Halisstra se quedó mirando al espectro que flotaba a poca distancia de ella. Este la miró con ojos vacíos y angustiados. Detrás del espectro, una mujer drow con túnica y Casquete gris se escabulló silenciosamente por la puerta y salió del edificio en ruinas.
La voz susurrante del espíritu helaba la sangre.
—¿Sirves a Lloth?
Halisstra le dedicó una sonrisa feroz.
—Era la Dama Penitente. Pero ya no, estoy muerta.
—¿Muerta? —El espectro rio quedamente—. No, estás viva.
Halisstra pestañeó, sorprendida. ¿Estaba viva?
Se miró y vio que sus cardenales desaparecían, y las raspaduras que se había hecho al caer desde el portal se estaban curando lentamente. Al constatarlo sintió cómo la recorría un escalofrío. No había muerto en el plano de la energía negativa. Una vez más, Lloth la había obligado a vivir.
—No —gruñó, consternada.
El espíritu se acercó flotando.
—¿Deseas morir?
Halisstra dio un paso atrás.
—¿Dónde me encuentro? —Echó un vistazo a su alrededor—. ¿Qué lugar es este?
—La Acrópolis de Tánatos.
Halisstra se fijó en los anillos que llevaba en sus dedos fantasmales.
—Sirves a Kiaransalee.
—Sí.
A través del cuerpo traslúcido del espectro, Halisstra vio detrás una pequeña araña en la pared. Abrió más los ojos. El símbolo de Lloth en la fortaleza de Kiaransalee. Halisstra no había llegado por casualidad, la había enviado la Reina Araña.
¡Una prueba!
Halisstra flexionó las garras. Mantuvo la mirada fija en el espectro. Sin embargo, antes de que pudiera saltar, se produjo una conmoción en el exterior. Halisstra oyó varias voces femeninas cantando un himno, y una voz masculina profiriendo un insulto. El espectro se sobresaltó, lanzó una maldición entre susurros, atravesó una pared y desapareció.
Halisstra fue rápidamente hasta la puerta y echó un vistazo.
Había cinco sacerdotisas de Eilistraee formando un círculo, empuñando sus espadas. Con ellas había un hombre que llevaba ropajes dorados y un casquete. Estaban rodeados por más de una docena de sacerdotisas de Kiaransalee. Las arpías de túnicas grises se cernieron sobre ellos, riendo como locas y entonando cánticos.
Halisstra dudó. ¿Qué esperaba Lloth que hiciera? ¿Matar a los vivos? ¿A los muertos? ¿A ambos?
Una de las sacerdotisas de Eilistraee, una halfling, salió repentinamente del círculo, haciendo girar una honda sobre su cabeza. ¡Habían descubierto a Halisstra! Eso lo decidió todo. Saltó desde el edificio en ruinas. Ella también podía luchar mediante la canción, con su magia bae’qeshel. Pero cuando empezaba a cantar, la piedra de la halfling golpeó contra su pecho y se hizo pedazos sobre su piel endurecida. El silencio la envolvió.
La halfling se detuvo y cargó la honda con otra piedra. No vio surgir de la piedra al espectro arpía, a sus espaldas. Otra de las sacerdotisas de Eilistraee lo vio y se lanzó contra el espectro, espada en mano. Antes de que pudiera acercarse, este abrió la boca y dejó escapar un lamento que Halisstra no pudo oír. Las sacerdotisas de Eilistraee cayeron como trigo segado.
Halisstra gruñó, envidiándolas.
Ahora sólo quedaban las arpías. No importaba. Aun así Halisstra haría lo que pudiera por demostrar lo que valía. Lanzó un puñetazo, golpeando a una arpía cercana en el cuello. Hizo pedazos a otra con las garras.
El espectro arpía se volvió, con el rostro demacrado transfigurado por la ira. Sus rasgos se estiraron y se hicieron más finos, lo que le daba una apariencia aún más terrible. Cuando la sacerdotisa chilló, Halisstra pudo sentir oleadas de miedo mágico volando hacia ella. Sin embargo, su cuerpo era una roca que dividió en dos aquella corriente helada. El miedo mágico se desvió hacia los lados y la dejó intacta.
Halisstra provocó al espectro con el lenguaje de signos. «Mátame. Lloth te reta a que lo intentes».
La sola mención del nombre de la diosa hizo enloquecer al espectro. Aulló lo bastante alto como para hacer temblar el suelo de piedra sobre el que estaba Halisstra. Algo golpeó contra el suelo cerca de su pie sin hacer el más mínimo ruido; estalló en pedazos blancos: un cráneo. Halisstra miró hacia arriba. El edificio del que acababa de salir estaba en una enorme caverna con el techo blanco y lleno de bultos. Más cráneos comenzaron a caer, aflojados por el lamento del espectro. Este avanzó flotando a través de aquella macabra lluvia.
Halisstra abrió los brazos, invitándola.
Con el rabillo del ojo vio cómo una de las mujeres de túnica gris se abalanzaba sobre un cuerpo que acababa de aparecer de la nada. Al inclinarse, una espada le atravesó el ojo e hizo estallar la parte posterior de su cráneo. La hoja retrocedió y desapareció. Una drow surgió, dando un salto, de una puerta invisible. Estaba desnuda, amoratada, y blandía una espada cantora.
Cavatina. ¡Había escapado del Abismo!
La mirada de la Dama Canción Oscura se posó de forma acusadora sobre Halisstra, que pronunció una palabra sin oírla:
—¡Tú!
