CAPÍTULO CINCO

Q’arlynd observó cómo los esclavos esposaban al quitinoso a la pared de la sala de experimentación. Aunque llevaba el anillo de esclavo, tenía una mente poderosa, muy resistente a los encantamientos. Eso podría permitirle resistir más tiempo que los otros individuos, pues la fuerza de voluntad dificultaba su manejo; rechazaba el control mental de Q’arlynd.

El quitinoso era delgado y apenas le llegaba al hombro a Q’arlynd. Por el contrario, los esclavos grimlock de piel grisácea eran más altos que los humanos y más musculosos; Pero aun así les llevó su tiempo conseguir esposar los cuatro brazos del quitinoso, ya que su piel aceitosa hacía difícil aferrarlos. Utilizando su brazo libre, hundió la garra de la palma en el hombro del grimlock más corpulento y le arrancó un trozo sanguinolento. El grimlock aulló y le propinó un puñetazo al quitinoso en pleno rostro, lo que le hizo dar con la cabeza contra la pared. El quitinoso dobló las rodillas y lentamente sacudió la cabeza; sus ojos, multifacetados, estaban desenfocados.

Q’arlynd apretó el puño sobre el anillo de su maestro.

—¡Se acabó! —gritó a los grimlock—. Lo necesito consciente y en buenas condiciones.

Obligó al quitinoso a mantenerse erguido, y sostuvo su cuerpo mientras los grimlock completaban su trabajo. Eran criaturas ciegas con apenas vestigios de ojos. Si bien no podían ver a Q’arlynd de pie con los brazos cruzados, podían oír el impaciente golpeteo de su zapato y oler su irritación; Q’arlynd sabía que esa era su última oportunidad de experimentar sobre la kiira antes de que lo enviaran fuera de la ciudad.

Cuando por fin el quitinoso estuvo bien sujeto, los grimlock se dieron la vuelta e hicieron una inclinación ante su amo. Ambos orientaron hacia él una oreja de gran tamaño, esperando sus órdenes. La sangre resbalaba por el brazo del herido y goteaba en el suelo.

—Id a la cocina —les ordenó Q’arlynd—. Que os laven esa herida y os la venden. Luego, comed; hay carne fresca para los dos.

Los grimlock prorrumpieron en grandes carcajadas. Hicieron una reverencia con la cabeza y se apresuraron a abandonar la habitación, buscando la salida con giros de cabeza al mismo tiempo que oían los sonidos de sus pasos resonando en las paredes.

Eldrinn se sentó en una esquina de la estancia, observando, con su libro de conjuros apoyado sobre el regazo. Pese a la ornamentada encuadernación en cuero y a los cantos dorados de las hojas, sólo contenía un puñado de conjuros menores. La vestimenta de Eldrinn era igualmente decorativa. Vestía un piwafwi color púrpura bordado sobre una camisa blanca y pantalones que contribuían a que su piel amarronada pareciese más oscura de lo que era realmente. Su cabello largo hasta la cintura estaba pulcramente peinado hacia atrás desde la frente y recogido a la mitad de la espalda con una hebilla de plata.

Meneó la cabeza.

—¿Lavar y vendar la herida? Estás mimando a esos grimlock. La herida se curará por sí sola.

Q’arlynd señaló a su cautivo.

—Observa las manos del quitinoso; están sucísimas. La herida podría infectarse. No tiene sentido desperdiciar a un buen esclavo.

Eldrinn cerró su libro de conjuros y lo apoyó sobre la mesa que tenía al lado, cerca de una caja de madera.

—Hay muchos más en el lugar de donde vienen estos.

—Los esclavos son caros.

—¿Y qué? Podemos permitirnos una docena de ellos.

Q’arlynd suspiró. El joven mago tenía una captación de la magia que estaba muy por encima de su entrenamiento y de su edad, pero lo que sabía acerca del manejo de esclavos no hubiera llenado el hueco dejado por un tapón. La lealtad había que construirla poco a poco, ladrillo a ladrillo. No se podía golpear a un esclavo. Los latigazos sólo infundían miedo y resentimiento, y un incontenible deseo de venganza. Era algo que Q’arlynd había aprendido desde muy joven en la Casa Melarn.

Sin embargo, Eldrinn había crecido en Sshamath, y era el hijo mimado y consentido del maestro del Colegio de la Adivinación. Lo más cerca que había estado de algo que se pareciera a la cólera de una madre matrona había sido cuando Q’arlynd lo había teletransportado a su casa, un año y medio antes, con la mente desquiciada y arrastrando tras él el poderoso bastón que había tomado del estudio privado del maestro.

Seldszar Elpragh había pagado el costoso conjuro que había curado a su hijo; luego se había enfurecido por su marcha, acompañado sólo por un soldado, para perder el tiempo sin sentido, fisgoneando por las ruinas del Páramo Alto. Le había retirado la paga mensual durante un mes, lo cual no era un verdadero castigo. Su hijo, como admitió más tarde ante Q’arlynd, era más importante que todos los bastones.

Q’arlynd no tuvo más remedio que estar de acuerdo, pero por razones diferentes. Eldrinn no sólo tenía acceso a la inagotable bolsa del maestro Seldszar, sino también una residencia propia que era perfecta para la experimentación privada. Además, su sed de conocimientos arcanos y del poder que se derivaba de ellos era equiparable a la de Q’arlynd. El chico reconocía a Q’arlynd como su superior en el Arte y tenía muchas ganas de empezar a pagar la deuda que tenía con el mago por su rescate. Mostraba un agradecimiento casi patético a Q’arlynd por haberlo invitado a participar en los experimentos sobre la kiira que este había encontrado en el Páramo Alto. Y lo mejor de todo era que no tenía ni el menor recuerdo de haber estado él en posesión de la piedra. Le habían borrado todos los recuerdos de su viaje al Páramo Alto, salvo un extraño y confuso destello.

Y precisamente por eso Q’arlynd había alentado al muchacho a que participase en sus experimentos con la kiira, y por eso también procuraba tenerlo a su lado el mayor tiempo posible. Si Eldrinn, de repente, recordaba algo sobre su expedición al Páramo Alto, Q’arlynd quería ser el primero en oírlo.

Todo lo que tenía que aguantar a cambio eran los permanentes comentarios sobre cómo debía castigar a los esclavos.

Q’arlynd se acercó al quitinoso y lo cogió por los cabellos. La criatura abrió los ojos y tensó los grilletes al mismo tiempo que lanzaba un silbido. Con sus dientes al descubierto y chasqueando sus curvas mandíbulas intentó, inútilmente, morder el brazo de Q’arlynd.

El mago examinó la parte de atrás de la cabeza de la criatura.

—No hay ningún daño grave.

Le soltó el cabello y dio un paso atrás.

