd era un drow, nacido y criado en Ched Nasad. La traición había sido el aire que había respirado. El martillo girando podía considerarse como una distracción; Q’arlynd había visto cómo el svirfneblin metía furtivamente la otra mano en el bolsillo. Cuando el gnomo enfocó hacia él una piedra preciosa, Q’arlynd estaba preparado. Su truco requería un mínimo de gestos básicos; el conjurador sólo tenía que apuntar. Q’arlynd hizo flotar un brazo paralizado en la dirección de Durth, guiando la gema hacia el pecho del gnomo de las profundidades. Los ojos de Durth se abrieron desmesuradamente cuando recibió el golpe. Luego, cayó al suelo.

Q’arlynd la emprendió a golpes con un solo pie. Se lo hundió en la garganta al gnomo que había lanzado la gema. El svirfneblin jadeó y cayó hacia atrás. Q’arlynd se dio la vuelta y sus brazos se movieron como las aspas de un molino de viento. Gritó un conjuro cuando su mano izquierda golpeó la cabeza del gnomo que sostenía la caja. Repentinamente ciego y sordo, el gnomo aulló, sorprendido. Se echó hacia atrás y quedó paralizado. Depositó cuidadosamente la caja en el suelo.

Entretanto, Q’arlynd lanzó una segunda patada al otro gnomo, que consiguió hacer chocar el cráneo del pequeño varón contra la pared y se le rompió. El gnomo cayó al suelo, inconsciente. Mientras, el svirfneblin cegado se volvió borroso. Retrocedió por el túnel, tratando de escapar, pero el pie de Q’arlynd lo alcanzó y le hizo la zancadilla. Una patada final lo dejó inconsciente.

Q’arlynd se detuvo, jadeando. Durth yacía en el suelo a corta distancia, roncando. La segunda gema, según comprobó Q’arlynd, sólo tenía de letal un conjuro de sueño. Era bastante inofensiva, pero Q’arlynd estaba seguro de que habrían tratado de abrirle la garganta en el momento en que hubiese estado tumbado.

No tenía mucho tiempo; el sueño mágico no duraba demasiado. Se dejó caer de rodillas al lado de Leliana para escuchar su respiración. Era bastante regular, pero no mostraba señales de recuperar la conciencia.

—Leliana —la llamó, moviéndola con ayuda de un hombro—, ¿puedes oírme? ¡Leliana, despierta!

Ella ni se movió.

Q’arlynd se puso de pie. La caja fuerte se había golpeado en la refriega. Por suerte, la piedra de vacío no se había salido; la magia la mantenía en su lugar. Con todo cuidado empujó la caja con el pie para ponerla boca arriba. Luego, se dio cuenta de algo. El lugar donde había caído la caja lucía ligeramente más brillante que el resto del suelo. Picado por la curiosidad, usó el pie para cambiar la caja de sitio y la inclinó hasta que la parte abierta quedó cerca del suelo. Una vez más, el Faerzress brilló hasta hacer daño a la vista.

Volvió a colocar la caja boca arriba. Con un pensamiento, conjuró el fuego mágico, envolviéndose en una chispeante radiación violeta. Bajó una de sus manos paralizadas hasta la caja —poniendo mucho cuidado en no tocar su contenido—y vio cómo se intensificaba el brillo violeta.

Él se enderezó y asintió con la cabeza. Qilué tenía razón con respecto a la identificación de lo que estaba detrás del aumento del Faerzress, así como en relación con las manifestaciones involuntarias del fuego mágico en los magos de Sshamath. Fuera lo que fuese lo que estaban haciendo las arpías con la piedra de vacío que esos gnomos les proporcionaban estaba causando ambos efectos.

Echó una mirada a la caja fuerte. El trozo de piedra de vacío que contenía sería la entrada de la expedición. Ellos podían disfrazarse de gnomos de las profundidades, llevar la piedra de vacío a la Acrópolis y saberlo que se traían entre manos las arpías. Y ponerle fin. Terminar con la crisis y asegurarse de que el Colegio de la Adivinación no caería.

Q’arlynd sonrió.

—Gracias, Eilistraee —dijo, bromeando sólo a medias.

Volvió a empujar con el pie a Leliana, mirando con cautela hacia los cuerpos de los gnomos.

—Ahora, si pudiera pedirte sólo un favor más…

Sin embargo, Leliana seguía inconsciente.

Durth continuaba roncando y dando vueltas.

Q’arlynd hizo una mueca. Luego, recordó lo que Cavatina le había dicho durante la alocución. Tal vez, Qilué sabría qué hacer.