Halisstra se volvió y echó a correr de vuelta al edificio hueco. La arpía espectral voló tras ella más deprisa de lo que podía haber previsto. En el instante en que Halisstra llegó a la puerta, el fantasma la golpeó en la espalda y la atravesó, saliendo de su pecho en forma de una nube blanca y fría.
El vacío invadió a Halisstra con una oleada de escarcha, eliminando toda sensación. Mientras caía por el aire en dirección a la esfera negra, vio cómo Cavatina se abalanzaba sobre el espectro desde atrás, blandiendo la espada en una mano y sosteniendo el símbolo sagrado en la otra, rodeada por completo de un aura radiante y otra de sombras. A continuación, la Dama Canción Oscura le clavó la espada en la espalda al espectro. Este se volvió, todavía con la espada de Cavatina clavada en el torso, y le hundió la daga en la garganta.
Durante breves instantes, las dos se miraron fijamente a los ojos. A continuación, el espectro estalló en una lluvia brumosa. Cavatina se desplomó, sangrando profusamente por la garganta, y Halisstra fue absorbida por el vacío.
Q’arlynd dibujó el glifo de la Casa Melarn en la puerta con el dedo índice. Tal y como Zarifar había demostrado, se parecía a un drow bailando: cabeza triangular, dos trazos hacia abajo como brazos, una mano hacia abajo y la otra hacia arriba, y dos trazos en ángulo que podrían ser piernas dobladas que acababan en dos medialunas, los pies.
Q’arlynd bajó las manos. Esperó a que se abriera la puerta sin apenas atreverse a respirar. Por fin, había llegado el momento que había estado esperando durante tanto tiempo. Un instante más, y caerían en sus manos riquezas inimaginables.
Permaneció vigilante con respecto a sus cinco aprendices. Los había empujado hacia la derecha, a un punto donde pudiera estar alerta ante movimientos inesperados. Todos estaban tensos y expectantes. Incluso Zarifar se había inclinado hacia adelante con la mirada fija en la puerta.
Durante varios dolorosos instantes tan sólo hubo silencio.
—¡Vaya! —gruñó Baltak—. No ha funcionado.
Q’arlynd se humedeció los labios. Ya se había dado cuenta. Probaría de nuevo. Levantó la mano y tocó la puerta…
Notó con la punta de su dedo cómo sobresalía un bulto. Era un bulto puntiagudo.
¡Una kiira! Y surgida de la puerta.
Con dedos temblorosos, la extrajo del bloque de piedra tallada. Tenía forma hexagonal y emitió un brillo rojo que destacó sobre sus dedos oscuros. Media de largo la mitad que su dedo meñique y acababa en dos extremos puntiagudos.
La mano de Eldrinn hizo un gesto silencioso: la traición que Q’arlynd había estado temiendo, pero de alguien inesperado. Q’arlynd activó su anillo con el pensamiento para paralizar a todos sus aprendices. A continuación, negó con la cabeza.
—Eldrinn, jamás creí que tú serías quien…
—¡Cahal! —exclamó Piri, que se abalanzó contra Q’arlynd y le dio un bofetón en la mejilla con la mano desnuda.
Q’arlynd se apartó de un salto, pero fue demasiado tarde. La parte izquierda de la cara se le había quedado insensible. Notó cómo se extendía por su cuello una sensación fría y punzante que avanzaba hacia su corazón. ¡Veneno! Sin embargo, no lo abatió. Cuando era niño, Q’arlynd había sido expuesto deliberadamente a multitud de venenos comunes para desarrollar inmunidad a sus peores efectos.
La sorpresa de Piri al ver a Q’arlynd todavía en pie le dio a este el instante que necesitaba. Rebuscó en su bolsillo, encontró la astilla de cristal envuelta en un trozo de piel. Se la lanzó a Piri mientras gritaba una evocación. De su mano surgió un rayo, que golpeó al otro mago en el pecho.
Piri se tambaleó hacia atrás, cubriéndose ahí donde su piel demoníaca había estallado, donde había quedado al descubierto la carne viva. Levantó la mano para lanzar un hechizo, pero el segundo rayo de Q’arlynd lo golpeó antes de que pudiera completarlo. Piri se estrelló contra la pared, y a continuación, se desplomó a los pies de los demás aprendices, muerto. Estos, que aún estaban paralizados por el encantamiento, miraron hacia donde estaba Q’arlynd.
Este los miró, enfurecido, retándoles silenciosamente para que intentaran hacer lo mismo que Piri. El veneno se había extendido hasta su brazo izquierdo; notaba los dedos de la mano torpes e insensibles. Pero el veneno se había detenido ahí; no era lo bastante fuerte como para matarlo.
Los cuatro aprendices que quedaban podían verlo y oírlo, aunque no pudieran moverse ni responderle. Q’arlynd bajó la vista hacia Piri. De su pecho salían volutas de humo que llenaban el aire de olor a carne quemada. Q’arlynd registró los bolsillos del aprendiz y encontró su anillo.
—Lo que acaba de hacer —les dijo a los demás con voz inexpresiva mientras se metía el anillo de Piri en un bolsillo ha sido una estupidez. Levantó la kiira con la mano buena, para que pudieran verla—. Prometí compartir los secretos de esta piedra de la sabiduría con vosotros. Mantendré esa promesa únicamente si puedo confiar en vosotros. Vuestros actos cuando desaparezca el encantamiento que os he lanzado condicionarán el que yo mantenga o no esa promesa. Mientras tanto, por favor, reflexionad acerca del hecho de que soy el maestro de esta escuela, y los cuatro que quedáis no sois más que unos aprendices. Comportaos como os corresponde.
