CAPÍTULO UNO

Mes de Alturiak

Año de la Espada Curva (1376 CV).

—¿De dónde vienes?

El sonido de la voz hizo que Q’arlynd se estremeciera.

Las palabras venían de lejos, traídas por el viento. Tenían un tono de alarma, incluso de pánico. Cautelosamente, miró a su alrededor, pero no vio nada. La luna era apenas una rodaja de luz, pero proporcionaba luz suficiente para sus ojos de drow. La llanura se extendía en todas direcciones. Los pequeños montones de piedras que la salpicaban —ruinas de la antigua Talthalaran— ofrecían pocas posibilidades de ocultarse, salvo que uno se pegara al suelo. Las nieblas ambulantes eran otra cosa. Incluso a las puertas del verano surgían del suelo noche tras noche.

—¿Adónde vas?

Allí estaba de nuevo la voz, pero ahora procedía de una dirección ligeramente diferente. El sonido era el mismo, alto y débil, sin que pudiera distinguirse si era de hembra o de varón, y las palabras estaban separadas por una extraña interrupción, como si fueran producto de un acceso de hipo.

Q’arlynd rebuscó en el bolsillo de su cinturón y sacó una pizca de goma arábiga. Mientras le daba forma entre sus dedos, pronunció las palabras de un conjuro. Su cuerpo tembló y se desvaneció. Se teletransportó fuera del lugar en el que estaba y se materializó a unos cien pasos de los cimientos de lo que quedaba de la torre derruida que estaba buscando.

—¡No huyas y lucha, cobarde! —dijo la voz entrecortada.

—Lucharé —susurró Q’arlynd, mientras desataba los nudos de la funda de su varita mágica—. Pero lo haré si tú te muestras.

Una ráfaga de viento trajo un olor a podrido de la dirección de la que provenía la voz.

—No huyas y…

La voz se oía cada vez más cerca.

—¡Cobarde!

Todavía más cerca.

—No huyas y lucha. Lucha.

Casi a su lado…

—¡Cobarde!

¡Ahí estaba! Y no era un drow, sino una criatura de la superficie como Q’arlynd no había visto antes ninguna. Rápidamente, como un lagarto cazador, salió de la niebla y se abalanzó sobre él. Era enorme; su torso medía al menos el doble de la altura de Q’arlynd. Tenía cuatro piernas rematadas en pezuñas, el cuerpo cubierto por un pelaje corto de color marrón y una cola empenachada que movía como un látigo en el momento de cargar. Su cabeza en forma de cuña tenía orejas triangulares y erectas, y los ojos despedían un brillo rojo pálido. De su boca jadeante chorreaba baba. Pese a la invisibilidad de Q’arlynd, la criatura se lanzó directamente a por él. Era probable que el viento le acercara su olor.

Q’arlynd se elevó en el aire y la insignia de su Casa le permitió mantenerse a flote. Su magia hacía posible que permaneciera por encima del monstruo, guardando una distancia de seguridad.

La criatura era rápida; sus piernas eran potentes. Dio un salto para alcanzar a Q’arlynd que hubiera envidiado una araña cazadora. Lo encontró sólo por el olor; sus afilados dientes hicieron presa en el dobladillo de la capa de Q’arlynd. La criatura se quedó colgando en el aire por un instante, con los ojos llameantes y arrastrando hacia abajo a Q’arlynd. Luego, la capa se rasgó, y Q’arlynd salió proyectado hacia arriba, dando tumbos. La criatura cayó al suelo, mientras sostenía entre sus dientes un apreciable trozo de la capa.

Escupió la tela y después empezó a dar vueltas por debajo de Q’arlynd, moviendo las aletas de la nariz en un intento de percibir su olor. Q’arlynd se preguntaba cómo podía oler algo más que no fuera su propio hedor. El monstruo apestaba como un trozo de pescado en estado de descomposición.

Sacó del bolsillo una varilla de cristal forrada de piel y la orientó hacia la criatura. Cuando la energía mágica se concentró en la punta de la varilla en forma de una neblina de chispas púrpura, la criatura se detuvo, dejó caer la cabeza hacia un lado y barbotó una ristra de palabras.

—¿Dónde? ¿Eres tú? ¿Eldrinn?

Q’arlynd concluyó su conjuro. Un rayo cayó sobre la criatura y la hirió. La bestia se tambaleó y giró la cabeza hacia atrás para observar la espantosa y sangrante herida de su costado. Luego, miró a Q’arlynd, que ya no era invisible. Pese al tambaleo, todavía gruñó.

—Míralo todo bien —dijo Q’arlynd mientras fijaba la vista por segunda vez en la varita mágica—. Será lo último que veas.

Un segundo rayo aplastó el otro costado de la criatura. Se estremeció un instante, con las piernas rígidas y temblorosas, y después se derrumbó.

Sin dejar de levitar, Q’arlynd buscó en su bolsillo un trozo de cuero endurecido con cera de abejas. Tocándose el pecho con él, se recubrió con una armadura invisible. Entonces, bajó al suelo. Permaneció alerta, tenso y preparado, como si esperara la aparición entre la niebla de otra criatura de aquellas dispuesta a herirlo, pero la tranquilidad era total. Por fin, se dirigió a la criatura caída y la pateó. Estaba muerta.

Q’arlynd guardó la varita de cristal en el bolsillo y se pasó los dedos por la larga melena blanca que le llegaba hasta los hombros, peinándola hacia atrás desde la frente. Cuando había hecho ese camino tres meses atrás en compañía de las sacerdotisas de Eilistraee, ni Leliana ni Rowaan le habían hablado de esos monstruos. Lo habían prevenido de que el Páramo Alto estaba habitado por orcos y hobgoblins, así como por algún troll ocasional, pero no le habían dicho nada de que hubiera predadores de cuatro patas que pudieran hablar.

