CAPÍTULO DOS

Mes de Eleint

Año de la Cacería (1377 CV).

Halisstra se arrodilló en el suelo, mirando a Lloth. La diosa estaba en su forma de araña; el cuerpo de un negro brillante, los ojos de un carmesí ardiente. Se descolgaba del techo de la habitación ocupado por una telaraña tejiendo lentamente un hilo de descenso.

Halisstra permanecía con la cabeza inclinada, sin atreverse a mirar de frente a la diosa. Cuando miró, la configuración en reloj de arena del bajo vientre de Lloth se estiró mientras su cuerpo se contraía. Apareció una grieta a cada lado de sus mandíbulas en forma de Colmillo. Con una aguda crepitación ambas se agrandaron, hasta que la piel se despegó de su cara.

La diosa se estremeció. Contrayéndose todavía más, liberó el resto de la cabeza de la dura cubierta quitinosa. Después las grietas se prolongaron hasta el abdomen, hasta dejarla finalmente libre. Lloth cayó sobre el frío suelo de hierro, y atrás quedó su muda de piel. El saco vacío, colgado aún del hilo, se retorcía sobre ella.

Cuando se puso de pie, Lloth tomó su forma híbrida, alumbrando una cabeza de drow. Su cuerpo de araña era enorme. Aunque Halisstra tenía dos veces la altura de un drow, podría haber pasado de pie entre las patas de araña de la diosa y le habría sobrado mucho espacio. La nueva piel de aquel cuerpo, brillante y suave, emitía destellos debido a los fluidos que había liberado la vieja piel. A medida que el abdomen latía, tomando aliento, la piel se suavizaba y endurecía hasta lucir un negro brillante.

La diosa giró la cabeza hacia adelante y hacia atrás para librarse de las arrugas de su cuello y apartar el cabello húmedo de los ojos. Su cara era el summum de la belleza: piel de suave terciopelo, orejas delicadamente puntiagudas, cejas blancas arqueadas y labios carnosos.

Era la cara de Danifae, el rostro que había adoptado la diosa después de haberse comido a su elegida.

Los ojos gris pálido de Lloth brillaron con malicia.

—Prisionera de guerra. Tengo hambre. Sírveme.

Halisstra se arrastró hacia ella, tratando de no manifestar la repugnancia que sentía, y se postró ante la diosa. Lloth avanzó hacia ella, haciendo repiquetear sus garras como puntas de espada sobre el frío y negro hierro del suelo. Sus mejillas palpitaron como los dos palpos que surgieron de ellas. Estos se posaron sobre la espalda desnuda de Halisstra y separaron en dos la enmarañada mata de pelo que la cubría. Lloth vomitó.

Al sentir los jugos digestivos sobre su espalda, Halisstra sofocó un grito. Por un instante, sintió una quemazón; el dolor era comparable al de escaldarse. El dolor empezó a hacerse más intenso a medida que los jugos se abrían paso en la carne de su espalda. Podía sentir cómo se disolvía su carne, separándose de sus costillas y de su columna vertebral. Podía sentir el hedor de la bilis y escuchar a Lloth mientras sorbía ruidosamente la carne semidigerida en grandes y golosos bocados.

Halisstra se desplomó, y el peso repentino de su cuerpo quebró dos de las ocho patitas que salían de su pecho. Pero el dolor de la quitina rota no era nada comparado con el que le provocaba su espalda destrozada. Yacía en el suelo apenas consciente, mientras poco a poco dejaban de rechinar las mandíbulas que salían de sus mejillas, a medida que Lloth se cernía sobre ella, comiendo hasta hartarse.

En el pasado, Halisstra había sido una drow, heredera del trono de la Casa Melarn, de Ched Nasad. Ahora era la Dama Penitente, condenada a sufrir eternamente en manos de la hembra a la que antes mandaba. En aquella época, Danifae había sido prisionera de guerra de Halisstra, pero ahora era la elegida de Lloth. Ya no era una drow, se había convertido en parte de la Reina Araña.

Los ruidos de la deglución dejaron de oírse. Lloth soltó una carcajada, un sonido gorgoteante que pertenecía por entero a Danifae. Halisstra sintió que unos brazos la elevaban del suelo —brazos drow— y la acunaban sobre el pecho de una mujer. Lloth había tomado la apariencia de drow. Pese a la disparidad de sus respectivos tamaños, meció a Halisstra como si se tratara de un bebé, acariciando con una mano la carne semidigerida de la espalda a medida que esta se regeneraba poco a poco. Luego, besó a Halisstra; fue un beso largo y brutal, de esos que una matrona plantaba a la fuerza en la cara del hijo de una Casa.

Halisstra torció la boca y sintió náuseas.

Lloth se puso de pie y dejó que cayera al suelo.

—Débil —la amonestó.

Halisstra dejó la cabeza colgando. Incluso después de casi cinco años, la palabra seguía hiriéndola.

Lloth recorrió la habitación en círculo a grandes zancadas, con los brazos extendidos. Las telarañas se pegaron a su piel, cubriendo al cuerpo que una vez había sido de Danifae con una capa de filamentos blancos superpuestos. Chasqueó los dedos para convocar a las diminutas arañas rojas, que correteaban adelante y atrás tejiendo las telas de araña en forma de sudario blanco. Cuando lo hubieron terminado, las arañas se colgaron del dobladillo y de los puños formando una franja viviente. Acurrucada en el suelo, Halisstra observaba a la diosa con el rabillo del ojo, sin atreverse a decir lo que estaba pensando. Antes de caer en desgracia, Lloth había sido la Tejedora del Destino. La diosa necesitaba la ayuda de los arácnidos para fabricar algo tan sencillo como un simple adorno. Todo lo que Lloth tocaba se convertía en un confuso desastre; todas las telas que Halisstra le había visto tejer quedaban torcidas y eran asimétricas, sesgadas en su diseño como la inquieta y confusa mente de la propia Reina Araña.

Halisstra sentía el hormigueo de la carne que se regeneraba mientras los músculos volvían a ocupar su lugar, y el estiramiento de la nueva piel que empezaba a cubrir su espalda. Cuando se sintió con fuerzas se puso de pie y esperó a que la diosa hablara.