Q’arlynd escrutó las profundidades de la kiira y respiró profundamente. ¿Se atrevería a ponérsela en la frente? ¿Lo debilitaría mentalmente la piedra del conocimiento, o le borraría todos los recuerdos de lo que acababa de pasar por su mente?
Notó una conciencia que trataba de introducirse en la suya. La de Eldrinn. La mente del muchacho estaba llena de ira e indignación. Un único pensamiento trascendió: «Traté de advertirte sobre Piri. Lo vi quitándose el anillo».
Q’arlynd enarcó una ceja.
—¿De veras?
Se había equivocado con el muchacho. Eldrinn no había intentado lanzar un hechizo. Permaneció inmóvil, acariciándose la barbilla mientras se planteaba liberar a Eldrinn. El encantamiento que mantenía paralizados a sus aprendices evitaría que hicieran una putería, pero si algo iba mal mientras tanto, el muchacho podría ayudar.
Q’arlynd tocó la frente de Eldrinn para liberarlo.
—Ponte aquí —le indicó—. Permanece en silencio y observa.
Eldrinn asintió e hizo exactamente lo que le decía.
Q’arlynd inspiró rápidamente y se puso la kiira en la frente.
Una presencia irrumpió en su mente y la inundó. Su propia conciencia se convirtió en una cosa pequeña y escurridiza. Un pequeño gobio que nadaba por el tiempo a ciegas y a contracorriente. La otra conciencia, un enorme ente repleto de sabiduría, se dirigió hacia él. Era poderoso y antiguo, y en una sola conciencia acumulaba miles y miles de recuerdos. El intelecto de Q’arlynd, los conocimientos adquiridos a lo largo de un siglo, no eran más que una llamita en comparación con el intenso resplandor de aquella sabiduría combinada. Lo cegó y redujo sus propios pensamientos ridículos a meras sombras.
Pero al mismo tiempo le dio la bienvenida con calidez.
«¿Q’arlynd Melarn?».
Los labios de Q’arlynd formaron la palabra adecuada por propia iniciativa.
—Sí.
«Bienvenido, nieto mío».
La segunda palabra reverberó con un significado más profundo. Nieto no era palabra adecuada, ya que quien estaba hablando a través de la kiira probablemente estaría mucho más lejos de la época de Q’arlynd. No sólo siglos, sino milenios.
«Sí».
Q’arlynd ya no podía ver el pasadizo en el que estaba, ni la puerta que tenía enfrente, ni a sus aprendices. Todos se habían perdido en las sombras. En su lugar, los ojos de su mente se llenaron con la figura que la kiira creó para él: una mujer de largos cabellos blancos cuyo rostro le recordaba al de su madre, pero sin la expresión severa y la mirada desconfiada; en su lugar, expresaba serenidad y tristeza. Llevaba una kiira en la frente. Se sorprendió al ver lo oscura que era en comparación con su piel. Su rostro no era del color del ébano, sino que presentaba un color varios tonos más claro. Un marrón apagado.
Comprendió al instante.
—Eres una elfa oscura —dijo—, no una drow.
«Soy lo que éramos».
De repente, su aspecto cambió. En su lugar apareció un hombre, con la piel tan oscura como la de Q’arlynd: «Y yo soy en lo que nos convertimos».
—Me honra conoceros, ancestros —dijo Q’arlynd, haciendo una reverencia. Lo invadió la excitación. ¡Por fin! ¡Elfos oscuros, de la época del Descenso! Jamás podría ni empezar a imaginar los secretos que albergaban sus mentes.
«¿Alta magia?».
Q’arlynd asintió cuidadosamente. Tendría que controlar mejor sus pensamientos. La kiira era capaz de oír cada palabra suya, incluso aquellas que no se pronunciaban.
—Sí, si es vuestro deseo enseñármela.
Al ancestro le centellearon los ojos. «¡La alta magia fue la que nos condenó! Estábamos incorruptos, aún puros, no como ellos». La cabeza de Q’arlynd giró bruscamente hacia un lado, dirigida por una mente que no era la suya. Lo obligó a mirar hacia las vagas sombras que eran sus aprendices. «Aun así fuimos condenados a compartir el mismo destino que esos Ilythiiri».
La conciencia liberó a Q’arlynd, que se sintió tremendamente aliviado. El haber perdido el control de su cuerpo, aunque sólo fuera un momento, lo había hecho revivir con gran desasosiego la época en la que lo habían obligado a llevar su anillo de esclavo.
«Los Aryvandaar no tuvieron bastante con borrar a los Miyeritari de la faz de Faerun con su tormenta asesina —continuó la presencia—. Podrían haber permitido que los pocos que sobrevivieron se ganaran la vida, pero incluso esa pequeña merced les fue denegada. Ellos y sus aliados tuvieron que alterar nuestros cuerpos y expulsarnos de la superficie con su magia dominadora, y nos encerraron para siempre en los Oscuros Reinos Subterráneos, junto con aquellos con los cuales jamás buscamos una alianza».
Q’arlynd respiró bruscamente al oír lo que su ancestro acababa de decir. Aquellas dos palabras: Z’ress, «dominar, permanecer», y faer, «magia». Las había oído durante toda su vida, pero siempre al revés, como Faerzress: «La magia que permanece». Durante los años que pasó como novicio en el Conservatorio Arcano, le enseñaron que el Faerzress era originario de la Antípoda Oscura, alguna forma de magia en bruto que era parecida a un volcán o a la fuerte corriente de un río que tenía la capacidad de erosionar la piedra. Algo que siempre había estado ahí, desde la creación del mundo.
Con las palabras puestas al revés, el término resultante adquiría un significado totalmente distinto: «magia dominadora», «magia que obliga».