—Quizá tendrías que haber azotado a los grimlock. A los dos.

Q’arlynd ignoró el comentario del joven. No quería entrar en otra interminable discusión. Tenía puestas muchas esperanzas en ese experimento.

—¿Qué tal los demás? ¿Están haciendo lo que deben?

Eldrinn cerró los ojos y jugueteó con el anillo de cobre que Q’arlynd le había dado. El fuego mágico danzaba a través de sus párpados cerrados mientras él utilizaba el anillo para observar a los demás a distancia.

—El disco de deriva de Piri está a la altura de la Red. Zarifar y Baltak están en camino desde Quillspires; deben de estar detrás de él.

—Bien.

Eldrinn abrió los ojos.

—¿Podría Alexa…?

—No.

—Pero es una de las aprendices más prometedoras que tiene el Colegio de la Conjuración. Creó un sigilo que…

—Ya hemos hablado de eso antes —respondió Q’arlynd—. No.

Sabía cuál era el motivo por el cual el chico quería invitar a la maga a unirse a su escuela en ciernes: era el consorte de la hembra. Y esa era exactamente la razón por la que Q’arlynd no la aceptaba. No quería que ella se acostase con cualquiera de los otros y despertase pequeños celos.

Eldrinn se enfurruñó, pero no volvió a protestar.

Q’arlynd golpeó el suelo con el pie, lleno de impaciencia. Mientras esperaban a los demás, realizó una introducción exploratoria en la mente del quitinoso, ignorando el fuego mágico que chispeaba en sus sienes mientras lo hacía. Era difícil entrar en la mente del quitinoso, y brutal permanecer en ella una vez dentro.

Os odio —manifestó la criatura—. Os mataré, malditos drows. Os abrirá el estómago con una garra, esparciré vuestras heces. Os…

Era suficiente. Satisfecho por haber podido mantener un contacto, Q’arlynd se retiró.

Miró a la criatura preguntándose por qué los magos de Ched Nasad se habían molestado en algún momento en crear una raza tan repugnante. Cuando Q’arlynd era aún novicio, había quitinosos a montones; los pozos de crianza del Conservatorio estaban llenos de ellos. Los maestros solían soltarlos por docenas todos los años para mantener el deporte de la caza. Pero ahora que Ched Nasad estaba en ruinas, ya no se criaban quitinosos y los que habían escapado estaban cazando drows.

El quitinoso era un recuerdo vivo de las últimas proezas mágicas de Ched Nasad. Por lo que se refería a la antigua residencia de Q’arlynd, había caído durante el Silencio de Lloth. Reducida literalmente a ruinas, no había quedado más que una caverna rellena de piedras donde antes se había levantado una ciudad de treinta mil drows. Los supervivientes estaban haciendo lo que podían para hacer resurgir la ciudad de entre los escombros, pero aunque lo reconstruyeran todo, desde la choza del esclavo más humilde hasta la Casa noble más encumbrada, nunca volvería a ser lo mismo.

La Casa de Q’arlynd —Casa Melarn— había desaparecido para siempre.

El Colegio que estaba creando llenaría ese vacío, pero a menos que tuviese éxito el experimento que estaban a punto de hacer, el sueño de Q’arlynd nunca llegaría a hacerse realidad.

El zumbido de un disco de deriva deteniéndose en el vestíbulo anunció la llegada de Piri.

Piri entró en la sala de experimentación con un rápido paso lateral y la espalda pegada a la pared. Sus ojos examinaron la habitación, como si buscara amenazas ocultas. No importaba lo seguro que hubiera sido el viaje, Piri siempre extremaba las medidas de precaución. Era difícil saber hasta qué punto se debía a su propia naturaleza o tenía que ver con el demonio quasit con el que se había unido.

La piel del demonio había sustituido a la de Piri, de manera que sus manos y su cara tenían un color verdusco y aceitoso. La unión hacía a Piri más rápido y más duro, y también más resistente al fuego y al hielo, pero había puesto en sus ojos —ya demasiado juntos sobre una nariz aguileña— un brillo inquietante. El cabello, muy corto, crecía en mechones blancos que podían fundirse formando espinas.

Piri aseguraba tener un completo dominio del demonio al que se había unido —los quasit estaban entre las criaturas demoníacas más pendencieras—, pero Q’arlynd se preguntaba si el mago no estaría arrepintiéndose ya de aquella unión. Piri había abandonado a toda prisa el Colegio de Magos para unirse a la escuela de Q’arlynd, todavía en ciernes.

Tal vez Piri no había sido bien recibido en su antiguo Colegio, pese a su capacidad para reconstruir los textos arcanos. Sin embargo, Q’arlynd reconoció su valía. De las copias imperfectas del conjuro original, Piri había recompuesto un ritual de unión, y lo había hecho funcionar. Esa era la prueba definitiva de su capacidad.

Piri saludó con un gesto a Q’arlynd y Eldrinn, pero sin decir palabra; apenas fueron dos rápidas inclinaciones de cabeza. En sus sienes saltaron chispas de color púrpura. Q’arlynd sintió el roce de la mente del otro mago. Para mostrarle que no había amenazas, permitió a Piri que echara una rápida ojeada a sus pensamientos superficiales.

Eldrinn tensó y apretó la mano donde tenía el anillo de cobre. Entró en contacto visual con Piri, y el fuego mágico chisporroteó sobre las sienes de ambos varones: púrpura oscuro el de Piri; verdiazul el de Eldrinn.

—¿Satisfecho? —preguntó Eldrinn.

Relajando ligeramente la tensión, Piri se retiró a un punto del fondo de la sala y se cruzó de brazos.

Un instante después llegaron Zarifar y Baltak.

Zarifar era alto y delgado, y tenía el cabello ensortijado, una rareza entre los drows. Brotaba de su cabeza en una revuelta melena que nunca peinaba y de la que sobresalían mechones como trozos de alambre enroscado. En estado de permanente ensoñación y extravío, chocó con la jamba de la puerta al entrar en la sala, y parpadeó como si acabara de darse cuenta de dónde estaba. Cuando lo saludaron, respondió con un movimiento de cabeza y murmuró un vago «hola».

Q’arlynd no necesitó indagar en la mente de Zarifar para saber qué era lo que la ocupaba: intrincados diseños geométricos, expresados en complejas fórmulas matemáticas que hacían que Q’arlynd se sintiera como un simplón, como cuando un goblin luchaba con las complicaciones gramaticales del alto drow.

Zarifar era un brillante mago geómetra; de eso, no había duda. Pero se movía en la vida diaria como un niño. No se había sumado a la escuela de Q’arlynd por iniciativa propia. Lo habían tenido que llevar de la mano hasta ella.

