Mes de Marpenoth
Año de la Cacería (1377 CV).
Q’arlynd estaba de pie al lado del banco de trabajo donde reposaban sus pergaminos y los ingredientes de sus conjuros. Observó cómo el duergar artesano del metal introducía un crisol de largo mango en el horno de fuego oscuro. El sudor cubría la cabeza calva del artesano y se deslizaba por sus sienes hasta llegar a la incipiente barba grisácea de sus mejillas y su barbilla. Con sus ojos planos y negros, observaba cómo el fuego oscuro lamía la parte baja del plato de cerámica. Permanecía tan quieto que su cuerpo podría haber sido tallado en granito. Las manos de gruesos dedos estaban punteadas de motas blancas como lágrimas causadas por las salpicaduras de metal fundido, pero aferraban el mango con la misma confianza con que un soldado sostenía su pica.
El fuego oscuro mágico ardía con gran calor, pero sin luz. Las llamas que chisporroteaban dentro del horno eran negras como sombras danzantes. De la chimenea que coronaba el horno salía humo negro como el carbón y subía en volutas por la estalagmita horadada que era el taller de Darbleth. La parte superior dela estalagmita estaba cortada para permitir el desahogo del humo. De allí, subía hasta el techo de la caverna, donde se mezclaba con las emisiones de docenas de forjas y hornos. La espiral se remontaba perezosamente hasta la salida, desapareciendo finalmente por una chimenea abierta en el centro de la caverna que lo llevaba hasta el reino de la superficie.
Cuando el cobre del crisol se fundió en un caldo brillante, Darbleth retiró el cuenco del horno y lo meneó frente a Q’arlynd. El mago echó mano de un pergamino y colocó su mano libre por encima del plato, lo bastante cerca como para sentir el calor que emanaba del metal fundido. Mientras leía el pergamino, cruzó los dedos de la mano uno sobre el otro, luego los cruzó, desde el índice al meñique y vuelta a empezar; Después cerró la mano, como si apretara la neblina de calor que subía desde el disco.
Cuando Q’arlynd abrió el puño, saltaron de su palma chispas de luz violeta y se dispersaron en el aire. Asustado, retiró bruscamente la mano. Allí estaba de nuevo: otra de las manifestaciones que habían dejado perplejos a los sabios del Colegio de la Adivinación. En los dos ciclos anteriores, en ningún momento, a nadie de la ciudad que hubiera realizado un conjuro de adivinación le habían brotado chispas brillantes ni de las manos ni de los labios, algo que podía resultar irritantemente inconveniente cuando el secreto era el objetivo. No parecía tener nada que ver con lo débil o potente que fuera el conjuro de adivinación, ni con la habilidad del conjurador, ni siquiera con el método de conjurar que se estaba empleando. El resultado era siempre el mismo cuando el conjurador —mago, brujo, bardo o clérigo— era drow: un chispazo involuntario de fuego mágico. Y cada vez iba a más. Dos ciclos atrás, se trataba de un resplandor tenue, apenas perceptible: ahora se presentaba en forma de chispas brillantes y crujientes.
Nadie tenía idea de por qué, y menos que nadie el maestro Seldszar, cabeza del Colegio de la Adivinación.
Resultaba un tanto embarazoso, sobre todo cuando se había encargado al Colegio de Seldszar que encontrara una solución al problema.
Hasta ese momento, la mejor teoría que habían encontrado sus sabios era que el efecto estaba vinculado al sol. Comprobaron que todos los drows, hasta los más niños y sin instrucción, tenían la capacidad innata de invocar fuego mágico y utilizarlo para revestir, tanto sus propios cuerpos como todos los objetos a los que señalasen, de una radiación chispeante sin calor. Todos sabían que esa capacidad estaba ligada al paso del sol sobre los cielos de los reinos de la superficie —un drow sólo podía invocar fuego mágico una vez por ciclo—, y por eso los sabios especulaban con que algo podía estar afectando al sol. Tal vez estaba aumentando su intensidad, hasta el punto de que se invocase el fuego mágico tanto si era voluntad del drow como si no.
Por lo que se refería a las manifestaciones involuntarias que se producían en el momento de hacer los conjuros de adivinación, los sabios opinaban que la práctica de las artes de la adivinación sensibilizaba especialmente a los conjuradores respecto del paso del tiempo. Todo lo que se requería, a juicio de ellos, era una pequeña disciplina mental, y las manifestaciones involuntarias de fuego mágico terminarían. Luego, todo volvería a su cauce.