—¿Pretendes decirme que el Faerzress lo creó la alta magia? —preguntó Q’arlynd—. ¿Qué estaba conectado al Descenso?
«Creó la mayor parte de los Oscuros Reinos Subterráneos. Nos atrajo hacia una prisión y nos encerró dentro. —El hombre frunció el ceño—. ¿Nunca se te ha ocurrido preguntarte por qué los drows eligieron crear sus ciudades en lugares que estaban impregnados de Faerzress?».
Q’arlynd lo comprendió.
—¿Porque nos condujeron a ello? Eso tendría sentido, así se asegurarían de que no nos teletransportaríamos al exterior, ni utilizaríamos la adivinación para ver la superficie.
«Así nos contuvieron. Esa fue la palabra que los magos de Aryvandaar acuñaron para nuestro encarcelamiento. Podíamos volver a la superficie a base de esfuerzos manuales, trepando por los pocos túneles creados por el Faerzress que salían al exterior, pero cada vez que salíamos, los guerreros de Aryvandaar nos obligaban a bajar de nuevo. —El ancestro meneó la cabeza, entristecido—. Y ahora nos enteramos, a través de ti, que podemos escapar de esta prisión y reclamar la luz del día, pero que esa misma libertad podría sernos denegada de nuevo. Que el Faerzress retrocedió, pero que ahora está volviendo a crecer».
—Yo puse mi grano de arena; teletransporté a las Protectoras a la Acrópolis. Sea lo que sea lo que las arpías están creando con la piedra de vacío, será destruido.
«¿Y si no fuera así?».
La voz masculina fue reemplazada por la voz femenina que había hablado cuando Q’arlynd se había puesto por primera vez la kiira en la frente. «Estoy muy decepcionada contigo, nieto —entonó—. Hubiera esperado algo más de alguien que ha jurado lealtad a la Señora».
Q’arlynd bajó la mirada hacia su muñeca y la insignia de su Casa, que adornaba el brazalete. El glifo que tenía inscrito no era un simple monigote, sino que era, tal como le había hecho notar Zarifar, la silueta de una mujer bailando.
Eilistraee.
Q’arlynd profirió suavemente un juramento.
—Por la sangre de la Madre.
Volvió el hombre. «Pues sí, nieto. Fluye por tus venas, y por las de todos los que pueden rastrear su ascendencia a través de las líneas de sangre que son Miyeritari puras. Sospecho que hay pocos de nosotros ahora, y cada vez menos, con las nuevas generaciones. Los Ilythiiri habrán mezclado sus líneas de sangre con las nuestras, de modo que habrá más descendencia que lleve la marca del demonio. Pero me alegra saber que algunos de nosotros seguimos sirviendo a la diosa. Algunos de nosotros la recordamos y mantenemos la fe».
Ambas voces hablaban juntas, masculina y femenina, y de fondo se oía un coro de docenas de voces. «Es por eso por lo que esta piedra del conocimiento, y otras como ella, fueron depositadas aquí. Porque sabíamos que, algún día, la diosa guiaría los pasos de alguien que fuera capaz de oírnos».
—Yo —susurró Q’arlynd.
«Sí».
Se llevó un dedo a la frente.
—Pero ¿por qué me borrasteis la memoria la primera vez?
«Aquella fue una selu’kiira distinta. Ya que no pertenecías a su Casa, las conciencias que había en su interior te despojaron de todo recuerdo acerca de ello y te obligaron a devolverlo a su lugar. Hicieron lo mismo con el chico. Era de la Casa correcta, pero no era del todo digno de llevar esa selu’kiira. Tiene suerte de que todavía fluya por sus venas algo de sangre de elfo oscuro. De lo contrario hubiera muerto en el mismo instante en que entró en contacto con su mente».
—¿Igual que los quitinosos?
Notó desaprobación y escuchó parte de una conversación.
«¿… seguro de que es Miyeritari?».
«Lo es».
—Así que… —Q’arlynd dirigió la vista hacia la Puerta de Kraanfhaor. Pudo distinguirla con concentración—. ¿Hay más kiiras ahí dentro?
«Docenas. Cada una pertenece a una de las Casas cuyo patriarca o matriarca sobrevivió a la Tormenta Asesina».
Se tocó la frente.
—Y puesto que soy un Melarn, un descendiente puro de vuestra Casa…, ¿me enseñaréis alta magia?
«Cuando estés listo para blandir arselu’tel’quess, entonces sí».
—¿Qué debo hacer para prepararme?
«Aprender a confiar».
—Hecho. —Q’arlynd agitó una mano en dirección a sus aprendices—. Ahí tenéis la prueba. Los traje conmigo para compartir los conocimientos que pudiera recopilar.
«¿Y por eso todavía los tienes a todos atados con tu magia?».
—Tuve que hacerlo. Piri…
«Pusiste ese encantamiento en los anillos mucho antes».
—Sí, pero el caso sigue siendo que Piri…
«¿Qué esperabas de alguien que había establecido un vínculo con un demonio?», entonó el hombre.
«No puedes culpar a Q’arlynd por intentarlo —intervino la mujer—. El anhelo de compañerismo, de tener una familia, es instintivo en él. Fueron las crueldades que sufrió de niño las que lo dejaron inactivo. Todavía hay bondad en él».
Q’arlynd se enfadó. Parecían estar sugiriendo que era el equivalente a un elfo de superficie, blando y débil, en vez de un verdadero drow.
«Aunque tu piel sea negra, no eres un dhaerow —dijo la mujer, que le había dado a la palabra su significado original: «traidor». Un rayo de luna brilla aún en tu corazón. Los dhaerow hicieron lo posible por apagarlo, pero todavía está ahí bailando».