—¿Sabes por qué te he convocado a en mi cámara, Halisstra?

—¿Para alimentarte?

La diosa se rio.

—Más que eso. Inténtalo de nuevo.

Halisstra sintió que se le aceleraba el pulso. Habían pasado dos años, según sus cálculos aproximados, desde que Lloth la había encerrado en una celda en lo más profundo de su fortaleza de hierro. En todo ese tiempo, la había sacado de la celda tal vez una docena de veces para alimentarse. ¿Qué nuevo tormento tenía esa vez en la cabeza la diosa?

—¿Me has sacado porque…? —Halisstra hizo una pausa, buscando la más insólita de las respuestas, algo que pudiera divertir a la diosa—. ¿Porque has decidido dejarme en libertad?

Lloth dio un salto y aplaudió.

—¡Exactamente! —gritó—. Te voy a enviar fuera de la Red de Pozos Demoníacos.

Halisstra se postró ante la diosa para esconder la emoción que sentía por anticipado.

—¿Cómo puedo servirte, Señora?

—¿Servirme? —Lloth irguió la cabeza—. Piénsalo otra vez, mortal.

Halisstra fue presa de la duda; no sabía lo que quería decir la diosa. Durante el tiempo que había sido penitente de la reina de la Red de Pozos Demoníacos, había llegado a conocer a Lloth como no le había sido dado a ningún mortal. Pese a ello, no tenía ni la menor idea de cuáles eran los retorcidos caminos por los que estaba transitando ahora la mente de Lloth. Sin embargo, cualquier cosa sería mejor que estar encerrada —prácticamente olvidada— en una celda.

Ese encarcelamiento, según la explicación de la diosa, había sido el castigo infligido a Halisstra por colaborar en la muerte de Selvetarm, el semidiós que había sido el campeón de Lloth. Lo había asesinado —en la Red de Pozos Demoníacos— una sacerdotisa de Eilistraee, Cavatina, Dama Canción Oscura. Cuando todo parecía perdido, Halisstra había puesto en la mano de Cavatina la espada que había hecho posible la muerte de Selvetarm.

Halisstra había esperado que Lloth la alabase por su astucia al haber ayudado a la Dama Canción Oscura. La Reina Araña había proyectado que su campeón fuera asesinado; eso era lo que ella que siempre había querido. Más tarde se había alegrado por el asesinato de Selvetarm; se regocijaba de cómo sus sacerdotes habían derribado sus templos y habían corrido hacia ella como moscas hacia una telaraña.

Luego, había encarcelado a Halisstra.

—¿Adónde me envías, Señora? —preguntó Halisstra.

Lloth soltó una carcajada que dejó escapar por su labios abiertos una gota formada por arañas. Luego, alzó una mano. La habitación de paredes de hierro desapareció.

Halisstra se encontró de pie al lado de Lloth en una monótona llanura azotada por el viento e iluminada por un sol amarillo pálido. Notó el sabor de la sal en sus labios y entrecerró los ojos para evitar la arena arrastrada por el viento, que pinchaba como si se tratara de esquirlas de vidrio. El viento le zarandeó los cabellos y se los aplastó contra la cara. También destrozó el adorno de telaraña de Lloth; lentamente lo redujo a trozos que arrastró el viento.

Uno de ellos chocó contra un montón de sal, de donde sus pegajosos filamentos arrastraron una pequeña cantidad. Un segundo después, todo el montón se derrumbó, como si algo escondido debajo emergiera de repente. Se desplegaron unas enormes alas de murciélago, y una cabeza peluda se sacudió el polvo que le oscurecía la cara. De la cabeza de la criatura, del lugar que habitualmente ocupan las orejas, surgieron de repente unos enormes cuernos. Su boca, cuando la abrió en un perezoso bostezo, mostraba una fila tras otra de dientes como dagas.

Era un balor.

El demonio se desatascó su ancha y chata nariz con una violenta exhalación que le hizo echar unas gotas de fuego por cada ollar, y escupió un lapo de negro alquitrán que cayó en el suelo granizado de sal. Plegó las alas sobre los hombros y perezosamente se rascó el pecho rojo sangre cuando vio a la Reina Araña.

El viento se detuvo. En aquella quietud podía palparse la tensión.

—Lloth —dijo el demonio—. Por fin.

Con cada palabra exhalaba una columna de aceitoso humo negro.

El demonio llevaba atada una espada a su lomo; la hoja, en forma de llama, emitía un brillo blanco caliente. El humo subía en perezosas volutas desde el lugar en que el arma estaba en contacto con una franja de pelo negro que se erizaba a lo largo del lomo del demonio, pelo que envolvía sus nalgas hasta las ingles. En esa oscura maraña había algo bulboso y rojo.

—Después de tantos siglos, ¿has venido, finalmente, a jugar? —preguntó con voz sibilante el balor.

Halisstra sintió que unos dedos se cerraban sobre su cabello.

—No —respondió Lloth con un ronroneo perezoso—. Pero esta sí ha venido.

La Reina Araña empujó hacia adelante a Halisstra, que jadeó al darse cuenta de lo que estaba pasando. Lloth no tenía en mente ninguna misión nueva para ella. Se estaba deshaciendo, de Halisstra como si se tratara de un juguete con el que se había cansado de jugar.

—¡No, Señora! —suplicó con voz entrecortada—. Todavía puedo serte útil. Por f…

La áspera carcajada de Lloth la silenció.

—¿La Dama Penitente —se burló— está rogando? Tendrías que hacer algo mejor que eso en este momento.

—Señora —imploró Halisstra—, ponme a prueba. Haré lo que sea.

—Claro que lo harás —respondió Lloth con una voz tan suave como la seda recién tejida—. Ambas lo sabemos, ¿no es cierto?

El demonio se acercó más. Sus pies acabados en garras hacían crujir el suelo sembrado de sal. Alargó un dedo en dirección a Halisstra; luego dejó caer la mano. Obligada, ella cayó de rodillas. Con el demonio tan cerca, se dio cuenta de que no era mucho más alto que ella; de haber estado uno al lado del otro, sus ojos habrían quedado al mismo nivel. Pero el poder natural que exudaba era casi tan grande como el de Lloth.

