Cavatina juntó sus dedos y sus pulgares para formar la luna sagrada de Eilistraee, y se inclinó.
—Lady Qilué, ¿me has mandado llamar?
—Cavatina, mil gracias por haber venido con tanta rapidez.
La suma sacerdotisa levitaba cerca del techo de la Sala de las Espadas, un amplio salón de El Paseo donde las Protectoras de la Canción practicaban sus habilidades. Estaba desnuda, envuelta en su cabello plateado largo hasta los tobillos como si se tratara de una camisa agitada por el viento e hilada ex profeso. El aire que la circundaba estaba lleno de motas de luz de luna, que brillaban con los diferentes colores de la luna cambiante: blanquiazul, amarillo anaranjado oscuro y el rojo puesta de sol reflejados en la hoja curva de la espada con la que danzaba. La Espada de la Medialuna.
Cavatina sintió una punzada de añoranza por el arma. Su mano derecha se cerraba mientras recordaba su perfección, y cómo su empuñadura forrada de cuero se había calentado con la palma de su mano.
—Tengo una misión para ti que necesita de… tu renombre.
La suma sacerdotisa siguió bailando mientras hablaba, respirando con ritmo rápido. Pero su voz no acusaba ni el menor atisbo de fatiga. Qilué había estado bailando la danza de adaptación sin pausa durante nueve días y nueve noches, según la sacerdotisa que había saludado a Cavatina a su llegada a El Paseo. Pero el fuego de plata que fluía en su interior sostenía su cuerpo. Aparte de una gota de sudor, la suma sacerdotisa tenía un aspecto tan fresco como si acabara de iniciar la danza.
Qilué giraba con la espada en equilibrio sobre la cabeza; el punto medio de la hoja, por su parte plana, se apoyaba en sus trenzas plateadas. Con un golpe de cabeza la lanzó al aire, dando vueltas. Luego, la recibió sobre un brazo, la pasó vertiginosamente desde la muñeca al codo, la cambió al otro brazo y repitió la maniobra. Un golpe de ese brazo la mandó al aire girando, se elevó hacia el techo, se frenó y después cayó.
Cavatina dejó escapar un grito ahogado cuando el arma bajó silbando, con la punta orientada a la cara vuelta hacia arriba de Qilué. La suma sacerdotisa se apartó hacia un lado en el último momento y apresó la empuñadura entre sus pies desnudos. Un puntapié devolvió la espada a su mano.
—Estoy reuniendo una fuerza —dijo Qilué mientras practicaba esgrima de sombras con el arma— y la estoy enviando al norte. La comandarás tú. Seis Protectoras…
La espada describió un amplio arco. Qilué la cogió, primero por la punta, entre el pulgar y el índice, y atrajo la empuñadura hacia su mano.
—… y seis Sombras Nocturnas.
Las aletas de la nariz de Cavatina se dilataron.
—Sombras Nocturnas —murmuró entre dientes.
—No los menosprecies —la reconvino Qilué—. Son armas finamente afiladas. Eilistraee los ha aceptado, y tú debes hacer lo mismo.
Cavatina bajó los ojos.
—Lo siento, lady Qilué.
No había tenido la intención de que se oyera su comentario. Sabía que le estaban haciendo un gran honor. La misión debía de ser de una gran importancia cuando se enviaba a las Protectoras. Las espadas cantoras que llevaban consigo abandonaban el templo sólo en circunstancias de absoluta necesidad. Como había ocurrido dos años atrás, cuando Cavatina había sido enviada a la Red de Pozos Demoníacos para recuperar la Espada de la Medialuna, armada con la espada cantora que ahora colgaba de su cadera.
—¿Cuál es nuestro objetivo? —preguntó.
—Ha llegado el momento —respondió Qilué mientras hacía girar la Espada de la Medialuna en torno a su muñeca—. Hay que capturar a un enemigo, a uno que es igual que Selvetarm. —Bajó la mirada para observar a Cavatina a través del campo borroso que creaba el giro vertiginoso de la espada—. A Kiaransalee.
Cavatina respiró hondo. La excitación recorrió todo su cuerpo, aturdiéndola.
—¿Voy a matar a la diosa de la muerte?
—No; con derribar su templo… —empezó Qilué, que transfirió la aleteante espada a la otra muñeca— será suficiente.
—Su templo —repitió Cavatina, incapaz de disimular la desazón de su voz.
Qilué lanzó la Espada de la Medialuna al aire.
—Rodeada por un ejército de no muertos. Cientos. Tal vez miles.
Los ojos de Cavatina se abrieron con asombro cuando se dio cuenta de cuál iba a ser su destino.
—¿La Acrópolis?