El mago que lo había hecho era tan diferente de Zarifar como la luz de la oscuridad. Baltak vivía exclusivamente para su cuerpo; el metamórfico no dejaba de modelarlo en un esfuerzo por alcanzar la forma perfecta. Vestía pantalones muy ajustados que resaltaban sus musculosas piernas, y una camisa que llevaba sin abotonar para que se vieran los músculos exquisitamente trabajados de su pecho y abdomen. En ese momento su cabello estaba constituido por plumas amarillas, que se adaptaban a su cabeza y cuello, y que brotaban de la punta de sus orejas. Los pies, que llevaba descalzos, eran anchos y planos, y los dedos estaban rematados por garras negras que repiqueteaban sobre el suelo de piedra cuando caminaba; era otra marca distintiva del oso lechuza, que era su criatura favorita a la hora de transformarse.

Baltak entró en la sala; su presencia la llenó de inmediato. Dio un suave puñetazo a Piri en el hombro, ignoró el fulminante destello con que le respondió, y cerró el libro de conjuros de Eldrinn. Poniéndose en jarras, sonrió a Q’arlynd, y al hacerlo, dejó al descubierto sus perfectos y blancos dientes. Y con su voz de bajo profundo tronó:

—Bueno, parece que estamos todos. Pongamos en marcha ese experimento.

Q’arlynd señaló un punto de la sala más allá de Eldrinn.

—Hazte a un lado, Baltak —dijo—. Estás obstruyendo mi visión del quitinoso.

—Como mandes, Q’arlynd —respondió Baltak con tono de guasa; chasqueó los dedos ante la nariz de Zarifar para llamar la atención del mago geómetra.

—Vamos, Zarifar. Ya lo has oído. ¡Apártate!

Cuando ambos ocuparon sus lugares, Eldrinn puso su libro de conjuros sobre la mesa y se levantó de su asiento. Cerró la puerta, la selló con unas pizcas de polvo de oro y pronunció una palabra. La cámara de experimentos quedó protegida mágicamente para evitar el escrutinio. Aun así, Q’arlynd ya había tomado precauciones adicionales.

Le indicó a Eldrinn que le trajera la caja de madera que estaba sobre la mesa. Por su decoración rudimentaria y su descuidada factura, parecía algo que podría haber ensamblado chapuceramente un orco. Pero sólo la presión combinada en ambos laterales podría abrirla. Dentro estaba la kiira, envuelta en un trozo de piel de camaleón embrujada. Cualquier mago que escudriñara la caja percibiría su contenido como un adminículo mágico que sólo el más ignorante de los novicios codiciaría. Desde luego, no merecía la pena abrirla.

Cuando Q’arlynd la tocó, la caja se abrió de golpe y puso al descubierto la kiira. El ligero suspiro de Eldrinn le provocó una sonrisa. El chico siempre se quedaba demudado ante la visión del cristal mágico, a pesar de la cantidad de veces que lo había visto. Zarifar parecía ajeno a aquel tesoro mágico, pero Baltak se acercó más para ver con detalle la piedra de la sabiduría, como si se tratara de un delicioso bocado listo para degustar. Piri mantuvo las distancias, observando la kiira con tanta curiosidad como prevención.

Baltak alargó la mano para cogerla. Q’arlynd apartó la caja.

—Esta vez lo hará Eldrinn.

Las plumas de la cabeza de Baltak se erizaron levemente, pero disimuló bien su irritación.

—Como tú digas —murmuró.

Con todo cuidado, Eldrinn sacó la kiira de la caja. Hasta el momento Q’arlynd nunca le había permitido que la tocara; le preocupaba que pudiera desencadenar en él algún recuerdo. Pero ante su inminente partida, era un riesgo que Q’arlynd estaba dispuesto a asumir. Si el muchacho recordaba algo, incluso podría resultar útil.

Miró atentamente a Eldrinn, pero la expresión del chico no experimentó cambio alguno.

—Apóyala sobre la frente del quitinoso —le indicó Q’arlynd—, pero no hasta que yo te lo diga. Quiero estar seguro de haber entrado en lo más profundo de su mente antes de empezar.

Eldrinn asintió. Se acercó al quitinoso y se detuvo ante él, sosteniendo la piedra de la sabiduría con ambas manos.

Q’arlynd levantó la mano.

—Unid vuestras mentes con la mía.

Uno tras otro, los demás magos activaron sus anillos. El fuego mágico chisporroteó en sus frentes, y los distintos colores se fundieron cuando se dispersaron por la sala. Q’arlynd sintió el hombro de Baltak en su cabeza como si fuera el de un oso. Un instante después entró Eldrinn. Piri tocó suavemente la mente de Q’arlynd con la suya, dudó, y luego se coló a medias. Zarifar entró el último. Su mente trazó un patrón imaginario entre los cuerpos de los cinco magos, una compleja espiral de óvalos superpuestos.

Q’arlynd cerró los ojos e introdujo su conciencia a gran profundidad en la mente del quitinoso. Por unos momentos, la rabia de la criatura lo mantuvo a la espera. Luego, forzó la entrada. Vistos a través de sus ojos multifacetados, Q’arlynd y los demás magos parecían gigantes que se acercaban, una multitud de gigantes.

Q’arlynd agitó la mano que tenía alzada: la palabra ahora en una expresión silenciosa. A través de los ojos del quitinoso, vio a Eldrinn inclinándose hacia adelante. Vio —y sintió— cómo la kiira tocaba brevemente la frente del quitinoso, pero luego la piedra de la sabiduría se cayó de las manos de Eldrinn. Q’arlynd abrió los ojos justo a tiempo para ver cómo el precioso cristal chocaba contra el suelo. Eldrinn se lanzó a por él, con una expresión de horror reflejada en su cara. Q’arlynd sintió que Piri estaba en tensión y resopló con desprecio, y su desdeñoso comentario mental —«manos torpes»— quedó tapado por la brutal carcajada del quitinoso.

Q’arlynd cortó la carcajada cerrando mentalmente de golpe las mandíbulas de la criatura. Eso, al menos, podía controlarlo.

Eldrinn se levantó, con la kiira en las manos.

—¡No está rota! —exclamó en voz alta, y miró de reojo al quitinoso—. Ha sido culpa de su piel aceitosa. La kiira no puede adherirse a la del quitinoso… —De pronto su mirada se volvió tan distante como la de Zarifar—. Grasa —dijo lentamente—. Sobre su cabeza. —Levantó una mano para tocarse la frente.

Q’arlynd interrumpió la conexión mental con los demás magos. Conocía aquella mirada. Eldrinn estaba luchando por recordar los acontecimientos que habían sucedido en el Páramo Alto. Q’arlynd colocó una mano a la espalda, donde los movimientos preliminares de su conjuro quedaban fuera de la vista de los demás.