Esa explicación no satisfacía a nadie, sobre todo cuando los informes de los reinos de la superficie señalaban que el sol se veía exactamente igual que siempre.
Pero no era el momento de demorarse en ese problema. Q’arlynd tenía que terminar un conjuro. Repitió el procedimiento otras cinco veces; luego dejó caer la mano.
El cobre se estaba enfriando y encostrándose. Q’arlynd hizo una señal con la cabeza, y Darbleth devolvió el crisol al horno.
Esperaron.
Q’arlynd estaba haciendo seis anillos mágicos, uno para él y cinco para los magos y brujos que serían la base de su escuela, cuatro de los cuales ya habían sido elegidos.
Esa escuela estaba todavía en su etapa constitutiva. Alojada aún en la residencia de Eldrinn y bajo el patrocinio del Colegio de la Adivinación, le quedaba un largo camino por delante, hasta que pudiera mantenerse por sí sola. Pero eso ocurriría en algún momento, y el maestro Seldszar la propondría para su reconocimiento oficial como nuevo Colegio de la ciudad. Eso elevaría a Q’arlynd a la categoría de maestro y le concedería un lugar en el Cónclave. Con eso asegurado, convertiría su Colegio de los Antiguos Arcanos en la mayor escuela que la ciudad de Sshamath hubiera visto jamás. Unidos por sus anillos, Q’arlynd y los cinco magos que hacían de aprendices ejercerían una magia no soñada, una magia que igualaría en poder al conjuro que había abierto una puerta temporal entre los reinos de Vhaeraun y Eilistraee, hacía casi dos años.
Arselu’tel’quess, alta magia, algo que se decía imposible de practicar por un drow.
Pero Q’arlynd sabía por experiencia que era posible.
La apertura de la puerta le había abierto los ojos con respecto al poder que podrían ejercer los magos drows si pudieran poner en común sus talentos arcanos y reunir sus corazones y sus mentes en un conjuro. Y eso sería posible con los anillos que estaba creando. Estos anillos permitirían a los magos que constituían el núcleo de su Colegio abrir su mente unos a otros. Podrían escuchar los pensamientos más íntimos de unos y de otros —y los de Q’arlynd si él lo elegía—, pero sólo en el caso de que abrieran su propia mente al escrutinio de los demás. Les iba a resultar difícil en un primer momento, pero con el tiempo aprenderían a hacer algo que los drows encontraban casi imposible: confiar los unos en los otros.
Como es obvio, esto sólo acontecería si Q’arlynd lograba descifrar los secretos de alta magia de la kiira que había encontrado. Eso aún no lo había conseguido, a pesar del año y medio que llevaba intentándolo.
El pensamiento hizo que le rechinaran los dientes.
El cobre volvió a fundirse. Darbleth lo retiró del horno y lo sostuvo en el aire, listo para un segundo conjuro.
Q’arlynd echó mano de un pequeño frasco de cristal y lo destapó. Del ácido que contenía emanaron jirones de humo rojo amarillento. Con todo cuidado, dejó caer sobre el plato cinco gotas. Puso la botella sobre el banco de trabajo y cogió un tazón de polvo gris azulado. Incorporó cinco pizcas dentro de la mezcla. Luego, tomó el segundo de los cinco rollos de conjuros y una pluma de águila, con la que tocó el metal fundido. La pluma se incendió al instante, pero Q’arlynd la introdujo en el cobre, revolviéndolo mientras leía el pergamino. Entre sus nudillos bailaban chispeantes motas de fuego mágico. Q’arlynd las ignoró y siguió adelante con su conjuro.
El segundo conjuro le permitiría ampliar a voluntad su alcance mental a cualquiera de los cinco anillos menores y ver al instante lo que estaba haciendo su portador. También le permitiría ver el entorno del portador con la claridad suficiente como para poder teletransportarse a ese lugar, si ese era su deseo.
Claro estaba que los portadores de esos anillos menores estarían en condiciones, a su vez, de escrutarlo a él. Si, por el contrario, él estaba haciendo algo que no quería que los demás vieran, su anillo crearía una imagen falsa de su elección.
El cobre se estaba enfriando, de modo que Darbleth lo devolvió al horno.
Esperaron.
Darbleth removió una vez más el crisol, y Q’arlynd echó mano de su tercer pergamino. El primero de los dos contenía la adivinación mágica. Este era diferente. El conjuro que contenía haría posible que los cinco anillos menores ejercieran una sutil influencia sobre sus portadores: no les permitiría quitárselos. Cuando leyó el encantamiento, Q’arlynd vertió una pizca de perla machacada en el cobre fundido, seguida de un pegajoso trozo de panal de miel en forma de dedo.
