CAPÍTULO DIEZ

Cavatina levitó, ascendiendo por el pozo de la mina, con todos los sentidos alerta. La descripción del demonio que le habían proporcionado las Protectoras coincidía con la de Halisstra, pero aún así debía ser cautelosa. Mientras se elevaba, le quitó el tapón a su petaca de hierro. Si aquello resultaba ser un demonio, después de todo, lo atraparía.

Aterrizó con suavidad sobre el borde del pozo y echó un vistazo a su alrededor. La caverna era amplia y estaba llena de antiguos desperdicios. El brillo del Faerzress contrastaba con las sombras oscuras de los troncos caídos, los cabrestantes, las marañas de alambre y demás equipo abandonado. Halisstra podría estar escondida en cualquier parte.

También podría haber varios no muertos escondidos.

—¿Halisstra? —dijo en voz baja.

La espada que sostenía zumbó levemente, como precaución frente a encantamientos.

Oyó una serie de ruidos amortiguados en el túnel que tenía a la izquierda.

—¿Halisstra? —volvió a decir algo más alto. Se dirigió al lugar del que provenían los ruidos.

Algo se deslizó rápidamente por una viga que tenía al lado. Cavatina se volvió. Una rata la miraba con ojos brillantes desde una viga combada. La miró durante un momento y después se escabulló.

Cavatina permaneció en silencio, preguntándose si Zindira podría haberse imaginado cosas como sombras convertidas en demonios por una imaginación hiperactiva. Zindira era una Protectora, y bien entrenada, pero el encuentro con la cabeza no muerta podría haberla puesto nerviosa.

Algo tocó el hombro de Cavatina. Se dio la vuelta rápidamente y esgrimió su espada. Detuvo la estocada en el último momento.

Halisstra bajó la vista hacia la punta del arma que le estaba tocando el abdomen, justo por debajo de las dos patas de araña inferiores de las ocho que le sobresalían del pecho. En su rostro bestial apareció un mohín.

—¿Este es el recibimiento que le das a una amiga?

Cavatina dio un paso atrás, empuñando todavía la espada. Si la criatura era un demonio que de algún modo estaba haciéndose pasar por Halisstra, estaba haciendo un buen trabajo.

—¿Eres realmente Halisstra?

—¿Quieres pruebas? —Los colmillos que sobresalían de sus mejillas temblaron ligeramente. Señaló la pechera de Cavatina—. Esas marcas: son de los colmillos de Selvetarm. Estabas atrapada entre sus mandíbulas, indefensa, cuando te alcancé la Espada de la Medíaluna —inclinó la cabeza—. Apuesto a que las baladas no hablan acerca de eso.

Cavatina asintió. Tenía razón. Bajó la espada.

—Halisstra.

Esta se inclinó, humillándose ante ella.

—En carne y hueso.

—¿Qué te ocurrió tras la muerte de Selvetarm? Volví a la Red de Pozos Demoníacos para buscarte, pero no te encontré por ninguna parte. ¿Dónde has estado?

Halisstra hundió los hombros. Aun así seguía doblando en altura a Cavatina.

—Lloth me capturó. Me mantuvo prisionera en su fortaleza.

—¿Te escapaste?

Halisstra negó con la cabeza. Tenía el pelo apelmazado y pegado a los hombros, por lo que no se movió.

—Lloth se aburrió de mí. Me expulsó. Dijo que ya había cumplido con mi misión.

—¿Qué era…? —preguntó Cavatina.

Los ojos de Halisstra emitieron un brillo malicioso.

—Ayudarte a acabar con Selvetarm.

Cavatina se quedó boquiabierta por la sorpresa.

—¿Lloth lo quería muerto?

—Por supuesto. —Halisstra bajó la cabeza—. También había dejado de ser útil.

Cavatina agarró la espada con más fuerza. Era impropio de Lloth deshacerse así de una herramienta, tan fácilmente. La Reina Araña gozaba con la destrucción y era capaz de hacer pedazos un alma ante la más nimia de las provocaciones. Probablemente Halisstra se equivocaba al decir que ya no era de utilidad para Lloth. ¿Estaría de nuevo bajo el dominio de la Reina Araña? ¿Acaso había habido algún momento en el que no lo hubiera estado?

—¿Lloth te ordenó que me ayudaras a matar a Selvetarm?

—No, eso lo hice por iniciativa propia, porque… —Halisstra levantó la cabeza—. Porque me ofreciste la redención. —Alzó una mano y la sostuvo con un ademán suplicante—. Estoy lista para aceptarla, para compensar todo el mal que he hecho.

Cavatina se quedó mirando la mano que le ofrecía. Las garras de Halisstra estaban sucias y melladas, como un cristal roto. La misma mano era deforme, bestial, llena de cicatrices en la palma.

El gesto parecía sincero, pero Cavatina no era estúpida. Tras décadas cazando demonios había aprendido a ser cautelosa. Si el Faerzress no le hubiera impedido entonar un conjuro de adivinación, podría haber averiguado si Halisstra decía la verdad, y descubrir si era realmente Halisstra y no un demonio cualquiera al que Lloth hubiera instruido en los detalles acerca de la muerte de la campeona. Tal como estaban las cosas, Cavatina tendría que recurrir a otros métodos.

Quarthz’ress —susurró.

De la petaca surgió una luz plateada que golpeó a Halisstra en el pecho. En lugar de retroceder, bajó la mirada con indiferencia mientras los rayos rebotaban sobre su brillante piel negra. El brillo de la petaca se fue desvaneciendo, hasta que sólo quedó el destello azulado del Faerzress.

—Crees que soy un demonio —dijo Halisstra, que emitió una risa ahogada y extraña mientras abría los brazos—. Vamos, mátame.

—Si realmente eres Halisstra, no puedo.

—Exacto. —Halisstra extendió la mano con rapidez y cogió la espada por el filo. Tiró fuertemente de ella y se la hundió en el pecho.

Cavatina, horrorizada, volvió a tirar de ella hacia atrás. La espada emitió un lamento mientras se apartaba danzando de la herida Halisstra. Halisstra se dobló, gruñendo de dolor. Apoyó una mano en el suelo y se estremeció, respirando entrecortadamente. Con la otra mano se cubrió la herida. Su carne comenzó a cerrarse poco a poco. Finalmente, se puso en pie.