Las lágrimas brotaron involuntariamente de los ojos de Halisstra y, deslizándose por sus mejillas, impregnaron sus labios de un sabor salado.

Lloth se rio al darse cuenta de la desazón de Halisstra. Chasqueó los dedos, y un velo de telaraña cayó del cielo. Lo cogió con una mano; luego se volvió hacia el demonio.

—Pronto necesitaré de tus servicios, Wendonai —dijo la diosa—. Hasta entonces, estoy segura de que encontrarás la manera de divertirte. —Señaló con la cabeza a Halisstra; después recogió el cendal de telaraña y se esfumó.

El demonio se cernió sobre Halisstra. Esta cercanía la obligó a oler el hedor del pelo chamuscado y la aceitosa pestilencia de su aliento. Él inclinó su nariz hasta apoyarla en la parte superior dela cabeza de Halisstra e inspiró a fondo.

Se echó hacia atrás.

—Tú no eres… —Se calló, como si de repente hubiera reconsiderado lo que estaba a punto de decir. La obligó a echarse boca abajo y tiró de su cabeza hacia atrás—. ¡Lloth!

No hubo respuesta alguna del cielo vacío.

—¡Lloth!

Incapaz de contener su curiosidad, Halisstra miró al demonio. Estaba irritado por algo. ¿Por el olor de ella? ¿Le había revelado que en el pasado había sido sacerdotisa de Eilistraee?, ¿que servía a Lloth de manera forzada? Fuera lo que fuese, algo había puesto furioso al demonio. A medida que su agitación aumentaba, se iba incrementando la fuerza del viento.

La arena en suspensión bloqueaba la nariz de Halisstra al respirar. El aire estaba saturado del reluciente polvo salino, que volvió a oscurecer el paisaje. Alrededor de las patas del demonio se formaban pequeños montículos mientras él seguía increpando al cielo, sin dejar de gritar el nombre de Lloth. Halisstra se irguió sobre los pies y las manos, pero el demonio no pareció darse cuenta. Animada, empezó a alejarse reptando. Según la capa del Abismo en que estuvieran, podría localizar un portal para regresar al plano del magma primario. Una vez allí, podría demostrar a Lloth que no era una debilucha, que era digna de…

Un pie con garras cayó sobre su cabeza y la lanzó contra el suelo.

—¡Drow! —tronó—. No hay escapatoria. ¡Soy tu amo!

Halisstra sintió el sabor de la sangre; el demonio le había partido un labio.

—Sí, amo —dijo ahogadamente.

El viento amainó.

—Así está mejor —dijo el demonio, que apartó el pie de su cabeza y se agachó delante de ella.

—Te voy a proponer un negocio. Tú quieres tu libertad, y yo quiero a alguien con quien jugar, alguien más… acorde con mis gustos. —Se echó hacia adelante y colocó un dedo ganchudo bajo la barbilla de Halisstra que le atravesó la piel—. Piénsatelo despacio. ¿Hay alguien que quisiera intercambiarse contigo para salvar tu despreciable pellejo?

El suspiro de alivio dejó a Halisstra mareada.

—Hay alguien que… me debe un gran favor.

—¿Cómo se llama?

—Cavatina.

—¿Cavatina? —repitió el demonio paladeando el nombre como si estuviera comiendo algo dulce—. ¿Y qué relación tiene contigo? ¿Amante? ¿Pariente?

Halisstra sintió un enorme alivio. Había dado por supuesto que el demonio no habría oído hablar de Cavatina, y no era extraño, porque había estado enterrado bajo la sal durante cientos de años. Pareció que su apuesta podría salir bien. Cavatina era una Dama de la Espada Cantora, una cazadora de demonios. Una asesina de semidioses. El balor le duraría poco. Un mandoble de la Espada de la Medialuna y el demonio mascota de Lloth caería muerto.

Eso haría que la Reina Araña se arrepintiera de haberle entregado a Halisstra.

Halisstra negó con un movimiento de la cabeza como respuesta a la pregunta del demonio, pero el meneo permitió que la garra se clavara aún más en su carne, lo que le provocó una mueca de dolor.

—Cavatina no es mi amante ni mi pariente. Es una sacerdotisa de Eilistraee. En el pasado salvé su vida. Estoy segura de que se sentiría obligada a hacer lo mismo por mí.

El demonio sonrió, dejando al descubierto sus dientes como puñales.

—Perfecto.

Apartó la garra de la parte inferior de la barbilla de la drow asiéndola con la otra mano y dando un tirón. La garra quedó libre en medio de una efusión de oscura sangre alquitranada. Entonces, tomó la mano izquierda de Halisstra y apretó la garra contra la palma. Fue como si le hubieran echado cera caliente sobre la carne. Cuando todo acabó, sólo le quedó un rugoso callo.

—Cuando encuentres a Cavatina no tienes más que tocarla con esta mano y decir mi nombre —la instruyó el demonio—. ¿Has comprendido?

Halisstra se frotó la palma; ya se había arrepentido de lo que acababa de prometer. La cicatriz de la palma le dolía por la intensidad del calor.

—Sí, lo he comprendido.

El demonio levantó a Halisstra como si su cuerpo fuera tan ligero como una telaraña y la miró fijamente.

—Vete. Encuentra a Cavatina.

Luego, la alzó por encima de su cabeza y la lanzó al aire.

En el cielo se abrió una grieta llameante, y un viento irrefrenable se llevó lejos a Halisstra.

Cavatina corría entre los árboles sin preocuparse de los arañazos que las ramas producían en su piel desnuda. Por la izquierda, podía oír a los batidores golpeando las espadas contra los escudos mientras avanzaban rápidamente por el bosque. La mayoría de las sacerdotisas irían delante de ellos con las espadas desenvainadas para ensartar a todos los monstruos que los fieles legos sacasen a la luz; pero Cavatina prefería cazar sola.