El cuarto pergamino contenía el conjuro final, un encantamiento que Q’arlynd usaría sólo si era absolutamente necesario. Mientras lo leía, echó en el crisol, una por una, cinco astillas de hierro, finas como agujas.
Una vez hecho eso, se inclinó sobre el crisol y dejó que una hebra de su cabello, largo hasta los hombros, tocara el cobre fundido. El olor del cabello quemado se unió al hedor de la pluma abrasada como si ambos se fundieran con el metal, asegurando que él sería el amo de los seis anillos. Se irguió, y arrancó los trozos de cabello quemados.
—Ya está —dijo, dirigiéndose a Darbleth—. Puedes seguir adelante con la fundición.
El duergar, con la misma expresión sombría de siempre, devolvió al crisol al horno y esperó hasta que el cobre se fundió. Luego, lo llevó hasta la centrifugadora. Vertió el cobre en el recipiente de cerámica del extremo del brazo central de la centrifugadora y retiró el perno que mantenía el brazo en su posición. Un potente muelle disparó el movimiento del brazo, que llevó el metal fundido al molde de yeso. El brazo giró unos momentos, luego se frenó poco a poco y finalmente se detuvo.
Darbleth retiró el molde. Mientras esperaba a que se enfriase el metal de su interior, Q’arlynd percibió los sonidos que entraban en el taller a través del techo abierto de la estalagmita. Oyó el perezoso bramido de otros hornos y forjas de fuego oscuro, el murmullo de voces y la crepitación del metal templado en agua. Los sonidos podrían haber procedido de una ciudad duergar; desde luego, muchos de los que trabajaban en las Columnas de Fuego Oscuro eran de esa raza. Eran pocos los drows a quienes les gustaban los duergar —la antipatía entre unos y otros era profunda—, pero admitían sin reparos que los duergar eran los mejores artesanos del metal de toda la Antípoda Oscura.
Q’arlynd sólo quería lo mejor para todos y cada uno de los detalles del colegio que esperaba crear. Por suerte, la bolsa del maestro Seldszar resultaba lo bastante honda como para proporcionárselo.
Cuando por fin se enfrió el metal, Darbleth rompió el molde. En su interior estaba el producto de la fundición: cinco anillos, ligados por picos al anillo maestro como los dedos y el pulgar a la palma. Serró los picos y limó los anillos hasta dejarlos lisos. Cada anillo recibió un pulido final, y luego entregó todo el lote a Q’arlynd. Acabó barriendo cuidadosamente el polvo de cobre de su sierra y de su banco de trabajo, y recogiéndolo en una hoja de pergamino, a la que agregó los picos de la fundición; luego dobló el pergamino y se lo entregó también a Q’arlynd.
Más tarde, Q’arlynd invalidó toda la magia residual que conservaban los recortes de metal y se deshizo de él, no fuera que alguien lo usara para subvertir los anillos.
Q’arlynd pagó al duergar lo estipulado —dinero que el patrón de Q’arlynd le había proporcionado sin preguntarle para que era— y abandonó el taller. Zigzagueando entre los talleres de las Columnas de Fuego Oscuro, emprendió el regreso a la caverna principal de la ciudad.
Sshamath era más pequeña de lo que había sido Ched Nasad, pero no menos hermosa. Su caverna principal era más ancha que profunda, y estaba dominada por la Columna de Z’orr’bauth, una pilastra de piedra tan ancha de un extremo al otro como cuatro bloques de una ciudad de la superficie. Parpadeando con fuego mágico decorativo que iba del verdiazul al violeta, estaba conectada a las columnas menores de la caverna mediante una serie de puentes en forma de arco. Por ellos discurría una vertiginosa corriente de tráfico: drows a pie o en palanquines portados por gigantescos ogros o minotauros, soldados de la guardia de la ciudad y diminutos esclavos goblins. Los magos volaban de un edificio a otro, sentados con las piernas cruzadas sobre discos portadores. Una amplia rampa circundaba en espiral la Z’orr’bauth, y conducía desde el suelo de la caverna hasta una abertura practicada en el techo, que era la entrada principal de la ciudad.
Colgando del techo entre la Z’orr’bauth y el lugar por el que caminaba Q’arlynd, estaba el Bastón de Piedra, una estalactita que se había tallado con la forma de un bastón de mago. Era la sede del gobierno de la ciudad y albergaba la cámara donde se reunía el Cónclave.