—¿Ves? —dijo—. Soy yo. Lloth todavía no me deja morir. —La miró, angustiada—. Por favor, ayúdame. —Volvió a levantar la mano, suplicante—. Arranca las redes de Lloth de mi alma. Sálvame.

—Halisstra —dijo Cavatina—. Realmente eres tú.

Bajó la espada y le tendió la mano que tenía libre.

Halisstra la cogió.

Dejó escapar una risita gutural que sonó como el gorgoteo de la sangre. A continuación, echó la cabeza hacia atrás y aulló:

—¡Wendonai!

De repente, Cavatina y Halisstra estaban en un lugar… distinto.

Halisstra soltó la mano de Cavatina y dio un salto hacia atrás, riendo. Cavatina se volvió rápidamente. A su alrededor había una planicie sin rasgos distintivos, cuyo suelo, blanqueado por la luz del sol, brillaba como si hubieran esparcido sal por encima. A su lado pasó una ráfaga de viento caliente, y la arenilla hizo que le escociera la piel. A varios pasos de allí había un montón de cráneos en llamas. Sobre ellos se recostaba perezosamente una silueta, que se deleitaba con el calor que desprendían: un demonio con cuernos, alas membranosas replegadas y la piel del color del ladrillo. Un balor. Sonrió a Cavatina, rascándose la entrepierna con indolencia.

Cavatina arrancó la petaca de hierro de su cinturón y la sostuvo hacia adelante.

—¡Quarthz’ress!

El demonio desapareció incluso antes de que surgiera de él la luz plateada. Un instante después, el metal se calentó hasta un punto insoportable. Le quemó la palma de la mano a Cavatina, lo que la obligó a dejarlo caer. Retrocedió lentamente, buscando al demonio desaparecido. Las runas plateadas grabadas en los laterales de la petaca se pusieron al rojo vivo, y después se ennegrecieron y se colocaron en un orden distinto. Y a continuación, la petaca explotó.

Cavatina se agachó cuando una esquirla fundida pasó silbando junto a su rostro.

El balor, que la doblaba en altura, apareció junto a ella y le lanzó una mirada maliciosa.

—Ese tipo de abalorios no me detendrá —susurró; su aliento apestaba a azufre.

Cavatina retrocedió, danzando, y amenazó con la espada al demonio. La canción de la espada resonó con fuerza y estridencia, un reflejo de la tensión que albergaba en su interior. Si Azotademonios no hubiera sido destruida, Cavatina podría haber blandido una espada que habría hecho temblar incluso al balor. En su lugar, tendría que depender únicamente de su bravuconería.

—No me das miedo, demonio.

Mientras hablaba, tocó la daga plateada que colgaba de su cuello y entonó una pregunta. El conocimiento penetró en su mente con un zumbido. El veneno no podía dañar a un demonio, tampoco el fuego, ni el frío, ni los rayos, ni el ácido. Ni siquiera funcionarían los trucos que solía utilizar contra demonios menores.

Wendonai no tenía debilidades conocidas.

Dejó que se disipara el conjuro.

El balor echó la mano a la espalda para desenvainar su propia arma. La hoja con forma de llama de su mandoble emitía un brillo blanquecino. Incluso a varios pasos de distancia, Cavatina pudo sentir el calor que desprendía. Una segunda arma, un látigo llameante, estaba enrollada alrededor de la cintura del demonio como un cinturón. Tenía el pelo de debajo quemado y ennegrecido.

Cavatina se arriesgó desviando la mirada hacia un lado. Halisstra estaba agazapada junto al balor, en una actitud de total sumisión. Levantó la vista hacia el demonio con una sonrisa taimada. Él extendió la mano que tenía libre y le acarició la cabeza con indolencia, como si estuviera acariciando un gato. Halisstra retrocedió y, al mismo tiempo, buscó la caricia.

Cavatina la miró con expresión asqueada.

—Halisstra, me has traicionado.

Esta miró a Cavatina.

—Por supuesto. —Esbozó una sonrisa de arrepentimiento—. Soy la Dama Penitente, la prisionera de guerra de Lloth. ¿Qué esperabas?

—Algo más —dijo Cavatina—. Al igual que Eilistraee. Ella acudió a ti a través de mí. Tú la rechazaste.

—¡Mientes! —gritó Halisstra. Se puso en pie. Era casi tan alta como el balor—. Eilistraee me abandonó.

—¡Callaos las dos! —rugió el demonio.

Halisstra volvió a encogerse.

—Sí, amo. —Le acarició la rodilla con una mano. Señaló a Cavatina—. Ya tienes lo que querías. Devuélveme a…

—¿Te atreves a exigirme algo? —Los ojos del balor centellearon.

Halisstra se encogió.

—No, amo, yo… —

El balor dio un capirotazo con el dedo. El pecho de Halisstra emitió un crujido hueco y se hundió. La piel de su pecho se unió con la de la espalda, y su cuerpo se dobló en dos, como si fuera una muñeca a la que le hubieran quitado todo el relleno. Halisstra se desplomó en el suelo, sangrando por la nariz y la boca.

Cuando el monstruo bajó la vista para ver su obra, Cavatina arremetió contra él. Su espada cantó con regocijo mientras lanzaba un tajo al estómago del balor, donde le hizo un corte profundo.

El demonio se tambaleó hacia atrás, mientras de su abdomen brotaba a borbotones gran cantidad de sangre negra y hurneante. Su látigo, que había sido cortado por la espada de Cavatina, cayó al suelo, llameando de forma vacilante.

—¡Mortal! —rugió—. Pagarás cara tu insolencia. —Alzó bruscamente una mano, arañando el cielo.

—¡Eilistraee! —exclamó Cavatina, y apretó con fuerza su símbolo sagrado mientras el demonio bajaba la mano arrastrando una rugiente bola de fuego—. ¡Protégeme!

