CAPÍTULO OCHO

Halisstra jugueteó con la callosidad que tenía en la palma. Estaba agachada sobre un roquedo que se erguía en el claro del bosque.

En el centro del claro, las oscuras aguas de un estanque reflejaban las estrellas. Muy pronto, esos puntitos de luz se unirían con el reflejo de la naciente luna. Entonces, Halisstra atacaría.

El estanque del Bosque de Shilmista estaba custodiado por dos sacerdotisas. Ambas se protegían con una cota de malla y una coraza de mithril repujada con relieves de la luna y de la espada de Eilistraee, y tenían un cuerno de caza que pendía de la cadera. Una de ellas se paseaba arriba y abajo en la orilla más alejada del estanque, con la espada levemente apoyada en un hombro. La otra permanecía en una postura de guardia más formal, a unos cuantos pasos en el interior del bosque, con la espada hacia arriba sujeta con ambas manos frente a ella, como si estuviera preparada para pasar revista. Ambas eran drows, capaces de ver igualmente bien a la luz de la luna y en la sombra.

Pese a que las dos escudriñaban cuidadosamente el bosque que las rodeaba, Halisstra observó algo interesante: ninguna prestaba demasiada atención al promontorio donde ella estaba escondida. Una rápida canción bae’qeshel reveló el porqué: un tercer guardián estaba apostado inmediatamente por debajo de Halisstra, en el borde anterior del estanque, revestido de invisibilidad. Iba vestido de negro y llevaba la máscara de Vhaeraun. Tenía sujeto al pecho un cinturón de dagas voladoras, y en una de las muñecas portaba una ballesta.

Halisstra medía el doble que cualquiera de los drows de abajo y tenía más fuerza que los tres juntos. Podría destrozarlos con sus garras o matarlos con mordiscos venenosos. Pero cabía la posibilidad de que no pudiera caer sobre los tres al mismo tiempo, ni siquiera con la magia. Uno de ellos podría hacer saltar la alarma antes de que todos murieran. Para usar el portal del estanque, Halisstra necesitaba tiempo para descifrar sus misterios. Tenía que matar a los tres guardianes con rapidez y en silencio. Pero ¿cómo?

Picoteó la mano. El callo le escocía constantemente; era el dolor residual de las punciones que le habían infligido las siervas de Lloth, cuyas heridas no se curarían nunca. Eran los recuerdos permanentes de la servidumbre de Halisstra a la diosa Lloth, y a su esclavizado demonio.

«Wendonai», murmuró Halisstra, y sus labios se retorcieron en una mueca. Odiaba al demonio casi tanto como se odiaba a sí misma. Necesitaba a Cavatina para librarse de él. Liberarse a sí misma, y lo que era más importante aún, demostrarle a Lloth lo que valía. Las sacerdotisas y el clérigo situados más abajo eran las rocas que obstruían ese túnel.

Una brisa tibia hizo estremecer las hojas de los árboles cercanos y trajo consigo un extraño aroma. Ninguno de sus tres objetivos reaccionó ante él, pero los sentidos aguzados de Halisstra lo detectaron enseguida. Era una extraña combinación de dulzor y podredumbre que olía como un perfume rociado sobre carne podrida. Lo había percibido con anterioridad, mientras deambulaba por la Red de Pozos Demoníacos.

Olfateó una vez más para asegurarse.

¿Flores del espanto? ¿Allí, en Toril?

La brisa se detuvo.

—Wendonai —volvió a susurrar Halisstra con una sonrisa. Se alejó reptando del peñasco y saltó a las copas de los árboles. Espiando entre ellas como una araña, dejando una telaraña en su espera, avanzó en la dirección de la que provenía el aroma. Le llevó algún tiempo localizar la fuente, pero finalmente descubrió un alce muerto. La enorme criatura yacía sobre un costado, con las piernas estiradas y rígida. Alojadas en sus carnes había media docena de flores del espanto. Sus tallos palpitaban como si estuvieran extrayendo las últimas gotas de sangre del animal. De las flores rojas en forma de copa se desprendía polen dorado y negro, que caía sobre el animal y se esparcía por el suelo de aquel bosque.

Halisstra se bajó de la rama del árbol y se alejó en cuclillas unos cuantos pasos del cadáver. Las flores del espanto hundían sus tallos en el animal muerto. Trozos de carne se adherían como mugre a los zarcillos que rodeaban la punta en forma de lanza de cada tallo. Rápidas como colibríes, las flores se retorcían en el aire, aleteando los pétalos. Luego se lanzaban volando hasta el claro donde esperaba Halisstra.

Volaban en círculos sobre ella como un enjambre de abejas, dejando caer su polen. Esa lluvia de polen cubría la cabeza, los hombros y los brazos de Halisstra, ensuciando su cabello pegoteado de hilos de telaraña y taponando las ventanas de su nariz. Ella aspiró hondo, sintiendo la náusea que le producía aquel enfermizo olor dulzón. El polen le causaba una sensación de hormigueo y paralizaba su piel, pero no podía paralizarla a ella.

Extendió los brazos y se congeló, invitando a atacar. Una flor del espanto se desligó del resto y luego se volvió del revés. La golpeó en el estómago con la fuerza de una lanza. Pero en lugar de agujerearlo, la piel coriácea del tallo se astilló. La flor del espanto cayó al suelo, sin vida.