Bueno, tal vez hablar no fuese la palabra adecuada. La criatura había repetido las mismas frases una y otra vez, en ocasiones de manera fragmentada, como si estuviese repitiendo algo que había oído. Q’arlynd tuvo la sospecha de que estaba imitando la voz despavorida de alguien que llamaba a un compañero que, al parecer, le había dejado atrás para que se convirtiera en la siguiente comida de la criatura.

Q’arlynd decidió comprobar si era correcta esa suposición. Sacó su daga y abrió en dos la panza del monstruo. Tuvo que apretarse la nariz con los dedos mientras lo hacía; fuera la criatura que fuera, su carne rezumaba un aceite hediondo. Un instante después, se confirmó su sospecha. Del estómago de la criatura salió un pie cercenado con el resto de su última comida. Sin digerir aún del todo, el pie tenía la piel tan negra como la del propio Q’arlynd.

La criatura se había comido a un drow, y no hacía mucho aún. Alguien más había estado en el páramo aquella noche.

¿Una de las sacerdotisas de Eilistraee que se dirigía al Bosque Brumoso con un postulante? El pie no ofrecía pistas: podría haber pertenecido tanto a una mujer como a un hombre. Q’arlynd tenía la esperanza de que el monstruo no se hubiera comido ni a Rowaan ni a Leliana, que no hubiera sido ninguna de ellas la que hubiera estado llamando al desaparecido Eldrinn. Q’arlynd no las había vuelto a ver después de su impulsiva marcha de El Paseo. Desde entonces había estado todo el tiempo en el Páramo Alto, buscando, al mismo tiempo que hacía breves teletransportaciones desde allí para asaltar por sorpresa las ciudades de la superficie en busca de suministros.

Echó una ojeada a los cimientos que había estado inspeccionando en las tres últimas noches. Eran idénticos a los que había visto derruidos durante su viaje por el páramo con Rowaan y Leliana tres meses atrás. Al igual que las demás ruinas, esta era la base de la torre de un mago; tenía el mismo símbolo arcano en el suelo. Q’arlynd estaba convencido de que en el pasado debía de haber sido un círculo de teletransportación. El ámbar que rellenaba las grietas del suelo había sido destruido hacía miles de años, cuando las aniquiladoras tormentas se habían desatado sobre la antigua Miyeritar y la habían convertido en la vasta y ruinosa llanura que era el Páramo Alto.

Q’arlynd suspiró. Llevaba dos meses buscando entre las ruinas de Talthalaran algo más que una baratija mágica, pero sin resultado alguno. Había inspeccionado cuidadosamente la primera torre en ruinas, empezando desde la base y avanzando cuidadosamente en espiral, pero no había encontrado nada. No había pasajes secretos que condujeran a los tesoros ocultos de los antiguos magos. Esta segunda torre, situada en lo que habían sido los arrabales de la ciudad, en un principio parecía prometer mucho, pero había resultado igualmente improductiva.

Se dijo a sí mismo que Malvag había tardado casi un siglo en encontrar el pergamino que le había abierto una puerta entre los reinos de dos dioses rivales. Pero Q’arlynd no pudo por menos que creer que había cerrado el círculo. Había aprendido mucho —que un hombre podía tomar el poder con sus propias condiciones en lugar de quedarse a la sombra de una poderosa mujer—, pero ¿dónde? Rebuscando entre las ruinas, tal como lo había hecho antes de abandonar Ched Nasad. Desde luego, la diferencia era que ahora buscaba para sí mismo y no para la noble Casa que lo consideraba poco más que un simple lacayo. En un primer momento, esa sensación de independencia le había dado ánimos, pero el resultado final había sido el mismo. Aunque tenía la posibilidad de quedarse con todo lo que encontrara, la suma final de todo lo que había hallado hasta el momento era cero.

Sin la menor duda, Q’arlynd sabía muy bien que quedaba muy poco por descubrir entre los restos de la antigua ciudad; no sólo había sido arrasada por el Desastre Oscuro, sino que llevaba en ruinas más de once mil años. Pese a todo, no lo había abandonado la esperanza, y no es necesario decir que no era el único que había reparado en los símbolos de los cimientos de las torres en ruinas que las señalaban como propiedad de los magos. Se había dado cuenta de que aquel sitio había atraído también a otros. Pensándolo bien, el pie que acababa de encontrar podría haber pertenecido a otro mago, a un rival en el juego de la rebusca.

Había una tenue esperanza. Eldrinn, o quienquiera que fuese —hombre o mujer—, probablemente se habría ido, a juzgar por las palabras que había mimetizado la criatura de la superficie, pero cabía la posibilidad de que el cuerpo del acompañante de Eldrinn, menos su pie, yaciera en el páramo. Si ese acompañante había desenterrado algo y Eldrinn lo había abandonado a toda prisa, tal vez siguieran en el cuerpo los hallazgos.

Q’arlynd limpió la daga y la guardó. No era muy hábil para seguir rastros, sobre todo en la superficie, pero los pies de la criatura muerta eran pezuñas, como las de los demonios, lo bastante puntiagudas como para dejar un rastro reconocible.

Empezó a seguir las huellas del monstruo. En algunos puntos, donde crecía la hierba, había dejado hileras de tallos aplastados. En otros, se veían piedras removidas en los cimientos derruidos. La niebla fue la responsable de que Q’arlynd perdiera una o dos veces el rastro, pero él no se dio por vencido y finalmente encontró lo que andaba buscando: el cuerpo de un drow, al que le faltaba la parte inferior de una pierna. Era un varón. Le habían abierto el estómago, y los intestinos estaban desparramados por el suelo. En el aire zumbaron las moscas, espantadas a medida que Q’arlynd se acercaba; volaron a su alrededor en círculos perezosos y luego se volvieron a posar.