—Sí.
—¿Por qué una fuerza tan reducida? Seis Protectoras apenas son suficientes para…
—Y seis Sombras Nocturnas. En total, suman doce. De lo mejorcito que tenemos.
Cavatina respiró hondo.
—Es poco para una cruzada.
—No es una cruzada. —Qilué cogió la espada, la sostuvo con ambas manos por encima de su cabeza y se dejó arrastrar por ella como si estuviera colgando de una cuerda retorcida—. Es un asesinato. Por eso… —dijo, y empezó a girar más deprisa, hasta que la espada curva describió un óvalo borroso en el aire— van los Sombras Nocturnas.
—¿Un asesinato? —La palabra sonaba fuera de lugar en boca de Cavatina. Sugería veneno, un garrote alrededor del cuello. Ella prefería enfrentarse a sus enemigos de manera honorable. Cara a cara, empuñando la espada.
—Piensa que es una cacería —le dijo Qilué, que pegó un brazo a su cuerpo y se detuvo, dejando que la Espada de la Medialuna se deslizara en espiral por el otro brazo, que tenía levantado—. Tienes que cortarle la cabeza a la sacerdotisa —dijo mientras el arma pasaba girando vertiginosamente al lado de su cara— …y el templo caerá.
El arma giró alrededor de su cuello. Con la mano golpeó la empuñadura, de modo que la espada se detuvo. El filo de la hoja curvada se quedó rozando su garganta, ofreciendo la imagen inquietante de una guadaña apoyada sobre un tallo de trigo.
Más perturbadora todavía era la fina línea de sangre que corría por la muñeca de Qilué.
Eso no debía de haber ocurrido.
Cavatina sabía aquello de primera mano; su madre había sido una bailarina de espada. Jetel Xaran se mostraba orgullosa de no haberse cortado nunca —ni una sola vez— con las espadas que empleaba para danzar. Qilué tenía mucha más habilidad; al fin y al cabo era la suma sacerdotisa de su fe. Pero no parecía haberse dado cuenta de un error que podía haberle costado una mano.
Ahora que ya había detenido la Espada de la Medialuna, Cavatina podía ver el punto en que las dos mitades se habían fundido de nuevo, y la inscripción plateada que se interrumpía en ese lugar: «Siempre que tu corazón esté colmado de luz y tu causa sea legítima, no t… fallaré».
La Espada de la Medialuna casi le había fallado a Cavatina. Sólo con la ayuda de Halisstra había sido capaz de imponerse a Selvetarm. Ahora se preguntaba quién la ayudaría en el momento en que Qilué la volviera contra Lloth.
Cavatina estaba empezando a darse cuenta de que la suma sacerdotisa la había olvidado.
Qilué seguía bailando, con la mirada fija en la distancia y la cabeza ligeramente erguida, como si estuviera escuchando una voz apenas perceptible: la espada le estaba susurrando. Cavatina también ansiaba oírla.
Qilué lanzó una brusca mirada a Cavatina.
—¿Algo no va bien?
—No, nada —respondió rápidamente Cavatina—. Dentro de dos noches, a la salida de la luna. Estaré preparada.
El maestro Seldszar se sentó con las piernas cruzadas sobre una plataforma elevada de piedra recubierta con su alfombrilla de meditación. Alrededor de su cabeza orbitaban al menos dos docenas de esferas de cristal apenas mayores que un canto rodado. La mayoría eran transparentes y contenían una imagen miniaturizada de una persona o de un lugar cuyo seguimiento hacía el maestro de la Adivinación, pero una, que Q’arlynd conocía, podía detectar las mentiras expresadas en presencia del maestro.
Aunque el maestro Seldszar atendía a la exposición de Miverra, su mirada se dirigía una y otra vez a los cristales. De su frente brotó un fuego mágico de color verde pálido y se dirigió hacia las esferas, aunque se desvaneció antes de tocarlas.
Los ojos del maestro eran de un amarillo pálido; corría el rumor de que hacía algunas décadas le habían sido cambiados por los ojos de un águila. También su cabello tiraba al amarillo. Combinaba con su piwafwi, que tenía bordados en negro muchos ojos: era el símbolo de su Colegio. El bordado era mágico, y la dirección en que parecía mirar cada ojo bordado variaba constantemente.
Q’arlynd permanecía de pie al lado de la plataforma del maestro. Miverra estaba frente a ella, con los ojos apenas a la altura de la misma. No daba señal alguna de si el maestro la intimidaba.
—Tengo entendido, maestro Seldszar, que los conjuradores de Sshamath están experimentando una extraña manifestación cuando intentan lanzar un conjuro de adivinación. Nuestras sacerdotisas también han notado cosas peculiares cuando cantan un himno de adivinación.