—¿Qué ocurre, Eldrinn? —preguntó suavemente.

Unas profundas arrugas surcaron la frente de Eldrinn.

—Es… Siento como si… —Luego hizo una mueca de frustración—. No lo puedo recordar.

Q’arlynd siguió mirándolo por un instante y tuvo la convicción de que el muchacho no estaba mintiendo, de modo que dejó que se disipara su conjuro. Se hizo cargo de la kiira que Eldrinn tenía en la mano e hizo un gesto hacia la silla de la esquina.

—Siéntate, Eldrinn —le sugirió—. No tienes buen aspecto.

Eldrinn asintió y tomó asiento; cogió su libro de conjuros y empezó a hojearlo, como si esperara encontrar allí la respuesta.

Baltak miró a Q’arlynd con el ceño fruncido.

—¿Qué ha pasado?

—El conjuro de la debilidad mental —explicó Q’arlynd con tranquilidad; estaba metiendo en un lío a Eldrinn, pero no podía ayudarlo, y los demás necesitaban una explicación.

—Algunas veces, Eldrinn tiene… ausencias. Siento que pueda haber perjudicado nuestra concentración, pero ahora lo intentaremos de nuevo. Empecemos otra vez.

Baltak miró a Eldrinn, que se negaba a levantar la vista de su libro de conjuros.

—Puede que Eldrinn no deba…

Q’arlynd puso la kiira en manos de Baltak.

—Tus manos son más firmes. Hazlo tú.

Baltak sonrió con sorna. Avanzó hacia el quitinoso, sacó un trapo del bolsillo y con él limpió la fina capa de aceite que cubría la frente de la criatura.

—Problema resuelto —dijo, tirando el trapo a un lado, mientras sostenía con una mano la kiira.

—Ya podemos hacerlo.

—Cuando yo dé la señal —recordó Q’arlynd, levantando la mano.

Esperó a que los demás enlazaran su mente con él, y de ese modo se abrió camino a la fuerza, una vez más, en los pensamientos del quitinoso. Cuando dio la señal, Baltak presionó el cristal sobre la frente de la criatura —con la fuerza suficiente como para causarle una herida— y dio un paso hacia atrás.

En la mente de Q’arlynd, y a través de él en la de los cuatro magos unidos a la suya, entró una corriente de imágenes fragmentadas. Las torres de una ciudad de la superficie. Una cara de piel bronceada. Una porción de un complejo gesto de una mano. Una puerta de piedra. Una serie de páginas que recorrían la mente del quitinoso como si las arrastrara una profunda tormenta, deprisa, más deprisa másdeprisamásdeprisamás…

En las sienes de Q’arlynd se manifestó un dolor intenso en el momento en que salía rechazado de la mente del quitinoso. En ese mismo instante, oyó un ruido de cadenas. El quitinoso estaba colgado de los grilletes, muerto. De las ventanas de su nariz salía un fino polvo gris y goteaba en el suelo: era el contenido de su cerebro, reducido de inmediato a ceniza.

Baltak meneó la cabeza.

—Por todos los dioses. Eso duele.

Eldrinn parpadeó rápidamente, olvidando el libro que tenía en su regazo. Zarifar sintió un escalofrío. Piri pegó la espalda a la pared y murmuró un conjuro protector.

Q’arlynd apretó los dientes, lleno de frustración. El quitinoso estaba muerto, al igual que la anterior criatura que habían sometido a la misma prueba. Fue hacia él y extrajo el anillo de esclavo de su dedo sin vida.

—¿Y bien? —preguntó a los demás—. ¿Quiere alguno de vosotros tratar de interpretar esas páginas?

Eldrinn y Piri negaron con la cabeza.

Baltak frunció el ceño.

—Pasaban demasiado deprisa para mí.

Zarifar agitó las manos como si estuviera tratando de atrapar los textos que acababa de ver.

—Algo así como… mariposas de cueva. Izquierda… derecha…

Eldrinn repetía el gesto que todos habían visto, cruzando los dedos corazón e índice de la mano derecha y describiendo un círculo cerrado con el pulgar. Q’arlynd lo observaba, expectante. El chico había leído algunos textos arcanos; tal vez había reconocido el conjuro al que pertenecían.

—¿Y bien?

Eldrinn bajó la mano.

—Lo siento, pero no tengo ni la menor idea de lo que significa.

Q’ar1ynd asintió, frustrado, con un leve gesto de la cabeza.

—Esas torres…¿Eran las de Talthalaran? —preguntó Baltak.

—Podrían serlo —respondió Q’arlynd—, pero eso no nos va a ayudar mucho. La ciudad ha sido arrasada hasta los cimientos.

—Tal vez deberíamos buscar en las ruinas —insistió Baltak—. Quizá encontremos allí otra kiira

—No la hay —saltó Q’arlynd—, pero te animamos a que inicies la búsqueda, si te parece.

Baltak se calló.

—Esa puerta —terció Zarifar—. Había… —Como de costumbre su voz se diluyó, y él no completó su pensamiento; con el índice trazó una línea en el aire—. Esquemas.

Q’arlynd suspiró a causa de la frustración. Eso no los llevaría a ninguna parte.

—La puerta… —dijo Eldrinn con un murmullo—. Yo…

Q’arlynd se dio la vuelta. De nuevo los ojos de Eldrinn tenían una mirada distante.

—¿La reconociste, Eldrinn? ¿La habías visto antes?

La mirada de Eldrinn se despejó, y él saltó de su asiento y empezó a caminar por la sala.

—¡Ojalá lo supiera!

Cuando pasó ante el quitinoso, se detuvo y arrugó la nariz

—¿Qué olor es ese?

—A muerto —respondió Q’arlynd.

Los intestinos del quitinoso se habían vaciado en el momento de la muerte, y la habitación apestaba. Q’arlynd sintió pena por la criatura, aunque fuera un animalito feroz. Se recordó a sí mismo la necesidad de sacrificarlo. Al menos le había dado una muerte rápida, más rápida que la que habría tenido a manos de los cazadores o de una sacerdotisa de Lloth.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Baltak—. ¿Compramos otro esclavo y volvemos a probar?

Q’arlynd negó con la cabeza.

—Eso tiene que esperar. Eldrinn y yo saldremos de viaje muy pronto. Estaremos fuera… algún tiempo.

Eldrinn asintió.

—Órdenes de mi padre. Una misión comercial a Sschindylryn, en representación del Colegio.

Baltak señaló la kiira.

—Pero eso se va a quedar aquí, ¿verdad? Los demás podemos seguir adelante mientras vosotros estéis fuera.

—No —respondió Q’arlynd—. En el Colegio de los Antiguos Arcanos, o se trabaja en grupo, o no se trabaja.