El drow muerto era demasiado alto para ser un varón; tenía casi la altura y la musculatura de una hembra. Vestía una cota de malla adamantina —la criatura se la había separado del estómago para comérselo— y un sencillo yelmo en forma de bacía. La cabellera blanca que sobresalía del yelmo estaba apelmazada por la sangre seca. Faltaba la parte trasera del yelmo, que había sido limpiamente arrancada, al igual que una gran parte del cuero cabelludo de aquella zona. El mordisco del monstruo había logrado traspasar el metal, tal vez derribando al varón antes de que pudiera utilizar la espada, que yacía en el suelo cerca de sus pies. Había conseguido disparar su ballesta, pero en vano: el virote había abierto un surco en el suelo, a pocos pasos de allí.

Q’arlynd meneó la cabeza. El tipo tendría que haberse tomado más tiempo para apuntar y menos para llamar a su acompañante.

Palpó el cuerpo yerto y musitó un encantamiento. Se manifestó una débil aura en torno al piwafwi, y otra más potente alrededor de la espada. Ambos eran de fabricación drow.

Q’arlynd revolvió en la bolsa del muerto. No encontró nada de interés. Apenas había una rodaja de pan de esporas a medio comer, una cantimplora con vino y los efectos personales que solía llevar el soldado de una Casa: piedra de amolar, un par de botas de repuesto, una cuerda extra de tripa para la ballesta de muñeca y un vial con poción narcotizante para impregnar los virotes. La vestimenta del varón era de corte sencillo, y no tenía insignia alguna; era un villano, pese a la espada mágica.

El estómago de Q’arlynd rugió, recordándole que se había pasado la noche sin probar bocado. Había tratado de cazar después de que se le hubieran acabado las últimas provisiones, pero los pocos pájaros y roedores que habían caído víctimas de sus proyectiles mágicos eran esqueléticos y nada apetecibles. En esas circunstancias, incluso el pan de esporas era aceptable.

Engulló lo que restaba del pan y lo regó con vino. Cuando terminó, dio una vuelta por la zona, buscando huellas del acompañante que había huido. La hierba que cubría el terreno estaba aplastada. Daba la impresión de que hubieran acampado un par de personas durante uno o dos días. Las pisadas llevaban en varias direcciones, y volvían al punto de partida. A primera vista no se identificaba la dirección que podría haber tomado alguien que se hubiera dado a la fuga.

Q’arlynd suspiró.

—¿Dónde estás realmente? —repitió.

Se le ocurrió que tal vez el acompañante del varón muerto había usado la magia para escapar. O que había abierto un agujero hacia la Antípoda Oscura.

Si había una entrada a la Antípoda Oscura por los alrededores estaba bien escondida, tal vez oculta por un conjuro mágico. Q’arlynd tenía una respuesta para aquello. Sacó su cristal de cuarzo y lo sostuvo a la altura de los ojos. Empezó a girar lentamente, escudriñando el terreno circundante. Nada que estuviera oculto por artes mágicas podría…

Un momento. ¿Qué era aquello que se adivinaba en la distancia? Parecía otro drow: otro varón, a juzgar por la altura y la complexión física. Estaba detenido unos cientos de pasos más allá, apoyado sobre un bastón y con la mirada clavada en el suelo.

Q’arlynd bajó el cristal. La figura se desvaneció. Levantó otra vez el cristal y comprobó que el varón, invisible hasta ese momento, seguía allí. Tenía la vista fija en el suelo. Inmóvil.

¿Tal vez paralizado?

No, no estaba paralizado. El varón empezó a caminar lentamente en círculo, con la cabeza inclinada, como si buscara algo en el suelo.

Q’arlynd lo miró fijamente. «Habrás perdido algo con las prisas».

Fuera lo que fuese lo que estaba buscando, debía de tener la suficiente importancia como para atraer todo su interés. En ningún momento había echado una sola mirada en la dirección de Q’arlynd, pese a que este era bien visible; toda la atención del drow estaba concentrada en el suelo.

Q’arlynd sonrió y se hizo invisible. Cuando el varón se detuvo de nuevo, Q’arlynd se teletransportó hasta un punto situado a su espalda, a pocos pasos de distancia. La hierba crepitó suavemente cuando los pies de Q’arlynd tocaron el suelo. Si el otro varón lo oyó, no dio muestras de ello. Reanudó su marcha, con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo, arrastrando la punta del bastón. Q’arlynd lo estudió a través de su cristal.

Eldrinn —si realmente era él— no tendría más de treinta o cuarenta años. Apenas era un muchacho. Vestía un piwafwi profusamente bordado por encima de un pantalón gris claro y una camisa que relucía como la seda de una araña. Su cabellera de color blanco tiza, que le llegaba hasta la cintura, estaba recogida por una hebilla de plata a la altura de los riñones. Tenía la piel un poco más oscura de lo que era habitual; probablemente no era un drow puro. Q’arlyn pudo ver los restos de algo negro en la ancha frente del muchacho, que brillaba como la grasa de los ejes.

La adivinación silente de Q’arlynd reveló varios artículos mágicos. El bastón del muchacho brillaba, lo mismo que su piwafwi, sus botas, la hebilla de su pelo y el anillo que debía de ser el origen de su invisibilidad.

Por su aspecto, se trataba de un noble; probablemente del hijo de una Casa acaudalada, de las que tenían dinero de sobra para comprarse caros artículos de magia. Por ejemplo, el bastón irradiaba un aura potente que se enroscaba en espiral ascendente y luego descendente por toda la extensión de la pálida madera, con origen y fin en el diminuto diamante con forma de reloj de arena suspendido entre los dos extremos de la horquilla que remataba por arriba el bastón. Q’arlynd estaba ansioso por tener en sus manos el objeto. Un bastón con ese nivel de potencia mágica debía de costar al menos cien mil piezas de oro. Incluso doscientas mil. Una fortuna en la mano.

Cuando el muchacho completó su circuito y volvió en la dirección de Q’arlynd, este abandonó su invisibilidad. Tan pronto como el otro varón lo divisara, Q’arlynd se inclinaría y le ofrecería los servicios de un sencillo conjuro que podría resultar útil en la búsqueda. Si eso no funcionaba, bueno…, llevaba oculta en la manga la varita de cristal, lista para entrar en acción.