Incluso se había sacado las botas para la Alta Caza; sólo llevaba su símbolo sagrado. La daga de plata ceremonial de filo embotado se balanceaba sobre su pecho mientras corría. También había dejado atrás la mayoría de sus accesorios mágicos, confiando en las bendiciones de la diosa para que la protegieran. Sólo llevaba consigo su cuerno de caza mágico, colgado al hombro por una correa, y su espada.

La espada se balanceaba por efecto de la carrera de Cavatina, y la hoja de plata vibraba en el cálido aire nocturno como la lengüeta de un instrumento de viento. Asiendo la empuñadura firmemente con la mano derecha, Cavatina percibía la capacidad de anticipación del arma. Era una de las veinticuatro armas sagradas idénticas a la espada de la Señora Qilué, forjada, según los himnos sagrados, por la propia Eilistraee a partir de un rayo de luna solidificado. El pomo se había hecho con una piedra lunar blanca traslúcida, que brillaba tenuemente con un resplandor azul cuando la luna la iluminaba. Sin embargo, la mitad de la piedra lunar se había vuelto negra, tan oscura como la mitad de la luna que permanecía en sombra esa noche del equinoccio de otoño.

Oscura como el corazón de un Sombra Nocturna.

Cavatina no quería pensar en eso. Corriendo sola entre los árboles iluminados por la luna, era fácil simular que los cambios que se habían iniciado en el invierno del fatídico año de la Ascensión Élfica no habían ocurrido. Que el culto de Eilistraee seguía siendo lo que había sido. Que la diosa no había cambiado pasado más de un año y medio después de haber asumido a los fieles de Vhaeraun, como era su propio caso.

Cavatina saltó por encima de un tronco caído con la gracia de una gacela. Era alta, de cuerpo fino como el de una espada, y sus músculos estaban tonificados por toda una vida de bailar y luchar. Su piel, negra como una noche sin luna, contrastaba con su larga y marfileña cabellera. Por lo regular, llevaba el pelo recogido en una trenza o en un moño, para que no le cayera sobre la cara y la distrajera mientras luchaba, pero esa noche se lo había dejado suelto. Esa noche se permitía correr al albur, abierta a lo que el Bosque de Shilmista le propiciase. Rezó para que cualquier monstruo que Eilistraee pusiera en su camino resultara un desafío. Algo digno de la espada cantora, y de la Dama Canción Oscura que la empuñaba.

Oyó el clamor de un cuerno de caza. Una sacerdotisa había localizado algo. Se oyó una voz que cantaba en medio de la noche, llamando a las demás para que se reunieran con ella. La cacofonía del batir de escudos se desvaneció; los batidores habían hecho su trabajo y ya no eran necesarios.

Cavatina ignoró los llamamientos para sumarse a la matanza. Corrió hasta que las voces y los cuernos de caza se desvanecieron en la distancia. Bajó por una ladera y se encontró con la corriente somera de un arroyo que brillaba con el reflejo de la luz de la luna. La asaltó el impulso de seguirla, danzando grácilmente de piedra en piedra con los pies desnudos. Al principio, la corriente se abría paso a través del verde bosque, pero a medida que Cavatina la seguía hacia los pies de la colina, la vegetación de ambas márgenes se hacía cada vez más escasa. Saltó un árbol muerto que había caído atravesado sobre la corriente, un árbol cuyo tronco había sido comido por uno de sus extremos. Otros árboles situados a ambos lados de la corriente mostraban destrozos semejantes. Su corteza colgaba en tiras deshilachadas. Algunos habían sido despojados de las ramas y se habían quedado en meros troncos esqueléticos, que eran negros al contraluz del cielo iluminado por la luna.

Algo se había estado comiendo la vegetación de aquellas partes. Algo grande.

Cavatina aminoró el paso, poniendo en alerta todos sus sentidos. Su respiración era profunda debido a la carrera, pero la espada cantora estaba lista en su mano. También ella permanecía callada, como si estuviera escuchando. El único sonido venía de la corriente que se deslizaba rozando los tobillos de Cavatina y enfriaba sus pies desnudos.

De la orilla que estaba a su izquierda llegó el sonido de un suave chapoteo. Un instante después, una cabeza diminuta salió a la superficie: una pequeña criatura negra, de hocico puntiagudo y orejas redondeadas, arrastraba su cola rosada mientras nadaba. Una rata.

Rápida como un halcón al ataque, Cavatina disparó su espada hacia el suelo y la ensartó. La criatura chilló cuando la punta de la espada la empujó bajo el agua, un ruido peculiar que casi sonó como un grito. Cuando Cavatina levantó la espada, la rata estaba muerta. De un capirotazo la desensartó de la espada y la arrojó entre el follaje muerto que había a orillas de la corriente.

Algo más se movió a su derecha, una segunda rata. Surgió del arroyo y se perdió colina arriba, amparándose en las sombras que habían dado al bosque su nombre, el Bosque de las Sombras. Cavatina comprobó el desastre que había ocasionado en las numerosas ramas y hojas muertas a medida que avanzaba por la orilla, pero no hizo un solo movimiento para perseguirla. Sentía haber manchado una espada cantora con la sangre de un bicho.

Hundió la punta de la hoja en el arroyo para dejar que el agua la limpiase, y se preguntó: «¿Es eso lo mejor que puedes enviarme, Eilistraee? ¿Una rata?».

Esa cacería ya era una decepción.

Continuó andando, siguiendo el curso del arroyo. Unos doce pasos después, percibió un movimiento a su izquierda. La ladera de la colina se desplazaba. Giró para ponerse de frente en el momento en que un árbol cayó sobre el arroyo con un sonoro chapoteo. Del suelo surgió una criatura: un enorme escarabajo tan grande como una choza, con unas mandíbulas del tamaño de la cornamenta de un ciervo y una garra curvada en el remate de cada una de sus seis patas. Trozos de suelo resbalaban por su brillante caparazón negro a medida que iba apareciendo; debía de estar enterrado bajo la superficie. Miró a Cavatina con sus ojos rojizos, que brillaban con un fulgor apagado a la luz de la luna.

Ella sonrió y enarboló la espada. Preparada.

El escarabajo dio un salto.