Eso le sonó igual que algo que Qilué le había dicho una vez.
—Basta ya de hablar de mí —dijo Q’arlynd—. Ahora, acerca de esos hechizos…
«Cuando estés listo. Después de un siglo o dos de estudio, quizá».
—¡No creo que tenga que esperar tanto tiempo! ¿No os olvidáis de algo? Ya he utilizado la alta magia antes, en una ocasión.
«Cuando Eilistraee lo quiso, sí».
Q’arlynd se agarró a aquel clavo ardiendo.
—Bueno ¿y, acaso no lo quiere de nuevo? Si las arpías de Kiaransalee no son derrotadas, el Faerzress de toda la Antípoda Oscura se volverá tan poderoso como en la época del Descenso. Vuestros descendientes tendrán que permanecer atrapados, al igual que vosotros. Aryvandaar ganará.
Sintió el golpe de la ira justa como si fuera algo físico. Retrocedió. Entonces, una canción sin palabras eclipsó las voces iracundas. Era tan hermosa que los ojos de Q’arlynd se llenaron de lágrimas. Un recuerdo inundó su mente: Halisstra, cantándole, sanándolo, aquella vez que quedó inconsciente tras el accidente de equitación.
Halisstra había utilizado la magia bae’qeshel, en vez del himno de Eilistraee, pero igualmente lo había salvado. Quizá la diosa había estado vigilándolo incluso entonces, utilizando a Halisstra como vehículo para…
—¡Eso es! —exclamó.
Dirigió su atención al lugar del que provenía el coro. Tras concentrarse con todas sus fuerzas, fue capaz de distinguir a una multitud. Había docenas de personas.
—¿Sois todos magos? —preguntó.
«Magos, sacerdotisas, guerreros… Durante tres milenios las matronas y los patrones de nuestra Casa llevaron esta piedra del conocimiento».
—Y las otras kiiras de las que habláis… ¿también contienen la sabiduría combinada de los magos y los clérigos?
«Por supuesto».
—¿Y cada kiira es capaz de lanzar el hechizo que borró mis recuerdos cuando llevé la piedra de conocimiento equivocada?
«Sí».
Q’arlynd rio de puro gozo.
—Entonces, todavía tenemos una oportunidad. Escuchad.
Les expuso rápidamente su idea.
«Eso podría funcionar —dijo la piedra de conocimiento cuando terminó—. Con la bendición de Eilistraee. Sé que es posible entregarte la espada que buscas. Con respecto a si puedes blandirla…».
—Al menos tendremos que intentarlo.
«Sí».
Las voces de sus ancestros se desvanecieron, y Q’arlynd volvió a ser consciente de su entorno. Eldrinn lo observaba atentamente, con los ojos brillantes.
—Tenemos trabajo que hacer —le dijo con una lúgubre sonrisa—. Kiaransalee va a probar su propio veneno.
Cavatina respiró entrecortadamente al recuperar la conciencia. Hacía un momento que se encaminaba hacia el bosque sagrado de Eilistraee, abriéndose paso entre las ramas cargadas de piedras lunares, mientras su espíritu danzaba al compás de una canción cuya belleza la hacía llorar. Ahora estaba de espaldas en un frío suelo de piedra, con la garganta dolorida y tirante. La canción de Eilistraee se había desvanecido, y había sido sustituida por un espantoso lamento y el repiqueteo ahogado de los huesos.
Un hombre se inclinó sobre ella, con una mano apoyada suavemente justo por encima de su pecho izquierdo.
Y estaba desnuda.
—Kâras —gruñó.
Estaba ya medio levantada, con los puños preparados para defenderse, cuando se dio cuenta de lo que debía haber hecho. Bajó las manos y transformó el movimiento en una reverencia. Salió un poco menos elegante de lo que hubiera querido, pero al menos era una reverencia.
—¿Me has sanado?
Él asintió.
—Gracias.
Cavatina miró a su alrededor. Estaban en una pequeña habitación, similar a una celda, con paredes de piedra y una sola salida. La puerta estaba cerrada y bloqueada con lo que parecía un fémur. Las paredes tenían unos murales horrendos, probablemente pintados con sangre seca. Lo peor estaba oculto tras una serie de sombras cambiantes, que sin duda eran cosas de Kâras.
No tenía sentido preguntar qué era lo que había pasado. Cavatina recordaba demasiado bien la sensación de la daga del espectro hundiéndose en su garganta.
—¿Dónde estamos? —preguntó, frotándose la garganta.
—En un rincón remoto de la Acrópolis —dijo Kâras en voz baja, con precaución—. En una habitación que ahora está santificada por la Señora Enmascarada. Pero mi plegaria no mantendrá a las arpías a raya durante mucho más tiempo. Incluso Cabrath, el espectro al que mataste, renacerá tras un tiempo.
Cavatina enarcó las cejas.
—¿La conocías?
—Conocía su existencia, cuando todavía estaba viva. Era una de las sacerdotisas de Kiaransalee en Maerimydra. Entonces, era mortal.
Cavatina lo dejó pasar. Miró a su alrededor, pero no vio su espada cantora.
—¿Y qué ha sido de Leliana y las demás Protectoras?
—Están muertas. Aun estando disfrazado, sólo pude llevarme a una de vosotras. —Sacó de su bolsillo una pequeña espada que colgaba de una cadena de plata. Su símbolo sagrado—. Conseguí recuperar esto.
Cavatina lo cogió. Se lo acercó al pecho y susurró una sincera plegaria de agradecimiento.