Sin embargo, Eldrinn no prestó atención alguna a Q’arlynd. Parecía haber algo raro en él. Tenía los ojos ausentes, sin vida. Le colgaba el labio inferior y por un lado de la boca se le escapaba la saliva. Dio un ligero traspiés, se detuvo y sacudió la cabeza como un elfo de la superficie que hubiera pasado demasiado tiempo en estado de ensoñación. Luego, reinició la marcha, con andar cansino, sin dejar de mirar al suelo.

Cada pocos pasos, musitaba. Q’arlynd apenas conseguía distinguir las palabras.

—Bolsa —murmuró el chico—. Tenems’contrarla

Q’arlynd no tenía la menor idea de lo que significaba, pero estaba seguro de que el tipo no era una amenaza. Aunque se sobresaltara, no estaba en condiciones de golpearlo con un conjuro.

Q’arlynd deshizo el conjuro de invisibilidad que amparaba al otro varón. Después, bajó su cristal y dijo en voz baja:

—¿Eldrinn?

El joven parpadeó. Por un instante levantó los ojos hacia Q’arlynd; luego los bajó otra vez y reanudó su marcha cansina. Pasó rozando a Q’arlynd como si este no hubiera estado allí.

El chico parecía estar bajo los efectos de un conjuro de debilidad mental, algo que sólo las plegarias de un clérigo o un deseo mágico podían curar. Q’arlynd no disponía en ese momento de nada parecido.

Q’arlynd se acarició la barbilla y observó los círculos excéntricos que el otro varón dejaba en la hierba. El joven llevaba un amuleto colgado del cuello. Q’arlynd se acercó a él y levantó el disco adamantino de su pecho para satisfacer la curiosidad de si tenía el glifo de una Casa. No lo tenía. Sin embargo, tenía un símbolo arcano que Q’arlynd identificó inmediatamente: «Adivinación».

Dejó caer el amuleto sobre el pecho del muchacho. Entonces comprendió la ausencia de una insignia en el soldado muerto. El chico —y el soldado que lo acompañaba— eran de Sshamath, ciudad gobernada por un cónclave de magos, en lugar de estarlo por las matronas de las Casas nobles. El amuleto pertenecía a un Colegio, el equivalente de la insignia de una Casa en una ciudad en que los nombres de las Casas rara vez se usaban.

Q’arlynd meneó la cabeza, casi sin que pudiera creerse la coincidencia. Sshamath era la ciudad en la que pensaba establecer su nuevo domicilio. Tal vez el hallazgo de Eldrinn —y este pensamiento lo perturbaba— había sido algo más que una mera casualidad. ¿Había preparado este encuentro algún dios? No obstante, a Q’arlynd no se le venía a la cabeza ni una sola deidad que pudiera interesarse por él. No había conseguido atraer la atención del elegido de Mystra y había traicionado a Eilistraee en lugar de ayudarla, aunque aquello había conducido a la muerte de Vhaeraun. Y sin embargo…

Algo tirado en el suelo captó la atención de Q’arlynd: un cristal, en el que se reflejaba la luz de la luna. Medía aproximadamente la mitad de su meñique. Tenía forma de hexágono y terminaba en punta por ambos lados. Uno de ellos era de color azul pálido, que se iba oscureciendo poco a poco hasta volverse verdiazul. El cristal había caído entre la alta hierba; de no ser por el reflejo de la luz de la luna, Q’arlynd nunca hubiera reparado en él.

Esperó hasta que el otro mago hubo dejado atrás el cristal; luego lanzó una adivinación. El cristal brilló de un modo que casi cegaba; era una radiación mágica que hizo que incluso el aura del bastón pareciese mortecina en comparación. Q’arlynd emitió un suave silbido al darse cuenta de lo que debía de ser el cristal: una kiira, una piedra de la sabiduría. Se humedeció los labios con nerviosismo. Sólo los dioses sabían qué clase de conjuros antiguos podría contener.

La piedra dela sabiduría era lo que debía de estar buscando el muchacho. Seguro que era esa la causa de su aflicción mental. Una mancha de barro negro que se veía en el cristal casaba perfectamente con la que tenía el muchacho en la frente.

Q’arlynd hizo que el cristal levitara hasta su bolsillo y luego lo cerró. No era conveniente que tocara el cristal con las manos desnudas, sobre todo después de lo que, con toda probabilidad, le había hecho al otro mago.

Asegurado el trofeo, Q’arlynd sacó la daga y detuvo al chico, cogiéndolo por un hombro. Después apoyó la punta del puñal en el pecho de Eldrinn. Un rápido golpe para clavar el arma, y el bastón, el piwafwi y los demás accesorios serían suyos. Pero por alguna razón Q’arlynd no pudo hacerlo; tal vez porque la mirada de Eldrinn era del todo confiada y le recordaba la que tenía su hermano menor un instante antes de que Q’arlynd lo traicionara.

Bajó la daga y dejó escapar un suspiro. Pese a llevar tan poco tiempo en la superficie ya se estaba ablandando. Eso era lo que podía ocurrirle a un varón después de haber compartido viaje con las sacerdotisas de Eilistraee: ablandarse.

Pero tal vez eso fuera lo mejor, se dijo a sí mismo. Matar al muchacho podría haberle traído consecuencias inesperadas. Aunque Eldrinn fuera joven y sólo un novicio, podría estar al cuidado de alguien de su Colegio. Si se encontraban pruebas del asesinato…, bueno, un maestro adivinador podría descubrir rápidamente al drow responsable de la muerte.

Q’arlynd enfundó el arma y dejó que el chico completara el círculo. Cuando Eldrinn pasó ante él en una de las vueltas, Q’arlynd se le acercó y le quitó el bastón de las manos. El muchacho lo soltó sin protestar. Así de fácil.