Cavatina dirigió su espada contra el tórax del bicho. La hoja se abrió paso en la quitina y se hundió profundamente en la carne. La espada cantó una alegre tonada cuando de la herida brotó la sangre de color anaranjado brillante del escarabajo. Luego, las mandíbulas se cerraron en tijera, y sus puntiagudos extremos se clavaron en los costados de Cavatina. El escarabajo retrocedió para utilizar sus dos patas delanteras, con las que la elevó en el aire.

Jadeando a causa del dolor, y perdiendo sangre por ambos costados, Cavatina murmuró una plegaria. En su mano apareció un círculo de un blanco cegador, y se valió de él para golpear la cabeza del escarabajo. De pronto la criatura se debilitó, se echó hacia atrás y dejó caer a Cavatina al suelo.

Cavatina cayó de pie, sin dejar de empuñar la espada cantora. Ahora entonaba una suave melodía mientras ella se palpaba con la mano libre el costado sangrante y rezaba. La luz lunar de Eilistraee se reflejaba intensamente en la piel de Cavatina mientras fluía en su interior una energía curativa que cicatrizaba sus heridas.

El escarabajo luchó por levantarse sobre sus temblorosas patas. Antes de que pudiera recuperarse, Cavatina se le aproximó danzando y lo mató. Con un golpe semejante al de un hacha que estuviera cortando una rama robusta de árbol, ella le seccionó una de las mandíbulas. El escarabajo estiró una pata para alcanzarla, pero Cavatina la esquivó a tiempo con un movimiento lateral. La garra acabó clavándose en el tronco caído. El escarabajo dio un tirón y arrastró el tronco como si fuera un palillo. El tronco rodó por la orilla hasta caer en el arroyo, despojado ya de sus ramas.

Aunque estaba debilitado, el escarabajo seguía muy vivo. Cavatina podría pasarse toda la noche atacándolo y no conseguiría matarlo, tan grande era. El cuerno de caza que colgaba de su hombro podría acabar con el bicho, pero su estruendo se oiría en todos los rincones del bosque. Eso atraería como moscas a las demás sacerdotisas. Cavatina quería infligir esa muerte ella sola, con la espada y el conjuro, como correspondía a la Alta Caza.

El escarabajo embistió con la mandíbula que le quedaba. Cavatina, alertada por la canción de advertencia de la espada, se hizo a un lado para evitar la acometida, salvo una pequeña rozadura. Respondió con una plegaria que convocó un círculo rotatorio de energía mágica, pálido y chispeante como un halo lunar. Se fundió en flechas individuales de brillante plata y de acero negro azulado, cada una de ellas tan puntiaguda como una daga recién afilada. Con un giro de la mano, Cavatina dirigió el trepidante círculo de espadines mágicos a la cabeza del monstruo. Trazando un movimiento circular con la mano en una espiral sin fin, cerró el círculo. Como un nudo corredizo mortal, el círculo hizo saltar pedazos de quitina en todas direcciones. Incluso mientras se cerraba, Cavatina avanzó a la carrera y hundió la espada cantora en el tórax del escarabajo.

Mientras moría, el bicho dejó escapar un rabioso zumbido. Luego, sus rígidas alas frontales se abrieron. El zumbido se intensificó, acallando el suave canto de la espada de Cavatina, hundida hasta la empuñadura en el pecho del escarabajo. Algo pasó zumbando junto a la cabeza de Cavatina: una criatura vermicular alada que medía la mitad de su antebrazo. Luego pasó otra, hasta que el aire se pobló de criaturas aladas.

Cavatina liberó la espada y dio un salto hacia atrás cuando el escarabajo se derrumbó. El aire estaba saturado de criaturas aladas: las crías del escarabajo que se lanzaban desde la parte inferior del duro exoesqueleto formado por las alas frontales. Como avispas que abandonaran un nido aplastado, zumbaban en el aire, obligando a Cavatina a esquivarlas y espantarlas a manotazos. Dio mandobles a derecha e izquierda con la espada cantora y logró partir algunas en dos, pero el resto salió volando entre los árboles y se escapó.

—¡Eilistraee! —gritó—. ¡Aplástalas!

Echando una mano hacia adelante, captó magia de la luna y la lanzó contra el enjambre en fuga. La luz de la luna brilló, iluminando un amplio círculo de árboles a su alrededor. Las alas se quemaron y los cuerpos de larva explotaron bajo el peso de la magia de la diosa. Las que resistieron se precipitaron al suelo como el granizo. Sin embargo, un puñado de ellas —quizá media docena de insectos— se perdieron en la noche.

Cuando tomaran tierra, cada una excavaría una casa en el bosque. Allí, se alimentarían y crecerían. Y si alguna era hembra, produciría otra cría.

Cavatina maldijo en voz baja. No había saneado el bosque de bichos esa noche, sino que los había extendido un poco más, del mismo modo que un demonio sembraba la corrupción.

La espada que sostenía en la mano cantaba una tonadilla de victoria, pero Cavatina no compartía ese ardor. Había matado a un inquietante escarabajo —todo un logro para una sacerdotisa que cazaba sola—, pero el ataque de alegría que debería haber acompañado a aquella muerte no se había producido.

Una razón, según se confesó a sí misma, era que nada podía estar a la altura de haber matado a un semidiós. Cualquier muerte palidecía en comparación con la avasalladora alegría que había sentido en el momento en que su espada había rebanado el cuello de Selvetarm.

Entrecerró los ojos. No así su espada. Ya no. Ahora, la Espada de la Medialuna era de Qilué.

Dejó a un lado los celos, pero no pudo sacudirse la melancolía. Había jirones de oscuridad en los rayos de la luna que ella había utilizado para debilitar al escarabajo, y espadas negras en medio de las de plata en el círculo mágico de acero. Recuerdos, todos ellos, de lo mucho que habían cambiado las cosas.

Cavatina no quería que las cosas cambiasen. El sonido de las voces masculinas cantando el himno del oficio de vísperas era erróneo. También lo era la energía que insuflaban a la danza sagrada. Se suponía que debía terminar en una explosión de alegría y de entrechocar de espadas, no en la formación de parejas que se internaban en la oscuridad para envainar espadas de otro tipo.