La envolvió una tormenta de crepitante fuego, luz y calor. Sus ropas y sus botas estallaron en llamas y quedaron reducidas a cenizas al instante. Las correas de sujeción de la pechera, carbonizadas, se partieron, y las dos mitades de metal cayeron al suelo. El calor era intenso, y cada vez que respiraba le dolían los pulmones. La espada cantora se calentó tanto que se vio obligada a dejarla caer. Aterrizó en el suelo con un gemido lastimero. Le salieron ampollas por toda la piel, y el penetrante hedor del pelo quemado le llenó las fosas nasales. Las llamaradas blancas la cegaron, y el humo hervía por encima de su cabeza. Aun así no se quemó. Por la gracia de Eilistraee, no se quemó.

La tormenta de fuego terminó tan deprisa como había empezado y la dejó aturdida. La espada cantora estaba a sus pies, en silencio, con la hoja ennegrecida por el hollín.

Cavatina se arrancó el símbolo sagrado que colgaba de su cuello. La plata aún brillaba, inmune a la vil magia del balor. Seguramente, Wendonai no tenía debilidades conocidas, pero Halisstra le había proporcionado sin querer un arma a Cavatina.

¡Eilistraee! —exclamó—. Tengo ante mí a mi enemigo: el demonio Wendonai. ¡Golpéalo!

Resonó una nota procedente del símbolo sagrado, tan pura como el agua tres veces bendita. El balor, incapaz de esquivar un ataque en el que se utilizaba su nombre, se tambaleó hacia atrás. Arrojó la espada al suelo, aulló de dolor y se tapó los oídos con las manos.

Cavatina se abalanzó sobre él, apretando en la mano la espada en miniatura. Un rayo de luz de luna partió en dos el cielo vacío y plano, y su luz eclipsó a la de aquel sol pálido y amarillo. El balor se tambaleó, y sus pezuñas hendidas hicieron en el suelo agujeros que se iban llenando de sangre.

—Mortal —jadeó mientras le salía humo negro por los orificios nasales—. Estoy empezando a enfadarme.

Entonó una palabra, en voz baja y terrible. Esta raspó la pureza de la nota del símbolo sagrado, que tembló en la mano de Cavatina y finalmente fue rechazada. La nota retumbó en el mismo corazón de Cavatina, haciendo vibrar sus huesos. De repente, se sintió débil, afiebrada, y le tembló todo el cuerpo. El símbolo sagrado vibró, se le escapó de la mano y cayó a sus pies. El rayo de luna desapareció.

Se hizo el silencio durante un instante. A continuación, volvió el viento aullante. Se oyó el grito triunfal de Wendonai.

—¡Crees que puedes superarme, mortal! —rio—. ¡Piénsatelo mejor!

Pronunció con brusquedad una palabra que golpeó a Cavatina como el calor procedente de un horno y la aturdió al instante. Se desplomó, mareada. Cayó de espaldas junto al cuerpo de Halisstra. El cadáver ya empezaba a curarse, y la concavidad de su pecho se rellenaba poco a poco, mientras le temblaban los párpados. Halisstra viviría. Aquel era el tormento infinito de Lloth.

Wendonai se cernió sobre Cavatina, con un trozo de su látigo roto en cada mano. Se inclinó y los utilizó para atarla de pies y manos. Le lamió la mejilla y, al hacerlo, le dejó una mancha de alquitrán en la piel. Notó su aliento caliente y sulfuroso en la cara.

—Ahora empieza lo bueno.

Kâras le hundió la daga en el pecho al desconsolado svirfneblin; la mantuvo así mientras el gnomo moría, y a continuación, se la arrancó. Se volvió mientras limpiaba la sangre de la hoja.

—Ya está —les dijo a los demás—. Me he apiadado de él, conforme a vuestros ruegos. Basta de discusiones.

Los otros lo miraron con diversas expresiones en el rostro. Las sacerdotisas habían manifestado abiertamente su repugnancia cuando había interrogado al tercer svirfneblin. Estaban furiosas porque había hecho caso omiso a sus protestas, ya que los otros dos les habían dicho todo lo que necesitaban saber. Uno de los Sombras Nocturnas parecía compartir sus sentimientos, pero los otros tres hombres asintieron, mostrándose de acuerdo con lo que Kâras acababa de hacer, al igual que los magos.

Kâras pasó por encima de los cadáveres mutilados de los svirfneblin. Los tres estaban tendidos en el suelo del túnel en extrañas posturas, con los pies aún atrapados en la piedra, que habían vuelto a endurecer. Le hizo un gesto de asentimiento a Q’arlynd, y el mago repitió el conjuro. La piedra se ablandó bajo sus cuerpos, y Kâras los empujó con el pie para hundirlos en el cieno, uno por uno.

Mientras el mago volvía a solidificar el suelo, Kâras se dirigió a los demás.

—Antes de que Cavatina se marchara para perseguir demonios, me nombró líder de esta expedición —les recordó—. Yo estoy al mando, acabáis de oír cómo lo ha confirmado Qilué. La misma Señora Enmascarada aprueba lo que acabo de hacer. No ha habido señales de que estuviera molesta mientras estaba interrogando a los svirfneblin. Al menos Eilistraee es consciente de lo que debemos hacer para que nuestra misión tenga éxito.

Nadie parecía tener ganas de discutírselo.

—El plan ha cambiado —les dijo, Y señaló la caja fuerte—. Hemos averiguado qué está aumentando el Faerzress: la piedra de vacío. Ahora debemos averiguar cómo lo están haciendo exactamente las arpías, para que podamos detener el proceso. Eso requiere algo más ligero, más sutil que entrar a la carga, abriéndonos paso a golpes hacia la Acrópolis.

Los Sombras Nocturnas asintieron, al igual que los magos.

—Tres de nosotros nos disfrazaremos de gnomos de las profundidades y nos infiltraremos en la Acrópolis. Averiguaremos todo lo que podamos, y le transmitiremos la información a Qilué. El resto de vosotros…

—¿Quiénes se harán pasar por los tres svirfneblin? —lo interrumpió Leliana.

Kâras se volvió hacia ella. En ausencia de Cavatina, había asumido el mando de las demás Protectoras. No era como la Dama Canción Oscura; era menos propensa a saltar cuando la provocaban. Tenía el aspecto de alguien criado en la Antípoda Oscura, alguien que sabía mantenerse con vida nadando al ritmo de la marea cambiante.