Halisstra hizo un mohín. Esperaba que como mínimo le picara.

Entró corriendo en el bosque, seguida de las cinco flores restantes, cuyos pétalos aleteaban para impulsarlas. Eran cosas sin mente, atraídas por el calor y el movimiento del cuerpo; no se habían dado cuenta en absoluto de la destrucción de la primera flor del espanto. Seguirían tratando de paralizarla hasta que vaciaran todo el polen, o hasta que captasen la presencia de otro objetivo más fácil.

Halisstra las dejó atrás de igual modo que había llegado hasta allí. Cuando se aproximó al peñasco, redujo la carrera y empezó a marchar al paso. Se detuvo al borde y se hizo invisible.

Sonrió cuando la primera flor pasó zumbando por encima del borde, y luego pasaron las demás. Cuando hubo desaparecido la última, reptó hacia adelante y miró hacia abajo.

Las flores del espanto daban vueltas alrededor del estanque, espolvoreando su superficie con el polen. Las dos sacerdotisas seguían abajo, paralizadas ya por las flores. Una de ellas apuntaba hacia arriba, la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. La otra estaba congelada en su posición de guardia; no había visto ni oído la llegada de las flores del espanto. Sin embargo, el Sombra Nocturna tendría que haber estado allí. Halisstra repitió la melodía del bae’qeshel que lo había revelado la primera vez, pero no había ni rastro de él.

Las flores se lanzaron al ataque. Una de ellas hundió su zarcillo directamente en la garganta de la sacerdotisa que miraba hacia arriba, y otra se abalanzó sobre el muslo. Halisstra observó cuidadosamente las tres flores restantes. Ninguna de ellas se apartó de su trayectoria. Las tres se hundieron en la segunda sacerdotisa y empezaron a alimentarse de ella.

Halisstra saltó desde el risco, pendiente de un hilo de seda de araña, y aterrizó al lado del estanque. Esperaba que volviese el Sombra Nocturna en cualquier momento, pero no se produjo ningún ataque. Mientras se mantenía vigilante, se derrumbó una sacerdotisa, y luego la otra. La primera cayó con un chapoteo en el estanque. Manaba sangre del punto de su garganta donde la había atacado la flor del espanto, y en el agua empezó a extenderse una mancha de rojo turbio. Puntos de luz reflejada —las Lágrimas de Selûne— bailaban en su estela.

El Sombra Nocturna seguía sin atacar.

Satisfecha de que se hubiera ido, Halisstra se mordió la lengua y echó al estanque un escupitajo de sangre y saliva. Tocó la superficie del agua con los dedos y cantó en voz baja. De sus dedos salieron telarañas que se extendieron por el estanque mientras practicaba su magia.

—Cavatina —suspiró—. Muéstrame a Cavatina.

El agua no experimentaba cambio alguno. Lo único que consiguieron los dedos de Halisstra fue remover el barro.

Halisstra maldijo y sacó los dedos del agua. Había apostado a que Cavatina habría salido de viaje desde El Paseo a través de su portal, que a su vez estaba conectado con ese. El escudriñamiento de Halisstra tendría que haberle mostrado el siguiente vínculo: el destino de Cavatina, pero no se había producido la revelación.

Halisstra se quedó contemplando las ondas que se iban extendiendo. Tal vez Cavatina se había protegido contra las intrusiones mágicas. O quizá dependía demasiado de la gracia de Eilistraee. Halisstra experimentó dolor en la mano después de la inmersión en el agua, y el callo de la palma le latía como…

Algo la golpeó en la nuca e hizo que cayera de bruces. Gruñendo se llevó la garra al pelo y se arrancó un virote destrozado. Un segundo virote se le clavó en la espalda, justo debajo del hombro izquierdo.

Se dio la vuelta. Allí estaba el Sombra Nocturna, a pocos pasos de ella, al lado de una de las sacerdotisas muertas. La hembra apretaba aún en la mano el cuerno de caza. Los ojos de él se le salieron de las órbitas cuando vio que Halisstra se daba la vuelta sosteniendo en la mano el virote destrozado.

—¡Señora Enmascarada, ayúdame! —gritó—. ¡Mata al demonio!

Extendió su mano libre. De su palma salió un virote que combinaba la oscuridad y la luz de la luna, y que golpeó a Halisstra en la cara. Un rayo de luz blanca le cegó un ojo, una cortina de oscuridad el otro. Las sienes le estallaban de dolor. Luego, las magia reparadora de Lloth la reforzó y pudo ver de nuevo.

El Sombra Nocturna había desaparecido. Del bosque llegó un estruendo cercano: el cuerno de caza. Un momento después, del santuario de Eilistraee llegaron clamores de respuesta.

Halisstra gruñó. Deseaba salir corriendo por el bosque detrás de ese Sombra Nocturna, arrancarle el corazón y reducirlo a una papilla sanguinolenta antes incluso de que dejara de latir, pero eso no mejoraría las cosas. El daño ya estaba hecho. Una legión de sacerdotisas estaría allí de un momento a otro, tratando de cazarla.