Con el bastón apoyado sobre el hombro, Q’arlynd esperó a que Eldrinn volviera a pasar. Pensó en quitarle todos sus accesorios mágicos, uno tras otro, y luego abandonarlo para que las criaturas del Páramo Alto acabasen con él. Pero se dio cuenta de que esa idea también tenía sus riesgos. Los monstruos no se llevaban los accesorios mágicos; los dejaban esparcidos alrededor del muerto. Ningún maestro adivinador digno de ese título echaría una ojeada al cuerpo destrozado y buscaría inmediatamente los artículos perdidos; sobre todo, tratándose de algo tan poderoso como el bastón del chico.

Q’arlynd bajó la mano. No, sólo se podía hacer una cosa: teletransportar a Eldrinn hasta Sshamath sin despojarlo de sus accesorios mágicos.

Salvo, por supuesto, la kiira. Se podía apostar sobre seguro que Eldrinn no había informado del hallazgo a sus superiores del Colegio de la Adivinación. De haberlo hecho, se habrían presentado otros magos para reclamarlo. Por lo tanto, era probable que sólo Eldrinn supiera lo de la kiira. Si lo que lo afligía, fuera lo que fuese, resultaba demasiado poderoso para desconjurarlo, la piedra de la sabiduría sería para Q’arlynd. Podría volver al Páramo Alto y encontrarla con tranquilidad.

Y si Eldrinn se recuperaba, y adivinaba que Q’arlynd se había apoderado de la kiira, tal vez pudieran hacer un trato. Q’arlynd podría devolver la piedra de la sabiduría a cambio de compartir el conocimiento que contuviera.

Sonrió. Tras dos meses de infructuosas búsquedas, habían caído en sus manos no uno sino dos premios: una kiira y un mago perturbado, listo para ser rescatado, y cuyo retorno a Sshamath podría reportarle una recompensa. Por el momento se llevaría la kiira a un lugar donde fuese imposible encontrarla: cierta caverna sin entradas ni salidas naturales, totalmente revestida de cristales de cuarzo negro que bloquearían todos los intentos de escudriñamiento y detección. Sólo tres drows, además de él, sabían de su existencia. Dos estaban muertos; sus cuerpos yacían en el suelo de la caverna cuando Q’arlynd había vuelto a ella dos meses atrás. Y era improbable que el tercero la visitara de nuevo.

Q’arlynd se teletransportó ala caverna, depositó su premio entre los cristales de cuarzo negro y después regresó al Páramo Alto. El viaje duró apenas unos instantes. Eldrinn seguía donde Q’arlynd lo había dejado, con la mirada vacía clavada en el suelo. Se inclinó hacia adelante, como si fuera a reanudar su marcha en círculos, pero Q’arlynd lo cogió por un brazo y lo detuvo.

Volvió a pensar en Sshamath. Sólo había estado en la ciudad en una ocasión —en una misión comercial enviada allí hacía algunas décadas—, pero aún recordaba con claridad su punto de entrada principal: la caverna situada en la parte más elevada de la Columna de Z’orr’bauth. Ocupó su mente con eso. Luego, mientras aferraba a Eldrinn por un hombro, lo teletransportó consigo mismo hasta la ciudad.

Mes de Tarsakh

Año de la Espada curva (1376 CV).

Kâras levantó una mano para atraer la mirada del corredor de apuestas.

—Tres monedas de oro por el derro.

El corredor de apuestas, un esclavo larguirucho de pelo blanco como la nieve y ojos que giraban en todas direcciones como los de un lagarto, corrió escaleras arriba desde la arena hasta la última fila de asientos. Aceptó la moneda de Kâras y le entregó un recibo.

La mujer sentada al lado de Kâras rio.

—Ese derro no durará ni un minuto frente a la quaggoth. ¡No tienes más que ver su tamaño! —Asió al corredor de apuestas por un brazo y lo arrastró a su lado—. Siete monedas de oro por la quaggoth.

El chico cogió la moneda, haciendo una ligera mueca de dolor ante la presión en su brazo.

—No siempre ganan las mujeres —respondió Kâras, acariciándose distraídamente la barbilla—. Tal vez el derro parezca más débil, pero las apariencias pueden ser muy engañosas.

Ese comentario provocó una carcajada despectiva de la hembra. Se sentía segura vestida con sus galas y debido a su posición: era una sacerdotisa de Lloth, a juzgar por el látigo que colgaba de su cinturón. Sin embargo, el corredor de apuestas captó el sentido de las palabras de Kâras. Tosió, tapándose la boca con la mano, y luego se pasó los dedos por los labios para devolver en secreto el signo de la máscara. Con la otra mano hizo un movimiento: «Directamente frente a ti. Última fila. Tres a este lado de la columna».

Kâras hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible. El chico siguió su ruta aceptando nuevas apuestas. Mientras los bancos de piedra se llenaban de espectadores, Kâras evaluó al varón que él enviaría a la muerte. El tipo era de huesos finos y tenía un aspecto delicado, pero estaba claro que sabía cuidar de sí mismo, teniendo en cuenta su expresión confiada. Estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared, en el banco de más arriba. A cada instante echaba una mirada a su alrededor, buscando alguna amenaza. Su piwafwi le tapaba los antebrazos, pero Kâras entrevió la cabeza de un virote de ballesta de muñeca que asomaba por el borde de la tela.

Kâras se había enterado del nombre de su objetivo: Valdar. Aparte de eso sabía muy poco; sólo que el tipo era un antiguo sacerdote de Vhaeraun, lo mismo que Kâras. El objetivo no tenía puesta su máscara; eso habría sido un suicidio allí, en Guallidurth. Tal vez había abandonado la fe después de la muerte de Vhaeraun. Más de un Sombra Nocturna lo había hecho antes que inclinarse ante el conquistador del Señor Enmascarado.

Sin embargo, Kâras fue mucho más práctico.