—Yo lo haré —contestó Kâras—. Estuve en Maerimydra cuando las arpías la arrasaron. Sé cómo suelen reaccionar.

Leliana asintió. Dirigió su mirada hacia sus Protectoras, con el claro propósito de decidir cuál de ellas tenía más probabilidades de sobrevivir.

Kâras habló antes de que tuviera tiempo de anunciar su decisión.

—Gindrol y Talzir vendrán conmigo. Tienen también la habilidad de cambiar su aspecto. —No añadió la verdadera razón por la que acababa de nombrarlos: eran los únicos en los que podía confiar. Al igual que él, habían adoptado la fe de Eilistraee por pura conveniencia. Mantenían sus viejas habilidades a punto.

Leliana le sostuvo la mirada unos instantes, pero no protestó.

—De acuerdo —dijo. Al revés que Cavatina, sabía reconocer el mérito de utilizar las mejores herramientas para el trabajo—. Los demás daremos un rodeo hasta el lado opuesto de la Acrópolis e intervendremos si os metéis en problemas.

—No debéis ir todos juntos —la corrigió Kâras—. La capacidad de los Sombras Nocturnas quedaría desperdiciada en cualquier ataque frontal. Deberían ir por otro lado.

—De acuerdo. —Leliana se volvió hacia los magos—. Vosotros seis podéis elegir venir con nosotras o seguir a los Sombras Nocturnas.

Gilkriz hizo un gesto con la cabeza a su subalterno.

—Jyzrill acompañará a uno de los Sombras Nocturnas.

El hombre más bajo frunció aún más el ceño, pero hizo un gesto de asentimiento.

—Khorl irá con el otro Sombra Nocturna —dijo Eldrinn rápidamente—. Y Daffir irá con las Protectoras. En cuanto a Q’arlynd y a mí…

—Iremos con las Protectoras —lo interrumpió Q’arlynd—. Mis conjuros son más aptos para la batalla que para el sigilo, al igual que los de Eldrinn.

Por el rostro del muchacho cruzó una fugaz expresión de irritación.

Kâras asintió.

—Pongámonos en marcha, entonces. El reloj de agua ha empezado a funcionar; no hay tiempo que perder.

Los demás se echaron los petates a la espalda y aseguraron las armas. Sin embargo, Leliana se llevó a Kâras a un lado.

—¿Qué ocurrirá si vuelve Cavatina? —preguntó—. Alguien debería esperarla, para contarle lo que está ocurriendo.

Kâras la miró fijamente a los ojos.

—¿No oíste lo que dijo la rata lunar? El demonio se llevó a Cavatina. Dondequiera que se haya desvanecido, está en un lugar donde ni Qilué puede contactar con ella.

—Es una Dama Canción Oscura. Sabe cuidarse. Y eso no era un demonio.

—¡Oh!, ¿y qué era?

—Era… —Leliana se calló de repente. Había algo que no quería que los demás supieran.

—Tu lealtad hacia tus superiores es encomiable —dijo Kâras. Fingió pensar seriamente en su petición—. De acuerdo entonces, silo crees tan importante, envía a una de tus sacerdotisas de vuelta al lugar donde Cavatina desapareció.

Leliana se volvió hacia el mago que tenía más cerca, y Kâras pensó que era una elección un tanto extraña.

—Q’arlynd, creo que deberías ir tú.

El mago se sobresaltó.

—¿Yo? —Miró al joven mago que estaba oficialmente al mando de los adivinadores—. No puedo, Eldrinn podría necesitarme para…

Antes de que pudiera terminar, Gilkriz soltó una risita.

—¿Para qué?, ¿para cogerlo de la mano por si tropieza con un foso y se cae dentro?

El otro hechicero se echó a reír.

Eldrinn se puso rígido.

—Soy perfectamente capaz de cuidarme, Q’arlynd. Y harías bien en recordar que el maestro Seldszar me puso al mando del contingente de nuestra escuela. —Se cruzó de brazos; sin embargo no parecía estar en absoluto enfadado. A Kâras le dio la impresión de que más bien parecía… desesperado.

Q’arlynd fingió un aplauso.

—¡Bien hecho, Eldrinn! Los convencerás de que aún no eres más que un aprendiz. —Le guiñó un ojo a Gilkriz mientras señalaba a Eldrinn—. Un consejo para los que son listos: no le deis la espalda a este; ya os engañó una vez.

Esa vez fueron los magos los que rieron.

Kâras prestó atención a la conversación por pura costumbre; nunca se sabía cuándo un cotilleo podía resultar útil. Sin embargo, por muy entretenida que resultara la interacción de los magos, era irrelevante. Lo que importaba era que Kâras cumpliera con la misión que el Señor Enmascarado les había encomendado: detener lo que estuvieran haciendo las arpías, fuera lo que fuese. No era por los efectos que habían tenido sobre la adivinación (en lo que atañía a los Sombras Nocturnas, cualquier cosa que evitara que los espiaran era buena), sino porque el Faerzress potenciado estaba atrayendo a los drows a las profundidades. Era cierto que en última instancia su lugar estaba en la Antípoda Oscura, pero para que se cumpliera lo que el Señor Enmascarado había planeado, los Sombras Nocturnas necesitaban pasar más tiempo en la superficie. Todavía no eran lo bastante fuertes como para derrocar los matriarcados de Lloth.

—Basta ya de bromas. —Hizo un gesto hacia la caja de caudales—. Vamos a ponernos en marcha, antes de que las arpías empiecen a preguntarse dónde está su piedra de vacío.

Cavatina estaba segura de que iba a morir. No era algo que la preocupara. Había servido bien a Eilistraee durante mucho tiempo, y su alma se uniría con toda seguridad al baile de la diosa para toda la eternidad. Pero por primera vez en décadas, como Dama Canción Oscura había fallado. Ella, que había matado a un semidiós, estaba a merced de un demonio. Estaba atada e indefensa como una recién nacida, y su símbolo sagrado estaba fuera de su alcance, tirado en el suelo polvoriento, a donde Wendonai lo había enviado de un golpe. Aquello hería su orgullo de tal manera que era imposible ignorarlo.