—Me sorprende que… —empezó a decir pero se interrumpió justo a tiempo.
Había estado a punto de preguntarle por qué sencillamente no se había escabullido fuera de la Acrópolis y se había salvado, pues eso hubiera sido más propio de un Sombra Nocturna, después de todo, pero se dio cuenta de que no merecía la pena reavivar viejas rencillas.
Él adivinó sus intenciones, a pesar del silencio.
—La Señora Enmascarada ordena, y yo obedezco.
Cavatina asintió, satisfecha. Tenía sentido del deber. Quizá estaba equivocada acerca de los Sombras Nocturnas. Había aprendido mucho en los últimos días.
—¿Qué sugieres que hagamos ahora?
A Kâras pareció sorprenderle que le hubiera pedido consejo. Entornó la mirada, como si esperase algún tipo de trampa. A continuación, se encogió de hombros.
—Estamos en inferioridad numérica; probablemente, de cien a uno. Y eso si contamos sólo a las arpías, que se alzarán como reaparecidas poco después de que las matemos si no nos tomamos el tiempo necesario para enterrarlas definitivamente.
Cavatina aferró con más fuerza su símbolo sagrado.
—Entonces, nos aseguraremos de hacer justo eso.
Kâras negó con la cabeza.
—No hay tiempo. Las arpías están haciendo algo con una piedra de vacío. Algo terrible.
Desde algún lugar en el exterior de la habitación se oyeron una serie de agudos crujidos, seguidos por el sonido de escombros que se desplomaban. El suelo tembló bajo los pies de Cavatina. Oyó una lluvia de golpes sobre el tejado. Una especie de polvo blanco, de textura arenosa, como si fueran huesos triturados, se coló entre las vigas.
Cavatina se lo sacudió del pelo.
—¿Te has puesto en contacto con Qilué?
—No contesta.
Si eso era cierto, no pintaba nada bien. Cavatina se concentró en el rostro de la suma sacerdotisa y dijo con urgencia:
—¿Qilué?
No llegó respuesta alguna.
Kâras le dedicó una mirada de «te lo dije».
—Está bien. —Cavatina dejó a un lado esa preocupación. Ayudó el hecho de haber probado ya lo que había más allá. Ya no tenía miedo a morir—. Entonces, lucharemos nosotros. Haremos lo que podamos para detener… lo que sea que estén haciendo las arpías.
Se ató alrededor de la muñeca la cadena de su símbolo sagrado. Después miró a Kâras.
—Antes de empezar, necesitaré que me disfraces. —Sonrió con amargura—. Esperemos que tenga tanto éxito haciéndome pasar por una arpía como tú al fingir parálisis, aquella vez que nos atacó el reaparecido.
A Kâras le salieron arrugas a los lados de los ojos lentamente. Se tocó la máscara con los dedos y lanzó el hechizo.
Mientras la túnica negra le cubría el cuerpo y los anillos de plata aparecían en sus dedos, Cavatina sintió un escalofrío. Podía notar su símbolo sagrado en contacto con la muñeca, pero no podía verlo.
—Señora Enmascarada —susurró—, perdóname por esta blasfemia.
Notó la aprobación de Eilistraee, o al menos el reconocimiento por su parte de que aquello era necesario.
Kâras, que también iba disfrazado de arpía, abrió la puerta, y ambos salieron de la habitación sigilosamente.
La parte principal del templo estaba a la vuelta de la esquina. Tan pronto llegaron a ella, las esperanzas de Cavatina se desvanecieron. El espacio plano que tenían delante estaba repleto de arpías. Estaban de pie, unas junto a otras, entonando cánticos y agitando las manos llenas de anillos. Frente a ellas estaba lo que restaba del templo principal de Kiaransalee, que había quedado reducido a escombros. Flotando por encima de este, había una esfera de la más absoluta oscuridad; la piedra de vacío de la que le había hablado Kâras hacía unos instantes. El espectro que Cavatina creía haber matado flotaba por encima, dirigiendo las plegarias de las arpías.
Cavatina estaba horrorizada. Debería haber tardado días en rejuvenecer. La piedra de vacío tenía que haber acelerado el proceso.
Incluso mientras Cavatina y Kâras observaban, la esfera de oscuridad se iba expandiendo. En el interior de la piedra de vacío, Cavatina pudo ver formas: un enorme ejército de no muertos empujándose entre sí y dándole golpes a la esfera desde el interior. Al frente del ejército había un enorme minotauro no muerto, cuyos ojos brillaban con fuego profano.
Aquel fuego se parecía al del Faerzress que crecía entre las piedras del suelo.
Cavatina miró a Kâras. Su rostro ilusorio revelaba la amargura que sentía. Cavatina detectó la desesperanza en sus ojos.
Fingió un optimismo que no sentía.
—El espectro —susurró—. Debemos destruirlo. ¿Qué podría destruir permanentemente a Cabrath?
—Tan sólo una cosa —le respondió entre susurros.
Cavatina sintió renacer la esperanza.
—¿Y qué es?
—Matar a Kiaransalee.
Cavatina rio con amargura. Con la Espada de la Medialuna en la mano, podría haber sido capaz de hacerlo, pero aquella arma estaba en El Paseo, a cargo de Qilué. Cavatina estaba desarmada.
—Haremos lo que podamos.
Kâras asintió.
Se abrieron paso juntos entre la multitud, que estaba entonando cánticos.