Meneó la cabeza. No estaba tan loca como para pretender que nada había cambiado. Tampoco estaba dispuesta a irse al otro extremo y abandonar su fe por completo, como habían hecho muchos clérigos de Vhaeraun y un buen puñado de sacerdotisas de Eilistraee. Pero eso no quería decir que fuera a aceptar los cambios con entusiasmo. Algunos rituales, por lo menos, podían realizarse en soledad.

Empujó la mandíbula seccionada con la punta de la espada. Era un trofeo de la noche de la matanza, que en circunstancias normales se habría llevado consigo al santuario. Decidió dejarlo allí y quemarlo junto con el cadáver del escarabajo.

Retornó a la orilla del arroyo, pisando trozos de quitina y los terrones que había levantado el escarabajo al emerger del suelo. Se arrodilló al lado del cauce, lavó la espada y se refrescó la piel echándose agua para diluir la pegajosa sangre del bicho. Luego, se levantó y giró la espada repetidamente para secarla. La espada cantora dejó escapar un zumbido sordo y contenido, como si estuviese complacida con el trabajo de la noche. Ella, al menos, no distinguía distintos niveles de victoria.

Con la espada apoyada sobre un hombro, disfrutando de la sensación que le producía el contacto del metal plateado con su piel, Cavatina regresó por el camino por el que había venido. Para ella, la Alta Caza había terminado por esa noche. Eilistraee había propiciado su encuentro con un monstruo, y Cavatina lo había abatido. El hecho de que el escarabajo estuviera a punto de dar a luz a una multitud de crías le era desconocido, se dijo para sus adentros. Tal vez la diosa había intentado recordarle algo: que incluso el fragmento más diminuto del mal podía engendrar más mal; que había que erradicar el mal y sus raíces antes de que pudiera expandirse. Eso…

Cuando pasó por el lugar en que había visto las ratas, un movimiento en la parte más alta de la orilla atrajo su mirada. Era un varón drow erguido y recortado por las motas de luz con que iluminaba su espalda la luna a su paso por el cielo crepuscular. Y no era un drow cualquiera, sino uno de los recién convertidos, al que habían invitado a tomar parte en la cacería de esa noche.

Estaba desnudo, al igual que ella, y su enjuto y musculoso cuerpo brillaba por efecto del sudor que la carrera había hecho aflorar a su piel. Un cuadrado de tela blanca cubría la mayor parte de su rostro. Era su símbolo sagrado. La máscara de Vhaeraun.

La máscara que la propia Eilistraee lucía como trofeo de su matanza.

Cavatina entrecerró los ojos. No era muy bueno tener Sombras Nocturnas implicados en la Alta Caza. Y lo peor de todo era que uno se hubiera cruzado en su camino. Levantó la vista hacia él.

El varón dirigió su mirada hacia algo que había en el suelo; luego se acuclilló y habló con un tono lo suficientemente bajo como para que Cavatina no pudiera enterarse de lo que estaba diciendo, pues sus palabras quedaban amortiguadas por el gorgoteo del arroyo. Hizo un movimiento de cabeza, se sacó un anillo de un dedo y lo suspendió en el aire. Una pequeña rata negra —idéntica a la que Cavatina había matado hacía poco— se irguió sobre sus patas traseras y tomó el anillo de los dedos del drow. La rata sostuvo el anillo con sus patas delanteras, lo olisqueó y lo deslizó por una de las patas como si fuera un brazalete. Luego, se escabulló.

Cuando el varón se irguió, Cavatina ya iba subiendo la ladera de la colina. Sabía muy bien lo que estaba haciendo el drow: hablando a las criaturas del bosque, sin duda preguntándoles dónde podía encontrar un monstruo debidamente impresionante, uno que le permitiese probar su valía como cazador. Pero ese no era el modo en el que se suponía que debían comportarse. No se esperaba que los participantes en la Alta Caza tuvieran que acercarse sigilosamente a su presa y apuñalarla por la espalda. Se suponía que debían aceptar los monstruos que Eilistraee eligiera para ellos. También había que matarlos usando sólo la espada, no la ballesta de muñeca que Cavatina podía ver sujeta al dorso del antebrazo izquierdo del varón. Tampoco se esperaba que utilizasen protecciones mágicas como el amuleto suspendido de una cadena que colgaba de su cuello.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó Cavatina.

El varón se volvió y desenvainó su espada corta. Por un momento, Cavatina pensó que iba a atacarla. Y desvió con la espada cantora la de él; ambas chocaron ruidosamente.

En los ojos del varón apareció un relámpago de ira.

—Dama Oscura. —Su voz sonó sorprendentemente tranquila a la vista de su expresión—. Me has asustado.

Su acento delataba que acababa de llegar de la Antípoda Oscura, pero sin duda la había reconocido. En cualquier momento, musitaría el nombre de la drow con sobrecogimiento o se inclinaría en una reverencia obsequiosa. No hizo ninguna de las dos cosas. Cavatina sintió que todavía la irritaba más el hecho de que sus ojos, ambarinos y anaranjados a la vez, ni siquiera parpadearan ante el desafío de ella.

—Se supone que tienes que matar a una alimaña, no conversar con ellas.

Entrecerró ligeramente los ojos.

—La rata.

—Sí, la rata —respondió ella.

—Es una rata de luna —agregó él—, una criatura que cobra inteligencia en la fase de la luna creciente.

La burla implícita resonó en los oídos de Cavatina. Su espada cantora emitió una alerta mientras ella se preparaba.

—¿Estás buscando pelea?

El varón la miró fijamente. A esa distancia, ella pudo verla cicatriz del lado izquierdo de su cara. La mayor parte de la vieja herida estaba oculta por la máscara, pero lo que quedaba a la vista generaba en su ojo izquierdo una fea arruga.

—No es necesario buscar —dijo él con voz desafinada, e hizo un gesto con la cabeza señalando algo que estaba detrás de ella—. Acaba de encontrarme una de esas criaturas.