Dio un puñetazo a un árbol cercano que reventó la corteza. El árbol gimió y al caer en el estanque, levantó una nube de agua. Halisstra apretó los dientes con frustración. Esperaba que ese estanque la condujera hasta Cavatina. Una idea estúpida. Ahora, todo lo que podía hacer era huir o luchar. El dolor invadió la palma de su mano; era la garra del demonio, que se desplazaba como un gusano bajo su piel. En su oído silbó una palabra como un hilo de arena caliente. «Espera».

Halisstra parpadeó, sorprendida.

—¿Wendonai?

Cerca se oyó un chasquido, un sonido agudo, como el de una roca reventando en medio de una hoguera. Un viento cálido sacudió las ramas cercanas a Halisstra. La arena cosquilleó en su piel y se metió en sus ojos.

—¡Wendonai! —exclamó, esa vez con seguridad.

Tensó el cuerpo mientras algo salía del bosque. Tenía el aspecto de un drow momificado, con una piel que resplandecía a la luz de la luna como si hubiera sido espolvoreada con sal de roca. Sus ojos eran una excrecencia de sal cristalina cuyas órbitas habían sido sustituidas por prismas irregulares. La cosa se abría camino hacia el estanque, arrasando la vegetación que obstaculizaba su avance. Las hojas se marchitaban y morían en las ramas que tocaba.

Con pasos tambaleantes, la momia de sal pasó por delante de Halisstra y se tiró al estanque. Cuando el agua le cubría apenas los tobillos, sus pies y sus pantorrillas empezaron a disolverse. Gimiendo, se derrumbó hasta las rodillas y se retorció en el agua. En su piel se abrieron agujeros por donde penetró el agua, y se desprendieron trozos de carne impregnada de sal.

El estrépito de los cuernos de caza se oyó más cerca; los cazadores se aproximaban.

El estanque se estiró cuando la momia de sal se retorció en él. Lo cercó una costra de sal y el olor de la salmuera saturó el aire. Las plantas que lo circundaban se mustiaron.

Halisstra tocó con la mano el agua que quedaba. Esa vez, la callosidad de su palma no le escoció. En lugar de ello se hundió en el agua, lamiéndola con el ansia de un perro rabioso.

Riendo, Halisstra se metió en el estanque. La momia de sal se había salvado gracias a un terrón en rápida disolución que había sido su cabeza. Su mandíbula aún funcionaba; el callo de la palma de Halisstra latía al compás de sus palabras. «Sigue…».

Ella avanzó hasta el centro del estanque. Cerca de sus pies, vio una tenue chispa de luz color azul pálido que se parecía a un fuego mágico. La tocó con un pie y sintió un vacío, una oquedad que estaba esperando para tragársela. Cuando la primera sacerdotisa de Eilistraee salió repentinamente del bosque, cantando un conjuro que lanzaba su espada danzante al aire, Halisstra se mostró desdeñosa. Con un giro de la mano tejió una tela que atrapó la espada en mitad de su vuelo.

Luego, se sumergió de cabeza en el agua maloliente, y en el portal que se había abierto bajo ella.

Q’arlynd se quedó en el túnel mientras el resto del grupo se marchaba. Nadie se molestó en mirarlo, ni siquiera Eldrinn, aunque Q’arlynd pudo deducir por la postura de los hombros que no le gustaba dejar atrás a su maestro.

Cuando se apagaron los ecos de los últimos pasos, Q’arlynd contó hasta cien, luego trató de seguirlos. No consiguió dar más de media docena de pasos antes de que su cuerpo se negara a seguir avanzando. Luchar contra la compulsión no hizo más que provocarle dolor de estómago. Se dobló sobre sí mismo y vomitó en el suelo. Sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la boca.

Intentó deshacer el conjuro mágico que lo obligaba a permanecer allí, pero no tuvo éxito. Era tal como esperaba, pero al menos lo había intentado.

—Que el infierno se lleve a esas sacerdotisas y a sus conjuros geas —murmuró entre dientes.

Estaba furioso por haber sido forzado a quedarse allí. Era el único con un marcado interés por mantener vivo a Eldrinn. Si mataban al chico…

No. Eso no le cabía en la cabeza.

Q’arlynd se preguntaba qué estarían haciendo sus demás aprendices, qué progresos habrían hecho, si habían hecho alguno, en descifrar los secretos de la puerta. Miró a la pared brillante que tenía delante. Supuestamente era imposible escudriñar en ese lugar, pero no lo sabría hasta que lo intentase. Si el destino estaba lo bastante alejado de la fuente del problema, el escudriñamiento podría funcionar.

Como precaución —no fuera que alguna de esas enormes cabezas no muertas se acercase deslizándose— se hizo invisible. Consideró brevemente a cuál de los estudiantes iba a escudriñar. Luego, se decidió por Baltak. El transformista había sido el más familiarizado con el rompecabezas de la Puerta de Kraanfhaor; quizá aún estuviera allí, estudiándolo, o conociendo a Baltak, tratando de hacerlo con fuerza bruta mágica.

Q’arlynd se concentró en Baltak y activó su anillo. El resultado fue como mirar de lleno al sol. Su visión se inundó con un relámpago de luz violeta, que lo hizo tambalearse. Parpadeando, cegado, se acercó a la pared que tenía delante para apoyarse. Lentamente —muy lentamente—, recuperó la visión del túnel. La luz azul pálido que emitían sus paredes latía al mismo tiempo que el dolor que sentía en la cabeza.

—Por la sangre de la Madre —maldijo, masajeándose las sienes—. Eso hace daño.