Se quedó contemplando al balor con una mirada capaz de paralizar a cualquiera.

—Vamos —dijo, apretando los dientes—. Acabemos con esto. Mátame.

Wendonai soltó una risita.

—Eso te gustaría, ¿eh? —se burló mientras de la boca le salía un humo negro como el alquitrán.

Envainó la espada en la funda que llevaba a la espalda, y la llama se extinguió. A continuación, se agachó junto a ella, con los brazos sobre las rodillas y las alas plegadas. El tajo de su abdomen aún estaba abierto; el hecho de que no se hubiera curado hizo que Cavatina comprendiera que estaba en el Abismo, el único plano donde un demonio podía ser destruido permanentemente. A Wendonai, sin embargo, no parecían molestarle las entrañas que le colgaban de la herida, o la sangre negruzca que empapaba su vello púbico y goteaba hacia la dura tierra que tenía debajo. Estaba demasiado ocupado regodeándose.

Cavatina decidió hacer una última cosa antes de que el demonio la matara. Por lo menos alertaría a la suma sacerdotisa de la traición de Halisstra. Fingió toser para ocultar el nombre que susurró con urgencia:

—Qilué

—No puede oírte —siseó el demonio—, a menos que yo lo desee.

—¡Qilué! —gritó Cavatina. Su voz le sonó extraña, como si hiciera eco.

Qilué no contestó.

Wendonai rio.

A pesar del calor residual del látigo con el que estaba atada, Cavatina sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Qilué debería haber oído su nombre, incluso desde las profundidades del Abismo.

El silencio de la suma sacerdotisa era más terrorífico que cualquier demonio.

Detrás de Wendonai, Halisstra gimió y se encogió, agarrándose el estómago. Al revés que el demonio, ella sí se estaba curando. Lentamente, comenzó a arrodillarse, utilizando los brazos para incorporarse. Giró un poco la cabeza y miró de reojo a Cavatina a través del pelo enmarañado. Con una mano comenzó a formar signos. «Pensé que tú lo matarías. Por eso te traje aquí».

Cavatina no creyó ni una palabra. Si la intención de Halisstra hubiera sido que Wendonai muriera, la habría advertido antes, o al menos le habría dado pistas. No, Halisstra estaba realmente bajo el control de Lloth. La Dama Penitente había desperdiciado su última oportunidad de redimirse.

Halisstra aún estaba hablando con lenguaje de signos: una única palabra que terminó con el dedo curvado, formando una interrogación. «¿Ataco?». Miró brevemente al demonio.

Cavatina estuvo a punto de soltar una carcajada. Era un poco tarde para eso. Estaba atada con una cuerda mágica cuyo calor contra su piel le producía un gran sufrimiento, un recordatorio constante de su difícil y humillante situación. Aun así, Cavatina asintió, disfrazando el gesto como si estuviera levantando la cabeza para echarle un vistazo a sus muñecas atadas. Si Halisstra atacaba realmente al demonio, quizá le daría a Cavatina el tiempo necesario para rodar por el suelo hasta su símbolo sagrado y cogerlo. Halisstra se alzó lentamente…

El demonio se volvió hacia ella.

—¡Abajo! —rugió.

Halisstra se desplomó, gimoteando.

Cavatina se puso a rodar, pero el demonio la cogió por el hombro y la detuvo. La colocó bruscamente de espaldas. El peso de su mano sobre el pecho era como el de una roca.

—No eres muy lista para ser una Dama Canción Oscura —le dijo.

Cavatina abrió mucho los ojos. No le había dicho que fuera una Dama Canción Oscura.

El balor sonrió.

—¡Oh, sí!, puedo oír tus pensamientos. Los tuyos y los de Halisstra.

¿Sería cierto? Cavatina se imaginó despedazando al demonio, lentamente.

El balor rio.

—Halisstra me aburre. Sin embargo, a ti te encuentro divertida. —Recorrió el cuerpo desnudo de Cavatina lentamente con una de sus garras.

Cavatina sabía que el demonio esperaba que se estremeciera con el contacto. Mantuvo la mirada fija en él, blindándose, sin permitir que su cuerpo hiciera el más mínimo movimiento.

—No me das miedo —dijo.

—Ya lo veo. —El demonio bajó aquel rotundo hocico hasta el pecho de ella y aspiró. Sonreía cuando volvió a alzarse—. Halisstra te traicionó. Te hizo caer en mi poder. Dime, sacerdotisa de Eilistraee, ¿qué harás con ella si sobrevives a esto?

—La Señora de la Danza es infinitamente misericordiosa —contestó Cavatina—. Si Halisstra se arrepiente realmente…

—Pero no es así —dijo Wendonai—. Tú y yo lo sabemos. Recuerda, puedo oír tus pensamientos. Hace un momento, esperabas poder alcanzar tu símbolo sagrado. Justo antes de eso, fantaseabas con despedazar a Halisstra con tu espada. La estrangularías con tus propias manos y enviarías su alma al Abismo para siempre…, si se la pudiera matar.

Halisstra, que todavía estaba encogida detrás del demonio, gimoteó.

Cavatina no dijo nada. Era verdad, al menos en esencia, sin entrar en detalles.

—Sí —el demonio siseó a través de sus colmillos mellados—, lo es, ¿no es cierto? Tienes un lado oscuro, Cavatina, que acecha bajo la superficie, un lado que te esfuerzas por ocultar. Una dureza, una intransigencia, procedente del orgullo.

Cavatina no dijo nada. Tenía muchas razones para sentirse orgullosa, «excepto en ese instante», pensó, apesadumbrada.

El demonio se inclinó, acercándose aún más.

—Te aferras a las normas de tu fe, pero en ocasiones te resulta difícil. Algunas veces tu carácter… aflora. Disfrutas con la caza y la muerte más de lo que deberías.

—Hago lo que me ordena Eilistraee.

—Sí, pero puedo percibir algo más debajo de todo eso. Es lo que te empujó a cazar demonios en primer lugar: la ira. —El demonio inclinó la cabeza—. ¿Surgió de los celos, quizá? ¿Qué podría provocarte celos a ti, Dama Canción Oscura y orgullosa ejecutora de Selvetarm?

