CAPÍTULO UNO

Año de la Magia Desatada (1372 CV).

Qilué se inclinó sobre el cuenco de visión, esperando a que surgieran imágenes de sus profundidades. El cuenco estaba hecho de alabastro pulido, y el color amarillo anaranjado de la piedra le daba el aspecto de la luna de la cosecha. Alrededor del borde, tenía una inscripción grabada en caracteres élficos antiguos, que recordaban a los cortes realizados por las espadas. El agua que había dentro era pura, consagrada mediante el baile y los cánticos de las seis sacerdotisas drow que estaban situadas en círculo alrededor de Qilué, esperando. En ese momento, sin embargo, todo lo que se veía en el agua era el reflejo de Qilué, con la imagen de la luna llena encima formando una especie de halo.

Su rostro aún era hermoso, su piel de ébano permanecía tersa, aunque sus sabios ojos revelaban su edad. Seis siglos de vida eran un gran peso sobre sus hombros, al igual que la responsabilidad de ocuparse delos muchos santuarios de la diosa. El cabello de Qilué era plateado de nacimiento y brillaba con tanta intensidad como su túnica. Un mechón cayó sobre su rostro, y ella lo colocó tras una de sus delicadas y puntiagudas orejas.

Las otras sacerdotisas sabían bien que no debían interrumpirla, a pesar de su tensa expectación. Permanecieron en pie, con la respiración todavía agitada por el baile, con los cuerpos desnudos brillantes de sudor. Esperaban silenciosas, como los árboles cubiertos de nieve que rodeaban aquel claro en la Arboleda de Ardeep. Era invierno, bien entrada la noche, y aun así las mujeres tenían calor suficiente para no ponerse a temblar. Las pisadas que habían dejado mientras bailaban formaban un anillo oscuro en la nieve.

Algo se movió en el agua de la fuente, algo que descompuso el reflejo de la luna en ondas que formaban remolinos.

—Ya viene —susurró Qilué—. La visión está ascendiendo.

Las sacerdotisas se pusieron tensas. Una se llevó la mano al símbolo sagrado que le colgaba del cuello mientras otra murmuraba una oración. Sin embargo, hubo otra que se puso de puntillas para tratar de ver el interior del cuenco. Aquella visión sería algo poco común. Sólo los poderes combinados de Eilistraee y Mystra podían retirar el oscuro velo que había envuelto la Red de Pozos Demoníacos durante los últimos meses.

Una imagen se formó en el interior de la fuente: el rostro de una hembra drow que, sin ser hermosa, tenía un porte señorial. Su nariz era ligeramente respingona, y tenía los ojos como dos carbones encendidos. Estaba vestida para la batalla con una cota de malla y un peto plateado repujado con el símbolo de la espada y la luna de Eilistraee. Un escudo pendía de uno de sus brazos, y sostenía una espada curva en la otra: la Espada de la Medialuna. Con ella esperaba matar a una diosa.

Halisstra lanzó una estocada a algo, algo que no se mostraba en la visión. Por un instante, Qilué pensó que el agua de la fuente se había movido con la brisa que soplaba en las copas de los árboles. Entonces se dio cuenta de que lo que oscurecía el rostro de Halisstra no eran ondas en el agua, sino destellos de luz sobre el hielo.

Halisstra Melarn, campeona de Eilistraee, estaba atrapada bajo una muralla de hielo en forma de cuenco.

La punta de la Espada de la Medialuna atravesó el hielo. Halisstra miró aterrorizada hacia algo que se encontraba fuera del alcance del escudriñamiento.

—¡No! —gritó.

Cinco rayos de energía mágica surgieron del agujero y la atravesaron. Se tambaleó hacia atrás, tratando de respirar. Se recuperó tras un instante. Con expresión resuelta, comenzó a golpear el hielo, tratando de liberarse.