—Fuego mágico —intervino Q’arlynd—, tal como se les manifiesta a nuestros magos. Por eso quería que escucharas lo que lady Miverra tiene que decirte.
Miverra se volvió hacia él.
—No es exactamente lo mismo, Q’arlynd. El fuego mágico parece ser algo peculiar de Shamath.
Q’arlynd luchó por ocultar su sobresalto.
—Pero has dicho…
—No lo hice —dijo Miverra, apretando ligeramente los labios—. Tú hiciste la suposición. Pero lo que quiero decir aquí hoy es igualmente digno del tiempo que me concede el maestro Seldszar.
El maestro lanzó una mirada a Q’arlynd; luego volvió a centrar la atención en las esferas.
—Adelante —le dijo a la sacerdotisa.
—Hay algo que está reforzando al Faerzress que rodea a la inmensa mayoría de nuestras comunidades de la Antípoda Oscura. En las zonas adyacentes al Faerzress, últimamente se está haciendo cada vez más difícil practicar actos de adivinación de cualquier clase, así como…
—¿Teletransportación? —intervino Q’arlynd, comprobando de pronto la razón de la pregunta sobre la liberación de los grimlock.
—Sí. Pero lo más extraño es que sólo en lo que respecta a los drows. Las demás razas no parecen afectadas. Los Faerzress todavía se lo ponen difícil, pero sólo en la medida en que ha ocurrido siempre.
—¿Incluyes a los semidrows entre los drow? —preguntó el maestro Seldszar.
Q’arlynd asintió para sí mismo; Seldszar estaba pensando en su hijo, como era obvio.
—Los semidrows, también.
—Acabas de decir últimamente —observó el maestro Seldszar—. ¿Debo entender que ha estado pasando en otra parte desde hace algún tiempo?
—El primer informe del efecto llegó de un lugar alejado del nordeste hace diez días, inmediatamente después del Festival de la Gran Cosecha —respondió Miverra—, de la región que queda al sur del Mar de la Luna, donde nuestras sacerdotisas habían trabajado durante dos años para traer a los supervivientes de Maerimydra a la luz.
Q’arlynd reconoció el nombre. Maerimydra era una ciudad drow que, al igual que Ched Nasad, había sido invadida y destruida durante el Silencio de Lloth. Había oído que lo poco que quedaba de ella había sido invadido por hordas de no muertos. Incluso habían habido menos supervivientes allí que en Ched Nasad.
El maestro Seldszar tenía los brazos cruzados, y la mano que se ocultaba en la manga de su piwafwi disparó una pregunta a Q’arlynd: «¿Mar de la Luna? ¿Superficie?».
Q’arlynd se volvió hacia Miverra.
—Perdona mi ignorancia, lady Miverra, pero ¿acaso el Mar de la Luna forma parte de los reinos de la superficie?
Ella asintió.
—Se encuentra inmediatamente por encima del Mar de la Luna de las Profundidades, su equivalente en la Antípoda Oscura, dentro del Desierto de las Profundidades.
—¡Ah! —exclamó Q’arlynd.
—Creemos que en esa región se encuentra la fuente del problema —prosiguió Miverra.
—Interesante —comentó el maestro Seldszar.
El tono del maestro era cuidadosamente neutro, pero Q’arlynd se atrevería a asegurar que Seldszar estaba experimentando un ataque de alivio. Cuando habían empezado las manifestaciones, el maestro Seldszar había llegado a la conclusión de que el fuego mágico era un complot para desacreditar a su Colegio. Se había obsesionado con la idea de que los demás maestros estaban conspirando contra él. Debía de sentirse contento de oír que el problema tenía su origen en alguna… otra parte; en algún lugar fuera de Sshamath.
Miverra lo miró.
—La Acrópolis de Tánatos, el mayor templo de Kiaransalee, se —encuentra bajo las Montañas Galena, exactamente al nordeste del Mar de la Luna de las Profundidades. Eso podría ser una coincidencia, pero personalmente no creo que lo sea. Creemos que las arpías están detrás de todo lo que está afectando al Faerzress. Muy pronto sabremos si nuestra suposición es acertada.
—¿Habéis enviado espías?
Ella dudó un instante.
—Preferimos llamarlos «exploradores». Una avanzadilla. Enviaremos lo mejor con que cuenta El Paseo.
—Me sorprende que algo tan lejano nos afecte aquí —observó Q’arlynd—. El Mar de la Luna de las Profundidades está a mucha distancia de Sshamath. A más de trescientas leguas.