Baltak frunció el entrecejo, pero su mirada se clavó con avidez en la kiira.

—Está bien. Esperaremos hasta que volváis.

Q’arlynd notó que se instalaba la frustración en su interior.

«¡No podemos esperar!», habría tenido ganas de gritar. ¡Para su regreso ya podría ser demasiado tarde! Pero no se lo podía decir a los demás. Sólo Eldrinn conocía la amplitud de la crisis que se avecinaba. Él y Q’arlynd habían tenido mucho cuidado en ocultárselo a los otros, por más que estuvieran unidos mentalmente a ellos. El chico no era estúpido; si trascendía algo acerca de que el Colegio de la Adivinación estaba en la cuerda floja, alguien podría estar dispuesto a darle un nuevo golpe.

Eldrinn miró fijamente al quitinoso muerto.

—Estamos perdiendo el tiempo con estas razas inferiores. Necesitamos probar con un drow.

—¡Buena idea! —gritó Baltak—. ¿Qué tal un cautivo de guerra, alguien que no le importe a nadie?

—¿Y que pasa con el cuerpo? —susurró Piri desde el fondo de la sala.

El mago señaló a Zarifar, que había estado dando vueltas alrededor del quitinoso y en ese momento estaba ocupado revolviendo con su bota en la ceniza que había a los pies de la criatura.

—Todo el que vea el cadáver se va a preguntar qué conjuro quemó su cerebro con tanta precisión.

—Desintegraremos el cuerpo —respondió Baltak—. O podemos usar cal viva.

—Estás olvidando algo —intervino Q’arlynd—. Si el experimento tuviera éxito, el cautivo de guerra se enteraría de los contenidos de la kiira al mismo tiempo que nosotros, incluido, tal vez, un conjuro que podría permitirle escapar. —Miró fijamente a los demás—. No queremos compartir nuestra piedra de la sabiduría con nadie más, ¿no es así?

—Creo que tienes razón —admitió a regañadientes Baltak.

—Has olvidado por completo mi propuesta —terció Eldrinn.

Q’arlynd se volvió hacia él.

—No estaba hablando de cautivos de guerra, sino de mí. Yo podría ponerme la kiira.

La respuesta de Q’arlynd fue inmediata.

—No.

—La kiira no quiere matarme. Lo sé. Tengo un… presentimiento al respecto. Es casi como… —Eldrinn miró la piedra de la sabiduría—. Una adivinación, o… algo así.

—Presentimiento o no —dijo Q’arlynd—, mi respuesta sigue siendo no. Es demasiado arriesgado.

Eldrinn se puso de pie, con las manos apoyadas en las caderas.

—¿Por qué no me dejas intentarlo, Q’arlynd? ¿Temes que mi padre se entere?

Q’arlynd casi se echó a reír. Sin quererlo, Eldrinn había puesto el dedo en el problema. Q’arlynd ya sabía que la piedra de la sabiduría no mataría al muchacho. Tenía una imagen muy elaborada de lo que debía de haber pasado aquella noche en el Páramo Alto. Eldrinn había echado a correr cuando el monstruo había atacado al soldado que se había llevado consigo como guardaespaldas. Sabiendo que sus conjuros eran demasiado limitados para lidiar con el monstruo, Eldrinn debía de haberse entregado con desesperación a la kiira y haberse sentido incapaz de manejarla. Por alguna razón la piedra de la sabiduría no había reducido su cerebro a cenizas —Q’arlynd todavía estaba tratando de imaginarse esa parte—, pero había dejado my débil la mente del chico.

Si Eldrinn probaba con la kiira por segunda vez y quedaba reducido al estado de un caracol, Q’arlynd se vería obligado a explicar cómo había pasado. El maestro Seldszar no era tonto; adivinaría que no habían sido precisamente los «predadores mágicos» del Páramo Alto los que habían desorganizado la mente del chico la primera vez. No quedaría ninguna mente sin examinar hasta que descubriera lo que había pasado realmente. En el momento en que se enterara de la existencia de la kiira, la reclamaría para su Colegio y justificaría su apropiación como compensación de lo que había tenido que gastar para curar a su hijo. No una sino dos veces. Y desaparecería la piedra fundamental sobre la que esperaba edificar su escuela.

—Bien —volvió a la carga Eldrinn—, ¿es mi padre quien te preocupa?

Q’arlynd dejó escapar un suspiro. Padre era un término que él no había usado nunca. Era un término tomado de los elfos de la superficie; los drows de Ched Nasad nunca lo habían usado. La descendencia era matrilineal, y siempre había sido así. La idea de un consorte que reclamara a los hijos como propios resultaba absurda.

—Mi respuesta sigue siendo no —insistió Q’arlynd, que señaló al quitinoso muerto—. No quiero verte reducido a eso.

—No lo estaré —protestó Eldrinn—. Tengo una idea, una idea a prueba de tontos —dijo, y esbozando una sonrisa, sacó la hebilla con que se recogía el pelo y la levantó en el aire para que todos la vieran—. Esta es una hebilla para emergencias —los ilustró.

—¿Qué es exactamente? —preguntó Baltak.

Eldrinn sonrió.

—Algo creado por los artesanos de nuestro Colegio. Mantiene cualquier conjuro que se incorpore a ella hasta que se dé una condición que elija el conjurador; luego lo libera. El conjuro tiene que afectar directamente al conjurador, y sólo puede ser un detector de conjuros menor, pero el conjuro que tengo en mente es perfecto. Se me ocurrió la idea a la vista del quitinoso.

—Adelante —incitó Q’arlynd, intrigado a su pesar.

—Incorporaré a la hebilla un conjuro muy concreto que hará las veces de la kiira de contingencia. En el instante en que la piedra de la sabiduría trate de matarme, aparecerá grasa en mi frente. El cristal no podrá adherirse. Resbalará, como lo hizo en la frente del quitinoso.

Q’arlynd asintió. Así pues, había sido eso lo que había pasado. Ahora entendía lo de los restos de grasa que había visto en la frente de Eldrinn cuando había encontrado al muchacho en el Páramo Alto. Eso explicaba por qué Eldrinn había sobrevivido en su primer intento de usar la piedra de la sabiduría. En realidad, era algo triste no poder decírselo al chico.

Se dio cuenta de que Eldrinn seguía esperando su respuesta.

—Usar la hebilla de contingencia es una gran idea…

Eldrinn sonrió.

—… pero no voy a permitir que te arriesgues.

La sonrisa se borró de los labios del muchacho.

—Funcionará —dijo él con entusiasmo—. Lo sé.

Q’arlynd fijó la mirada en la kiira.

—Estoy seguro de ello.

Zarifar seguía jugando con la ceniza, pero Baltak y Piri miraron a Q’arlynd con atención.

