Halisstra observó cómo el demonio atormentaba a Cavatina, que yacía de espaldas, indefensa y llorosa, todo lo contrario de la orgullosa Dama Canción Oscura que una vez fue. Wendonai se había introducido en lo más profundo de su mente para provocarle sentimientos de vergüenza y odio. Le despellejó el cuerpo y la mente hasta que la tuvo débil y temblorosa a sus pies.
Halisstra sabía cómo se sentía.
La enorme herida que el demonio le había infligido hacía un rato ya estaba curada; los huesos se habían soldado y los órganos y la carne habían vuelto a crecer, de modo que apenas sentía ya dolor. Podía respirar sin el agudo pinchazo que eclipsaba todo lo demás. Incluso la callosidad de su mano había desaparecido; sólo quedaba una ligera arruga.
Se quedó mirando las anchas espaldas de Wendonai con una mirada de auténtico odio. Le había dado lo que quería: un juguete. No había sido lo bastante estúpida como para esperar que el demonio cumpliera su promesa —se le negaría la libertad—, pero al menos había esperado que la devolviera a Lloth. Después de todo, Wendonai no la necesitaba más. Ahora que le había traído a la Dama Canción Oscura, ella era insignificante, una criatura poco digna de atención.
Eso la fastidiaba.
Aun así, podría representar una ventaja para ella. Mientras Wendonai dirigía toda su atención hacia Cavatina, Halisstra podría escapar. Utilizaría su magia bae’qeshel para hacerse invisible y…
Tan pronto lo hubo decidido, se encogió. ¡El demonio debía oír lo que estaba pensando!
Esperó, entrecerrando los ojos para prevenirse del golpe. No podía matarla, al menos no sin la complicidad de Lloth, pero podía hacerle daño, mucho daño.
Wendonai no hizo nada. Continuó atormentando a Cavatina; todavía se inclinaba sobre ella y saboreaba su angustia.
Halisstra se enderezó. Le llevó un buen rato reunir el valor, pero al final se atrevió a intentar algo. Una canción, que susurró tan bajo que pareció perderse con el viento que barría eternamente aquella gran planicie vacía. No esperaba que aquel encantamiento funcionara —Wendonai era un demonio poderoso, y tenía una gran fortaleza mental—, pero esperaba una reacción, al menos de rabia por su atrevimiento, o de castigo, por su insolencia.
Wendonai la ignoró por completo.
¿O… quizá él…?
Le había dicho a Cavatina que podía oír sus pensamientos. Halisstra había supuesto que lo mismo sucedía con ella. Pero, si era así, el demonio debería haber sabido, cuando Halisstra propuso a Cavatina por primera vez como sustituta, que la Dama Canción Oscura había matado a un semidiós. O bien Wendonai era lo bastante arrogante como para no preocuparse por ello o…
Había mentido.
Halisstra sonrió. Él no podía oír sus pensamientos, y había sido tan estúpido de contarle por qué. Sus antepasados habían sido Miyeritari. No llevaba su marca. Eso no la hacía débil, sino que la hacía más fuerte.
Lo bastante como para ofrecer resistencia.
Esperanzada, miró a su alrededor, buscando una salida. El montón de calaveras que Wendonai utilizaba como trono había quedado reducido a unos cuantos bultos ennegrecidos. El viento sopló junto a los cráneos, arrancando una voluta de cenizas del montón.
No, no eran cenizas. La serpentina negra salía de una cuenca ocular.
Mientras vigilaba a Wendonai, Halisstra se dirigió cuidadosamente hacia la espiral retorcida de ceniza y la tocó con la punta del dedo. Su carne se volvió gris. La punta del dedo no sólo estaba fría, sino que se le había quedado insensible, sin vida. La parte que estaba dentro del zarcillo negro pareció encoger, como si Halisstra lo estuviera viendo a través de una lente al revés. La negrura tiró de él, estirándolo y estrechándolo cada vez más y más…
Halisstra sacó precipitadamente el dedo. Si no lo hubiera hecho, la oscuridad la habría arrastrado a su interior sin remedio, al interior del vacío que era la cuenca vacía del cráneo. Sabía lo que era el zarcillo de oscuridad: pura energía negativa que salía de… ninguna parte. Arrastraba al olvido todo lo que tocaba.
Eso sería maravilloso.
La dirección del viento cambió. Para alcanzar el zarcillo de cenizas, Halisstra tendría que desplazarse hasta un lugar en el que Wendonai podría verla. Por el momento, toda su atención estaba dirigida hacia Cavatina. Estaba agachado sobre ella, mientras las ventanas de la nariz le aleteaban, saboreando su debilidad. Sin embargo, los demonios no eran estúpidos. No siempre. En el momento en que detectara movimiento detrás de él, las posibilidades de escapar de Halisstra serían nulas.
Tendría que asegurarse, entonces, de que no la viera.
Comenzó a cantar suavemente. Cuando terminó la canción, era invisible como el viento. A continuación, comenzó una segunda canción, una que le proporcionaría una distracción.