Un día, Q’arlynd estaría en esa cámara en calidad de maestro. Sin embargo, primero tenía que romper los secretos de la kiira. Y para ello necesitaba un sujeto de prueba.
Recorrió el camino hasta el Bazar de las Tramas Oscuras, un racimo de delgadas estalagmitas que habían sido transformadas entiendas y posadas. También era la sede del mercado de esclavos. En cualquier otro lugar, un mercado de esclavos habría constado de docenas de corrales de retención y bloques de subastas, pero en Sshamath, donde la magia se prodigaba, todo el mercado estaba concentrado en un edificio. Se levantaba cerca del centro del bazar, y era un edificio macizo, de sillares de granito. Las paredes eran blancas, salvo un enorme glifo, tallado en relieve a cada lado, que enviaba una compulsión mágica silenciosa a los que pasaban por allí para que hicieran sus vidas más fáciles comprando un esclavo; o mejor aún, dos esclavos.
Cuando se acercaba al edificio, Q’arlynd avistó a dos magos vestidos de blanco pertenecientes al Colegio de la Nigromancia, ambos encapuchados y hablando en voz baja, como si tramaran un complot. Por curiosidad, decidió escuchar a escondidas la conversación. Quizá no fuera nada importante, pero nunca se sabía qué migajas de información podían acabar siendo útiles.
Susurró un rápido conjuro de adivinación y movió un dedo en dirección a ellos, y los cuchicheos se hicieron inteligibles.
—… una sacerdotisa de Eilistraee —dijo uno de ellos, señalando con la cabeza en dirección al mercado de esclavos—. Es…
El otro nigromante hizo una señal furtiva con la mano. El que hablaba se calló repentinamente y echó una mirada en dirección a Q’arlynd, que se quedó desconcertado, pero sólo por un instante. Con la mirada baja, vio chispas violeta danzando alrededor del dedo que había usado para dirigir su conjuro. Cerró el puño, maldiciendo por lo bajo.
Era igual. Ya había oído lo suficiente. Adelantó con paso rápido ala pareja, en dirección al mercado de esclavos. Con el rabillo del ojo vio cómo uno de los nigromantes apuraba el paso. El otro se quedó fuera del edificio, observando la puerta de entrada.
Q’arlynd entró en una habitación de exposición, con estanterías adosadas a las paredes, en las que podían verse cientos de trozos de piedra cristalina vaciados, todos de un tamaño que podría haber cabido en el hueco de una mano. Cada piedra contenía un esclavo, cuyo tamaño había sido reducido temporalmente para ser encerrado en ella. Algunos estaban sentados en el suelo de piedra, con los hombros caídos como muestra de resignación. Otros estaban furiosos y golpeaban las paredes de sus prisiones con los puños o con los pies, o las embestían con sus cuernos, produciendo sonidos de hojalata apenas audibles. También había otros, los menos, que tenían la boca abierta como si gritasen, pero como ninguno de ellos necesitaba respirar mientras duraba el encierro mágico, no salía sonido alguno de sus bocas. Tampoco necesitaban comer ni beber, con lo cual se prevenía que se volvieran locos en sus contenedores.
Había alrededor de una docena de clientes examinando la mercancía. Q’arlynd identificó de inmediato a la sacerdotisa por su postura. Estaba de pie de espaldas a él, mirando fijamente un trozo de piedra cristalina situado en la estantería colocada frente a ella; tenía el cuerpo rígido debido a la desaprobación.
Q’arlynd se preguntó que estaría haciendo allí.
Los fieles de Eilistraee se oponían a la esclavitud, y a menudo ponían en riesgo sus vidas para liberar esclavos. Si eso era lo que estaba tramando aquella sacerdotisa, no estaba siendo muy astuta en su intento. Ni vestía su armadura ni portaba un cuerno de caza, y su símbolo sagrado estaba oculto bajo la camisa y sólo quedaba ala vista la cadena de plata con que lo colgaba al cuello, pero su lenguaje corporal manifestaba claramente su fe a cualquiera que estuviese familiarizado con el credo de Eilistraee.
Q’arlynd se le acercó de manera furtiva por detrás y observó fijamente la piedra cristalina que ella estaba mirando. En Sshamath, sólo se podía esclavizar a las razas primitivas, pero entre los fieles de Eilistraee había un buen número que pertenecía a las razas inferiores. Tal vez uno de ellos había sido capturado y puesto a la venta. Eso habría explicado la falta de discreción de la sacerdotisa.