En lugar de tomar posición inmediatamente, fingió interés en la lucha que se iniciaba. La quaggoth era, tal como lo había puesto de relieve la mujer que se sentaba a su lado, una criatura enorme, una vez y media la altura de un drow, y tenía la complexión de los osos del mundo de la superficie. La criatura de pelaje blanco era desde luego una hembra, por más que resultara difícil llegar a esa conclusión debido a la abundancia de pelo. Había dejado de lado, con desdén, la maza que le habían dado y estaba afilando sus garras ganchudas y bramando, alimentando su furia asesina.

El derro, situado en el lado opuesto del ring circular, tenía la mitad de la altura de la quaggoth. Su hirsuto cabello blanco caía en una maraña sobre su cara azul pálido y ocultaba sus ojos ciegos. Sabría por el sonido y el olfato dónde se encontraba su contrincante. Empuñó una daga en cada mano. Las hojas se veían limpias, pero Kâras se había enterado de que estaban bañadas en aceite de sangre verde que un conjuro hacía invisible.

Cuando hacía apuestas, Kâras prefería valerse de triquiñuelas antes que fiarse de la fuerza bruta.

La muchedumbre se encrespó. La mayoría de los espectadores se amontonaban en las pocas filas delanteras, sentados tan cerca de la arena que sus ocupantes resultaban salpicados a veces por chorros de sangre caliente.

Mientras el corredor de apuestas se colocaba en posición, saltando por las escaleras hacia el punto en que se encontraba el objetivo, Kâras se puso de pie, gritando una apuesta de última hora.

—¡Tres monedas de oro! —gritó, levantando el brazo, como si estuviera tratando de atraer la atención del corredor de apuestas.

El corredor lo ignoró.

Kâras se lanzó escaleras abajo, mientras desataba el bolsillo adosado a la cadera.

—¡Otras tres monedas de oro! —volvió a gritar, y siguió llamando la atención y agitando el brazo mientras subía a zancadas la escalera del lado opuesto de la arena.

Antes de que pudiera alcanzar al corredor de apuestas, sonó el gong que señalaba el inicio del combate.

—¡Apártate! —le gritó un espectador—. No me dejas ver.

Kâras siguió escalera arriba, hasta dar con el corredor. El chico se había situado cerca del objetivo de Kâras con la espalda apoyada en la pared, como era habitual cuando empezaba una pelea, para no tapar la vista a nadie.

—¿Es que no me has oído, chico? —explotó Kâras—. ¡Quiero hacer una apuesta!

El corredor de apuestas se achicó.

—¡Lo siento, señor! Demasiado tarde. La pelea ya…

Kâras le dio un puñetazo que le partió el labio.

El muchacho era bueno. Miró a Kâras como si quisiera asesinarlo, y se humilló cuando Kâras levantó la mano por segunda vez. Aparentemente acobardado, se escabulló.

Kâras echó una ojeada al combate, respiró hondo, y luego se sentó en un banco que quedaba cerca de Valdar. Su objetivo le echó una mirada; sus ojos inusualmente rosados pestañearon a la vista de la ballesta de muñeca y la daga de Kâras, y se detuvieron un instante en las cicatrices que daban a su ojo izquierdo un sempiterno bizqueo. Si Valdar sobrevivía no olvidaría nunca a Kâras. Sin embargo, era improbable que sobreviviera.

Kâras se concentró en la lucha. En la arena, la quaggoth dio un salto hacia adelante acompañado de un rugido. Pese a su tamaño, era ligera como una araña saltadora. El derro se hizo a un lado rápidamente, pero no lo suficiente. La quaggoth golpeó y arañó la espalda del derro con sus garras; derramó la primera sangre.

La multitud lo aprobó, enardecida.

Kâras resopló.

—¡Jo! Quizá haya sido una suerte que no haya podido colocar la última apuesta.

Su objetivo no comentó nada.

El derro hizo una finta con la izquierda, y apuñaló con la derecha. La segunda daga, que abrió la piel de la quaggoth a la altura de la cadera, casi llegó a su destino.

La hembra sentada al otro lado de Valdar saltó de su asiento y levantó un puño.

—¡Mátalo! —vociferó.

La quaggoth golpeó de lleno con una de sus garras la espalda del derro, que salió despedido dando tumbos. El derro convirtió ese impulso en una vuelta de campana y acabó cayendo de pie. Gritó algo a la quaggoth, algo cargado de magia, que la hizo tambalearse. Antes de que pudiera recuperarse, el derro salió en tromba y la apuñaló en un muslo. De entre la piel saltó un chorro de sangre roja. La quaggoth dio un traspiés y parpadeó con gesto estúpido ante la herida. Luego, cayó.

De entre la multitud surgió un clamor.

—¡Jo! —exclamó Kâras—. ¡Ojalá hubiera hecho esa apuesta! Sabía que el derro ganaría. Por lo menos sacaré una pequeña ganancia de esta pelea. —Cruzó los brazos y se echó hacia atrás, como si estuviera complacido consigo mismo.

Ese era el momento. Antes de que se apagara el clamor de la muchedumbre, musitó una corta plegaria que helaría la sangre de Valdar. De repente, se echó hacia un lado y empujó al objetivo. La daga oculta por su brazo doblado buscó el costado de Valdar.

La punta tropezó contra algo —dio la sensación de ser una cota de malla de tejido apretado—, y lo que hubiera sido una puñalada mortal se convirtió en una simple magulladura.

Para sorpresa de Kâras, Valdar se movió, y antes de que él pudiera reaccionar, el objetivo aferró su brazo y dio una orden con sus dedos: «Ven». Repentinamente, Kâras sintió la necesidad urgente de seguir al otro varón a donde fuera que quisiera llevarlo. Antes de que pudiera sacudirse la compulsión mágica, el objetivo movió los dedos en una plegaria silenciosa.

La arena desapareció de la vista.