—El efecto se está extendiendo —dijo Miverra—. Acaba de llegar hasta aquí. Y está empeorando. Se ha fortalecido mucho en torno al Mar de la Luna de las Profundidades. Cuando se canta allí un himno de adivinación, incluso una simple canción para poner de manifiesto la presencia de un aura mágica, no resulta más difícil de lo habitual, pero no pasa nada. Lo mismo puede decirse de los escudriñamientos, de los conjuros de ubicación, de las visiones a distancia, de la detección del pensamiento o de cualquier forma de magia que confiera sabiduría o amplíe los sentidos. Todos ellos resultan imposibles.
De repente, Q’arlynd se dio cuenta de lo que eso implicaba.
—¿Nos estás diciendo que todo eso va a empeorar aquí?
—Sí. Todos los Faerzress que hemos controlado en los últimos días se han hecho rápidamente más brillantes y más grandes. No hay Faerzress en torno a Sshamath, pero ese indeseado fuego mágico que acompaña a vuestros conjuros tal vez sea parte del mismo efecto. Lo que habéis visto hasta ahora no es más que el principio. Cuando aquí se ponga tan mal como en el Desierto de las Profundidades, os cegará el fuego mágico cada vez que intentéis hacer una adivinación.
La atención del maestro Seldszar estaba íntegramente centrada en Miverra. Las diminutas bolas de cristal pasaban raudas ante sus ojos sin que les hiciera el menor caso.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—A la velocidad que está creciendo… otros diez días, más o menos.
El pulso de Q’arlynd se aceleró. Si la situación empeoraba en Sshamath tal como lo acababa de describir Miverra —si se volvía imposible la adivinación—, el Colegio al que él estaba vinculado se vendría abajo. Cuando se derrumbara, él no tendría fondos para sus experimentos ni un maestro para que propusiese su escuela. Q’arlynd no llegaría nunca a maestro de un Colegio formalmente reconocido, ni se convertiría en miembro del Cónclave. Todo el duro trabajo que había llevado a cabo sería para nada.
A menos, se recordó a sí mismo, que su escuela consiguiera de algún modo el reconocimiento como Colegio antes de que eso ocurriera. Como entidad independiente, el Colegio de los Antiguos Arcanos ya no dependería de nadie.
La mente de Q’arlynd trabajaba a gran velocidad a medida que sopesaba las probabilidades de que se cumplieran las previsiones. Sin duda, sería posible en el plazo de los próximos diez días maniobrar con el maestro Seldszar para que propusiera la aceptación como Colegio de la Escuela de los Antiguos Arcanos, pero había algunos cabos sueltos. Si elevaban la escuela a la categoría de Colegio, era probable que Q’arlynd se convirtiera en maestro sólo de nombre, y que Seldszar fuera el poder real detrás del trono. Incluso podía ser que Seldszar tratara de hacerse con el control directo. Después de todo, su hijo Eldrinn era uno de los aprendices de Q’arlynd, y siempre había la posibilidad de preparar algún accidente.
No, el propio Q’arlynd presentaría la petición ante el Cónclave, sin el beneficio de una postulación formal. De ese modo conseguir que se pusieran de acuerdo los maestros requeriría un milagro, sobre todo si debían hacerlo en los próximos diez días. Había docenas de escuelas en Sshamath, y todas pretendían ser elevadas a la categoría de undécimo Colegio oficialmente reconocido de la ciudad. Q’arlynd tendría que conseguir en primer lugar una audiencia con el Cónclave —tarea bastante difícil, como podía atestiguar Miverra— y convencer a los maestros de que una escuela de la que la mayoría no había oído ni hablar era merecedora de que la elevaran a la categoría de Colegio. Para conseguirlo, tendría que hacer algo realmente impresionante: demostrar la capacidad de ejercer la alta magia, por ejemplo, o algo que se le acercara lo suficiente como para dejarlos con la boca abierta. Y el único medio de lograrlo era desvelar los secretos de la kiira sin perder más tiempo.
Miverra seguía hablando
—… y es por eso por lo que esperamos que Sshamath nos preste su ayuda.
El maestro Seldszar había recuperado su entereza. Su voz era firme como la roca cuando respondió:
—¿Qué propones?
—Nos gustaría compartir con vosotros todo lo que averigüéis. El efecto del fuego mágico es exclusivo de Sshamath; tiene que haber alguna razón para que así sea. También estamos buscando una contribución para cualquier campaña militar que pudiéramos organizar contra el templo de Kiaransalee, en el caso de que nuestras fuerzas no pudieran bregar con el problema.
Q’arlynd recuperó la voz.
—Un ejército nunca alcanzaría el templo a tiempo para que una campaña militar pudiera beneficiarnos. El Desierto de las Profundidades está a leguas de distancia. Según lo que acabas de describir, la teletransportación hasta esa región ya es imposible en este momento.