Antes de que pudiera completarla, resonó una voz. Era Cavatina, que entonaba alegremente una canción:
—¡He sido… redimida!
Wendonai se echó hacia atrás, pasmado. Un aullido de angustia desgarró su garganta.
Halisstra, que dijo gruñendo la última palabra de su canción, conjuró una imagen de sí misma y la envió a toda velocidad hacia Wendonai. El ataque ilusorio tan sólo le proporcionaría un instante, pero eso era todo lo que necesitaba. Mientras la falsa imagen embestía a Wendonai, con garras y dientes preparados, Halisstra se lanzó hacia la corriente negruzca y metió dentro ambas manos. La oscuridad las atrapó en sus frías profundidades y arrastró su cuerpo al interior.
Halisstra se vio envuelta por el frío más absoluto. Su cuerpo parecía fino y frágil como una hoja de papel mientras la energía negativa lo estiraba hasta alcanzar una longitud imposible. Cada vez más y más delgada, hasta que no fue más que una ajada palpitación. La nada se avecinaba, una cuenca vacía que conducía a la fría y silenciosa oscuridad.
Después, la reclamó el olvido.
Cavatina abrió los ojos, sorprendida, cuando Halisstra se abalanzó sobre Wendonai. El demonio rugió, pero no hizo ningún intento de luchar con ella. En su lugar se volvió, mirando atentamente hacia el montón de cráneos.
Halisstra lo golpeó… y desapareció.
¡Era una ilusión!
Algo extraño sucedía con Cavatina. Una luz blanca y brillante surgió de su cuerpo, iluminando al demonio desde abajo y provocando que apareciera una sombra justo detrás de él, en el suelo. La luz, blanca como la luna, salía cantando de los poros de Cavatina. Un cuadrado de oscuridad crepitante cayó lentamente, atravesando la luz y posándose sobre el rostro de Cavatina suavemente, como el terciopelo, para desaparecer a continuación. El demonio, que hacía un momento estaba dentro de sus pensamientos, fue expulsado. La mente de Cavatina se llenó de paz, tan suave como una nana, incluso cuando la abrasadora luz blanca de la luna le salió por todos los poros con la fuerza de una madre furiosa.
—¡Eilistraee! —exclamó Cavatina.
Wendonai se puso en pie mientras retrocedía, batiendo las alas membranosas. Se tambaleó hacia atrás, haciendo una mueca de dolor, como si lo hubieran alcanzado golpes invisibles. Le lanzó a Cavatina una mirada de ira y angustia.
—¡No! —aulló. Agitó el puño, rojo como la sangre, hacia el cielo—. ¡No consentiré que me sea arrebatada!
De su piel rojiza surgieron llamas que recorrieron su cuerpo en oleadas incandescentes, lamiendo la herida de su abdomen.
Se obligó a caminar, pisando con gran fuerza, hacia Cavatina, atravesando el escudo protector con el que Eilistraee la había rodeado.
Cavatina se echó aun lado. Rodó sobre su estómago, escarbando con las manos atadas en la arena. Un instante más tarde sostenía el símbolo sagrado. Lo agarró con fuerza y se puso de rodillas con gran esfuerzo. Entonó una nota llena de urgencia, y la espada cantora ennegrecida se elevó por los aires, detrás de Wendonai. El hollín salió disparado de la hoja, y el acero centelleó. A continuación, comenzó a cantar.
Wendonai se volvió rápidamente para enfrentarse a ella.
Demasiado tarde. Cavatina tiró de las manos atadas hacia su pecho, ordenándole a la espada que avanzara. Su punta se hundió en el torso del demonio y le atravesó el corazón. El tañido triunfal de la espada quedó eclipsado por el rugido angustiado del demonio y el aullido furioso del viento ascendente. Wendonai se tambaleó, agarrando con fuerza la empuñadura, que estaba firmemente clavada en su pecho. Una hoja de acero ensangrentada le sobresalía por la espalda, vibrando con su danza victoriosa.
Antes de que el demonio pudiera curarse, Cavatina entonó otra súplica. Esa vez su voz era fúnebre y grave. La elegía que cantó resonó a través de la hoja de la espada clavada en el pecho del balor, y extendió la vibración por su sangre con cada latido de su enorme corazón. Se tambaleó, haciendo surcos en la tierra, que estaba cubierta por una capa de sal. Extendió las alas y las batió con rigidez, y los ojos le brillaron. Aunque la canción fúnebre lo obligó a arrodillarse, Wendonai sacudió su gran cabeza astada.
—Esto… no ha terminado —dijo entrecortadamente—. No puedes… matarme.
Otra mentira. Wendonai había cometido un error terrible y fatal. Si aquella batalla hubiera sucedido en cualquier otro lugar, Cavatina habría sido incapaz de matarlo. La esencia del demonio habría vuelto al puro caos del Abismo para renacer allí. Pero en el Abismo era tan mortal como ella.
Cavatina se preparó. Cuando Wendonai muriera, el vacío resultante desgarraría el tejido del Abismo y reventaría con una gran explosión. Ella moriría también.