Miró con arrepentimiento la roca de pálido brillo que tenía delante. Al menos había aprendido algo. No importaba dónde se encontraba el sujeto. Si el conjurador se hallaba en el Desierto de las Profundidades, el escudriñamiento era imposible, incluso con un anillo mágico.

Desde luego, siempre que el conjurador fuera drow. Daffir no había tenido ningún problema con sus adivinaciones.

Cuando Q’arlynd se libró de las manchas de luz residuales de sus ojos, oyó un sonido tenue, abajo, en el Mar de la Luna de las Profundidades. Alguien saltó al acantilado, en dirección al túnel. Q’arlynd buscó en el bolsillo de su piwafwi un diminuto orbe de cristal, luego se detuvo. Cegarse lanzando un conjuro de vista a distancia era lo último que necesitaba en ese momento. En lugar de ello preparó un trozo de piel agujerado por un fragmento de cristal —componentes de un conjuro que podía lanzar relámpagos—, y luego se blindó a sí mismo para enfrentarse a cualquier horrible monstruosidad no muerta que fuera a aparecer.

Casi le dio la risa cuando vio a la criatura que lo había puesto tan nervioso: una pequeña rata negra, cuya piel se veía brillante de tan empapada. Se coló por el túnel donde se escondía Q’arlynd; de repente, se detuvo, moviendo los bigotes.

—¿Qué hay ahí? ¿Qué es? ¿Dónde está? —chilló la rata.

Q’arlynd enarcó las cejas a causa de la sorpresa. La rata estaba hablando alto drow. Moviéndose sigilosamente, Q’arlynd sacó su cuarzo del bolsillo y miró a través de él, pero el cristal se tiñó con fuego mágico violeta. Esperando que la criatura que tenía ante sus ojos fuera lo que realmente parecía —una rata negra mojada—, bajó el cristal.

Cuando Q’arlynd se debatía ante la duda de si hablarle o no, la rata volvió a hablar.

—¿Eres tú, Kâras?

La rata se acercó más a Q’arlynd, olisqueó el suelo sobre el que apoyaba sus pies invisibles, y lanzó un chillido repentino.

—¡No es él! —dijo—. ¡No es él! ¡No es él!

Corrió túnel abajo en la dirección que se habían ido Eldrinn y los demás.

Interesante.

Tras la huida de la rata, Q’arlynd se quedó a la escucha por un instante. El Mar de la Luna de las Profundidades permanecía en silencio, quietas sus aguas sobre las orillas. Los únicos sonidos eran el ocasional goteo de agua de un grupo de estalactitas que colgaban del amplio techo de la caverna, y un débil y crujiente susurro, casi imperceptible, que procedía del Faerzress que empapaba la roca próxima a él.

Avanzó hacia la boca del túnel y observó la vasta caverna que contenía el Mar de la Luna de las Profundidades. La luna se había puesto hacía algún tiempo y su reflejo se desvanecía en la oscura superficie del agua. Sólo quedaba un puñado de Lágrimas de Selûne. Pero también estas se fueron desvaneciendo una a una.

Q’arlynd estaba completa y realmente solo.

Se acarició la barbilla. Cavatina le había ordenado que esperara allí hasta la nueva salida de la luna. Se lo había formulado como una sugerencia, pero ella había frotado con la mano su símbolo sagrado mientras hablaba; ese debió de ser el momento en que se lanzó el conjuro geas. Si iba a permanecer allí hasta la salida de la luna, podría emplear su tiempo con inteligencia. Puso en marcha un segundo experimento. Qilué había mencionado, de manera muy destacada, la pericia de Q’arlynd en la teletransportación. Tal vez esperaba que siguiera siendo capaz de ejercerla incluso allí. Merecía la pena cerciorarse.

Respiró hondo, preparándose como si fuera para una caída libre de una de las calles en ruinas de Ched Nasad. Eligió un destino a pocos pasos de distancia, en el centro del túnel. Totalmente concentrado, pronunció las palabras de su conjuro.

Se dio de bruces contra una pared. Un estallido de dolor se apoderó de su nariz —como si se la hubiera roto por segunda vez— y empezó a sentir la sangre caliente de la hemorragia. Magullado y confundido se apartó como pudo de la pared. Notó que el Faerzress estaba brillando con más intensidad que momentos antes. Sobre el azul pálido había aparecido una débil mancha violeta, en el lugar donde su cuerpo había chocado con la pared. Se le ocurrió que parecía como si la mella que su cuerpo había hecho hubiera golpeado un suave parche de suelo desde una gran altura. Incluso pudo ver la impronta de una mano en relieve.

Vio cómo el brillo violeta se apagaba lentamente. Un momento después, el Faerzress había vuelto a su color azul pálido habitual.

Q’arlynd se limpió la nariz con sumo cuidado. Decidió que ya eran suficientes experimentos para una noche. Había tenido suerte. Desde luego, su nariz se había roto por segunda vez, pero al menos el resto del cuerpo estaba entero. Podría haberse organizado un buen desastre después del percance de la teletransportación.

Suspiró. Le esperaba una larga y aburrida espera hasta la salida de la luna, pero con los primeros reflejos sobre el Mar de la Luna de las Profundidades, estaría fuera de allí.