Q’arlynd dio una kiira a cada uno de sus aprendices. Baltak, con un brillo codicioso en la mirada, apretó fuertemente la piedra en la mano. Alexa escrutó las profundidades de su gema, como si estuviera tratando de tasarla o de averiguar qué mineral contenía. Zarifar cerró los ojos y giró la suya de atrás hacia adelante entre las palmas de las manos con una serie de movimientos cortos, pasando cada vez una cara del cristal hexagonal mientras contaba en silencio.
Eldrinn miró la kiira que le habían dado con desconfianza.
—¿Me va a debilitar mentalmente?
—Podría —contestó Q’arlynd con sinceridad. Después de todo, el muchacho sólo era mitad drow.
Alexa y Baltak levantaron la vista bruscamente.
Q’arlynd levantó una mano.
—No es momento de mentir. Hay demasiado en juego. Ninguno de vosotros pertenece a la Casa que corresponde a la piedra que tenéis. Aun así las piedras de conocimiento han acordado enseñarnos la habilidad de realizar arselu’tel’quess. Cuando lo hayamos hecho, borrarán todo el conocimiento del hechizo de vuestras mentes. Eso podría debilitaros mentalmente, o no. Pero incluso si lo hace —dijo mientras se tocaba la kiira que llevaba en la frente—, he llegado a dominar esta piedra de conocimiento. Todavía estaré en mis cabales, y me ocuparé de que vosotros volváis a estarlo.
Baltak lo miró, desafiante.
—Veo lo que saca Eldrinn de todo esto, que es salvar de la ruina a su Colegio, pero… ¿qué hay del resto?
Q’arlynd enarcó una ceja.
—¿Realizar alta magia no te atrae?
—No, si no puedo recordar después cómo hacerlo ¿Cómo sabemos que no nos matarás una vez que nos haya debilitado mentalmente?
Alexa resopló.
—No seas estúpido, Baltak. Si quisiera matarnos, ya nos habría hecho pedazos mientras estábamos atrapados por su hechizo.
El metamórfico mantuvo la vista fija en Q’arlynd.
—No, no lo hubiera hecho, ya que en ese caso no nos hubiera tenido aquí para lanzar el hechizo por él.
—¡Basta ya! —dijo Q’arlynd con brusquedad—. ¿No veis lo que ocurre? —agitó la mano hacia las paredes.
El brillo del Faerzress que crecía en ellas había aumentado notablemente, incluso en el poco tiempo que le había llevado explicarles a sus aprendices lo que había planeado. Brillaba con una luz azul verdosa constante.
—El poder del Faerzress está aumentando considerablemente por momentos. No tenemos ni idea de qué otros efectos perjudiciales podría tener. La adivinación y la teletransportación podrían ser tan sólo las primeras habilidades mágicas que se les negaran a los drows. Sé que es difícil, pero debéis confiar en las kiiras, y en mí. También en el Colegio que vamos a construir juntos. Habéis llegado hasta aquí conmigo, y habéis confiado en mí. ¿Por qué no hacerlo ahora también?
Fue hacia el mago muerto y le puso una piedra de conocimiento en la frente. Quedó fijada al instante, y tal como había prometido la piedra de conocimiento de Q’arlynd, Piri volvió a la vida. El aprendiz de piel de demonio se incorporó lentamente, mirando con fijeza al frente.
Q’arlynd se volvió hacia los demás, frotándose el brazo izquierdo. Todavía le escocía por el veneno.
—Me costó mucho convencer a mis ancestros de que necesitábamos a Piri, pero vieron que era conveniente dejarlo participar, ya que necesitamos a una sexta persona para lanzar el hechizo.
—Un sexto cuerpo, querrás decir —rezongó Baltak—. Míralo, no es más que un cadáver andante. La kiira lo controla.
—Se le devolverá la conciencia una vez que hayamos terminado —dijo Q’arlynd. Se inclinó y le volvió a poner a Piri el anillo en el dedo—. La kiira lo prometió.
—¿Y qué pasa si está mintiendo? —replicó Baltak—. ¿Y si tú estás mintiendo?
Q’arlynd devolvió la mirada a Baltak.
—Unamos nuestras mentes. Rebusca en lo más profundo de mis pensamientos y busca motivaciones o traiciones ocultas. Todos vosotros, echad un buen vistazo. Y una vez estéis satisfechos, quizá podamos acabar con esto.
En el momento en que Q’arlynd bajó sus defensas mentales, Baltak irrumpió en su mente. Alexa y Eldrinn lo hicieron de manera más indecisa. Zarifar se introdujo el último, ya que su cerebro estaba ocupado dibujando el patrón que formaban sus cuerpos. Un hexágono, compuesto por Q’arlynd, los cuatro aprendices que no llevaban kiira, y Piri, que sí la llevaba.
Durante varios minutos, Q’arlynd sintió cómo sus cuatro aprendices hurgaban en sus secretos. Permitirlo le resultaba difícil, ya que era como permitirle a un lagarto de caza pasarle la lengua a uno por la piel desnuda. Cuando descubrieron los recuerdos de los hechizos adicionales que les había puesto a sus anillos, notó su brusco enfado. También oyó su asentimiento mental cuando descubrieron que la misión comercial en la que habían participado él y Eldrinn era una artimaña —al ser drow, ya habían dado por supuesto que era mentira—, y su sorpresa cuando se enteraron de la misión de las sacerdotisas en la Acrópolis de Tánatos. Casi pudo percibir cómo enarcaban las cejas al conocer la admisión de Q’arlynd en las filas de los fieles de Eilistraee, y su regocijo al descubrir algunos de los secretos de esa fe prohibida. También sintió su súbita indignación ante la revelación de que las kiira iban a usar sus cuerpos, y que los cinco aprendices serían, como mucho, conductores para la alta magia que estaban a punto de realizar.