Eso ya no importaba; su alma se uniría a la eterna danza de Eilistraee, y Cavatina saldría victoriosa.
Estaba de rodillas, todavía atada de pies y manos con los trozos restantes del látigo, que ardían lentamente. Pero sostenía el símbolo de Eilistraee. A pesar de lo pequeña y deslucida que era la espada ceremonial, sería la perdición de Wendonai.
Terminó la funesta canción con dos palabras, que pronunció con monotonía:
—Muere, Wendonai.
El balor puso los ojos en blanco. Emitió un lamento, largo y grave, como si alguien estuviera retorciendo una pieza de metal. Después comenzó a inclinarse hacia un lado. El viento aullaba, le tiraba del pelo a Cavatina y azotaba su piel desnuda con afilados granos de sal. El demonio agitó los brazos en el aire, como si tratara desesperadamente de agarrarse a algo, pero no le sirvió de nada.
Con un estruendo que hizo temblar el suelo sobre el que Cavatina estaba arrodillada, Wendonai se desplomó.
Durante unos instantes todo permaneció en silencio.
Wendonai estaba muerto, a pesar de que su cuerpo no se había consumido.
Y Cavatina seguía viva.
Era un milagro.
El brillo que rodeaba a Cavatina se desvaneció repentinamente. Se estremeció y dejó escapar un suspiro.
—Alabada seas, Eilistraee. En mis momentos de necesidad… —Se dio cuenta de algo y corrigió su plegaria de agradecimiento—. Señora Enmascarada —dijo—, mi más sincero agradecimiento por… todo.
Se humedeció los labios, cuarteados por el viento. Tenían una costra de sal, pero ella saboreó algo mucho más dulce.
Redención.
Avanzó de rodillas hacia donde yacía el demonio. Utilizó el trozo de hoja que le sobresalía de la espalda para cortar las apretadas ataduras de cuero que le rodeaban las muñecas. A continuación, se sentó, levantó las piernas atadas y cortó las ataduras de sus tobillos. Se hizo varias heridas, pero no le importó. Todo formaba parte del baile.
Se puso en pie de un salto y se entregó a ello con abandono. Se puso a dar palmadas y a dar vueltas sobre sí misma. Era un baile de victoria, no sólo por ella, sino también por la Señora Enmascarada. Aceptó todo en lo que se había convertido.
Pero de repente, en medio de todo aquello, fue cuando se acordó de Halisstra. Giró sobre sí misma, pero la llanura cubierta de sal estaba tan vacía como siempre. Vacía y llana, se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
—¿Dónde estará? —se preguntó en voz alta.
Se había hecho la misma pregunta hacía casi dos años, tras matar a Selvetarm. Al igual que hizo entonces, juró buscar a Halisstra. Sólo cuando volviera a encontrarla pagaría por su traición.
Con un gruñido, Cavatina puso al demonio muerto de lado. Tenía los labios retraídos y los colmillos a la vista, como si sonriera.
—Anda, sonríe —le dijo Cavatina—. Eilistraee rio la última.
Cavatina apoyó un pie en su pecho y tiró de la espada cantora, para sacarla. La hizo girar alrededor de su cabeza, dejando que la superficie quedara limpia de aquella sangre oscura. La espada cantó de alegría.
«¿Y ahora qué?, —pensó Cavatina mientras echaba un vistazo a su alrededor—. Estoy en el Abismo y aún tengo que salir de aquí».
Su mirada se posó en el montón de cráneos ennegrecidos. Un fino zarcillo negro se filtraba desde la cuenca de uno de ellos. Se agachó y miró atentamente de dónde procedía.
El vacío que se presentó ante sus ojos hizo que la cabeza le diera vueltas. Durante un instante no sintió nada, ni siquiera los latidos de su propio corazón. Incluso su alma se tambaleó, como si caminara por el filo de una espada: en un lado, la vida; en el otro…, nada. Tan sólo un vacío terrorífico.
Cavatina retrocedió, mareada. Aquella cuenca era realmente un portal que conducía hacia la misma muerte.
Tenía que haber otra manera de salir de allí. Halisstra debía haber ido a alguna parte y, si ella podía escapar, también podía hacerlo Cavatina. Era una Dama Canción Oscura, una asesina de demonios. No…, una asesina de semidioses. Ella…
Sonrió. Ya estaba otra vez ahí el orgullo. Más de una vez había estado a punto de ser su perdición.
Aun así, encontraría una manera de salir de allí. Cuando se entrenaba como Dama Canción Oscura, sus maestros habían previsto ese tipo de contingencias. Más de uno había perseguido a un demonio hasta su lugar de origen, había acabado con él y había vuelto para contarlo. Le habían enseñado cómo se hacía. Cavatina jamás había intentado aquella plegaria, pero estaba segura de que podría dominarla.
Cualquier cosa era posible por la gracia de Eilistraee.