Cavatina bailó hacia atrás, recelando una triquiñuela, y miró a su alrededor. A unos cuantos pasos, en el bosque, descubrió una figura erguida, cuyo cuerpo estaba cubierto por una túnica negra envolvente. Aunque una capucha le ocultaba el rostro, Cavatina pudo ver que las manos eran tan negras como las suyas propias. En cada dedo brillaba un anillo de plata, lo que indicaba que se trataba de una sacerdotisa de Kiaransalee.

—Por todas las danzas —susurró Cavatina, algo sofocada—, una arpía.

El varón se tocó la máscara.

—Protégeme, Señora Enmascarada.

Una neblina oscura desdibujó su perfil; la oscuridad se propagó con chispas de luz lunar.

Cavatina cantó su plegaria protectora. La luz de la luna brilló brevemente sobre su piel cuando se escondía; esa luz estaba salpicada por motas de negro. Luego, dijo en voz alta un conjuro. Un rayo de luz congelado por la luna surgió de su mano y golpeó a la sacerdotisa del mal en el pecho.

En lugar de retirarse, la arpía elevó una mano llena de anillos. Con apenas una mirada en la dirección de Cavatina, se dirigió al Sombra Nocturna.

—¡Tú! —gritó, señalándolo con el dedo—. ¡Asesino!

El clérigo se encogió y levantó una mano para protegerse los ojos. El otro brazo se balanceó en un gesto idéntico al de la arpía y su ballesta de muñeca tableteó. Un virote cruzó el aire y se hundió en la garganta de la arpía. La sacerdotisa trató de arrancarse las plumas negras y emitió un extraño sonido, pero no se desplomó. La capucha se cayó hacia atrás y dejó al descubierto un rostro de mejillas hundidas y ojos estáticos. Su pelo de color marfileño estaba enmarañado y mugriento. Se arrancó el virote de la garganta.

—Esto… no va a funcionar, Kâras —graznó, tirando el virote a un lado—. No en esta ocasión.

La brisa trajo a la nariz de Cavatina el olor de la muerte. Empuñó la daga de plata que colgaba de su cuello. Se quitó la cadena por la cabeza y orientó el símbolo de Eilistraee hacia la arpía no muerta.

—¡Por la sagrada luz de Eilistraee —gritó—, vuelve a la tumba de la que has venido!

Cavatina tenía lista la espada. Si la sacerdotisa no muerta se hubiera dado la vuelta, en lugar de resultar totalmente destruida, la habría partido por la mitad. La espada cantó una canción en tono agudo. Preparada. Dispuesta.

Pero la arpía ni se derrumbó ni se volvió. Avanzó hacia el Sombra Nocturna, mientras por el agujero de la garganta se le escapaba una carcajada seca y medio estrangulada.

El varón no se movió. Seguía erguido e inmóvil, pero su brazo no alcanzaba a protegerle los ojos.

Paralizado.

Cavatina parpadeó. ¿Qué era esa cosa? Incluso algo tan poderoso como un lich habría dudado a la vista de su sagrado símbolo.

Cavatina saltó hacia adelante, enarbolando la espada. La sacerdotisa no muerta se dio la vuelta hacia ella y cantó una sola y triste nota. En tono bajo como el de un caramillo, reverberó en la mente de Cavatina.

De pronto, Cavatina tenía enfrente a su madre. Su larga cabellera blanca revoloteaba alrededor de la cabeza mientras ella daba vueltas con la gracia de una bailarina. Alargó un brazo para interponerlo ante la espada que ya caía sobre ella. En el último momento, Cavatina pudo desviar la espada hacia un lado y evitar así cercenar el brazo de su madre.

La espada cantora emitió un sonido de advertencia. La nota urgente penetró en la conciencia de Cavatina y apartó el velo que había obnubilado su mente. La ilusión de su madre fue reemplazada por la realidad: un cadáver disecado al que se había dado una engañosa apariencia de vida. Nudos blancos de hueso sobresalían de las puntas de aquellos dedos agarrotados. La capa colgaba con holgura de los huesudos hombros.

Una de las manos la atacó. Los dedos huesudos arañaron el hombro de Cavatina y le causaron una herida como si la hubiera abierto una daga. No era profunda, pero escocía.

—Esto no es… asunto tuyo —gruñó la arpía.

Ahora su voz era más fuerte, y Cavatina pudo ver que la herida causada por el virote se había cerrado.

Cavatina pestañeó, sorprendida por el absoluto desprecio que mostraba la arpía. Levantó la espada con ambas manos y trazó un arco para descargar un poderoso golpe. La espada cantora entonó una cancioncilla de alegría mientras descendía.

En ese preciso instante, el Sombra Nocturna se movió. Con su propia espada descargó un golpe en diagonal. Ambas espadas entrechocaron y desequilibraron tanto a Cavatina como al Sombra Nocturna. La arpía se hizo a un lado y resultó ilesa.

—¡Fuera de mi camino! —gritó el Sombra Nocturna.

La arpía lo embistió, golpeándolo con su mano huesuda. Gracias a que giró violentamente, el Sombra Nocturna pudo evitar que le rajara el vientre. Emitió un quejido ahogado cuando los dedos arañaron su cadera y sus nalgas, donde abrieron una herida profunda.

Mientras la arpía estaba de espaldas a ella, Cavatina dio un salto y lanzó un ataque. Esa vez, su espada hizo mella. Produjo un corte profundo en el cuello de la arpía que atravesó su dura y seca piel, y seccionó la columna vertebral. El cuerpo sin cabeza se plegó y acabó derrumbándose.

El Sombra Nocturna lo miró mientras su jadeo silbaba bajo la máscara. Apretando una mano sobre la herida, murmuró una plegaria. Poco a poco, la herida dejó de sangrar.

Cavatina esperaba, sin perder de vista el cuerpo de la arpía, para asegurarse de que no iba a levantarse.

En lugar de darle las gracias, el Sombra Nocturna profirió una maldición:

—La próxima vez apártate de mi camino.

Cavatina se quedó paralizada. No podía creerse lo que acababa de oír.

—¿Y dejo que te maten?

—Casi lo hizo, gracias a ti.

La cara de Cavatina enrojeció.

—Estabas paralizado —respondió—. Indefenso.