Se desabrochó el cinturón y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Apoyó el cinturón sobre las rodillas y pasó una mano sobre él, deshaciendo el encantamiento que ocultaba la escritura sobre la parte de cuero del cinturón. Los conjuros estaban escritos en una letra tan diminuta que era casi imposible leerlos —por lo regular, él se ayudaba con el cristal para ampliarlos—, pero las palabras seguían frescas. La inmersión en el agua no las había emborronado.

Q’arlynd leyó, refrescando sus conjuros. La noche tocó a su fin. En el mundo de la superficie salió el sol y empezó su lento recorrido por la bóveda celeste; luego se puso. La primera de las estrellas del atardecer titilaba sobre un cielo púrpura.

En la Antípoda Oscura, en el túnel donde Q’arlynd esperaba, todo era silencio y oscuridad, salvo por el Faerzress que resplandecía en la roca cercana. La espera, aunque larga, había transcurrido sin acontecimientos. Q’arlynd se irguió mientras una fina cuña de luz se reflejaba en el agua: era un cuerno de la luna creciente, que se elevaba sobre los reinos de la superficie.

—Vamos —dijo con impaciencia—. Vamos —repitió, paseando de arriba abajo para entrar en calor, puesto que la larga espera le había metido el frío en los huesos—. Un poco más. Sólo un poco más…

Cuando Selûne se mostró en todo su esplendor sobre la superficie del Mar de la Luna de las Profundidades, Q’arlynd oyó un chapoteo. Una cabeza asomó a la superficie del agua a cierta distancia de la orilla, una cabeza de piel negra como el cielo y cabello blanco. Probablemente era la sacerdotisa que había vuelto al templo con el cuerpo.

Ella se volvió en todas direcciones con aspecto de estar desorientada.

Q’arlynd se acercó al borde de la roca y saludó con la mano.

—¡Chizra! —gritó—. Estoy aquí…

Las palabras se ahogaron en su garganta cuando la nadadora se volvió hacia él. No era la sacerdotisa, ni siquiera una drow. Era demasiado corpulenta, con unos extraños brazos articulados y cosas que le salían del pecho y que removían el agua como serpientes ondulantes.

Q’arlynd retrocedió hasta el túnel, haciéndose invisible en cuanto se encontró fuera de la vista de la criatura. Luego, cambió de dirección y corrió hacia adelante. Mientras el monstruo nadaba hacia el túnel con vigorosos golpes, él saltó del borde del promontorio de piedras al vacío y activó la insignia de su Casa. Su apuesta dio resultado; la criatura no miró hacia arriba. No se percató de que Q’arlynd levitaba sobre ella. Q’arlynd se protegió y sacó los componentes para hacer un relámpago, pero retrasó el lanzamiento. La cosa que había en el agua tenía un aspecto demoníaco, y él no quería atraer su atención si no era absolutamente necesario.

Bajo él, la criatura alcanzó la orilla y trepó por el promontorio de piedras en dirección al túnel. El agua chorreaba de su enorme cuerpo cuando hizo una pausa en la entrada del túnel para echar una ojeada en derredor y olfatear el aire. Ahora que la criatura estaba fuera del agua, Q’arlynd pudo ver que era una hembra. Tenía el doble de la altura de un drow, y una cabellera blanca enmarañada que le llegaba a los hombros y a la espalda. Las cosas que le salían del pecho no eran serpientes, sino patas de araña.

A Q’arlynd le pareció que la criatura debía de ser algún tipo de semidemonio, tal vez una nueva forma de draegloth. Todavía estaba más convencido cuando pudo examinar detenidamente su cara. Era la de una hembra drow, pero contrahecha, como una escultura de barro que hubiera sido alargada y achatada mientras la arcilla estaba aún húmeda. De cada mejilla sobresalía un bulto peludo, exactamente bajo los ojos. De los bultos brotaban los colmillos, que se movían en la parte central de una boca desmesurada.

Q’arlynd sintió un escalofrío. La cara se le antojaba familiar, en cierto modo. Como si hubiera visto antes a la criatura en algún lugar. Él no tonteaba con los demonios; eso era cosa de Piri, no de él, pero…

La criatura empezó a mirar hacia arriba. Apresuradamente, Q’arlynd formuló un conjuro que hizo rodar una roca a cierta distancia del túnel para distraerla. De su garganta apenas salió una carcajada maliciosa. Entró en el túnel, se dio la vuelta hacia atrás para enfrentarse una vez más a la caverna, y saltó con ambas manos. De las puntas de sus dedos brotaron telarañas. Moviendo las manos hacia atrás y hacia adelante, ella selló la entrada del túnel. Luego, echó a correr y entró en la mina abandonada.

Q’arlynd dejó escapar un prolongado y lento suspiro. Cuando estuvo seguro de que la cosa demoníaca estaba lo suficientemente lejos, descendió hasta el peñasco. Estudió la telaraña un instante: era irregular y asimétrica, algo que podría haber hecho la propia Lloth. Sacó del bolsillo una pizca de sebo impregnada de azufre y la echó al suelo. Una rápida evocación dio lugar a que la bola de sebo del tamaño de una canica se expandiese hasta convertirse en una bola de fuego del tamaño de un puño mientras rodaba hacia la base de la telaraña. El fuego mágico consumió una esquina y se abrió un espacio suficiente para que pasara un drow.