El cuerpo de Qilué se puso rígido por la tensión. Si no encontraba una manera de intervenir, todo estaría perdido. Normalmente la magia de escudriñamiento era pasiva y sólo canalizaba simples detecciones o mensajes, aunque de manera imperfecta. Sin embargo, ella era una de las elegidas de Mystra, y dominaba el fuego plateado. Dejó que este creciera dentro de ella hasta que sus cabellos echaron chispas y el aire gélido que la rodeaba se volvió crepitante. A continuación lo dirigió hacia abajo con un dedo. Zigzagueó en el agua, emitiendo un siseo mientras avanzaba hacia su objetivo.

El hemisferio de hielo en el que estaba atrapada Halisstra destelló brevemente, como si cada cristal fuera una mota brillante. El siguiente mandoble de Halisstra lo hizo pedazos y ella salió corriendo del hielo, que se hundía. Pasó junto al cuerpo de una drow a la que habían cortado el cuello. Se trataba de la sacerdotisa Uluyara. Muerta.

Qilué luchó contra el nudo que tenía en la garganta. Uluyara había cumplido con su parte. Estaba con Eilistraee.

Halisstra corrió, gritando, hacia una drow que sostenía, en la mano derecha, un cuchillo adamantino que chorreaba sangre, y un látigo con cinco cabezas de serpiente que se retorcían en la mano izquierda. Esa debía de ser Quenthel, la líder de la expedición proveniente de Menzoberranzan, una alta sacerdotisa de Lloth. Le había dado la espalda a Halisstra y se alejaba caminando desdeñosa. Un drow caminaba junto a Quenthel, con las ropas, que una vez fueron elegantes, rasgadas y sucias por el viaje. Debía de ser el mago Pharaun, decidió Qilué.

Halisstra le había descrito a Uluyara a cada uno de los miembros de la expedición que se había encaminado a Ched Nasad, y Uluyara le había transmitido las descripciones a Qilué. Quenthel y Pharaun habían sido simples nombres cuando Uluyara había llegado al templo del Paseo para discutir con Qilué acerca de lo que debía hacerse, pero se habían convertido en una amenaza que parecía muy cercana, a pesar de la gran distancia que los separaba.

—¡Deteneos, Baenre! —gritó Halisstra tras ellos—. Enfrentaos a nosotras y veamos qué diosa es más fuerte.

La sacerdotisa y su varón ignoraron a Halisstra. Se dirigieron a grandes pasos hacia una fisura que había en un muro de piedra de cierta altura: la entrada a un túnel. Unas formas traslúcidas (las almas de los muertos que se lamentaban) pasaron flotando junto a ellos y entraron en el túnel. Al entrar las almas en el túnel, sus lamentos se transformaron en alaridos y aullidos. Quenthel habló brevemente con Pharaun, se metió en el pasadizo y se la tragó la oscuridad.

—¡Da la cara, cobarde! —le gritó Halisstra al drow.

Pharaun le dedicó una breve e indecisa mirada. A continuación él también se adentró en la oscuridad y desapareció.

Halisstra se detuvo, vacilante, en la boca del túnel. La mano que sostenía la Espada de la Medialuna tembló de ira.

Qilué tocó el agua con un dedo, sobre la imagen de Halisstra.

—Síguelos, sacerdotisa —le ordenó—. En el otro extremo está Lloth. Recuerda tu misión.

Halisstra no dio muestras de haberla oído. Algo más inmediato había captado su atención: una drow con ojos de un sorprendente gris claro que se dirigía hacia ella, sosteniendo despreocupadamente una maza en la mano.

La drow (sólo podía ser Danifae, la prisionera de Halisstra) se disculpó ante su señora, una disculpa que a oídos de Qilué sonó totalmente falsa. Sin embargo, Halisstra no hizo ademán alguno de levantar su arma. ¿Acaso pensaba que Danifae podría ser atraída de nuevo a la luz?

Qilué tocó el agua.

—No te fíes de ella, Halisstra. Ten cuidado.

Halisstra no contestó.

Una tercera figura apareció dentro del alcance del escudriñamiento: un draegloth. Medio demonio y medio drow; tenía cuatro brazos, una cara bestial y de expresión feroz, y una melena de pelo blanco enmarañada y manchada de sangre. No le prestó la más mínima atención a Danifae; estaba claro que confiaba en ella.