Sostuvo la espada entre las manos y la levantó hasta que la hoja quedó en posición horizontal con respecto al suelo. A continuación, hizo un giro y entonó una canción. La espada intentó llevarla hacia el portal de los cráneos, pero no se lo permitió. Tensó los músculos y la mantuvo en la misma posición. De repente, la punta se precipitó hacia abajo y se hundió profundamente en la sal. Un rayo de luna junto con uno de sombra salieron disparados de aquel punto, apenas sin tocar el suelo y tan finos como la hoja de una espada. Un camino que sólo una devota de la Señora Enmascarada podía ver. Un camino hacia el portal más cercano.
Cavatina arrancó la espada del suelo. Con la hoja apoyada sobre el hombro desnudo, zumbando suavemente, se puso en camino.
Kâras se subió al bote, teniendo cuidado de no tropezar con sus cortas piernas. Lo más fácil era acostumbrarse a que su tamaño fuera la mitad del habitual. Era más difícil soportar el llevar la cara descubierta. Su máscara, que era un pañuelo de color rojo vivo, sobresalía del bolsillo del chaleco de cuero en que se había transformado su piwafwi. Resistió el impulso de tocarlo.
Gindrol y Talzir lo siguieron, ambos irreconocibles bajo su aspecto mágicamente alterado. Sus disfraces eran perfectos hasta el último detalle: cabezas calvas, piel grisácea y moteada, músculos nervudos y ojos negros como guijarros. Incluso tenían la expresión suspicaz de los gnomos de las profundidades. Podrían haber nacido svirfneblin perfectamente.
El bote de remos era estrecho y negro, con los extremos chatos. Los tres Sombras Nocturnas disfrazados se acomodaron en los asientos de madera. Kâras iba en el de delante con la caja fuerte sobre las rodillas. Gindrol, que estaba justo detrás de él, echó mano de los remos. Cada uno estaba formado por un hueso de brazo rígido que acababa en una mano ahuecada.
El chapoteo de los remos quedaba ahogado por el golpeteo de hueso contra hueso. La caverna, inundada por un lago, era enorme, pero el techo estaba tachonado de cráneos, lo cual le confería un aspecto desigual y blanquecino. El lago estaba completamente quieto; las alteraciones que producían los remos desaparecían de inmediato. El agua emanaba aire frío, que llegaba hasta el asiento sobre el que estaba sentado Kâras. Se puso a temblar e intentó obligar a sus músculos a relajarse. No quería que los otros pensaran que tenía miedo.
El lago era profundo, pero el Faerzress que impregnaba la piedra brillaba desde arriba, lo que le confería al agua un ligero fulgor azulado. Se podían distinguir figuras nadando rápidamente de un lado a otro en las profundidades: arañas acuáticas que perseguían a sus presas.
En el centro del lago había una isla, sobre la que se alzaba la ciudad en ruinas de V’elddrinnsshar. La propia isla era una masa irregular de piedra caliza blanca, cuyo punto más alto había sido nivelado. Las calles surcaban los espacios entre edificios, construidos dentro de estalagmitas huecas, que se alzaban como dedos puntiagudos tratando de alcanzar el techo. En el centro de la isla había un capitel más alto de piedra blanca, con la parte superior cortada. Lo coronaba el templo de Kiaransalee, un siniestro bloque de mármol negro. Había fantasmas flotando sobre él como golondrinas enloquecidas, y el aire estaba lleno de sus gemidos de angustia, que formaban un espeluznante coro.
A medida que el bote se acercaba ala orilla, Kâras pudo distinguir las formas apiñadas que llenaban las calles de la ciudad abandonada: los cuerpos de los muertos. Había varios tirados en el muelle, con brazos o piernas colgando de los bordes en los que habían caído. Un grupo de unos doce se puso silenciosamente en pie mientras el bote rozaba los escalones de piedra que conducían al muelle. Eran todos drows con la piel grisácea. Tenían la carne llena de enormes ampollas que hacía tiempo que habían estallado: la marca de la plaga ascómida. Si esas ampollas hubieran sido recientes, el más mínimo roce las habría hecho estallar, y hubiesen desprendido una nube de mortíferas esporas que habían propagado la enfermedad. Pero había pasado un siglo desde que la plaga había azotado aquel lugar y había matado a todos los habitantes de la ciudad.
Kâras se volvió en su asiento y vio que Talzir tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados. Gìndrol, que estaba remando, todavía tenía el muelle a su espalda.
—Tranquilidad —les dijo Kâras, y su voz de svirfneblin le sonó extraña—. Recordad que necesitan nuestra piedra de vacío. No van a matarnos… todavía.
El svirfneblin en que se había convertido Talzir sonrió amargamente.
Una de las drows no muertas, cuyos elegantes ropajes, hechos jirones, apenas cubrían su cuerpo lleno de ampollas, bajó los escalones tambaleándose y alargó las manos hacia la caja fuerte que Kâras sostenía. Este, negando con la cabeza, la sacó fuera de su alcance.
—Esto no es para ti, señora —le dijo—. Es para tu cosechador.
Se oyó una risita proveniente de una de las puertas que estaban en la parte trasera del muelle. De ella salió una drow que llevaba la túnica suelta y el casquete que la identificaban como arpía.