Sin embargo, sólo había un goblin encerrado en una piedra cristalina: una pequeña criatura esquelética de piel amarillenta que miraba perezosamente hacia la sala a través de la piedra cristalina como una lagartija aplastada. Los goblins eran animalitos concentrados en sí mismos de una manera enfermiza, que hurgaban en los fardos; era improbable que comprendieran lo que era una divinidad, y mucho menos que fueran capaces de adorarla.
La sacerdotisa, según concluyó Q’arlynd, debía de estar en Sshamath por alguna otra razón.
Se aclaró la garganta.
—Saludos, señora.
Cuando la sacerdotisa se volvió hacia él, juntó brevemente los índices y los pulgares, apoyándolos sobre el cuerpo, de modo que los demás clientes no pudieran ver el gesto, para formar el signo de la luna de Eilistraee.
Los ojos de la sacerdotisa se abrieron ligeramente. Luego, los cerró con un atisbo de sospecha.
—¿Quién te tomó el juramento de la espada, y dónde?
—Lady Karizra, en el santuario del Bosque Brumoso —dijo Q’arlynd, y giró hacia arriba la palma de la mano para dejar al descubierto la diminuta cicatriz en forma de cuarto creciente que le había dejado la espada.
La sacerdotisa sonrió, satisfecha. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a las estanterías.
—Esclavos —murmuró con voz apenas audible, frunciendo los labios como muestra de rechazo.
Q’arlynd asintió con gesto sombrío. Exhaló un suspiro como si estuviera de acuerdo con ella y, a la vez, se sintiera impotente para cambiar semejante institución.
—¿Qué te trae a Sshamath, señora? ¿Puedo ayudarte en algo?
—No, a menos que puedas convencer al Cónclave de que me reciba hoy en lugar de mantenerme a la espera.
Q’arlynd sonrió. Seguro que estaba allí para hablar ante el Cónclave.
—¿Saben a quién representas? —Mientras hacía la pregunta se fijó en la cadena que colgaba de su cuello.
—Le dije al portavoz que me había enviado El Paseo —respondió al mismo tiempo que dirigía una dura mirada hacia la puerta por la que entraba una sacerdotisa de Lloth transportada en palanquín por dos minotauros—. De todos modos no creo que sea muy aconsejable que se sepa por ahí quién soy.
—Buena idea —asintió Q’arlynd.
Mientras hablaba, su curiosidad era cada vez mayor. Por lo general, las sacerdotisas de Eilistraee sólo descendían al mundo subterráneo para buscar nuevos conversos y llevarlos a la superficie, pero solían hacerlo en secreto. Se preguntaba qué podría impulsar a una sacerdotisa a anunciarse a las autoridades de una ciudad de la Antípoda Oscura. Decidió averiguarlo.
—En ocasiones, el Cónclave puede ser lento como una rueda de molino —la informó—. En la Antípoda Oscura carecemos del ciclo noche—día que nos recuerde el paso del tiempo. Las cosas suelen parecer menos… urgentes de lo que podrían ser.
—Eso es lo que he percibido.
—¿Querrías que te hiciera compañía mientras esperas tu turno para ser oída?
Ella asintió.
—Podría venirme bien la compañía de alguien que está más en sintonía con las costumbres del mundo de la superficie. Las partes de Sshamath que he visto hasta ahora no son precisamente de mi gusto.
Q’arlynd sonrió. Ya estaba lanzada la red. Era el momento de arrastrar a los peces incautos.
Evaluó la situación. La sacerdotisa no era ni mucho menos guapa. El acné le había dejado la piel de la cara porosa como una piedra caliza. Su pelo peinado en una trenza era de un color blanco sucio y no tenía brillo. Probablemente le doblaba la edad a Q’arlynd, y seguro que habría cumplido su segundo centenario. De todos modos, su cuerpo tenía la musculatura firme, y sus abundantes senos eran la única característica destacable. Q’arlynd fijó su mirada en ellos y sonrió.
—Estaría encantado de proporcionarte un sabor de Sshamath que fuera más de tu agrado —susurró—. ¿Lady…?
Un intenso rubor cubrió sus mejillas cuando se dio cuenta de dónde había puesto él su mirada.
—Miverra.
—Lady Miverra —repitió Q’arlynd, como si paladeara el sabor del nombre; se pasó una mano por el cabello y le lanzó su mejor mirada de «tómame».
El rubor de ella aumentó.
Q’arlynd dejó escapar un suspiro mental. Miverra era de los reinos de la superficie, sin duda. Esperaba que Q’arlynd tomase la iniciativa en esa danza.
Así tenía que ser.