Q’arlynd estaba a punto de arrastrarse a través del agujero cuando escuchó un chapoteo. Esa vez no fue en el lago, sino en la base del montículo de piedras. Se dio la vuelta y vio dos figuras que salían del agua. Suspiró, aliviado, cuando las reconoció como sacerdotisas de Eilistraee.

Una era Chizra, la sacerdotisa que había acompañado el cadáver de la Protectora a El Paseo. La otra le resultaba aún más familiar a Q’arlynd. Habían pasado casi dos años desde la última vez que la había visto, pero recordaba detalladamente su esbelto y musculoso cuerpo y su pelo blanco como la nieve.

—¡Leliana! —exclamó Q’arlynd mientras ella se acercaba; hasta olvidó por un instante hacer la consabida reverencia—. No esperaba verte…

—Chizra, vigila el lago —ordenó Leliana.

Sólo cuando la otra sacerdotisa se hubo marchado en esa dirección, espada en mano, respondió Leliana a Q’arlynd. En lugar de saludarlo, le hizo una rápida pregunta.

—¿Alguna señal de los svirfneblin?

—Ninguna.

Leliana pasó a su lado para examinar la telaraña.

—¿Qué clase de araña tejió esto? —preguntó por encima del hombro.

¿De modo que las cosas iban a funcionar así? Q’arlynd abrió la boca para reafirmar ante Leliana que él había hecho todo lo que había podido para proteger el alma de su hija. Luego, recordó la pericia de Leliana en el manejo de las plegarias para obligar a decir la verdad. Entonces, decidió responder a su pregunta.

—No la tejió una araña, sino algo demoníaco. Se parecía un poco a una mujer draegloth. Emergió del Mar de la Luna de las Profundidades y desapareció por el túnel.

Leliana se volvió hacia él.

—Descríbemela.

Q’arlynd lo hizo. Después de oír la descripción, pareció que Leliana iba a escupir. Dirigió la vista hacia la otra sacerdotisa, que seguía vigilando el mar.

—Eso explica el retraso en la apertura del portal. Y el sabor salobre del agua.

Chizra intervino desde la orilla.

—Creo que sabía a corrompido.

Q’arlynd observó la telaraña

—¿Habrá sido uno de los secuaces de Lloth el que…?

No se molestó en terminar la pregunta; Leliana no lo escuchaba. Miró a lo lejos y pronunció el nombre de Qilué. Un instante después irguió la cabeza, como si estuviera escuchando; luego repitió, rápidamente y en un tono de urgencia, lo que Q’arlynd acababa de decirle, describiendo a la cosa demoníaca.

Al finalizar, Leliana volvió a escucharlo. Parpadeó rápidamente, como si estuviera sorprendida por lo que oía.

—¿Qué ocurre? —preguntó Q’arlynd—. ¿Hay malas noticias?

Leliana le dedicó la mirada más extraña, una mezcla a partes iguales de renuencia y piedad. Quería decirle algo, algo importante. ¿Lo había contaminado o marcado de algún modo la cosa demoníaca? Él se resistió a la urgencia de examinar su cuerpo, para ver si había signos visibles de corrupción.

—¿Qué pasa? Dímelo.

Leliana apretó los labios.

—No puedo —respondió al fin—. Son órdenes de Qilué. Ha dicho que es mejor que tú no lo sepas.

Q’arlynd entrecerró los ojos.

—Se trata de mi cuerpo, de mi alma. Si ambos están corrompidos, entonces tengo derecho a…

—No es nada de eso —lo tranquilizó Leliana—. Se trata de algo que le ocurrió hace mucho tiempo a otra persona. Pero ya he hablado suficiente. Dejémoslo ahí.

Q’arlynd la miró fijamente. Leliana estaba tratando de decirle algo, pero de un modo indirecto. Se preguntaba que sería. Fuera lo que fuese, no hubo más pistas. Leliana, obviamente la sacerdotisa de mayor rango en ese momento, se volvió hacia Chizra.

—Espera aquí. Ocúltate bien, y avísame si surge algo más del portal. El mago y yo trataremos de reunirnos con los demás. —Q’arlynd respiró hondo. ¿Era él el mago? Pues lo sería.

—Como ordenes, señora —respondió, haciendo una exagerada reverencia a Leliana. Luego, la siguió hacia el interior del túnel.

—¿Algo va mal, Qilué?

Laeral tocó el brazo de su hermana. Un momento antes, ambas habían estado conversando en el balcón de la torre. Luego, Qilué se había interrumpido bruscamente a mitad de frase con una mirada al infinito en los ojos, que Laeral conocía muy bien. Su hermana había recibido la llamada de alguien. Un aviso urgente, a juzgar por el fruncimiento del entrecejo de Qilué. Qilué no respondió. Tenía los labios fruncidos mientras componía una respuesta mental. Dijo un nombre en voz alta: «Cavatina». Seguidamente se produjo una comunicación más silenciosa.

Desde luego, los recados debían de ser urgentes.