—Lo fingía para conseguir que se acercara.

Estaba mintiendo, por supuesto. Era lo que podía esperarse de un Sombra Nocturna. Cavatina ya estaba arrepentida de haberse entrometido. Pero luego se concedió un instante para reflexionar, y se dio cuenta de lo improbable que era que la parálisis le hubiera sobrevenido justo en el momento en que la arpía se acercaba lo suficiente como para matarla con un mandoble de espada. Tal vez no mintiera.

—Lo siento —acabó diciéndole ella—. Si vuelve a pasar esperaré hasta estar del todo convencida de que realmente no necesitas mi ayuda, antes de entrar en la contienda. —Se encogió de hombros—. Claro que la próxima vez podría ser que no estuvieras fingiendo la parálisis.

El varón la contempló sin más y le sostuvo la mirada. Luego, desvió su atención hacia el cadáver. `

—Hay que quemarlo —dijo— antes de que vuelva a recomponerse.

La cabeza rodaba adelante y atrás, como si luchara justamente por hacer eso. El Sombra Nocturna la apartó del cuerpo con su espada. Sin darle más explicaciones a Cavatina, empezó a recoger leña seca y la colocó sobre el torso de la muerta.

—¿Qué…?

Cavatina se detuvo antes de hacer la pregunta. Como Dama Canción Oscura, su entrenamiento se había centrado en la caza de demonios, y sólo en una medida mucho menor, de no-muertos. Fue reticente a confesar su ignorancia haciendo preguntas sobre la criatura. Hizo un gesto ante la cabeza cercenada.

—Conocía tu nombre: Kâras.

Él asintió.

—¿Por qué?

—Fui uno de sus maridos. Por un breve tiempo.

—¿Hasta que supiste a quién servía?

—Hasta que la maté.

—¡Ah! —exclamó Cavatina, comprendiendo de pronto—. Es una reaparecida.

—Sí.

Eso tenía sentido. La sed de venganza de la arpía era insaciable. Su diosa ordenaba que cualquier ofensa, por pequeña que fuera, debía ser vengada. Un virote clavado en la espalda y disparado por la ballesta de un consorte podía ocupar el nivel más alto de la lista. Era probable que la propia Kiaransalee la hubiera sacado de su tumba.

Cavatina usó su espada para levantar la túnica de lo que quedaba de los pies de la arpía. Eran meros tocones; los dedos y la parte frontal de cada pie estaban desgastados.

—Parece que ha recorrido un largo camino.

Kâras asintió.

—La distancia que nos separa de Maerimydra.

Cavatina levantó la vista.

—¿Estabas allí…, en Maerimydra, cuando cayó en manos de los adoradores de Kiaransalee?

—Sí. Y antes de eso, cuando el ejército de Kurgoth Ralea del Infierno invadió la caverna.

Cavatina miró a Kâras con un nuevo respeto. Hubiera sido lo que hubiera sido, no cabía duda de que era un superviviente. El ejército de Kurgoth, formado por goblins, criaturas de pesadilla y ogros, había asolado hasta la ciudad de Maerimydra, en la Antípoda Oscura, durante el Silencio de Lloth. Según lo que se contaba, sus calles estaban atestadas de miles de cadáveres después del saqueo del ejército, una cosecha prodigiosa para las arpías que acabarían gobernando a continuación lo que quedase de la ciudad.

—¿Pudiste ver a Kurgoth?

—No, gracias sean dadas a las sombras.

—Fue… una suerte —dijo Cavatina.

Era una mentira. A ella le hubiera encantado cruzar su espada con un gigante del fuego del que se decía que era mitad demonio. Sin embargo, supuso que habría un montón de adversarios circulando por las calles de Maerimydra después de la caída de la ciudad. Consideraba que la arpía con la que acababan de luchar no era la única adoradora de Kiaransalee que Kâras había matado.

Echó una mirada al bosque iluminado por la luna.

—¿Esperas que vengan más? ¿Más reaparecidos, quiero decir?

—No —respondió él mientras seguía amontonando leña sobre el cadáver—. La rata de luna sólo mencionó a esta. —Y por encima del hombro, agregó—: ¿Sabes alguna oración para encender fuego?

—No.

Kâras suspiró y, a continuación, se desató la correa que sostenía la ballesta a su antebrazo y separó el arco del resto del mecanismo. Luego, buscó una astilla.

Cavatina enfundó la espada y observó cómo Kâras le daba una vuelta con la cuerda de la ballesta. Después hizo un agujero en un trozo seco de árbol e introdujo allí un extremo de la astilla, y añadió una pequeña cantidad de musgo seco. Entonces, mientras dejaba libre la parte superior de la astilla, inició un movimiento de vaivén con el arco, haciendo girar rápidamente la astilla en el hueco. Finalmente, la base empezó a arder. Un instante después surgieron unas llamitas alrededor del musgo seco. Kâras sopló para avivarlas, agregando poco a poco más musgo seco. En pocos minutos ya tenía una pequeña hoguera.

Las llamas lamieron la túnica de la sacerdotisa no muerta, abrasándola. Luego, el propio cuerpo fue presa de las llamas. Ardió rápidamente y despidió un gran calor, hasta derretirse como una vela. Kâras empujó la cabeza hasta el fuego. El aire se llenó de un olor semejante al del cuero quemado.

Cavatina se acercó más a Kâras mientras ardía la cabeza de la arpía. El Sombra Nocturna contempló sin emoción cómo las llamas bailaban sobre su disecada carne. Ella se preguntó si la arpía habría sido hermosa cuando estaba viva, si Kâras la habría amado alguna vez. Después recordó que ambos hacían cosas diferentes en la Antípoda Oscura. Las mujeres elegían simplemente a los varones que deseaban. Si había sido así, no era de extrañar que Kâras no mostrase emoción alguna.

Cavatina tenía curiosidad por oír de qué modo habían venido de la ciudad las hordas de no muertos de Kiaransalee, y todavía le interesaba más saber cosas sobre Kurgoth Ralea del Infierno. Se dio la vuelta para preguntarle a Kâras sobre cómo habían sido la caída y la recuperación de la ciudad.

Se había ido.