Hizo un reverencia.
—Yo soy Q’arlynd.
Ella no dio muestras de reconocer su nombre. Lástima, ya que ese era un caso en el que podría haber sacado ventaja de él. Pero en muchos sentidos también era un alivio. En Sshamath todavía se escondían un buen puñado de Sombras Nocturnas, pese a la oleada de asesinatos que habían inundado de sangre las salas de la Torre del Mago Enmascarado. Esas muertes, parte de un golpe dado por los Sombras Nocturnas, que habían traspasado su lealtad a Shar, habían eliminado a los pocos que insistían en seguir adorando lo que quedaba de Vhaeraun: esa extraña mezcla de deidades que ellos llamaban la Señora Enmascarada. Habían sobrevivido muy pocos, pero Q’arlynd no quería que se enteraran de su participación en la muerte de Vhaeraun. Ni siquiera estaba dispuesto a que lo apuñalaran por la espalda.
Por suerte, la participación de Q’arlynd en la caída de Vhaeraun había quedado oscurecida por la muerte de Selvetarm a manos de un mortal. Los bardos habían compuesto una veintena de odas para la Dama Canción Oscura que había asesinado a un semidiós, pero no se había escrito ni una simple estrofa sobre la magia de una puerta entre los reinos de Vhaeraun y Eilistraee.
Miverra se fijó en el amuleto diamantino que colgaba del cuello de Q’arlynd.
—¿Formas parte del Colegio de la Adivinación?
—Actualmente, sí, pero estoy en vías de fundar mi propio Colegio. En algún momento, mi Escuela de los Antiguos Arcanos será reconocida como Colegio autónomo. —Echó una mirada compungida y agregó—: Eso, suponiendo que el Cónclave encuentre tiempo algún día para escuchar mi petición.
Era una mentira. Cuando Q’arlynd se presentase finalmente ante el Cónclave, sería con el respaldo de un maestro.
Miverra asintió con clara simpatía.
Por encima del hombro de ella, Q’arlynd vio cómo el propietario del mercado de esclavos atravesaba la sala de exposición en dirección a ellos. La papada de Klizik le temblaba a cada paso que daba. Cogió una piedra cristalina e hizo un gesto con la mano para atraer la atención de Q’arlynd.
—Acaba de entrar algo nuevo —dijo en voz alta—. Un quitinoso. ¿Te interesaría…?
«No en este momento», indicó Q’arlynd sin que Miverra percibiera el gesto.
Klizik se detuvo, desconcertado.
Por suerte, un cliente eligió ese momento para derribar una piedra cristalina de un estante, lo que produjo un estruendo. Q’arlynd miró rápidamente en esa dirección. Cuando Miverra se dio también la vuelta, Q’arlynd le hizo una segunda seña a Klizik. «Apártamelo. Pasaré a comprarlo más tarde».
Una mirada calculadora se esbozó en el rostro de Klizik. Se dio cuenta de que Q’arlynd se traía algo entre manos. El precio del quitinoso probablemente acababa de aumentar.
Q’arlynd cogió la piedra cristalina que Miverra había estado observando y chasqueó los dedos en dirección a Klizik, como si acabara de percatarse de la presencia del comerciante.
—¿Cuánto cuesta este?
Cuando Klizik le dijo el precio, Miverra sintió un escalofrío.
—¿Compras esclavos?
Q’arlynd le guiñó un ojo.
—Sólo durante el tiempo que se tarda en teletransportarlos fuera de la ciudad y liberarlos —le contestó en un susurro.
La expresión de Miverra se suavizó.
El precio que había dado Klizik estaba inflado, pero Q’arlynd o se molestó en regatear. Sacó las monedas de su bolsa, se las entregó y se hizo cargo del goblin.
—¿A cuántos has liberado ya? —preguntó Miverra en voz baja.
—No sabría decirte —respondió Q’arlynd despreocupadamente.
Ella no había mostrado señales de fuego mágico, por eso era probable que tuviera libertad para mentir.
—¿Por qué? Ayer, sin ir más lejos, compré dos grimlock.
—¿Los teletransportaste fuera de la ciudad?
—Por supuesto. De otro modo los volverían a capturar.
—¿Lejos de la ciudad?
Había una doble intención detrás de esa pregunta, pero Q’arlynd no acertaba a identificarla.
—Todo lo posible. —Se metió la piedra cristalina bajo el brazo y tomó la dirección de la puerta—. Vayamos a algún sitio donde haya menos gente, ¿te parece? —sugirió—. Algún lugar en el que podamos… hablar.