Llevaba anillos de plata en todos los dedos. De su cuello, a la altura del pecho, colgaba un reloj lleno de arena blanca, y llevaba una daga con mango de hueso envainada a la altura de la cadera. Tenía la piel manchada de gris: cenizas que había sacado de una pira y había mezclado con grasa rancia. Kâras trató de ignorar aquel hedor mientras se acercaba. Cuando estaba en Maerimydra, a menudo, le había provocado arcadas.
Subió las escaleras, agarrando con firmeza la caja fuerte. Talzir y Gindrol lo siguieron. Los tres hicieron una reverencia mientras la arpía se acercaba. Sin apenas fijarse en ellos, arrojó a sus pies el saco que tenía en la mano. Aterrizó con estrépito: el ruido de las gemas chocando unas con otras.
Cuando extendió las manos hacia la caja fuerte, Kâras fingió reticencia. La cambió de una mano a otra, asegurándose de captar su atención. La madera parecía agujereada, como si la hubieran mordido.
—¿Hay algún problema? —preguntó. Su voz era fría como el hielo.
—Fuimos atacados —dijo Kâras—. Un tiburón terrestre confundió la caja fuerte con su almuerzo.
—Menos mal que no se tragó lo que contenía —dijo Talzir desde atrás con voz aguda—, si no habría acabado con un terrible dolor de estómago. —Soltó una risita nerviosa.
La arpía entrecerró los ojos.
—Dámela.
Kâras se removió inquieto.
—Pero…
—¡Que me la des!
Kâras la complació y levantó la caja fuerte. En el instante en que la mano de la arpía estaba a punto de tocarla, la levantó aún más. Su mano atravesó la tapa ilusoria y tocó la piedra de vacío. Durante una décima de segundo su rostro se llenó de aprensión y profirió un grito.
A continuación, desapareció.
Kâras modificó su aspecto con un pensamiento. Su cuerpo aumentó al doble de tamaño, cambió de sexo y adoptó los rasgos faciales que acababa de ver. Su chaleco se transformó en una túnica, su máscara en un casquete, y el anillo de piel de dragón que llevaba en el dedo se multiplicó por ocho y se volvió plateado.
Miró, desdeñoso, a los otros Sombras Nocturnas y exclamó con una fría voz femenina:
—¿Adónde ha ido? ¡Hablad!
Los drows no muertos miraban alternativamente el lugar donde estaba Kâras transformado y el lugar donde había estado la verdadera arpía. Uno de ellos manoseó la manga de Kâras, y se apartó de él con una mirada furiosa.
Gindrol y Talzir, mientras tanto, interpretaron perfectamente sus papeles. Se removían inquietos, evitando cruzar la mirada con la arpía. En el momento justo, la barca se balanceó, como si una persona invisible estuviera subiéndose a ella. Kâras miró en aquella dirección.
—¡Oh, se ha puesto nervioso!, ¿eh?
Gindrol se inclinó para coger el saco, pero Kâras lo pisó bruscamente. Fingió abrir la caja fuerte. La tapa ilusoria se abrió, y miró en el interior. La piedra de vacío era un agujero oscuro del tamaño de un puño que estaba en el centro de la caja. Asintió, satisfecho, y fingió cerrar la tapa inexistente. Quitó el pie de encima del saco.
—Marchaos —les ordenó a los otros dos.
Cogieron el saco, encogiéndose de miedo, y volvieron precipitadamente al bote.
Todo formaba parte de la función.
Por supuesto, los no muertos ni se dieron cuenta. Los cadáveres animados que rodeaban a Kâras no poseían la inteligencia necesaria para comprender la sutil escena que acababan de representar los tres Sombras Nocturnas. Pero el quth-maren que salió de una puerta cercana sí se dio cuenta. Era alto y delgado, y estaba hecho sólo de músculos supurantes pegados al hueso de mala manera. Miró a Kâras con ojos que rezumaban sangre. Cuando Kâras cruzó la mirada con él, lo invadió el pánico. Se sintió como si se ahogara; se retorció desesperado y se hundió en un mar de sangre.
«Señor Enmascarado —rogó con fiereza—, dame fuerzas».
El pánico desapareció, dejando apenas una gota de sudor producto de los nervios, que cayó por la espalda de Kâras. Miró enfurecido a los muertos animados que se agolpaban a su alrededor, tratando de llamar su atención.
—Dejad paso —les ordenó.
El quth-maren asintió. Agitó una mano, y los drows muertos por la plaga que estaban en el muelle se dejaron caer al suelo, de nuevo inertes. A continuación, emitió una tos seca, procedente del pecho. Un escupitajo sangriento y viscoso salió disparado de su boca y aterrizó en el estómago de un cadáver que se había dejado caer inmediatamente frente a Kâras. El escupitajo ácido comenzó a burbujear e hizo un agujero limpio que atravesó el cuerpo hasta llegar al suelo de piedra que estaba debajo.