Vacilante por la súbita desaparición del banco, Kâras estuvo a punto de caerse. En lugar de dar un salto en el aire —movimiento que el otro varón hubiera anticipado—, kâras se lanzó en tromba e hizo perder el equilibrio al otro varón. Luego, dio un salto hacia atrás, y a punto estuvo de torcerse un tobillo por la irregularidad del suelo. Miró a su alrededor y cayó en la cuenta de que habían sido teletransportados hasta una caverna revestida de cristal. Cuando el otro varón se puso en pie, Kâras le lanzó un golpe de daga. Valdar evitó distraerse con ello. Elevó un brazo y disparó la ballesta del antebrazo. El virote pasó rozando la cabeza de Kâras y se estrelló contra la pared que había tras él. Kâras respondió lanzando una daga que debería haber atravesado la garganta de Valdar, pero este la esquivó fácilmente.

Kâras lanzó la segunda daga. Valdar hizo lo mismo con su acero. Kâras dio un salto hacia adelante para caer sobre él.

Valdar lo esquivó y lanzó una cuchillada, pero Kâras barbotó una plegaria de una sola palabra. Una pantalla de energía mágica aprehendió el puñal y desvió su trayectoria.

Los dos varones empezaron a dar vueltas uno alrededor del otro, con cautela, comprobando que las fuerzas estaban igualadas.

—Mátame y quedarás atrapado aquí —dijo Valdar mientras con su mano señalaba el entorno—. Como ellos.

Kâras no necesitó mirar. Ya se había dado cuenta de la presencia de los dos cadáveres de drow que yacían en el suelo: uno de ellos sangraba por las muñecas abiertas, mientras que el otro estaba en los huesos debido al hambre. Ambos llevaban puesta una máscara negra.

Siguió dando vueltas en torno a Valdar, un movimiento que le permitía examinar toda la caverna sin desviar la atención puesta en su enemigo. No cabía duda de que Valdar decía la verdad: la cueva no tenía salida alguna visible. Y Kâras no podía teletransportarse.

—Eres un Sombra Nocturna —afirmó más que preguntó Valdar, que había reconocido la plegaria del otro.

Kâras observó de cerca a su oponente. Cuando Valdar embistió, Kâras se echó hacia un lado y aprovechó para lanzar una puñalada, pero el otro varón se alejó haciendo una ágil pirueta.

—¿Sabes quién soy? —preguntó Valdar.

—Me dijeron que tenías que morir. No me importa quién seas.

—Soy un Sombra Nocturna, como tú. Pero no soy clérigo. Soy el que abrió la puerta entre los reinos de Vhaeraun y Eilistraee —dijo, y señaló hacia el cuarzo negro que tapizaba la caverna.

»Aquí fue donde se hizo.

Kâras no pudo por menos que responder.

—Si eso es cierto, eres un traidor —le espetó.

—De ningún modo. Hice simplemente lo que me mandó Vhaeraun. —Acompañó sus palabras señalando con un movimiento de cabeza la daga que empuñaba Kâras y emitió un chasquido—. Y este es el pago que recibo.

—Actuaste como te lo ordenó Eilistraee —lo corrigió Kâras—. Pero eso ya no tiene importancia. Ahora yo la sirvo a ella.

—¿Fue una sacerdotisa la que ordenó mi muerte? —preguntó Valdar, mostrando una sorpresa que parecía genuina—. Pero pensé…

Kâras embistió. Su objetivo lo eludió. Chocaron las dagas, y ambos varones saltaron hacia atrás. Kâras siguió dando vueltas, tratando de encontrar otra abertura.

Valdar echó una mirada de desprecio a Kâras.

—¿Permites que las mujeres te den órdenes? ¿Qué clase de Sombra Nocturna eres tú?

Kâras sintió que tenía agarrotados los músculos de la mandíbula.

—El que ahora rinde tributo a la Señora Enmascarada.

—El Señor Enmascarado, querrás decir. Fue Vhaeraun quien mató a Eilistraee. Las sacerdotisas mentían cuando dijeron que había sido al revés.

Kâras no pudo callarse su comentario.

—Entonces, ¿por qué no me atacas con tus plegarias? Te diré por qué; porque Eilistraee no respaldará tus conjuros para herirme. —Señaló con la cabeza la daga del otro varón—. Te dejaron con sólo un arma: el puñal.

Valdar sonrió.

—Por esa mirada yo diría que estamos igualados. Pero ahora que nos hemos tomado mutuamente la medida, preferiría hablarte antes que apuñalarte. ¿Y por qué? —Bajó lentamente la daga—. Porque Vhaeraun todavía te necesita.

Kâras se negó a caer en un engaño tan ostensible.

—Te lo aseguro —siguió diciendo Valdar, con la daga aún hacia abajo—_ Te estoy diciendo la verdad. Eilistraee está muerta. Vhaeraun vive.

La amargura inundó a Kâras.

—Entonces, ¿por qué se nos ha despojado de nuestros conjuros más poderosos? ¿Por qué todos los poderes están en manos de las sacerdotisas de Eilistraee, mientras que nosotros hemos perdido los nuestros? —En tanto lo decía podía percibir el dolor en su propia voz; estaba hablando demasiado, pero no le importaba—. ¿Por qué tengo que bailar y cantar en lugar de meditar en la oscuridad y en silencio?

Valdar asintió como si estuviera de acuerdo con él.

—Sé exactamente cómo te sientes. El primer mes, después de abrir la puerta, casi me consumió el sentimiento de culpa. Luego, vi la luz detrás de las sombras.

Los dos seguían empuñando sus armas, pero por el momento sólo se intercambiaban miradas. Valdar fue el primero en hablar.

—Las sacerdotisas andan diciendo que fue Eilistraee la que entró en el reino de Vhaeraun, ¿no es cierto?

Kâras no respondió.

—Mienten. Yo estaba allí. Vi lo que pasó. Vhaeraun atravesó la puerta para atacar a Eilistraee.

—Supongamos que dices la verdad, ¿qué importa? Él está muerto.

Valdar movió la cabeza.