La aprensión de Qilué fue en aumento.

Halisstra permaneció inmóvil mientras el draegloth, amenazador, se cernía sobre ella. Le clavó una mirada desafiante y le dijo que su ama lo había abandonado.

Levantó la Espada de la Medialuna y le hizo la siguiente promesa:

—Te arrancaré el corazón por matar a Ryld Argith.

Qilué siguió observando, preocupada porque Halisstra ya no le estaba prestando atención a Danifae, a pesar de que la prisionera se estaba situando cuidadosamente a su espalda. La bola de pinchos de su Estrella del Alba se balanceó ligeramente mientras la levantaba.

—¡Halisstra! —gritó Qilué, pero la sacerdotisa no se volvió.

Los mortales ordinarios sólo podían emplear dos sentidos en un escudriñamiento, la vista y el oído, pero Qilué no era una simple mortal. Agarrándose a los bordes de la fuente con ambas manos, hundió su conciencia en sus aguas benditas y a continuación en la mente de la propia Halisstra. Era una apuesta desesperada, ya que al conectarse de esa manera, Qilué podría sufrir las mismas heridas que Halisstra; sin embargo, debía advertir a la sacerdotisa de que la traición era inminente. Fuera como fuese.

Qilué emitió un grito ahogado cuando su conciencia floreció dentro del cuerpo de Halisstra. Todos los sentidos de esta eran suyos. Qilué podía oler el aire caliente y áspero que aullaba a través del abismo que tenía detrás, podía sentir el frío doloroso de las almas que avanzaban frente a ella, como una corriente de agua, y podía oler el asqueroso aliento del draegloth, que se cernía sobre ella con expresión desdeñosa.

—Mi ama no me ha abandonado, hereje —escupió el draegloth.

Desde el interior de la conciencia de Halisstra, Qilué vio que la sacerdotisa no estaba sola. A cierta distancia detrás del draegloth había una elfa lunar de piel pálida y cabello castaño oscuro: Feliane, la otra sacerdotisa que había acompañado a Halisstra en su misión. Feliane respiraba agitada, como si acabara de librar una batalla, pero la espada de filo estrecho que empuñaba estaba limpia de sangre. Se dirigió hacia el draegloth con pasos vacilantes, agarrándose las costillas con la mano que le quedaba libre, y haciendo muecas de dolor cada vez que respiraba.

Danifae estaba detrás de Halisstra, y la sacerdotisa ya no podía verla. Qilué luchó por girar la cabeza de Halisstra en esa dirección, pero la atención de esta siguió concentrada en el draegloth, Halisstra confiaba en aquella mujer, no la veía como una prisionera de guerra con sed de venganza, sino como una aliada. Una amiga.

Qilué gritó desde el interior de la cabeza de Halisstra.

—¡Halisstra! ¡Detrás de ti! ¡Cuidado con Danifae!

Demasiado tarde. La conciencia de Qilué estalló de dolor mientras la Estrella del Alba de Danifae golpeaba la espalda de Halisstra, haciendo que la sacerdotisa cayera de rodillas y apoyara las manos en el suelo.

Entonces Halisstra lo comprendió todo. El dolor de la traición era incluso mayor que el dolor punzante de las costillas rotas.

Me podrías haber avisado, pensó Halisstra.

El amargo reproche iba dirigido a Eilistraee, pero fue Qilué quien contestó. Lo intenté.

Halisstra, oyéndola al fin, asintió débilmente.

La Estrella del Alba de Danifae volvió a golpearla en la espalda, derribándola. Oyó débilmente a Danifae darle una orden al draegloth, y a continuación el bestial rugido de la criatura.

Feliane respondió con un canto de batalla.

Danifae cogió a Halisstra por el pelo y le echó bruscamente la cabeza hacia atrás.

—Observa —dijo con voz áspera, regodeándose.

Qilué lo hizo, a través de los ojos de Halisstra. Feliane hirió al draegloth, pero el monstruo no aminoró el paso. Derribó a Feliane y comenzó a desgarrar su cuerpo con los colmillos.

Feliane gritó, mientras el draegloth le desgarraba el abdomen.