—Es cierto. Pero contamos con otros medios para llegar hasta la zona: un portal. —Al decirlo miró directamente al maestro Seldszar—. De producirse una campaña contra la Acrópolis, ¿crees que podrías convencer al Cónclave para que se uniera a nosotros?
Q’arlynd esperó con tanta ansiedad como Miverra la respuesta del maestro. Podía adivinar lo que estaba pasando por la cabeza de Seldszar. Aunque hacía poco tiempo que Q’arlynd vivía en Sshamath, sabía cómo se alinearían las piezas en el tablero. La pérdida de la adivinación mágica afectaría a todos los Colegios, pero sus magos dependían de ella en un grado mucho menor. Si necesitaban una adivinación, siempre podían recurrir a un mago humano para que la realizara en su lugar. Los conjuros en los que se especializaban no resultarían afectados; la crisis apenas los perjudicaría. De hecho, podrían sentirse felices de que se derrumbase el Colegio de la Adivinación. El poder se repartiría entre nueve, en lugar de entre diez, y daría a cada uno una porción mayor de la tarta que era Sshamath.
Por otra parte, los demás maestros serían reacios a participar en una campaña que podría costarles un determinado número de soldados y magos de combate dela ciudad. El templo de Lloth en Sshamath era pequeño, pero a partir de la revolución que había diezmado las filas de los clérigos de Vhaeraun, las sacerdotisas de la Reina Araña controlaban la mayor parte de la magia de curación. En lo último que estarían de acuerdo sería en una cruzada liderada por sus odiados rivales. Y sin curación mágica, las pérdidas de cualquier fuerza expedicionaria serían inaceptablemente altas.
Pero aún podría haber una forma de salir adelante en el empeño.
—Maestro, ¿podría consultar algo contigo? —preguntó Q’arlynd.
Miverra le echó una mirada. Q’arlynd le respondió con su mejor mirada de «confía en mí».
El maestro Seldszar señaló hacia la puerta.
—Por favor, lady Miverra, sal un momento.
La sacerdotisa se encogió de hombros, indignada. Sin embargo, un instante después hizo una inclinación de cabeza.
—Esperaré tu respuesta —dijo, y se ausentó de la habitación.
Tan pronto como se quedaron solos, Q’arlynd respiró hondo.
—Maestro, perdona mi brusquedad, pero sé algo acerca de las sacerdotisas de Eilistraee. Mi hermana fue una de ellas, después de todo. Entiendo su manera de pensar. Gran parte de lo que hacen se basa en la confianza —explicó, usando una palabra de los elfos de la superficie para denominar lo que en alto drow no tenía un término equivalente—. Si contamos a Miverra una parte de la verdad, si le damos una pista de la complejidad que entraña lo que está pidiendo, la convenceremos de que tal vez todo lo que podríamos reunir sería una pequeña fuerza.
El maestro miró a Q’arlynd desde su altura.
—Adelante.
—El Cónclave no atenderá todavía la petición de audiencia de Miverra. Los demás maestros se enterarán de que una sacerdotisa de Eilistraee desea hablar con ellos, pero no por qué. Si la podemos convencer de que se vaya tranquila con la promesa de una pequeña fuerza de magos creada exclusivamente por nuestro Colegio, podríamos participar secretamente en la expedición de reconocimiento. A juzgar por sus palabras, la avanzadilla a la que ha hecho referencia todavía no ha salido. Si la fuente del problema resultase ser el templo de Kiaransalee, y si nuestros magos pudieran detener su propagación, o incluso revertirla, entonces tú, maestro, podrías reclamar el mérito de haber solucionado el problema. Nadie del Cónclave tiene por qué enterarse de la crisis a la que se enfrenta nuestro Colegio ni que participamos en una expedición encabezada por las sacerdotisas de Eilistraee. Y si los demás maestros se enteran, bueno… —Q’arlynd se encogió de hombros—. Según mi experiencia, es más fácil pedir permiso una vez pasados los acontecimientos.
El maestro Seldszar cerró los ojos. Sus labios se movían silenciosamente mientras él gesticulaba. Por un momento, brillaron motas verde pálido de fuego mágico sobre sus párpados cerrados. Por un instante, su cara se puso gris y tensa. Pero cuando volvió a abrir los ojos, tenían una mirada resuelta.
—Haremos tal como lo has sugerido. Envía una pequeña fuerza de magos, No un ejército.
Q’arlynd sintió un ligero escalofrío. ¿Quién había hablado de un ejército? Sin embargo, estaba complacido. Una vez más, había probado su valía. El problema tendría su tratamiento, y él podría regresar a sus experimentos. Hizo un gesto hacia la puerta.