Cavatina no dijo nada. Se concentró en su odio hacia los demonios, hacia aquel demonio en particular. Apartó de su mente todo lo demás. Lo arrojó a un rincón oscuro, donde Wendonai no pudiera encontrarlo jamás.

—¡Oh!, ¿es por eso? —exclamó Wendonai, cuyo tono sorprendido y burlón desentonaba con sus facciones bestiales—y su expresión lasciva—. ¿Todo esto… únicamente porque no fuiste redimida?

Detrás de él, Halisstra se incorporó, sentándose. Se inclinó hacia adelante, expectante, mirando fijamente a Cavatina.

—Soy una sacerdotisa de Eilistraee —dijo Cavatina, lentamente—; hice el juramento de la espada, igual que cualquier otra sacerdotisa.

—No, igual no —dijo Wendonai con suavidad—. Ellos fueron redimidos. Tú… sencillamente hiciste el juramento.

A Cavatina se le pusieron los pelos de punta. El demonio estaba jugando con ella, sacando a la luz sus miedos más profundos y arrojándoselos a los pies. No tenía por qué aguantarlo.

—No seguía a ninguna otra deidad antes de tomar la espada de Eilistraee. Nací en esa fe. Al revés que los otros, no tuve que ser redimida. No tenía nada que expiar.

—Por suerte para ti —ronroneó Wendonai—, ya que, al revés que las otras sacerdotisas, tú jamás podrías haber sido redimida. —Se acercó más a ella, mientras le brotaba sangre de la herida del abdomen—. ¿Y sabes por qué?

Cavatina permaneció callada.

—Eres distinta del resto de las sacerdotisas, de un modo mucho más fundamental que el lugar donde naciste, o las deidades que les enseñaron a adorar antes de abrazar la fe de Eilistraee. —La olfateó—. Puedo olerlo en ti.

Halisstra, tras él, abrió los ojos de par en par.

Cavatina pudo ver que lo que el demonio acababa de decir significaba algo para ella. Pero no podía permitirse ninguna distracción. No, en ese preciso instante.

Fulminó a Wendonai con la mirada.

—Tus trucos no funcionarán conmigo, demonio.

—¿Trucos? —Rio quedamente, echándole la peste a azufre a la cara—. Esto no es ningún truco. —La olió lenta y largamente por todo el cuerpo, recorriendo con su hocico chato desde los tobillos hasta el cuello—. Tú… llevas mi marca.

Cavatina rio.

—Por supuesto que sí. —Levantó uno de sus hombros y lo utilizó para quitarse la mancha de alquitrán que Wendonai le había dejado en la mejilla con la lengua hacía un rato—. Pero un poco de agua bendita lo arreglará enseguida.

—Muy graciosa —contestó el demonio—. Pero no me refería a eso.

Wendonai se balanceó sobre los talones. Una nueva gota de sangre le brotó de la herida, y las entrañas, que sobresalían, se agitaron. Se las volvió a meter dentro de la herida con los dedos mugrientos, como si no fuera más que una molestia.

—¿Hasta qué punto conoces la historia de tu raza?

Aquello cogió por sorpresa a Cavatina.

—¿De qué me estás hablando?

—Los elfos oscuros, ¿sabes cómo se convirtieron en dhaerow?

Había utilizado la palabra antigua para nombrarlos. La que significaba «traidor» en el lenguaje de los elfos de la superficie.

—¿Te refieres al Descenso?

Wendonai asintió.

—Alta magia, llevada a cabo por los magos y los clérigos de los elfos de Keltormir, Aryvandaar y otros enclaves élficos, contra los elfos oscuros de los antiguos Ilythiiri y sus aliados.

—Sí, pero ¿por qué?

Cavatina se sabía bien la lección. Se la había enseñado a las novicias muchas veces cuando les explicaba por qué los drows estaban destinados a volver a los reinos de la superficie.

—Fue una represalia por la destrucción de Shantel Othreier, que fue atacada por los Ilythiiri tan sólo porque el imperio había arrasado Miyeritar. El Desastre Oscuro fue brutal, y era necesaria una respuesta.

A Wendonai le brillaron los ojos.

—¡Has hablado como una verdadera drow! —exclamó—. Pero hay una parte de la historia que no conoces, la razón por la que Corellon Larethian consintió en conducir a los elfos oscuros a las profundidades. Verás, los Ilythiiri estaban adquiriendo demasiado poder. Tenían una aliada divina, Lloth.

Cavatina dejó escapar un resoplido.

—El culto que los Ilythiiri rendían a la Reina Araña está bien documentado, demonio. Cuéntame algo que yo no sepa.

Wendonai le dirigió una sonrisa maliciosa.

—Estaba esperando a que me lo pidieras. Déjame, entonces, que te lo cuente, sacerdotisa. ¿Sabías a quién envió Lloth para infiltrarse entre los Ilythiiri y corromperlos?

Cavatina no lo sabía, pero podía adivinarlo.

—Estás en lo cierto. A mí. Lentamente, a lo largo de milenios, tanto antes como después del Descenso, hice lo que quise con los Ilythiiri. Fue… —añadió, y se pasó la lengua negra y costrosa por los labios— delicioso. Y con cada generación exitosa, con cada nuevo bebé lloroso nacido en los trece milenios que se sucedieron, mi marca se extendió.

Cavatina vio adónde quería llegar el demonio. Wendonai estaba intentando convencerla de que llevaba su marca, de que era la fuente de todos sus defectos. Pero no lo era. Sus extraños arrebatos de ira y la ligera intransigencia, como él lo había llamado, no tenían por qué proceder de la marca demoníaca.

—¡Oh!, ¿de veras? —preguntó Wendonai—. En tu caso, por desgracia, es así. Puedo olerlo en ti, ¿recuerdas?

Halisstra había estado escuchando atentamente durante todo el tiempo, y como si hubiera olvidado con quién estaba hablando, dijo:

—Pero no lo oliste en mí.

—No —dijo secamente Wendonai, por encima del hombro—. No pude. Tú eres Miyeritari; no hay en ti ni una gota de sangre Ilythiiri. ¿Sabes en qué te convierte eso?

Halisstra lo miró ligeramente esperanzada.