Laeral esperó pacientemente a que su hermana terminara. Mientras aguardaba, se fijó en los edificios de más abajo. La Ciudad de la Esperanza se había construido hacía casi tres años mediante la misma alta magia que había azotado a la antigua Miyeritar. La ciudad amurallada se había diseñado como una rueda dentro de una muralla circular. De su plaza central partían nueve calles que conducían hasta las torres de los centinelas que vigilaban el Páramo Alto. La torre en cuyo balcón estaban las dos hembras —una réplica exacta de la Torre de Bastón Negro de Aguas Profundas— era una de las numerosas torres de los magos que se habían erigido la noche en que se había construido la ciudad. Era una de las más destacadas. Totalmente negra, de una severidad imponente, no tenía ni ventanas ni puertas. Los que conocían las contraseñas podían traspasar sus paredes como fantasmas; los demás tenían el impedimento de sus poderosas protecciones mágicas. Qilué había venido a hablarle a Laeral sobre algo que la tenía preocupada: una caída de la magia que tenía su origen en la zona del templo principal de Kiaransalee. Laeral no era experta en el Seldarine Oscuro. Sólo era parcialmente elfa, hermana de Qilué sólo por la gracia de Mystra, mientras que Qilué era una drow pura. Eran tan diferentes una de la otra como el día de la noche. Laeral tenía la piel fina y los ojos verde esmeralda, e iba vestida con una elegante túnica. Qilué tenía los hombros y la cabeza más altos, el cabello blanco hasta la cintura y la piel del color de la medianoche. Iba protegida con la armadura de una sacerdotisa guerrera. Pero ambas habían sido elegidas de Mystra, destinadas desde su nacimiento a servir a la diosa de la magia.

Al fin, Qilué se dio la vuelta.

—Una de nuestras sacerdotisas, perdida en los dos últimos años, ha sido encontrada.

Laeral sonrió abiertamente.

—Sin duda, son buenas noticias.

—No estoy segura —respondió lentamente Qilué—. Creo que esa moneda había caído al suelo, pero al parecer alguien la ha lanzado al aire por segunda vez y todavía está girando.

Laeral sintió un escalofrío. Qilué podría ser asombrosamente críptica a veces.

—Creo que no te sigo, hermana mía.

—La sacerdotisa de la que te estoy hablando fue reclamada por Lloth, que la hizo impura. Las telarañas de la Reina Araña siguen pegadas a Halisstra, y hacen que vaya dando traspiés. Hubo muertes en el Shilmista, muertes que pueden haber sido obra suya.

—¿Por ella te refieres a Lloth…, o a esta sacerdotisa?

Qilué se encogió de hombros.

—A ambas, o tal vez a ninguna; es demasiado pronto para decirlo. Después de todo, Eilistraee permitió a Halisstra usar uno de los portales de la salida de la luna. En cualquier caso, he prevenido a Cavatina.

—Ya entiendo —respondió Laeral, aunque en realidad no era cierto.

Volvió a la conversación anterior.

—Dijiste que querías mi ayuda con ese problema que tenéis; algo relacionado con los Faerzress.

Qilué asintió. Los Faerzress están aumentando en toda la Antípoda Oscura. Cada día que pasa, el efecto se extiende más y se hace más fuerte. Esta misma mañana vimos los primeros reflejos en El Paseo. Con la ayuda de Eilistraee, mis sacerdotisas confirmarán muy pronto la causa de este fenómeno, y por la espada y la canción lo eliminarán. Pero en el caso de que fallen, habrá consecuencias nefastas para los drows.

—¿Cómo puede ser?

—Los drows, la única de las muchas razas de Toril, quedarán impedidos para formular adivinaciones. Tampoco podrán utilizar ni conjuros ni plegarias de ningún tipo para transportarse mágicamente de un lugar a otro. Por ahora, sólo es imposible en los Yermos Oscuros, y simplemente más difícil cuanto más se aventura uno lejos del punto de origen del efecto. Pero si siguen aumentando los Faerzress, los drows de toda la Antípoda Oscura no podrán practicar esta magia.

—Sin duda, eso es un inconveniente para tu cruzada. ¿No sería una razón más para que tu gente regrese a la superficie?

—Lo sería, salvo por una cosa —dijo Qilué, con mirada sombría—. Al mismo tiempo que la argumentación del Faerzress, surge un segundo efecto imprevisible. Lo hemos detectado en nuestros asentamientos de la superficie. En los últimos días, los drows que habían salido a la luz han empezado a retirarse del mundo de la superficie, poniendo excusas para volver a la Antípoda Oscura. Yo misma lo he sentido; es una sutil y permanente nostalgia que hace que me resista a abandonar El Paseo. En fechas recientes visité nuestros santuarios más cercanos a la fuente del efecto. Y en ellos sentí una fuerte llamada para volver a las profundidades. Deseando saber más, dejé que guiara mis pasos y la seguí hasta la Antípoda Oscura. Me sentí arrastrada a una caverna colmada de Faerzress. Una vez dentro, apreté mi cuerpo contra sus paredes, sin tener en cuenta el peligro. Era una polilla atraída hacia la llama de los Faerzress.

Qilué experimentó un escalofrío, pese a la luz del sol que bañaba la torre de piedra negra.

—Si no paramos esto, acabaremos arrastrados todos a las profundidades. Todo por lo que he luchado a lo largo de mi vida acabará destruido.

—¡Oh, hermana mía! —suspiró Laeral—. Eso es terrible. Pero dijiste que habías enviado exploradores para espiar en los alrededores del templo de Kiaransalee, los mejores guerreros de El Paseo. Sin duda, pondrán punto final a esto antes de que sea… —Se detuvo porque no quería pronunciar las palabras.