—¿Le pido a Miverra que entre?
El maestro Seldszar enarcó las cejas.
—¿Miverra? ¿No lady Miverra?
Q’arlynd tragó saliva. Se aguantó la urgencia de cerrar los dedos sobre la cicatriz de su palma, que indicaba que había prestado el juramento de la espada de Eilistraee. Yo…
—Está bien. Ella confía en ti. Eso puede resultar útil.
«Útil». Q’arlynd tuvo un mal presentimiento al respecto.
Los ojos del maestro volvieron a fijarse en las bolas de cristal.
—Tú también irás en esa expedición, por supuesto.
«¡No! —murmuró en silencio Q’arlynd—. ¡No puedo! ¡Ahora no!».
Sintió la boca seca. Si la expedición de reconocimiento de la sacerdotisa fracasaba y el Colegio de la Adivinación se venía abajo, perdería un tiempo precioso, ese tiempo que podría utilizar para descifrar los secretos de la kiira y aprender los conjuros que podrían impresionar al Cónclave. Pero no podía decirle eso al maestro Seldszar.
Los ojos del maestro se centraron en Q’arlynd.
—¿Hay algún problema?
—Ninguno, por supuesto. Sólo que… —Q’arlynd dudó; el maestro Seldszar había sido meridianamente claro. ¿Cómo podría Q’arlynd decir algo que no resultara ofensivo?
Q’arlynd eligió las palabras cuidadosamente.
—Tal vez no he entendido algo. Yo había pensado que el grupo estaría compuesto por nuestros magos no drows: humanos, elfos de la superficie, adivinadores cuya magia no se viera afectada por los Faerzress reforzados.
El maestro Seldszar sonrió.
—Es obvio que tendremos que contar con ellos. Pero tal como lo has señalado tú, está ese pequeño asunto de la confianza. ¿Se preocuparán realmente los no drows por resolver nuestro problema cuando a ellos no los afecta personalmente? En el caso de que la adivinación se vuelva imposible para los drows, la capacidad de los adivinadores no drows se convertirá en algo de inmenso valor. Puede que abriguen la secreta esperanza de que nuestro Colegio caiga. Ellos son los únicos candidatos posibles para esta misión, pero ¿quién los vigilará? ¿En quién puedo confiar? La elección es obvia: Eldrinn. Él estará a cargo de la fuerza expedicionaria, y tú estarás allí para apoyarlo. La mayoría de nuestros conjuros, según recuerdo, son no adivinatorios y no resultarán afectados por la energía de los Faerzress, ¿no es así?
—Es como dices, maestro Seldszar —admitió a regañadientes Q’arlynd.
Seldszar volvió a centrar su atención en las bolas de cristal.
—Llama a lady Miverra y comunícale mi decisión. Tan pronto como hayamos reunido a nuestros magos, partirán con ella, siempre y cuando esté lista para partir.
Cuando Cavatina entró en la Caverna de la Canción, todas las miradas se volvieron hacia ella. Después de casi dos años, debería haberse acostumbrado a las miradas de admiración; sin embargo, todavía la llenaban de orgullo. Levantó la barbilla y enderezó la espalda. Una sonrisa afloró a sus labios cuando sus compañeras sacerdotisas o bien inclinaron la cabeza o bien hicieron una profunda reverencia, muestras de respeto que indicaban el poco tiempo que hacía que habían dejado atrás las costumbres de la Antípoda Oscura. Además, sus voces iban llenando la caverna de un gozoso sonido.
Al igual que las demás sacerdotisas, Cavatina estaba desnuda, salvo por el cinturón de la espada y el símbolo sagrado que colgaba de su cuello. Desenvainó el arma y dirigió la punta hacia el claro, al trozo de suelo donde la reluciente luz de la luna era más brillante y marcaba la posición de la luna en el mundo, más allá de El Paseo, en ese momento. Mientras cantaba, observó cómo fluían por el suelo olas de color como ondas en un estanque. Bañaban a las dos docenas aproximadamente de sacerdotisas reunidas allí, y también, a modo de pura radiación, la estatua que dominaba la caverna, monumento dedicado al fundador del templo y a su suma sacerdotisa.
La estatua mostraba a una joven Qilué tal como se imaginaba que había estado en el momento en que había derrotado al avatar de Ghaunadaur, mientras su espada cantora se elevaba por encima de su cabeza en un triunfante saludo a la diosa. De hecho, Qilué se había derrumbado inmediatamente acabada la batalla, debilitada y casi muerta después de que Eilistraee se sirviera de su cuerpo como conducto del fuego de plata de Mystra.