—Se trata de la vida de Eldrinn —aventuró Baltak—. Si él quiere…

—No —lo cortó Q’arlynd, y las siguientes palabras salieron de su boca sin que pudiera detenerlas—. Yo lo haré.

Eldrinn abrió la boca, sorprendido.

—Dame tu hebilla de contingencia —le pidió Q’arlynd—. Es algo que puede usar cualquier mago, ¿no es así?

Eldrinn estuvo a punto de mentir —Q’arlynd pudo verlo en sus ojos—, pero luego asintió a regañadientes.

—Siempre y cuando la lleves puesta, sí.

—¿Incluso aunque seas tú el que lanza el conjuro a la hebilla?

Otro asentimiento con una sonrisa forzada.

—Bien —dijo Q’arlynd—. Hazlo, pero establece una contingencia un poco más amplia para que se dispare el conjuro. En lugar de algo que me mate, formula que cualquier cosa que pueda dañarme desencadene el conjuro. ¿Está claro?

Eldrinn asintió.

Un momento después, todo estaba preparado. La hebilla de contingencia había sido embrujada y prendida en el cabello de Q’arlynd. Él tenía la kiira en las manos. Todo lo que hacía falta era que la apretara contra su frente.

Q’arlynd dudó. ¿Se atrevería?

Claro que lo hizo. Tenía que hacerlo. Sería ni más ni menos que una caída libre desde una cornisa. Pasara lo que pasara, la hebilla de contingencia lo recogería en el momento preciso. Su sangre ya palpitaba como anticipación del salto mental.

Hizo levantarse a Eldrinn y a los demás de las sillas, y luego se sentó. Levantó lentamente la kiira hasta la altura de los ojos. Los demás no apartaban la vista de él, ni siquiera Zarifar.

—Conectaos conmigo —les pidió.

Lo hicieron.

Q’arlynd se detuvo un instante para asentir mentalmente a sus compañeros. Baltak se mantuvo erguido y afirmado en sus anchos pies. Zarifar cerró los ojos e imaginó una vez más un esquema que los pusiera en relación a todos. Piri levitó cerca de la puerta, aparentemente preparado para salir disparado por ella. Eldrinn asintió vigorosamente, como para asegurarle a Q’arlynd que todo estaba realmente bien.

A dondequiera que la kiira llevase a Q’arlynd, todos estaban dispuestos a seguirlo.

—Deseadme suerte —pidió Q’arlynd, y apretó la kiira contra su frente.

Los ojos de Eldrinn brillaron.

—Buen…

Q’arlynd se estremeció. Frío. Sintió frío. Le temblaron las piernas.

Soltó una mano para estabilizarse y tocó la piedra. Levantó la vista y se dio cuenta de que estaba de pie frente a una enorme puerta de piedra. Las tallas le resultaban familiares, pero no podía imaginar por qué. Sabía que había visto la puerta antes en algún lugar, pero…

¿En qué parte del Abismo estaba?

Bajo tierra, en algún lugar de la Antípoda Oscura. En alguna parte que no reconocía. Ante él se abría un pasillo cuyas paredes estaban iluminadas con el débil resplandor del Faerzress, y que finalizaba en la puerta. En el aire había olor a humedad, y el suelo estaba cubierto de polvo. Además, había huellas de pisadas, un montón de huellas. También había herramientas: picos, palancas y una bomba de piedra incendiaria cuya visión hizo retroceder de un salto a Q’arlynd. Era una bomba de las que aún se encontraban entre las ruinas de Ched Nasad y estaba detonada, aunque su magia se disparaba mucho tiempo después de haber estallado. Había un agujero profundo y quemado en la piedra, exactamente a la derecha de la puerta. Q’arlynd se introdujo en él y vio que la puerta tenía más espesor que la profundidad del agujero que la piedra incendiaria había quemado.

La adivinación de por qué alguien habría hecho aquello sólo apartó por un instante su mente de la cuestión central de dónde estaba y cómo había ido a parar allí. Lo último que podía recordar era haber hablado con Eldrinn y con los demás a los que había invitado a unirse a su escuela. Habían estado en la residencia de Eldrinn en Sshamath, en la cámara de experimentación, esperando a que los dos esclavos grimlock encadenaran a la pared al quitinoso para que ellos pudieran realizar un experimento con la…

Q’arlynd miró al techo, buscando la palabra. Flotaba fuera de su alcance. Algo pequeño y puntiagudo, y…

Se volvió a alejar.

Eldrinn. Fuera lo que fuese el experimento, tenía algo que ver con él.

Q’arlynd cerró los ojos y trató de pensar. Sus pensamientos se retrotrajeron al momento en que había encontrado al chico deambulando por el Páramo Alto, entre las ruinas de la antigua Talthalaran. Eldrinn había sido víctima de un conjuro de debilidad mental, y no podía recordar nada sobre…

Q’arlynd comprobó que su cara estaba pálida. ¿Le había ocurrido lo mismo a él?

Entonces, volvieron a él las palabras. Una frase retumbaba en su cabeza como un canto rodado en una taza vacía. Lo dijo en voz alta:

—Debo hacerlo volver.

Frunció el entrecejo. ¿Volver qué? ¿Y adónde?

Se colocó frente a la puerta. Tenía dos veces su altura y estaba tallada con un diseño habitual: elfos y dragones, hombro con hombro y sosteniendo en la mano rollos de pergamino, como si estuvieran lanzando conjuros. Una sola palabra, escrita en el arcaico alto drow, remataba en arco el diseño. Parecía un nombre: «Kraanfhaor».

La puerta no tenía ni pomo ni bisagras. Se asemejaba a una lápida de piedra, pero algo le decía a Q’arlynd que era una puerta. Tocó la superficie con los nudillos y pronunció un sencillo conjuro de una palabra: «¡Obsul!».

No ocurrió nada. Extrañamente, eso era ni más ni menos lo que él esperaba.

En el pasillo que tenía delante resonó una voz que lo sorprendió.

—¡Q’arlynd!

Era la voz de Eldrinn. Él sabía que Q’arlynd estaba allí. Tal vez no sabría por qué.

Q’arlynd oyó pasos que se acercaban cada vez más deprisa.

—Q’arlynd, ¿estás ahí? —preguntó una voz diferente de varón.

Se dio la vuelta y vio a Eldrinn corriendo por el pasillo, seguido de Baltak y Zarifar. Piri se encontraba mucho más lejos; avanzaba por el pasillo con toda cautela. Alexa, la hembra de Eldrinn que era su esposa, también venía con ellos. Tenía más o menos la edad de Eldrinn; sobre la frente lucía un flequillo recto y destacaba su ancha boca. Vestía un delantal de cuero con manchas de amarillo sulfuro y listas de rojo ocre. Daba la impresión de que acababa de salir de un laboratorio mágico. Se detuvo delante de los demás y se quedó con los brazos en jarras.