Qilué terminó la frase por ella.

—¿Demasiado tarde? —dijo, y apretó los dientes—. Hermana, esta es mi plegaria más ferviente.

—Dime cómo puedo ayudarte —rogó Laeral—. ¿Qué quieres que haga? No tienes más que decírmelo y lo haré.

—¡Ojalá lo supiera! —respondió Qilué.

Dirigió la vista hacia la ciudad, pero no se detuvo en ella, sino que buscó el horizonte. El Páramo Alto seguía siendo una llanura sin relieves, pero había cobrado cierto colorido. Aquí y allá surgían retazos de verde y rojo otoñal: árboles jóvenes que habían crecido a lo largo de los tres últimos años. Eso era lo que amaba de la superficie. Su belleza estaba en cambio permanente; no estaba congelada como la fría piedra de la Antípoda Oscura.

—Le hice la misma pregunta a Eilistraee —confesó Qilué—. ¿Qué desea que haga yo? Sin embargo, la respuesta dela diosa me desorientó: «Todo acabará donde empezó», respondió Eilistraee. «El Páramo Alto». —Se volvió hacia Laeral—. No puedo decir lo que significa esa profecía. He pensado que tú podrías tener alguna idea, hermana.

Laeral permaneció durante unos momentos ensimismada en sus pensamientos. Finales. Comienzos.

—La Ciudad de la Esperanza es un comienzo obvio —dijo—. Por lo que se refiere al final, Faertlemiir, la ciudad de la Alta Magia de Miyeritar, estuvo ahí hace miles de años, hasta que fue arrasada por la tormenta mortal. Pero eso lo habrás pensado tú sin duda alguna.

Qilué asintió.

—Lo siento, hermana. No puedo darte una respuesta. Pero pensaré en ello con dedicación y ahínco. Me pondré en contacto contigo si se me ocurre algo.

—Gracias.

—Entretanto —añadió Laeral—, tengo una curiosidad. ¿Es la Espada de la Medialuna la que pende de tu cadera? ¿Causó la muerte a un semidiós, según dicen los romances?

En lugar de sonreír, como hubiera esperado Laeral, la expresión de Qilué se volvió más adusta. Llevó la mano derecha a la empuñadura. Se giró ligeramente, como si protegiera el arma, como si tuviera la sospecha de que Laeral quisiera echar mano de la espada.

Luego, al igual que una nube que deja el sol al descubierto, la expresión de Qilué se dulcificó.

—Es esa misma espada.

Desenfundó el arma, la apoyó de plano sobre la palma de la mano y se la ofreció a Laeral para que la viese.

Laeral descubrió la rotura de la espada.

—Se ha roto. Y… ha sido arreglada.

—Sí, gracias sean dadas a Eilistraee. —Los ojos de Qilué chispearon—. En el reino de Lloth, nada menos. Algún día dará muerte a la Reina Araña.

Laeral asintió. Cuando Qilué devolvió la espada a su funda, se dio cuenta de algo.

—Tienes un corre en la muñeca.

Una vez más, la mirada defensiva apareció en los ojos de Qilué.

—Es un rasguño, hermana. Nada más.

—¿Por qué no se cura?

En los ojos de Qilué se hizo patente la irritación.

—Es sólo un rasguño.

Si se hubiera tratado de algún otro, Laeral no se habría preocupado. Pero se trataba de Qilué, y una heridita de ese tipo se habría curado en un abrir y cerrar de ojos.

«Pero seguro que no es el mejor momento para ahondar en la cuestión», pensó para sus adentros Laeral.

Qilué era orgullosa —tal vez la más orgullosa de las Siete Hermanas— y había elegido un camino difícil. Y parecía que el trabajo de llevar a los drows «a la luz» había multiplicado por mil sus dificultades, y quizá hasta resultara imposible. Tenía todo el derecho a estar al límite, a irritarse cuando se le planteaban asuntos triviales como la cicatriz en su muñeca.

Salvo que una herida que el fuego de plata de Mystra no podía curar no era precisamente trivial.

—Mantendré la vigilancia sobre el Páramo Alto en tu lugar, hermana —prometió Laeral—. Te comunicaré cualquier cosa inhabitual que ocurra por aquí. Algunos finales o comienzos. Consultaré mis fuentes de escudriñamiento. Si me entero de algo te lo diré inmediatamente. —Deslizó una mano por la parte interior del codo de Qilué—. ¿Puedo ofrecerte algo, entretanto?, ¿comida, vino?

—No, gracias, hermana. Debo volver a El Paseo enseguida.

Laeral apretó el brazo de su hermana para confortarla.

—¿Los Faerzress?

Qilué asintió.

—Los Faerzress. —Se deshizo de la mano que Laeral apoyaba en su brazo

—Que te vaya bien.

Luego, se teletransportó.

Laeral permaneció unos instantes con la vista fija en el lugar que acababa de ocupar Qilué. Como todos los drows, Qilué era renuente a mostrar sus emociones. Sin embargo, Laeral podía decir que su hermana estaba profundamente preocupada, y no sólo porque se le venía abajo la obra de toda una vida. Había algo más; Laeral estaba segura de ello.

Pero hasta que Qilué no confiara en ella, poco podía hacer Laeral para ayudarla.