El quth-maren emitió una risita seguida de un gorgoteo y avanzó por el muelle, dejando huellas ensangrentadas tras de sí.
Detrás de Kâras, Gindrol y Talzir se alejaron del muelle. El chapoteo de los remos pronto se perdió entre el repiqueteo de los cráneos que había sobre ellos y los lamentos de los fantasmas que flotaban por doquier.
Kâras se obligó a enderezar los hombros y siguió al quth-maren con actitud altanera y segura. Atravesaron la ciudad en ruinas. Mirara donde mirase, sólo se veían víctimas de la plaga conservadas mediante magia oscura. A medida que se acercaban se levantaban y le hacían reverencias a la arpía que era en apariencia. Algunos le tiraban de la toga con los dedos llenos de ampollas; se los quitaba de encima de manera imperiosa.
Algo que se movía en un callejón captó su atención. Miró en aquella dirección y vio un sabueso monstruoso, casi cuatro veces más alto que él, hecho de una masa de cadáveres que se removían inquietos, y sus dientes eran fémures rotos. Olisqueó a los muertos, eligió a uno, y sus dientes se cerraron sobre él. Levantó el cadáver por los aires, sacudió la cabeza y lanzó trozos de carne a ambos lados. Dejó por un momento su horripilante tarea para devolverle la mirada a Kâras, mientras la sangre le goteaba de la boca como si fuera saliva.
Kâras evitó su mirada y siguió caminando. Todo lo que lo rodeaba, sin embargo, era igual de horripilante. Había necrófagos inclinados sobre los cadáveres como si fueran cangrejos; arrancaban los trozos más suculentos y los chupaban.
Los espectros flotaban a través de las paredes y dejaban un rastro de escarcha a su paso. Había gusanos carroñeros, tan grandes como dedos, metidos en la nariz y las orejas de los cadáveres que yacían en el suelo, calcificando poco a poco a los muertos.
Kâras ya lo había visto anteriormente, y del mismo modo que entonces, se le hizo un nudo en el estómago, horrorizado. Pensaba que estaría preparado, ya que, después de todo, habían pasado cinco años desde la caída de Maerimydra. Cinco años desde que había escapado de los horrores de una ciudad conquistada tanto desde fuera, por el ejército de Kurgoth Ralea del Infierno, como desde dentro, por las sacerdotisas traidoras de la Casa T’sarran.
«Si sobreviviste entonces, puedes hacerlo ahora», se dijo a sí mismo con severidad.
Pero aquellos pensamientos seguían retrotrayéndole continuamente, de manera traicionera, a aquella época, para rememorar todas las cosas que estuvieron a punto de suceder, los errores casi fatales…, por ejemplo convertirse en el consorte de una de las sacerdotisas de Kiaransalee. ¡Qué mal había salido aquello! Más tarde se había unido a un grupo de supervivientes que se escondían en las ruinas. Todo fue bien hasta que decidieron atacar a las arpías, un plan suicida. Kâras se había despedido de ellos, huyendo de Maerimydra con todos los objetos valiosos que pudo saquear.
Más tarde se enteró de que lo habían hecho: habían derrocado a la suma sacerdotisa de Kiaransalee con la ayuda de unos aventureros extranjeros. Eso debería haberlo animado, haberle dado la confianza que necesitaba tan desesperadamente. Pero todavía le atormentaban los recuerdos de los largos meses que había pasado huyendo constantemente de los no muertos. Los gemidos de los fantasmas que volaban allá arriba le recordaban los alaridos que habían cortado a los otros miembros de su Casa como si fueran guadañas invisibles. El repiqueteo que llenaba el aire le recordaba la sensación de la mano huesuda de un esqueleto posándose sobre su hombro.
«Deja de pensar en ello», se dijo con firmeza. Contuvo la arcada que le subía por la garganta. Haría lo que su dios le ordenaba. Descubriría lo que estaban haciendo las arpías con la piedra de vacío, cómo detener aquello, y a continuación, saldría de allí. El Señor Enmascarado lo protegería, igual que había hecho en Maerimydra. Y si Kâras moría…, bueno, entonces el miedo que le agarrotaba los músculos acabaría. Ascendería hacia el sombrío abrazo del Señor Enmascarado.
Sabía adónde tenía que ir: al templo que estaba en lo alto de aquel capitel central. La Acrópolis de Tánatos era el único lugar lógico para llevar la piedra de vacío. El brillo azul verdoso que emitía la columna sobre la que se apoyaba lo confirmaba. El Faerzress era más brillante en la parte más alta del capitel, justo por debajo del templo. Emitía pulsaciones de un brillo cegador.
El quth-maren condujo a Kâras hasta el pie de una escalera de caracol que conducía al templo. A cada lado de la escalera había un garrahueso, un humanoide esquelético que doblaba en altura a Kâras, con unos dedos que terminaban en garras curvas. Uno de los garrahuesos atacó cuando Kâras se acercó; extendió las garras hasta que alcanzaron una longitud considerable. Clavó las puntas en la roca, rodeando a Kâras y formando los barrotes de una jaula afilada como una cuchilla.