—Dime una cosa: ¿has intentado hacer un augurio en estos cuatro meses?

Kâras hizo un tajante gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Te ha sido respondido?

—Sí —contestó Kâras con cautela.

—Quien te lo haya respondido, ¿llevaba una máscara?

—Desde luego. Un trofeo del triunfo de la diosa.

—¿Qué pudiste ver de la cara? ¿Era hembra o varón?

—Ni lo uno ni lo otro, sino ambos a la vez. Lo mismo que la voz. Pero las sacerdotisas también tienen respuesta para eso. Es parte del equilibrio. Vhaeraun permitió que lo mataran; de ese modo, pueden fundirse las dos deidades.

Valdar enarcó una ceja.

—¿Y tú te lo crees?

—No… del todo.

—Mira atentamente la próxima vez que hagas un augurio el fondo de los ojos de esa Eilistraee. Observa si son de color azul piedra lunar, o si tienen un reflejo de algún otro color.

Kâras fue bajando lentamente la daga.

—¿Tú te has fijado?

—Sí.

A Kâras le dio que pensar. Sacudió la cabeza.

—Eso no prueba nada. Eilistraee se apropió de algunos aspectos de Vhaeraun cuando lo mató.

—¿Lo hizo? ¿No será que Vhaeraun tomó algunas características de Eilistraee?

Kâras alzó la daga.

—Estamos argumentando en círculo. Y nada de eso tiene importancia. Son las sacerdotisas de Eilistraee las que ahora tienen el mando, no nosotros.

—¿Lo tienen realmente? ¿No podría ser que Vhaeraun fuera el verdadero poder que hay detrás del trono? —Valdar apoyó su mano libre sobre la boca—. ¿Qué mejor máscara que esconderse detrás de la ilusión de una derrota? —Volvió a bajar la mano—. He pensado mucho en eso; me he planteado las mismas preguntas que tú te haces ahora. Y he comprobado que fingir su propia muerte y darles a las sacerdotisas la ilusión de controlarlo todo es parte del plan del Señor Enmascarado. Del mismo modo que nos infiltramos en los poblados de la Noche Superior disfrazados de elfos de la superficie, Vhaeraun se ha infiltrado en el reino de Eilistraee. Nuestros clérigos están dentro de sus santuarios, comprobando de manera permanente los límites del control de sus sacerdotisas con montones de pequeños actos de desafío. Muy pronto estaremos dentro de El Paseo. Cuando llegue el momento, Vhaeraun se quitará el disfraz, y los que han conservado la fe tomarán desde dentro las plazas fuertes.

Sonaba bien, demasiado bien. Kâras no podía dejarse seducir por ello.

—¿Y qué pasa si estás equivocado? —replicó—. ¿Y si fueran las sacerdotisas de Eilistraee las que estuvieran erosionando nuestra fe desde dentro? —Lanzó una ácida carcajada—. Ya hemos sido derrotados las nueve décimas partes de nosotros. Es mejor preguntar qué poder tendremos en el nuevo orden que mantener falsas esperanzas.

—¡No son falsas esperanzas! —saltó Valdar, echando chispas por sus rosados ojos—. Nadie vio morir a Vhaeraun. Ni siquiera yo, y eso que estaba allí, observando a través de la puerta cuando esta se abrió. Piénsalo… Vhaeraun ha engañado a los fieles de Eilistraee para que se unan a nuestra lucha. Está utilizando sus santuarios como trampolín, como escenificación de un derrocamiento definitivo de Lloth y de sus matriarcas. Luego, se restablecerá el orden natural. Los Sombras Nocturnas volveremos a la Antípoda Oscura, y los varones gobernarán. —Hizo un alto para tomar aliento—. El plan de Vhaeraun es brillante en todos sus extremos. ¿Qué truco puede ser más excelso que fingir la propia muerte e infiltrarse en el mismísimo cuerpo del enemigo? Es el disfraz perfecto.

Kâras lo había estado escuchando con toda atención, pero el tiempo de hablar había llegado casi a su fin. En otro momento, ya hubiera terminado, habría matado a su objetivo y probablemente él habría recibido una herida fatal. Si sobrevivía, era muy probable que quedase atrapado en aquella caverna para acabar muriendo de hambre. Estaba resignado a ello. Pero antes de lanzar un ataque a fondo tenía una última pregunta.

—Todo eso suena muy convincente —aventuró—. Pero ¿qué pruebas tienes de que es verdad?

Los ojos de Valdar centellearon.

—La orden de matarme procede de una sacerdotisa. Y esa sacerdotisa, sea quien sea, recibe órdenes de su divinidad. ¿Crees honradamente que Eilistraee permitiría el asesinato de uno de los suyos? ¿O te parecería más probable que fuera una orden dada por Vhaeraun?

—¿Por qué habría de ordenar que te matara si, como dices, sólo hiciste lo que él te mandó?

Los ojos de Valdar se clavaron en los de Kâras.

—Como una prueba. Sabía que eso nos enfrentaría a ti y a mí, y pondría a prueba tu fe.

El cuerpo de Kâras permanecía tranquilo, pero sus pensamientos se agitaban. Buscaba un argumento para rebatirlo, pero no podía encontrar ninguno. Ni tampoco quería. Algo se estaba quebrando en su interior, abriéndose: el frágil caparazón bajo el que había ocultado su angustia a lo largo de los últimos cuatro meses.

—Hay una manera de comprobar si lo que digo es verdad —dijo Valdar en tono suave—. Vuelve al lado de la mujer que te dio la orden. Dile que estoy muerto. Observa si se produce una retribución divina —se inclinó hacia adelante, bajando la voz—, o por el contrario hay una recompensa.

Sin esperar a oír lo que Kâras iba a decir a continuación envainó la daga.

Durante unos instantes, Kâras se quedó paralizado. Luego, se dijo a sí mismo:

—Creo que haré eso. Si estás equivocado, siempre podré matarte otro día.

Lentamente, devolvió su propia daga a la vaina.