En otro punto de El Paseo, los escultores trabajaban a destajo en una estatua pétrea similar, esta para conmemorar la matanza de Selvetarm. Cuando estuviese terminada, la colocarían en la caverna que albergaba las viviendas de las Protectoras. Representaría a Cavatina, empuñando la Espada de la Medialuna a en el momento de dar el golpe de gracia que había decapitado al semidiós.
Con el permiso de Qilué —y Cavatina estaba luchando aún por conseguirlo— la estatua representaría también a Halisstra, con el brazo levantado y la mano extendida después de haberle pasado la espada a Cavatina. Halisstra aparecería con la forma que tenía antes de que Lloth la transformara: como una drow. Sería una ligera falsedad, pero nadie se daría cuenta. Sólo Cavatina y Qilué habían visto el horrible monstruo en que se había convertido Halisstra.
Halisstra había desaparecido después de la muerte de Selvetarm, y ni siquiera Qilué había sido capaz de encontrarla. Cavatina había vuelto a la Red de Pozos Demoníacos en su busca, pero no había hallado ni rastro de la antigua sacerdotisa. Cavatina había luchado por abrirse camino entre las yochlols y había interrogado a punta de espada, de su espada cantora, a los demonios menores, pero los caminos que le indicaban sólo conducían a los pavorosos horrores que se multiplicaban en los dominios de Lloth. Halisstra había desaparecido…, lisa y llanamente. Por fin, consciente de ello, Cavatina había permitido que se sellara el portal Guardia Oscura.
Cantó una plegaria en voz baja implorando a Eilistraee que acogiera el alma oscura de Halisstra si alguna vez encontraba su camino hacia la diosa. Luego, se unió a las demás en el canto del himno sagrado.
Como ocurría siempre que Cavatina visitaba El Paseo, las sacerdotisas encontraban una excusa para sumarse a cualquier actividad en la que ella participase. Aún faltaba algún tiempo para la salida de la luna, que era el momento en el que se desarrollaba la ceremonia del Canto Llano. Pero las novicias y las sacerdotisas de alto rango, conjuntamente, ya estaban danzando en la Caverna de la Canción, de forma individual y por parejas. Cavatina saludó con una inclinación de la cabeza a cada una de ellas al entrar, pero cuando un Sombra Nocturna se coló en la sala de manera furtiva, como si fuera un asesino al acecho, se desvaneció en sus labios el himno que estaba cantando.
Aunque el Sombra Nocturna estaba desnudo al menos, observaba esa doctrina, su cara quedaba oculta por la máscara. El arma que portaba no era una espada, sino una daga de asesino, de hoja ahuecada. Se sentó cerca de la entrada, con la espalda apoyada en la pared, y apuntó su daga hacia el lugar donde se reflejaba la luz de luna de Eilistraee. Luego, empezó a cantar.
Mientras lo hacía, destellos de luz negra se abrieron camino en la luz sagrada de Eilistraee. En la caverna todo eran ojos abiertos de asombro y balbuceos. Ni una sola vez en los veintidós años transcurridos desde la fundación del templo había participado un varón en el sagrado himno dentro de la Caverna de la Canción. Pese a la admisión de los clérigos de Vhaeraun en la fe de Eilistraee, esa tradición aún se mantenía. Los varones podían atravesar la caverna —lo hacían para pasar de un ala de El Paseo a la otra—, pero la Caverna de la Canción era el único lugar en los muchos santuarios de Eilistraee donde se conservaban los antiguos ritos.
Pero esa larga tradición se había roto.
Cavatina palideció por la impudicia del varón. A los Sombras Nocturnas se les había adjudicado otra caverna en otro lugar de El Paseo en la que podían celebrar su culto de acuerdo con sus propias tradiciones. El varón debería haber ido allí para honrar a la diosa según su propio ritual, envuelto en la oscuridad y el silencio.
Según comprobó Cavatina, la única voz que sonaba en la caverna era la del Sombra Nocturna. Las hembras se habían quedado en silencio. Él solo mantenía el himno que se cantaba, de manera ininterrumpida, desde la fundación del templo.
Cavatina tragó saliva —de repente, sintió que su boca estaba muy seca— y reanudó la canción. Su voz luchaba con la del Sombra Nocturna, dado que ambos estaban tratando de arrastrar al otro a un tono más elevado del que era propio del género del cantante. Las demás sacerdotisas, todas a una, reanudaron el canto del himno, forzando al varón a armonizar su voz con la de ellas o a desafinar.