Kâras se detuvo bruscamente.
—Libérame —ordenó.
Se subió la capucha, únicamente como excusa para poder tocar el casquete, que era en realidad su símbolo sagrado oculto. Rezó en silencio al Señor Enmascarado: «Haz que retroceda. Oblígalo a obedecer».
El garrahueso hizo un giro de muñeca, rompiendo las garras cerca de las puntas. Le volvieron a salir puntas nuevas inmediatamente mientras volvía a colocar la mano a un lado.
—Adelante —siseó entre dientes.
Kâras pasó por encima de las puntas rotas de las garras. A continuación, comenzó a subir por la escalera. El quth-maren no lo siguió, se quedó en la base de la estalagmita, estirando el cuello para observarlo mientras su boca sin labios esbozaba una sonrisa burlona.
¿Acaso sabía alguna cosa que Kâras ignoraba?
Kâras se sacudió el miedo de encima. Debía tener cuidado con dónde pisaba, ya que los escalones estaban cubiertos por gotas de algo que olía como grasa rancia derretida. Tuvo que concentrarse en cada paso que daba para no resbalar.
Por fin, alcanzó el nivel superior del capitel. Allí, por primera vez desde que había pisado la isla, vio más arpías. Todas estaban vestidas igual que él, con túnicas negras sueltas, y algunas llevaban la capucha puesta. Los anillos de plata que llevaban en todos los dedos emitían el brillo azulado, reflejo de la luz del Faerzress. La mayoría estaban ocupadas en distintas tareas, pero había otras que se encontraban de pie, balanceándose y de brazos cruzados, emitiendo risitas nerviosas propias de un demente. Una estaba agachada sobre un cadáver; le sacaba las marchitas entrañas y las enrollaba cuidadosamente alrededor de una bobina.
Kâras caminó con firmeza en dirección al templo. Este estaba hecho de mármol negro con vetas rojas, y era un revoltijo caótico de ángulos, ventanas deformes y puertas enormes. A medida que se acercaba, crecía su necesidad de encogerse de miedo. Los pies le pesaban como si fueran de piedra, y a cada paso los arrastraba, lo cual provocaba un esfuerzo que hacía que el corazón le latiese furiosamente. Parte de su cerebro estaba aterrorizado ante lo que estaba a punto de hacer. «Esta es la Acrópolis —gemía—. El templo de Kiaransalee. Note atrevas a entrar. Sabrán lo que eres realmente. ¡Da la vuelta!».
Estuvo a punto de dejar escapar un quejido. Lo contuvo haciendo un esfuerzo brutal. Se colocó la caja fuerte debajo del brazo y se ajustó la capucha con la otra mano, utilizando aquel movimiento para volver a rozar con los dedos el casquete-máscara. «Señor Enmascarado —rezó en silencio—, dame fuerzas».
La confianza se despertó como si fuera un susurro en la oscuridad y, a continuación, lo inundó como un rayo de luna. Cuadró los hombros, su corazón comenzó a latir más despacio y empezó a caminar con más seguridad. «Puedo hacerlo —se dijo a sí mismo—. Sólo unos pocos pasos más».
Y a continuación, se encontró en el interior.
Se detuvo tan bruscamente como había entrado. Si no lo hubiera hecho, todo habría acabado ahí. Estaba al borde de un precipicio; el interior de la Acrópolis de Tánatos no era más que un agujero vacío. Las paredes, los suelos y las vigas del techo terminaban bruscamente, como si el edificio de piedra fuera un calabacín al que alguien hubiera vaciado con una cuchara. En el centro de aquel vacío flotaba una esfera dela más absoluta oscuridad. Kâras pudo sentir cómo tiraba de él, y se encontró inclinándose hacia ella. Cuando consiguió retroceder, un minúsculo fragmento de mármol se desprendió del borde en el que había estado apoyado su pie. La esquirla de piedra voló hacia la esfera que estaba en el centro del vacío, trazando una espiral, y luego desapareció.
—Piedra de vacío —susurró.
La esfera absorbió ávidamente su esencia y lo llenó de frío hasta que le dolieron los huesos. Trató de medir aquella cosa, pero no fue capaz. Era enorme, tan grande como un edificio pequeño. Las arpías debían haber empleado años en ella, haciéndola más grande trocito a trocito.
Al ver lo inmensa que era, se le cayó el alma a los pies. Para destruirla serían necesarias varias docenas de sacerdotes trabajando al unísono para canalizar energía positiva hacia su interior. Antes de que pudieran siquiera soñar con intentarlo, tendrían que derrotar al ejército de no muertos que llenaba las calles allá abajo.
Cavatina tenía razón. Tendrían que organizar un ataque contra la Acrópolis.
La esfera de oscuridad no era totalmente lisa. Cuando Kâras giró la cabeza ligeramente, pudo ver siluetas y movimiento con el rabillo del ojo. Las profundidades de la piedra de vacío se llenaron de extrañas imágenes: las torres de una ciudad, filas de esqueletos no muertos alineados como soldados, una plaza llena de necrófagos corriendo y saltando por doquier, un minotauro sentado en un trono de huesos… Este último se volvió para mirar a Kâras. Un hocico bestial presionó contra la superficie de la esfera de piedra de vacío desde dentro. Le hizo una mueca, mostrando sus largos colmillos.