—Bien, muchachos —dijo con una voz ronca producto de haber inhalado el humo de sus experimentos—, lo habéis encontrado. ¿Puedo volver ahora a mis pociones?

—Aguarda un instante, Alexa —pidió Eldrinn, que observaba la puerta con una extraña expresión en su rostro—. Es la misma que vimos —murmuró.

Los demás asintieron.

Eldrinn apartó los ojos de la puerta y se acercó más a Q’arlynd.

—¿Estás bien?

Q’arlynd abrió la boca. La cerró. Volvió a abrirla.

—En realidad, no tengo ni idea. —Mientras lo decía se miró a sí mismo. Su cuerpo, al menos, parecía bastante normal. «¿Soy yo?», se preguntó.

Baltak también se le acercó.

—¿Por qué te teletransportaste?

Q’arlynd se limitó a mirarlo. Así pues, por eso estaba allí. Se había teletransportado.

Calma. Tenía que mantener la calma.

Piri se unió al grupo.

—Dijiste algo. —Tenía la vista en la puerta, pero su mirada acabó centrándose en la frente de Q’arlynd—. Tengo que devolverla, dijiste; luego te desvaneciste.

Alexa se aproximó.

—¿Devolver qué?

Eldrinn captó la mirada de Q’arlynd; se lo veía preocupado.

—Lo siento —murmuró el chico—. Todos insistieron en venir. Tuvimos que echar mano de un círculo de teletransportación para poder hacerlo juntos, y el más cercano estaba en el Colegio de la Conjuración. Tuvo que prestarnos ayuda Alexa para activarlo, y, a pesar de todo, fueron necesarios tres intentos para hacerlo funcionar. No tratábamos de ponerte en un compromiso trayéndola a ella. Puedes creerme.

—Lo comprendo —respondió Q’arlynd, pero no era así.

Entendió que Eldrinn estaba preocupado por haberlo hecho enfadar, y que Alexa no debía estar allí. Pero el porqué —y también dónde estaba en ese momento— seguía siendo un misterio.

Baltak dio la vuelta alrededor de Q’arlynd, observándolo con detenimiento. Se detuvo frente a él y fijó su mirada en la frente, como si estuviera tratando de hacer un agujero para mirar dentro. De la frente de Baltak saltaron chispas de fuego mágico. Q’arlynd comprendió que Baltak intentaba penetrar en su mente.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, rechazando la intromisión.

—¿Dónde está? —preguntó Baltak.

—¿Dónde está qué?

—La kiira.

Alexa abrió los ojos, sorprendida.

—¿Tiene una kiira?

Q’arlynd sintió que lo atravesaba una corriente helada. Algo iba mal. Muy mal. Sintió que se le retorcía el estómago como si fuera un pez ciego fuera del agua.

—Una kiira —susurró.

Entonces, había sido eso lo que había ocurrido. No cabía duda de que había sido lo suficientemente tonto como para tratar de encajar una piedra de la sabiduría. ¿Por qué?

Luego, recordó el aviso de Miverra. En el plazo de diez días, o tal vez menos, los conjuros de adivinación serían imposibles y el Colegio de la Adivinación podría venirse abajo. Q’arlynd necesitaba que su escuela fuera reconocida antes como Colegio.

Para que eso ocurriera, debía acelerar los experimentos con la…, con la kiira, supo de pronto. Tenía que recuperar y dominar… los conjuros de la… de la kiira.

Como un relámpago se le vino a la cabeza una imagen: sostenía una piedra de la sabiduría en sus manos.

¡Por todos los dioses! Se había puesto una kiira en la cabeza.

Debía de estar loco.

Alexa se acercó más y pasó una mano por la talla de la puerta.

—¿Qué lugar es este? —preguntó al mismo tiempo que estiraba la cabeza para observar la inscripción—. Kraanfhaor. ¿Qué significa? ¿Es el nombre de una antigua Casa?

—No es de una Casa, sino de un Colegio —dijo Piri con voz suave.

Q’arlynd se pasó una mano por el pelo. Le temblaban los dedos. No tenía ni idea de lo que estaba hablando Piri, pero aceptó que lo había hecho quedar como un tonto ante los demás. Se dio cuenta de que usaba el tono de un maestro examinando a un alumno.

—Di a todos lo que sabes sobre ello, Piri.

—Leí sobre este lugar en un texto escrito por elfos de la superficie. La información era sucinta. Sólo decía que, al parecer, la Puerta de Kraanfhaor era la entrada a un antiguo Colegio del mismo nombre, el cual se remontaba a miles de años atrás, a la época anterior al Descenso. También decía que docenas de aventureros habían tratado de abrir la puerta y todos habían fracasado. —Piri frunció el entrecejo—. Eso es todo lo que hay, pero creo que podemos adivinar el resto. —Miró de reojo a Q’arlynd—. Fue aquí donde encontraste la kiira, ¿verdad?

—Que el Abismo me trague —soltó Baltak—. Entonces, ¿estamos en las ruinas de Talthalaran?

En cierto modo, así lo parecía. Eso ayudó a Q’arlynd —un poco— a saber dónde estaba: en algún lugar bajo el Páramo Alto. En Talthalaran. Pero ¿cómo había podido teletransportarse hasta allí? Durante los meses que había pasado buscando las ruinas de la ciudad había encontrado una o dos cámaras subterráneas que habían sobrevivido al Desastre Oscuro, pero ninguna que se pareciera a esa. Estaba seguro de no haber visto nunca ese lugar. Salvo, tal vez, la puerta…

Volvió a fijarse en ella. No, estaba equivocado. Decididamente, no la había visto nunca.

¿Cómo, pues, se había teletransportado hasta allí?

Entonces, lo invadió un terrible presentimiento: debía de haberla visto antes. Quizá incluso hubiera estado allí antes. La kiira había abierto un agujero en su memoria para sacar trozos de la misma como si una mano hubiera arrancado una frágil telaraña.

Eldrinn tenía la mirada fija en la puerta.

—¿Sabes una cosa? Tengo la extraña sensación de haber estado aquí alguna vez, frente a la Puerta de Kraanfhaor.

Q’arlynd se mostró receloso de pronto, pero no supo por qué.

—Recuerdo… —Eldrinn ladeó la cabeza y entrecerró los ojos—. El Páramo Alto. Alguien que me gritaba. Algo en mis manos. —Hizo ademán de llevarse las manos a la frente, pero se detuvo bruscamente. Abrió de golpe los ojos y miró a Q’arlynd—. Yo tenía la kiira, ¿no es verdad? Cuando me encontraste en el Páramo Alto. La probé y debilitó mi mente, y olvidé todo lo relativo a ella. Y ahora te está pasando a ti lo mismo, salvo que tú no tienes debilitada la mente porque sabías cómo formular la contingencia.