Susurró el nombre de la suma sacerdotisa. Un instante después, su voz inundó la mente del mago. «Q’arlynd, ¿qué ocurre?».

—Los svirfneblin —contestó en voz alta—. Nos traicionaron. Están negociando con las arpías. Les suministran piedra de vacío.

Rápidamente, le resumió lo que había averiguado, recalcando el hecho de que él y Leliana estaban solos… y tenían problemas.

«Se lo comunicaré a los demás».

—¡Están demasiado lejos como para llegar a tiempo! Y estos svirfneblin pueden despertarse en cualquier momento. Leliana está inconsciente, y mis brazos paralizados. No me resulta muy fácil arrastrarla fuera de aquí. Necesitamos tu ayuda. ¿Puedo hacer algo yo?

«No. Pero en cualquier caso, lo que sí puedes hacer es rezar».

Con eso, finalizó la comunicación.

Q’arlynd se enfureció ante el repentino desinterés de la suma sacerdotisa, por más que era de esperar. Él era prescindible, a pesar de su vital descubrimiento de la piedra de vacío.

Miró a Leliana, y después al svirfneblin dormido. La respuesta era sencilla, desde luego. Podía alejarse de allí y dejarla tirada. Era lo lógico. La única cosa cuerda que se podía hacer.

En cambio se dejó caer de rodilla. «Reza», le había dicho Qilué. Emitió un gruñido. Como si Eilistraee hubiera tenido tiempo de oírlo. Pero tenía la intención de intentarlo. Si no funcionaba, se iría. En ese caso, si los gnomos mataban a Leliana, sería culpa de Eilistraee.

Impulsó un brazo hacia la sacerdotisa inconsciente, moviéndolo hasta que la mano tocó el símbolo sagrado de Leliana.

Mientras apoyaba los dedos paralizados sobre él musitó una plegaria.

—Eilistraee, soy Q’arlynd. Me comprometí contigo hace un par de años. Necesito tu ayuda. Leliana necesita tu ayuda. Sánala.

Durth volvió a estirarse. Seguía dormido, pero empezaba a despertarse.

Leliana continuaba inconsciente. La plegaria de Q’arlynd no había funcionado.

Se puso de pie. Eso era todo. Debía alejarse de allí.

Los ojos de Leliana parpadearon.

—¿Q’arlynd? —Se estremeció, como si hablar le doliera.

Levantó ligeramente una mano del suelo, aferrándose débilmente.

Q’arlynd se arrodilló a su lado y levantó su manga con los dientes. Le levantó el brazo y le colocó la mano sobre el pecho, por encima del símbolo sagrado. Le soltó el brazo y la mano cayó sobre la espada en miniatura.

—Leliana, tienes que sanarte a ti misma. Si no lo haces estaremos metidos en un gran problema.

Leliana asintió débilmente. Empezó a mover los labios. Su plegaria se produjo en susurros entrecortados, pero sonó una melodía. Lentamente, su voz empezó a fortalecerse. Las notas finales de la canción brotaron de sus labios con un jubiloso repiqueteo, y la herida de su cabeza desapareció. Se sentó, miró a su alrededor y vio al svirfneblin. Inmediatamente echó mano de su espada y se puso en pie de un salto, con una mirada asesina en sus ojos.

—¡Espera! —gritó Q’arlynd—. Los necesitamos. Son nuestro pasaporte hacia la Acrópolis. Sáname, y yo me encargaré de ellos.

Leliana le lanzó una mirada de sospecha, pero finalmente asintió. Tocando su símbolo sagrado por segunda vez, cantó una plegaria. Q’arlynd respiró, aliviado, cuando sintió en sus brazos un alegre cosquilleo. Un momento después, ya eran útiles. Flexionó los dedos y sonrió.

—¿Recuerdas ese truco que puse sobre la lamia, cuando nos conocimos? —preguntó.

Leliana asintió.

Q’arlynd cogió a uno de los gnomos y lo arrastró hasta donde yacía Durth.

—Trae al otro hasta aquí. Ahora que los hemos atrapado, puedes usar esa plegaria que tenéis para forzar la verdad. Estos tres estaban camino de la Acrópolis para entregar el contenido de esa caja fuerte a las arpías. Están a punto de decirnos todo lo que necesitamos saber para hacer lo mismo.

Leliana enarcó las cejas.

—Has equivocado tu vocación —le dijo mientras arrastraba al otro gnomo inconsciente por el suelo—. Tendrías que haber sido un Sombra Nocturna.

—Tal vez tendría que haberlo sido —susurró para sus adentros Q’arlynd. Luego, formuló su conjuro.