Se dio cuenta de que la había atravesado el escalofrío de la anticipación y también reparó en la ligera dilatación de sus pupilas. La sacerdotisa era patéticamente fácil de leer.
Bastante aburrida, en realidad. Él esperaba que cualquier información que obtuviera resultara valiosa.
Cuando se acercaban a la puerta, Q’arlynd tocó el brazo de Miverra, frenando su marcha.
—Ahí fuera hay un mago que te está espiando.
Miverra asintió.
—Lo comprobé ayer. Túnica blanca; un nigromante.
La opinión de Q’arlynd sobre ella aumentó un grado. Miverra no era tan inocente como parecía.
—¿Tendría que tomar cartas? ¿Es una amenaza?
—Personalmente, no querría que el maestro Tsabrak se interesase por mí.
—¿Por qué no?
Q’arlynd bajó la voz, como si fuera a hacer una confidencia. De hecho, la predilección del maestro Tsabrak era un secreto a voces entre los magos de alto rango de Sshamath. Incluso Eldrinn había oído hablar de ella.
—Es un vampiro…
Miverra abrió ligeramente los ojos a causa de la sorpresa. Realmente era fácil de leer.
—¿Te causará problemas que te vean conmigo? —le preguntó ella.
Q’arlynd se encogió de hombros; luego le dedicó una tímida sonrisa.
—Aunque me los cause, estoy seguro de que bien merece la pena.
Ella asintió.
—Entonces, sígueme el juego. Cuando salgamos a la calle, haz como si me dijeras adiós. No dejes de hacer una reverencia.
Salieron ambos de la casa de esclavos, y Q’arlynd hizo lo acordado.
—Ha sido un placer conocerte, señora —dijo, inclinándose—. Que disfrutes de tu estancia en Sshamath.
Miverra repitió su saludo de despedida y se inclinó a su vez, llevándose una mano al pecho y tocando ligeramente su símbolo sagrado. Luego, se irguió y echó a andar. El nigromante dudó, miró alternativamente a Q’arlynd y a Miverra, que se alejaba, y la siguió entre la multitud.
Un momento después, el cuerpo de Miverra volvía a estar al lado de Q’arlynd. La gente que pasaba ni se inmutó; estaban acostumbrados a que los magos se teletransportaran adelante y atrás por toda la ciudad.
—Buena jugada —manifestó Q’arlynd—, pero creo que los fieles de Eilistraee prefieren un enfoque más directo cuando hacen frente a las amenazas.
Miverra se encogió de hombros. Los ojos de ella estaban casi a la misma altura que los de él; no era mucho más alta que el varón.
—Las cosas han cambiado. La diosa nos ofrece ahora un abanico de elecciones más amplio.
—Vayámonos antes de que el nigromante se dé cuenta de que lo han engañado y regrese aquí.
Se internaron en el laberinto de calles del Bazar de las Tramas Oscuras, abriéndose paso entre la muchedumbre que las atestaba. Mientras caminaban, Miverra cantaba una canción entre dientes. Primero, tocó levemente sus propios labios y orejas, y luego los de Q’arlynd. Al hacerlo, el ruido de la calle cesó de repente. Así, cuando hablaba, él oía todas y cada una de las palabras que decía.
—Háblame de los demás maestros del Cónclave. ¿Hay alguien más de quien no deba fiarme?
A Q’arlynd le entró la risa.
—Sólo tienes que acercarte a ellos como si se tratara de un consejo de madres matronas. —Al ver un gesto de interrogación en su cara, él añadió—: Con la máxima deferencia, y la máxima precaución.
Ella asintió.
Cuando pasaron al lado de un edificio que resplandecía con fuego mágico lavanda, Q’arlynd se apercibió de que la mirada de Miverra seguía la luz que serpenteaba arriba y abajo por las columnas ahuecadas. Probablemente no había visto muchos edificios como ese en la superficie.
—Permíteme que te haga algunas advertencias que te pueden ser útiles cuando finalmente comparezcas ante el Cónclave —se ofreció Q’arlynd—. El Colegio de los Encantamientos tiene a su cargo el mercado de esclavos de Sshamath, de modo que tratar con el maestro Malaggar puede resultarte… problemático. Y el maestro Felyndiira es igual de resbaladizo que un lagarto aceitado; con un ilusionista, nunca puedes confiar realmente ni en lo que oyes ni en lo que ves. Se dice que el maestro Urlryn envenenó su camino hacia la cumbre, mientras que se atribuye al maestro Masoj una preferencia por enterrar a sus rivales en las profundidades de la tierra. Así es, supuestamente, como asumió su cargo en el Colegio de la Abjuración. —Hizo una pausa, como si estuviera pensando—. De los diez maestros que componen el Cónclave, sólo te recomendaría que confiases en uno: Seldszar Elpragh.