—Es… posible —admitió Q’arlynd.

Eldrinn entrecerró los ojos.

—Me mentiste —dijo con voz firme y tranquila—. Tú no encontraste la kiira. Lo hice yo. Y tú te apoderaste de ella.

Un sudor de origen nervioso empezó a resbalar por la espalda de Q’arlynd. El chico lo había acusado, y los demás estaban pendientes de ambos. Si Q’arlynd no respondía algo rápidamente, podría irse todo a pique. La relación que había consolidado con Eldrinn y los otros tres magos seleccionados como aprendices —por no mencionar la fuente de ingresos que representaba el padre del muchacho—, todo se desmoronaría.

Pero ¿qué podía decir?

Entonces, se le ocurrió. Incorporándose, habló con tono autoritario, como una madre matrona dirigiéndose a un niño.

—Estás vivo, Eldrinn —dijo con severidad—. Cualquier otro drow te habría matado, o te habría abandonado a tu suerte en el Páramo Alto, como alimento de los monstruos que pululan por allí. Por el contrario, yo no sólo te salvé la vida, sino que también te invité a compartir conmigo los conocimientos que pudiera contener la kiira. ¿Y cómo me pagas?

Los demás magos estaban pendientes de Eldrinn. El tablero de sava se había dado la vuelta. El chico se estremeció. Abrió la boca, luego la cerró, y finalmente, murmuró a regañadientes una disculpa.

—Lo siento, Q’arlynd.

Q’arlynd la aceptó, asintiendo con la cabeza; luego se volvió hacia los demás.

—¿Alguno de vosotros me vio poner en su lugar la kiira?

—Debes de haberlo hecho —respondió Baltak—. Ha desaparecido.

—Sí, pero ¿me habéis visto?

—No, directamente —intervino Eldrinn, que recuperó la voz—. Pero pasaron sólo unos instantes entre el momento de tu teletransportación y mi escudriñamiento; probablemente te teletransportaste hasta aquí directamente. Cuando te vi en el cuenco, estabas de pie con la mano apoyada sobre la puerta, como si acabaras de cerrarla.

—Entonces, no estás seguro de que yo la haya abierto —insistió Q’arlynd—. Tal vez la kiira siga conmigo, o esté en algún lugar cercano. Examinadme.

—De acuerdo.

Eldrinn sacó del bolsillo una ramita ahorquillada y susurró un rápido encantamiento. La mantuvo suspendida sobre la cabeza de Q’arlynd, luego la pasó por la parte delantera de su cuerpo y después por la parte posterior.

—No la tienes —dijo finalmente—. Y… —añadió, dando una vuelta por la estancia— aquí no está. Al menos, no está de este lado de la puerta.

El corazón de Q’arlynd empezó a latir desaforadamente.

—Entonces, «la puse en su lugar», ¿no es así?

Se volvió lentamente hacia la Puerta de Kraanfhaor. Si se trataba de lo que él sospechaba, tenía a su alcance un conocimiento que sobrepasaba sus sueños más alocados.

—Es una extraña selección de palabras que me lleva a preguntarme lo que hay tras esta puerta. ¿Una biblioteca con docenas de antiguas kiiras? ¿Cientos? ¿Miles?

Hizo un alto para recuperar el aliento, conteniendo a duras penas las ganas de reír de felicidad a grandes carcajadas. Si esa puerta se pudiera abrir, no importaría que el Colegio de la Adivinación se viniese abajo. Al otro lado de la puerta había un tesoro oculto que podría usar para comprar todo el poder y el prestigio que pudiera ansiar un mago.

Suponiendo que fuera eso lo que realmente se escondía detrás de la puerta.

Miró a los demás y sonrió al ver que empezaban a esbozar sonrisas y que sus ojos brillaban. Incluso Zarifar estaba prestando atención. Y también Alexa, pero eso no podía ayudar.

Q’arlynd iba a invitarla finalmente a unirse al Colegio como su quinta aprendiz, más que nada para asegurarse su silencio. Por suerte tenía el anillo correspondiente en el bolsillo. Podría necesitarlo para comprobar su posible lealtad.

—En lugar de pelearnos acerca de quién tuvo primero la piedra de la sabiduría —sugirió—, deberíamos hacernos una pregunta más importante —concluyó, y apoyó una mano sobre la puerta—: ¿Cómo podremos volver a abrirla?

Eldrinn empujó ligeramente con el pie la bomba de piedra incendiaria vacía.

—Aparentemente es imposible.

—Estás equivocado —respondió Q’arlynd—. Yo acabo de abrirla, ¿no es así? Y si tú tuviste la kiira antes que yo, Eldrinn, la debiste sacar de algún sitio; tal vez abriste también la puerta. Sólo tenemos que entender cómo se hace.

Se volvió hacia los demás.

—Piri, quiero que estudies ese texto que leíste para buscar otras pistas. Baltak, tu podrías tratar de asumir diferentes formas; tal vez la puerta responda a una raza en particular. Alexa puede proporcionarnos teletransportaciones de ida y vuelta entre Sshamath y este lugar, suponiendo, claro está, que esté dispuesta a unirse a nuestra escuela y a no contar a nadie lo de la puerta.

Alexa asintió al instante.

—Y Zarifar puede…

Q’arlynd hizo una pausa; el mago geómetra miraba arrobado hacia un punto por encima de la Puerta de Kraanfhaor, trazando despreocupadamente una pauta en el aire con un dedo.

—Zarifar puede estudiar las… pautas de la puerta, o algo por el estilo. Eldrinn y yo estaremos fuera durante algún tiempo como parte de la misión comercial, pero yo os escudriñaré con frecuencia para comprobar vuestros avances.

Eso sería imposible desde el lugar al que iba Q’arlynd, pero ellos no tenían por qué saberlo.

Levantó un dedo con un gesto que recordaba a un maestro frente a sus alumnos.

—Recordad esto: si alguno de nosotros encuentra la clave, quiero que informe de inmediato a los demás. Cuando sea el momento de abrir la puerta, lo vamos a hacer todos juntos.

Se produjo un rápido asentimiento general.

Sin embargo, Q’arlynd sabía que más le valía no confiar en ellos. Hacía poco que tenían sus anillos, y aún no los habían usado para trabajar en equipo. Uno de ellos, o tal vez más de uno, posiblemente trataría de abrir la puerta por su cuenta mientras él y Eldrinn estaban fuera. Q’arlynd, no obstante, dudaba de que pudieran hacerlo. Él sospechaba que Eldrinn era la clave.

Y Q’arlynd trataba de conservar esa llave en su bolsillo.