«Libérame —siseó el minotauro—, y mis legiones te servirán».
—Pronto, lord Casus —contestó una voz suave—, pronto.
Kâras se sobresaltó, y a punto estuvo de dejar caer la caja fuerte. Se volvió lentamente.
Justo detrás de él había una mujer a la que reconoció: Cabrath, de la Casa Nelinderra. Su rostro estaba libre de la pintura de muerte que llevaba habitualmente, pero no por ello tenía mejor aspecto. Sus labios eran finos y rectos, al igual que su nariz, y los ojos eran como dos rendijas. Llevaba una túnica negra con bordado púrpura. Estaba jugueteando con una daga de mango de hueso, cuya hoja brillaba con una leve energía que emitía un destello azulado. La fuerte luz arrancaba destellos de sus anillos de plata.
Kâras se sorprendió al verla allí. La daba por muerta, como al resto de las arpías, cuando el culto a Kiaransalee en Maerimydra fue erradicado.
A su alrededor titilaba un aura blanquecina, tan fría como la neblina de un cementerio. Esta rozó a Kâras, pero no se atrevió a hacer el más mínimo movimiento, por si Cabrath se daba cuenta de que algo iba mal. Aquel breve contacto lo dejó débil y mareado. Pensó que en breve se desmayaría y se deslizaría por la pendiente hacia la piedra de vacío, que lo consumiría.
Mantener la vista fija en el orbe era mejor que mirar a Cabrath, con esos terribles ojos ambarinos. Kâras apartó bruscamente la vista de ella. La piedra de vacío volvía a ser negra y lisa, sin visiones.
Cabrath pasó flotando por delante de Kâras, y sus cabellos ondearon hacia la piedra de vacío. Tenía el cuerpo traslúcido; Kâras pudo verla piedra de vacío a través de ella. Si que estaba muerta.
Inclinó la cabeza hacia la piedra de vacío.
—Aliméntalo.
Kâras dudó, a pesar de que sabía que no podía hacer mucho más. Al estar muerta, Cabrath se había convertido en algo más que la simple sacerdotisa que había sido antaño. Era un espíritu, y podía matarlo con sólo tocarlo, con una palabra, antes de que su corazón volviera a latir. Cualquier conjuro que intentase formular moriría en sus labios sin que pudiera completarlo.
Lanzó la caja de caudales hacia la esfera. Cabrath trató de interceptarla. Cuando la caja pasó a través de su cuerpo fantasmal, extendió los brazos y rio a grandes carcajadas. Durante un instante pareció que volvía a ser sólida, corpórea, salvo por el aura. Giró sobre sí misma y observó cómo la caja golpeaba contra la esfera, más grande, y desaparecía, liberando el trozo de piedra de vacío que contenía. Su rostro demacrado adquirió una expresión de ansiosa expectación, y más tarde de decepción.
—¡Vamos! —chilló por encima del hombro, dirigiéndose a Kâras sin dignarse mirarlo—. ¡Encuentra más!
Kâras hizo una reverencia. Mientras retrocedía, una parte de la piedra de vacío se hinchó. Kâras se horrorizó al darse cuenta de que el trozo de piedra de vacío que acababa de añadir podía romper el equilibrio. ¿Acaso los ejércitos del minotauro no muerto estaban a punto de ser liberados?
El bulto de la piedra de vacío estalló. Una silueta salió dando tumbos, gritando como si la estuvieran matando. Era una drow enorme, el doble de corpulenta que Q’arlynd, con un rostro bestial, el pelo enmarañado y unas patas similares a las de una araña sobresaliéndole del pecho. Cabrath se volvió rápidamente, sin apenas tiempo para esquivarla. La recién llegada pasó volando junto a ella y chocó contra una pared. Cabrath, con expresión atónita, no sabía si mirar a aquella mujer bestial o a la piedra de vacío.
La drow demoníaca se puso en pie trabajosamente. Miró a su alrededor, desconcertada, al templo hueco, a Kâras, a la piedra de vacío y a Cabrath. A continuación, echó la cabeza hacia atrás y rio a carcajadas, lo que produjo un sonido chirriante.
—¡Lloth! —exclamó—. ¡Ya no soy tu juguete! ¡He ganado! ¡Estoy muerta!
Kâras se quedó mirando fijamente a la piedra de vacío. Volvía a ser lisa y esférica. Las legiones de esqueletos no estaban saliendo de ella, al menos aún no, y Cabrath parecía tan sorprendida como él ante lo que acababa de suceder. El espíritu miró fijamente a la drow demoníaca con expresión desconcertada.
Lentamente, Kâras se dirigió hacia la parte trasera del templo para encontrar un lugar tranquilo e informar a Qilué, para que ella decidiera cuál debía ser el siguiente paso.