Pero también, a medida que penetraron más profundamente en los pensamientos y los recuerdos de Q’arlynd, vieron los sueños que contenía su mente, Sueños de fundar algo que fuera realmente una unidad de propósito, de voluntad. No buscaba la resurrección de una noble Casa drow, sino la creación de algo nuevo. Una unión que iría más allá de los Colegios y las Casas delas que provenían.
—¿Y bien? —susurró Q’arlynd, haciendo la pregunta tanto de viva voz como con el corazón.
Eldrinn levantó su kiira.
—Yo estoy convencido.
—Igual que yo —dijo rápidamente Alexa.
Zarifar abrió los ojos y asintió en silencio.
—Bien —dijo Baltak.
El metamórfico intentó ponerse al frente de los otros aprendices, para estar al mando, pero Q’arlynd le puso una mano en el hombro, impidiéndoselo. Por una vez, Baltak cedió.
—¡A la de tres! —dijo Q’arlynd—. Y aseguraos de mantener la conexión mental conmigo. ¡Una…, dos…, tres!
Cuando los otros se pusieron las piedras de conocimiento en la frente, Q’arlynd sintió cómo se unían a ellos las conciencias de las otras cinco kiiras. Cada uno de los aprendices reaccionó como había esperado: Baltak con un forcejeo mental, Alexa con una experimentación vacilante, Zarifar con una aceptación distraída y Eldrinn con una curiosidad precavida. Un instante más tarde, cada uno sucumbió al control de la kiira. Las piedras de conocimiento hablaban entre sí a través del vínculo de los anillos que llevaban los seis.
La conciencia combinada de Q’arlynd y la kiira que llevaba contestó.
«Es el momento. Comencemos».
Juntos formularon un conjuro. Los seis drows al unísono, guiados por las kiiras, pronunciaron las palabras de un encantamiento. A medida que el conjuro crecía, el brillo del Faerzress también. A pesar de que Q’arlynd tuvo que entornar la mirada debido al resplandor, se obligó a seguir mirándolo. El Faerzress era el vínculo que tenían con los dominios de Kiaransalee, con los no muertos que extraían su poder de su energía negativa, y con las arpías que veneraban y creaban tales abominaciones… En definitiva, con la propia diosa de la muerte.
De cada una de esas mentes, algo estaba a punto de ser borrado. No era un recuerdo, sino una única palabra.
De un modo indirecto, la inspiración para el encantamiento procedía de la misma Kiaransalee. Cuando Q’arlynd había escuchado la historia de Leliana acerca de cómo Kiaransalee había borrado el nombre de Orcus de los santuarios y templos a lo largo y ancho de Faerun, se la había tomado muy en serio. Supuso que la diosa había actuado por pura vanidad. La eterna reina conquistadora quería borrar todas las pruebas de la existencia del que había reinado antes que ella.
Q’arlynd se había dado cuenta, finalmente, de las implicaciones más profundas. Todas las deidades necesitaban seguidores para sobrevivir. Sin una corriente constante de los rezos de sus fieles en Toril y la posterior entrada de los mismos en su dominio al morir, los dioses y las diosas se desvanecerían lentamente.
¿Qué mejor que terminar con el culto a Kiaransalee que borrando su nombre de las mentes de cada uno de sus seguidores?
Incluso de la mente de la misma diosa.
Q’arlynd puso una mano sobre la pared.
—¡Kiaransalee! —exclamó.
El hechizo se expandió en ondas crecientes a través del Faerzress. Quemó las mentes de los fieles de Kiaransalee como si se tratara de fuego sobre astillas secas. Trazó un arco a través del plano de energía negativa, cruzando aquel gran vacío como un rayo y estallando en el rincón de la Red de Pozos Demoníacos donde estaban los dominios de Kiaransalee.
Q’arlynd oyó un grito tumultuoso: miles de voces dando alaridos. De repente, se hizo el silencio.
Un silencio de ultratumba.
«Está hecho».
Lo agradeció con una reverencia. Cuando se levantó, vio que el Faerzress que llenaba el pasadizo estaba en silencio. Aun así seguía estando allí.
Abrió los ojos de par en par por la preocupación.
—¿Hemos fallado?
«Hemos tenido éxito. Hemos detenido el crecimiento del Faerzress, pero ni siquiera la alta magia puede invertir el paso del tiempo».
Q’arlynd asintió, agotado. Se preguntó cómo les iría en Sshamath. ¿Sería posible la adivinación mágica todavía en ese lugar? ¿El Colegio de la Adivinación se tambalearía y se desplomaría finalmente? Si eso sucedía, Q’arlynd estaría en el mismo punto donde había empezado, sin un maestro para seleccionar la escuela.
Al menos, todavía tenía la kiira.
Sus aprendices estaban junto a él, con la mirada vidriosa. Empezaron a moverse todos a la vez. Rígidos como gólems, se quitaron las piedras de conocimiento de la frente, dibujaron el glifo de la Casa correspondiente a sus kiiras en la Puerta de Kraanfhaor y las empujaron contra la misma. La puerta las atrajo a su interior, y la piedra se alisó; como si nunca hubieran estado allí.
Como si fueran humanos recién despertados de un sueño, los aprendices de Q’arlynd sacudieron la cabeza y miraron, confusos, a su alrededor. Durante unos instantes todos conservaron una expresión tan ausente como la de Zarifar.
Entonces, Baltak puso los brazos en jarras.
—¿Dónde demonios estamos? ¿Y qué es eso que llevas en la frente?
Q’arlynd sonrió con cara de cansancio.
—Es una larga historia. Cuando volvamos a Sshamath, te la contaré.