Satisfecha porque se podía mantener la canción sin su ayuda, Cavatina envainó su espada y cruzó la caverna hasta el lugar donde se encontraba el clérigo. Consciente de que todas las miradas estaban centradas en ella, habló con las manos a medida que se acercaba a él, de ese modo todas podían escucharla.
«Los varones no cantan aquí —le indicó mediante categóricos y contundentes movimientos de los dedos—. La Caverna de la Canción es sólo para las sacerdotisas».
El Sombra Nocturna siguió cantando. Volvió los ojos para mirarla. Luego, los arrugó en una sonrisa, frunciendo la cicatriz cercana a su ojo izquierdo.
De pronto, Cavatina lo reconoció. Era el Sombra Nocturna que la había ayudado en la lucha contra la reaparecida del Bosque de Shilmista.
—¡Kâras! —dijo en voz alta—. ¿Qué…?
Él respondió la pregunta a medio formular con su mano libre. «Lady Qilué me llamó a El Paseo. Me uniré a tu expedición».
—Entonces, estás bajo mi mando —exclamó en voz alta Cavatina—. Mi primera orden es que abandones la Caverna de la Canción. Enseguida.
Kâras dejó de cantar a la mitad de la estrofa y bajó su daga. La miró fijamente, jugueteando con el arma como si estuviera probando su equilibrio.
—No estoy bajo tu mando —le respondió midiendo las palabras—. Vengo a dirigir a los Sombras Nocturnas. Pídeme que abandone la Caverna de la Canción, y lo haré. Pero no voy a aceptar tus órdenes. Soy un Luna Negra, equiparable en rango a una Dama Canción Oscura, tu rango por el momento, lady Cavatina.
Cavatina lo miró con furia. ¿Cómo se atrevía? Comprobaría eso.
—Qilué —repitió con rotundidad.
Un instante después la suma sacerdotisa respondió mentalmente.
—¿Qué hay, Cavatina?
—En la Caverna de la Canción ha entrado un varón —respondió a su vez Cavatina—, el Sombra Nocturna Kâras. Él…
—Lo envié a buscarte —respondió Qilué sin dejarla terminar—. Tiene un profundo conocimiento del culto de Kiaransalee. Escucha lo que tiene que ofrecerte; lo necesitarás.
Cavatina apretó los dientes. De vuelta en el bosque, después de que Kâras hubiera desaparecido en medio de la noche, se había sentido frustrada por haberse perdido la oportunidad de saber más de Maerimydra. Debía de ser más cuidadosa a la hora de desear cosas.
—Lo escucharé, pero no lo quiero en la expedición. No está… preparado para recibir órdenes. Cree que es el comandante de los Sombras Nocturnas; se le ha metido en la cabeza que se va a incorporar a la expedición con mi mismo rango.
—Tiene tu mismo rango — respondió Qilué —. Hembra y varón, luz de luna y oscuridad, espada y sigilo, con su trabajo codo con codo para conseguir que los drows vuelvan al mundo de la superficie, tal como lo ha decretado la diosa.
Cavatina se estremeció. Antes de que Eilistraee absorbiera a los fieles de Vhaeraun, Qilué habría dicho «al mundo de la luz», no «al mundo de la superficie». Cavatina se resistió a la urgencia de frotarse las sienes. Pensar en lo que se había convertido la diosa la apenaba.
—Kâras y tú debéis trabajar en equipo —prosiguió Qilué.
Cavatina volvió a apretar los dientes.
—Si esas son tus órdenes, lady Qilué — respondió —, las cumpliré.
—Esas son.
—El hecho es que los varones no tienen permiso para cantar en la Caverna de la Canción — insistió Cavatina, que seguía con la vista puesta en Kâras.
—También eso tiene que cambiar. Le pondré remedio enseguida.
Cavatina estaba furiosa, pero era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que necesitaba salvar la situación, y cuanto antes. Se dirigió a Kâras por signos. «Acabo de hablar con lady Qilué. Puedes cantar con nosotras. Si te quedas o te vas es cosa tuya».
Un instante después, varias sacerdotisas levantaron ligeramente la cabeza, manteniéndose a la escucha. Cavatina oyó también la proclama. Qilué comunicó a los fieles que los antiguos clérigos de Vhaeraun —los que habían aceptado a su dios en su nueva manifestación de Señora Enmascarada— eran bienvenidos al coro de la Caverna de la Canción.
Kâras enfundó la daga en la vaina de su antebrazo e inclinó la cabeza. Levemente.
—Estoy deseando trabajar contigo en nuestra expedición a la Acrópolis, lady Cavatina.
La sacerdotisa entrecerró los ojos. En ese partido, podían jugar dos.
—El mismo deseo tengo yo —dijo ella con una voz dura como el acero— con respecto a ti.