Wendonai acabó con sus esperanzas en un instante:

—En débil.

Rio a grandes carcajadas. Halisstra se encogió visiblemente ante aquel ataque.

Cavatina, por su parte, se vio obligada a darle la razón al demonio. Halisstra era débil. Si no hubiera…

—Sí —susurró Wendonai, que de repente dirigió toda su atención hacia Cavatina—. Eso es. Si no hubiera sido tan débil, no habría llegado a… esto. —Agarró las cuerdas que ataban sus muñecas y le levantó ligeramente las manos, para dejarlas caer a continuación—. Pero tú no eres débil, Cavatina. Tú eres fuerte. La sangre demoníaca fluye por tus venas. Acéptalo.

Cavatina meneó la cabeza, negándose a creerlo. El demonio mentía; estaba dándole la vuelta a las cosas y tratando de engañarla.

—Eilistraee —susurró—. Ayúdame a ver la luz.

Wendonai meneó la gran cabeza astada.

—No te rindes jamás, ¿verdad? —fingió suspirar—. Pero piensa en esto: ¿por qué sólo algunos dhaerow pueden ser redimidos? Habrás podido percibirlo con tus propios ojos.

Hizo una pausa, y Cavatina pudo sentir cómo unos sucios dedos mentales se movían dentro de su cabeza. Trató de expulsarlos, pero no pudo.

—Por ejemplo, ese Sombra Nocturna de Cormanthor —prosiguió Wendonai—, aquel al que Halisstra atrapó en su telaraña. Le ofreciste la oportunidad de redimirse, y este se negó en redondo.

«No, no quiso —pensó Cavatina—. Me da igual lo que digas, no pienso disculparme por haberlo enviado junto a su dios».

—He ahí la ironía. —Wendonai prosiguió como si ella hubiera hablado en voz alta—. Si lo hubieras dejado vivir, quizá los dos habríais profesado el mismo culto hoy en día. —Se acarició la barbilla con una de sus garras, como si estuviera pensando—. O quizá no. Tal vez aquel hombre descendía de los Ilythiiri, después de todo; Eso podría explicar su reticencia a convertirse. Mi marca se ha extendido ampliamente. Quedaron tan pocos Miyeritari tras el Desastre Oscuro, y tantos Ilythiiri —sonrió—. Eso explica todas las dificultades experimentadas por Eilistraee a la hora de reclutar conversos durante estos últimos milenios, la razón por la que han acudido tan pocos aspirantes, a pesar de los largos e incansables esfuerzos de sus sacerdotisas. Es tan difícil en estos tiempos encontrar a alguien que se arrepienta realmente, a un dhaerow que no lleve mi marca…

—Mentiras —dijo Cavatina, rechinando los dientes.

—¿De veras? —susurró Wendonai—. Examina atentamente tu alma, Cavatina. ¿Puedes afirmar con sinceridad que estás libre de malicia, de ira? ¿De dónde proviene tu incesante sed de venganza? La sublimas cazando demonios. Pero si no hubiera más demonios a los que matar, ¿descargarías tu ira sobre tus congéneres drows? ¿Puedes decir sinceramente que no lo has hecho ya? Ese tipo del bosque de Cormanthor, por ejemplo. Odias a los demás Sombras Nocturnas, los que ahora forman parte de la fe, porque realmente han abrazado la fe de Eilistraee, porque son algo que tú jamás podrás ser: redimidos, puros, sin la marca.

Cavatina apretó tanto los puños que se clavó las uñas en las palmas. Su cuerpo tenía ataduras más fuertes que los extremos anudados del látigo. «No es cierto», pensó. En absoluto. Ella era una sacerdotisa de Eilistraee, una Dama Canción Oscura. Era tan buena, tan leal y tan pura como cualquiera de ellos.

—Entonces, ¿por qué —le susurró Wendonai al oído— te ha abandonado tu diosa? ¿Dónde está el milagro que estabas pidiendo hace un momento?

Cavatina cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas. El milagro llegaría. Tenía que hacerlo. Eilistraee respondería. Aun así, una vocecilla en las profundidades de su conciencia lloriqueaba, diciéndole que no lo haría, que Wendonai tenía razón y que la semilla de la corrupción estaba profundamente arraigada en el interior de Cavatina, esperando para extender sus zarcillos por doquier como si fuera una mala hierba. Sucumbió ante ella aquella vez en la Guardia Oscura, cuando había despedazado a aquel perro. Había contenido aquel mal, obligándolo a adormecerse, pero permanecía latente, esperando para volver a florecer. Y por esa causa, Eilistraee la había abandonado, al igual que había abandonado a Halisstra. A pesar de todos los intentos de Cavatina por amoldarse a los preceptos de su fe, jamás sería digna de Eilistraee.

—Eso es —jadeó el demonio, echándole el aliento caliente en la oreja—. Jamás podrás ser redimida. Jamás.

Las lágrimas lograron salir de sus ojos cerrados y cayeron por sus mejillas, llenas de sal seca.

—Jamás podré ser…

De repente, vio el fallo en la lógica del demonio. Si los descendientes de los Miyeritari estaban libres de la marca demoníaca, no necesitaban ser redimidos. Sin embargo, la redención existía. El ritual tenía que haberse creado por alguna causa, y la respuesta estaba presente en este. Para la redención era necesario que el penitente escrutara las profundidades de su ser para afrontar el mal que se escondía en su propia alma. Para sacar ese mal, esa marca, de la oscuridad que lo envolvía y exponerlo a la piadosa luz de Eilistraee y…

«Sí, hija mía. ¡Sí!».

Cavatina no pudo distinguir en ese momento si la que hablaba era únicamente la voz de Eilistraee o un coro de voces. Miles de almas hablando con un solo corazón. Sacerdotisa y devotos laicos, mujer y hombre, Dama Oscura y…

Sombra Nocturna.

Cavatina pestañeó. Si un Sombra Nocturna podía estar entre los redimidos, ¿qué se lo impedía a ella?

«Sí», volvió a decir la voz.

Cavatina pudo oír los tonos más bajos que subyacían a aquella palabra. Bajo, barítono, soprano y contralto, todos mezclados en una única voz, la de la Señora Enmascarada.