La visión de Halisstra se volvió borrosa por las lágrimas.

Otra más que se marchaba con Eilistraee. Sólo quedaba Halisstra, y su mente estaba llena de dudas y desesperación.

—¡Ten fe, Halisstra! —exclamó Qilué—. Eilistraee…

Danifae le dio un puñetazo en la sien a Halisstra. También en la mente de Qilué se produjo un estallido de dolor que perturbó su conciencia. Luchó por aferrarse a ella mientras Halisstra tosía débilmente, y un hilillo de sangre empezó a brotar de su boca. Halisstra giró la cabeza ligeramente, mirando a Danifae. La otra drow hizo oscilar su Estrella del Alba, que describió lentamente un arco, mientras su rostro se transformaba en una mueca de cruel regocijo.

La desesperación de Halisstra se desbordó. No soy digna, pensó. He fallado.

—¡No! —exclamó Qilué—. Eres…

Demasiado tarde. Perdió la conexión. Su conciencia volvió a su propio cuerpo, y miró al interior del cuenco. Quizás no era demasiado tarde. Invocó un fuego plateado y hundió un dedo en el agua, descargando un rayo de pura llama blanca. Sin embargo, en vez de alcanzar a Danifae, la llama mágica resbaló en la superficie del agua bendita como si fuera de piedra y salió disparada hacia la oscuridad dela noche.

En el agua de la fuente, se formaron remolinos que oscurecieron el escudriñamiento. Qilué pudo ver movimiento, fragmentos de imágenes de lo que estaba sucediendo. Un destello plateado: la Espada de la Medialuna, que Danifae cogió y arrojó a un lado con desprecio. La cabeza de la Estrella del Alba describió un arco mortífero. Los ojos de Halisstra estaban rebosantes de lágrimas. El rostro de Danifae estaba crispado por el odio mientras escupía. Se oía entrecortado. La voz de Halisstra, susurraba débilmente:

—¿Por qué?

La voz de Danifae sonó arrogante y triunfal:

—… débil.

Qilué, desesperada, levantó una mano hacia la luna, intentando aferrarse a cualquier otra magia que pudiera canalizar a través del escudriñamiento.

—¡Eilistraee! —exclamó—. ¡Escúchame! ¡Tu Elegida necesita tu ayuda!

Tras ella, las seis sacerdotisas menores se miraban unas a otras con inquietud. Se juntaron aún más, entonando oraciones.

—Eilistraee —canturrearon. Mientras se balanceaban, pusieron las manos sobre los hombros de Qilué, confiriéndole poder a su oración. El fuego plateado volvió a rodearla, esta vez más brillante, pero lentamente. Demasiado lentamente.

Los remolinos en el agua desaparecieron. Las palabras salieron a borbotones de sus profundidades. La voz de Danifae se regodeaba.

—Adiós, Halisstra.

A continuación se escuchó el silbido de la Estrella del Alba descendiendo.

Qilué escuchó un crujido sordo, como de madera mojada astillándose. Bajó la vista y vio huesos hundidos y sangre en el lugar donde había estado el rostro de Halisstra.

—¡No! —exclamó, mientras la imagen desaparecía lentamente de la fuente.

Sumergió una mano en el agua, como si tratara de sacar a Halisstra de ella. El agua bendita rebosó por los bordes de la fuente, goteando por los laterales de piedra pulida como un torrente de lágrimas. Qilué canalizó todo lo que tenía dentro en un último hechizo y sintió cómo el agua alcanzaba la temperatura de la sangre. Eilistraee le había otorgado el poder de curar la más grave de las heridas por el simple contacto de los dedos. Incluso si Halisstra había atravesado las puertas de la muerte, Qilué podía resucitarla con una palabra, pero ¿podría alcanzarla el hechizo? ¿Tendría algún efecto en los dominios de la mayor enemiga de Eilistraee?

Tal vez. Lloth estaba en silencio; después de todo, sus sacerdotisas habían sido despojadas de su poder. Esa era la razón por la que Halisstra había sido enviada a aquella misión. Sin embargo, algo había desviado el último hechizo de Qilué, y las almas que circulaban por el interior del túnel oscuro se habían estado moviendo hacia… algo.