—Maestro del Colegio de la Adivinación —se adelantó ella mientras miraba fijamente el amuleto de Q’arlynd—. El colegio al que tú perteneces, casualmente.
—Es cierto, pero sólo estoy tratando de servirte de ayuda. Tú y yo, después de todo, compartimos la misma fe.
Pasaron por delante de un puesto de venta de setas y el vendedor tenía en una mano una bola de esporas de color naranja y cortó una rodaja mientras les rogaba que probaran un trozo. Miverra no le hizo caso. Su atención, según vio Q’arlynd, estaba centrada en un puente que unía dos edificios por la parte superior; un puente que, al igual que la columna que acababa de admirar, brillaba con luz mágica.
Su expresión no era sólo de admiración. De hecho, parecía profundamente afectada.
De repente, Q’arlynd cayó en la cuenta de cuál era la probable razón de su visita.
—¿El fuego mágico afecta también a vuestras sacerdotisas?
Ella dudó, limitándose a no responder.
—¿Es por eso por lo que viniste a Sshamath? ¿Para averiguar qué es lo que causa el problema? Porque… ese es el problema que están estudiando los sabios de nuestro Colegio.
Ella habló lentamente, como si estuviera pensando en voz alta.
—Tal vez sería mejor que hablara con el maestro de tu Colegio, en lugar de presentarme ante el Cónclave.
—Estoy seguro de que el maestro Seldszar querrá hablar contigo —le aseguró Q’arlynd—. De hecho, creo que puedo convencerlo para que te reciba hoy mismo. —Levantó una mano—. ¿Quieres que nos teletransportemos enseguida al Colegio de la Adivinación?
Miverra le tocó el brazo y se acercó más a él.
—¿No estás olvidando algo?
—¿Qué es lo que olvido?
Ella hizo un gesto con la cabeza en dirección a la piedra cristalina que él tenía en la mano.
—El goblin. ¿No tienes que ponerlo en libertad primero?
Q’arlynd estuvo a punto de soltar una carcajada. Se había olvidado por completo del esclavo.
—Desde luego. Espera aquí; será sólo un momento.
Tenía la intención de teletransportarse hasta el mercado de esclavos, devolver el goblin y pedir un crédito para la compra del quitinoso. Pero cuando miró al goblin este le recordó, por un instante, a alguien, a un svirfneblin que había tenido en el pasado. El goblin lo miraba con ojos apagados y tenía el cuerpo desnudo lleno de moretones. Era seguro que algún niño había jugado con la piedra cristalina, sacudiéndola para ver lo que pasaba con su contenido.
Flinderspeld tenía el mismo aspecto calamitoso el día en que Q’arlynd lo había visto de pie en el bloque de subastas.
Q’arlynd suspiró, y luego se teletransportó a una caverna muy alejada dela ciudad. Tuvo que hacer dos intentos —su estado de ánimo sensiblero debió de interferir en su concentración—, pero cuando finalmente lo consiguió fue directo a su objetivo.
Depositó la piedra cristalina sobre el suelo de la caverna, desconjuró su magia y dio un paso atrás cuando se hizo añicos. Al instante, el goblin recuperó su tamaño natural. Se quedó de pie y lo miró fijamente, con los labios retraídos en una mueca que dejaba al descubierto una boca llena de dientes puntiagudos. De haber estado más cerca, no cabía duda de que la criatura le habría dado un bocado a Q’arlynd. Los goblins eran así de estúpidos; no comprendían lo que los magos podían hacerles.
—Vete —le dijo, mientras hacía gestos para espantarlo—. Echa a correr. Eres libre.
La cabeza del goblin se sacudió con un escalofrío que acercó más sus orejas a sus redondos ojos.
—¿Libre? —chilló.
—Sí, libre —repitió Q’arlynd, que empezaba a arrepentirse; movió un dedo y dijo un conjuro de una sola palabra que lanzó una piedra a la criatura—. ¡Vete!
El goblin se encogió.
Refunfuñando ante su estupidez, Q’arlynd se teletransportó de vuelta a la ciudad.
Después de que se fuera, el fuego mágico brotó en el suelo donde él había estado de pie, bañando la caverna con una suave luz violeta.
El goblin olfateó la llama. Luego, se largó.