Cavatina lloró sin reservas, sintiendo cómo el alivio la inundaba. Ya no temía las burlas de Wendonai, o cualquier tortura física que le pudiera infligir. En ese momento, sólo importaba una cosa.

—¡He sido redimida! —exclamó.

El demonio retrocedió con una mirada furiosa. A continuación, echó atrás la cabeza y aulló.

En ese mismo momento, Halisstra lo embistió.

Q’arlynd, Eldrinn, Daffir y Gilkriz siguieron a las sacerdotisas por los túneles de la mina abandonada. Leliana le había ordenado a una de ellas que esperase en el lugar donde Cavatina había sido vista por última vez. Q’arlynd agradecía que hubiera desistido de seguir insistiendo en que fuera él. Aquello dejaba a cuatro sacerdotisas bajo su mando. Se iban turnando para explorar, muy por delante de los demás, y regresaban para informar a Leliana de sus hallazgos con movimientos rápidos y concisos de la mano. Leliana contestaba con los gestos más breves, pidiendo silencio constantemente. Cada ligero gruñido, o el ruido de una pisada, o el crujido de una mochila de cuero, provocaban una mirada de advertencia. Era seguro que el Faerzress no estaba sirviendo de ayuda precisamente. Su brillo azulado centelleante hacía que destacaran las siluetas de todos.

Gilkriz iba justo delante de Q’arlynd y Eldrinn; Daffir los seguía. Cada varios cientos de pasos, el adivino hacía una pausa para cerrar los ojos. Cada vez que lo hacía se apoyaba en su bastón y se inclinaba hacia adelante hasta que tocaba la madera con la frente.

«¿Qué está haciendo?», preguntó Q’arlynd por signos.

Eldrinn miró a Gilkriz, que iba delante de él, para asegurarse de que el conjurador no estaba escuchando. «Asegurándose de que no nos encontremos con alguna sorpresa, supongo».

Q’arlynd asintió. Había hecho discretas averiguaciones sobre el bastón después de llevar de vuelta a Sshamath al idiota de Eldrinn. Sabía todo lo que podía hacer un bastón de adivinación. Si había pasadizos secretos, ocultos mediante magia o medios mundanos, Daffir los detectaría. También podría ver, incluso con sus débiles ojos humanos, cualquier cosa invisible u oculta mediante magia.

Q’arlynd podría haber usado su cristal para hacer lo mismo, si no hubiera sido drow. «¿Te has fijado? —le dijo en lenguaje de signos a Eldrinn—. Daffir sigue mirando al techo».

«Ya me he fijado». Eldrinn trepó por una viga caída y esperó hasta que Q’arlynd hizo lo mismo. El muchacho señaló con la cabeza la madera podrida. «Quizá espera que caiga otro de estos. Esperemos que cuando lo haga, aterrice sobre Gilkriz». Se encogió de hombros. «Aun así, Daffir se equivocó la última vez acerca de la dirección de la que vendría la amenaza. ¿Recuerdas que dijo que saldría del lago?».

Q’arlynd pensó que el muchacho estaba equivocado con respecto a eso. Daffir jamás había dicho nada parecido. El humano había advertido de que algo se acercaba, algo grande. Y había sido así. No había predicho de dónde vendría, sino dónde acabaría: en el lago, convertido en una masa informe que se había disuelto en el agua.

Había visto el futuro, un logro bastante común para un mago que estaba especializado en adivinación, pero Q’arlynd empezaba a preguntarse si había usado un conjuro. Tal como recordaba, Daffir había presionado el diamante del bastón contra su frente exactamente de la misma manera antes de hacer su predicción.

Se agacharon bajo una viga medio caída. Q’arlynd apartó las telarañas que se le habían pegado al pelo e hizo un gesto rápido con la mano para volver a atraer la atención de Eldrinn.

«¿El bastón de tu padre contiene magia capaz de revelar el futuro?».

«No me sorprendería. Explicaría por qué el diamante tiene la forma de un reloj de arena».

Q’arlynd recordó el momento en que había conocido a Eldrinn, en el Páramo Alto. Aunque era un tanto corto de entendederas, el muchacho se había aferrado al bastón, antes que dejarlo caer al suelo. Parte de su cerebro debilitado por los hechizos lo había reconocido como algo valioso, como algo importante para su misión.

Q’arlynd atrajo la mirada del muchacho. «¿El bastón podría también mostrar el pasado?».

«Yo…». Eldrinn tenía una expresión extraña en el rostro, como si hubiera estado a punto de hablar en voz alta, pero de repente se hubiera olvidado de lo que iba a decir. «Supongo que sí», dijo por fin con gestos.

Q’arlynd rio en voz alta. ¿Era posible que la respuesta al acertijo de la Puerta de Kraanfhaor fuese realmente tan sencilla?

Gilkriz volvió la vista hacia ellos.

La sacerdotisa que iba delante hizo lo mismo, y les dirigió señas de advertencia. «¡Callaos!».

Q’arlynd se disculpó rápidamente en el lenguaje de signos, a pesar de que su amplia sonrisa decía todo lo contrario, pero no le importó. En su imaginación brillaban cientos de kiiras. Miles de ellas. Sabía cómo había abierto Eldrinn la Puerta de Kraanfhaor: utilizando el bastón de su padre para retrotraerse a miles de años atrás, hasta los tiempos de los antiguos Miyeritari. El muchacho había observado cómo uno de los elfos oscuros originales la abría.

Q’arlynd podía hacer lo mismo… Tan sólo necesitaba ese bastón.

«¿Qué ocurre?», preguntó Eldrinn.

Q’arlynd contuvo la sonrisa. «Te lo contaré más tarde».

Unos instantes después, lanzó una mirada furtiva a sus espaldas. Las lentes oscuras que ocultaban los ojos de Daffir hacían prácticamente imposible leer el rostro del humano. Aún más, Daffir parecía tener la misma capacidad que cualquier drow para ocultar sus pensamientos. Si utilizaba sus adivinaciones para predecir la traición de Q’arlynd y decidía adelantarse a ella, apenas tendría tiempo de reaccionar.

Q’arlynd debería ser muy cauteloso cuando realizara su jugada.

Muy, muy cauteloso.