El cuenco estaba silencioso y tranquilo. Ya no estaba lleno de imágenes. Qilué sacó la mano del agua.

Una de las sacerdotisas se acercó a ella y miró en las profundidades vacías de la fuente.

—Ama Qilué —susurró, dirigiéndose a ella por error, en un momento de máxima tensión, como se habría dirigido un drow de la Antípoda Oscura a su matrona—. ¿Está… muerta? ¿Acaso está todo perdido?

Las otras sacerdotisas contuvieron el aliento, esperando la respuesta de Qilué.

Qilué levantó la vista hacia la luna. La luna de Eilistraee. Selûne brillaba con fuerza, sin haber menguado aún, y las Lágrimas de Selûne titilaban en su estela.

—Todavía hay esperanza —les dijo—. Siempre hay esperanza.

Necesitaba creerlo, aunque en lo más hondo de su corazón había una sombra de duda.

Qilué se quedó junto al cuenco el resto de la noche. Las demás sacerdotisas estuvieron un rato reunidas a su lado, y ella contestó a sus nerviosas preguntas con tanta calma como pudo. Cuando por fin se callaron, intentó ponerse en contacto con la mente de Eilistraee.

En un claro iluminado por la luna, en las profundidades de un bosque que tan sólo necesitaba la luz de la luna para crecer y prosperar, encontró a su diosa. Eilistraee era un rayo con forma de drow que resplandecía con una belleza indescriptible. Qilué tocó aquello con la mente. No necesitaba labios para formular sus preguntas. La diosa derramó luz de luna en su corazón, aliviándola profundamente con las palabras que estaban inscritas en ella. Respondió con una voz que fluía como la plata líquida.

La casa Melarn aún me será de ayuda.

Qilué suspiró aliviada. No estaba todo perdido. Aún no. Si Eilistraee realmente había oído la súplica de Qilué y había revivido a Halisstra, aún había una posibilidad de que la sacerdotisa Melarn asesinara a Lloth.

—Y la casa Melarn me traicionará.

El resplandor que era la diosa parpadeó y se debilitó.

Qilué se sobresaltó. Su conciencia volvía a estar en su propio cuerpo. Estaba en el bosque junto a la fuente; la conexión con la diosa había terminado. Las sacerdotisas que la habían ayudado en su escudriñamiento estaban sentadas en el suelo, vestidas. La nieve les cubría el cabello y los hombros. Estaba nevando y salía el sol, una mancha roja como la sangre contra las nubes, en el este. Había pasado mucho tiempo desde que Qilué había entrado en comunión con Eilistraee, y la mano que asía el borde de la fuente estaba cubierta de nieve. Se la sacudió y sintió un escalofrío.

Algo iba mal. Podía sentirlo en el vacío de náusea que se había abierto en su estómago. Se volvió hacia la fuente y realizó un segundo escudriñamiento. Fue mucho más fácil que el primero, ya que, al menos, el objetivo estaba en Toril, y no en algún profundo agujero del Abismo. El objetivo era la madre matrona de una de las casas nobles de Menzoberranzan, una sacerdotisa de Lloth. Qilué se inclinó, acercándose, y vio que la drow estaba conjurando magia.

Al sentir que Qilué la estaba escudriñando, la sacerdotisa de Lloth la miró desafiante. Una risa salvaje, gozosa y cruel, salió a borbotones de la fuente mientras comenzaba un ataque mágico.

Qilué había visto suficiente. Dio por terminado el escudriñamiento.

Una de las sacerdotisas de Eilistraee que había esperado con ella se levantó.

—¿Lady Qilué? —preguntó. Parecía nerviosa, vacilante—. ¿Algo va mal?

Las otras sacerdotisas también se levantaron, algunas susurrando tensas oraciones, otras en silenciosa expectación.

Qilué cerró los ojos. Encogió los hombros abatida.

—Halisstra ha fallado —les dijo—. Lloth aún vive. Su Silencio se ha roto.