Qilué estaba en la Caverna del Canto, sumando su voz al coro de sacerdotisas cuando llegó el mensaje urgente de Iljrene.
Los Sombras Nocturnas han vuelto a atacar. Esta vez en el Bosque Brumoso. Han robado otra alma. Su cuerpo acaba de llegar a la Sala de Sanación.
Llegaré enseguida, replicó Qilué. Salió a toda prisa de la caverna, recogiendo su ropa del suelo sobre la marcha.
Qilué recorrió los pasadizos que llevaban a la Sala de Sanación con expresión sombría. Era la tercera alma de la que se apoderaban los asesinos de Vhaeraun: la de una sacerdotisa en el altar del Bosque Gris; la de otra sacerdotisa del bosque de Chondal y la tercera, la del Bosque Brumoso.
Otras dos almas robadas habían sido devueltas, loada sea Eilistraee. El alma de Nastasia, la primera en caer, había sido liberada por causas desconocidas, y la sacerdotisa que había resultado muerta en el altar del bosque de Lethyr también fue recuperada de entre los muertos cuando mataron al asesino que la había atacado y cuyo cadáver fue interrogado por un nigromante. Había sido una tarea desagradable, pero necesaria, y el cadáver había revelado que Malvag estaba vivo. El asesino se había reunido un día antes del ataque al altar de Lethyr. El plan para abrir una puerta estaba en marcha y, cuando se pusiera en funcionamiento, las almas de las sacerdotisas de Eilistraee serían consumidas.
Iljrene esperaba a Qilué en la Sala de Sanación junto a otra sacerdotisa a la que Qilué conocía bien: Leliana. Qilué había presenciado el juramento de la espada de Leliana hacía más de un siglo, al poco tiempo de su llegada desde abajo.
Leliana se volvió con expresión afligida cuando entró Qilué.
—Lady Qilué —dijo—, es mi hija, Rowaan. Los Sombras Nocturnas la mataron y Chezzara no puede despertarla de entre los muertos. Su alma…
Qilué tocó el brazo de Leliana.
—Asegurémonos antes.
Miró, más allá de Leliana, a la hornacina donde dos sacerdotisas novicias preparaban precipitadamente un lecho en el que poner un cadáver.
Otras dos sacerdotisas, que, considerando que los copos de nieve de sus cabellos todavía no se habían derretido, acababan de teleportarse desde el Bosque Brumoso, esperaban al lado, sosteniendo los extremos de una manta húmeda sobre la cual yacía el cuerpo de Rowaan. Incluso muerta, tenía un parecido notable con su madre.
Qilué se acercó y observó la marca proverbial del cordel del asesino en torno al cuello de Rowaan. Murmuró una plegaria de detección y una sombra característica apareció en la parte inferior del rostro de la sacerdotisa muerta.
Leliana dejó escapar un quejido.
—Habladme del ataque —pidió Qilué.
—Tuvo lugar anoche —respondió una de las sacerdotisas que sostenían la manta—. El Sombra Nocturna que lo hizo escapó, y también el cómplice que le ayudó.
La angustia distorsionó la cara de Leliana.
—Es culpa mía —estalló—. Fui una estúpida y confié en él.
Qilué frunció el entrecejo sin entender muy bien.
—Este segundo Sombra Nocturna… ¿tú lo conocías?
Leliana asintió.
—Se hizo pasar por un aspirante. —Una carcajada sarcástica se escapó de sus labios—. Incluso prestó el juramento de la espada, pero al final nos traicionó. Desactivó el glifo de la puerta de Rowaan y me entretuvo con su conversación mientras el otro Sombra Nocturno entraba en su habitación y… —Se le quebró la voz y su mirada pasó a las sacerdotisas que suavemente estaban depositando el cuerpo de su hija en el suelo—. Le robó el alma.
Leliana apartó los ojos del cadáver de Rowaan. Respiró hondo y siguió hablando, sin dejar de menear la cabeza.
—Todavía no puedo entenderlo. Lo interrogué con un conjuro de verdad y me dijo su nombre y los detalles de su llegada a la superficie sin vacilar. No era realmente un aspirante, sólo se infiltró entre nosotras para buscar a su hermana. Sin embargo, combatió a nuestro lado cuando atacó el judicador, y después, cuando prestó el juramento de la espada, pensé que tal vez él…
—Leliana —dijo Qilué, interrumpiendo el atropellado discurso de la otra con una palmadita en el brazo—. Vas demasiado rápido. Por favor, una cosa tras otra. ¿Qué nombre dio este varón?
—Q’arlynd Melarn.
Qilué dio un respingo. El fuego lunar bailó sobre su piel e inundó de luz la caverna. Ahí estaba la segunda moneda. Había caído a sus pies. Había caído tal como Eilistraee había anunciado, del lado de la traición.
—Cuéntamelo todo sobre este varón, y rápido, pero esta vez empieza por el principio.
Qilué escuchaba el relato de Leliana, aunque interrumpiéndola cada tanto con una pregunta. Cuando hubo terminado se quedó pensativa unos instantes.
—Parece extraño que confesase su conocimiento de Vhaeraun precisamente la noche en que atacaron los Sombras Nocturnas.
—Q’arlynd debe de ser un Sombra Nocturna —insistió Leliana—. Incluso admitió haber asistido a sus reuniones.
—¿De veras? —dijo Qilué, en voz baja. Una idea empezaba a tomar forma—. Y ahora ha hecho los votos a Eilistraee. —Hizo una pausa—. Tal vez sea el que viene en su ayuda.
—¿En ayuda de quién, lady Qilué? —preguntó una de las otras sacerdotisas.
Qilué, absorta en sus pensamientos, no contestó. Si Q’arlynd era el Melarn que iba a ayudar a Eilistraee, eso significaba que Halisstra traicionaría a la diosa. Cavatina sabía cuidarse, era experta en perseguir demonios y estaba habituada a los engaños, pero aun así, a Qilué le preocupaba la posibilidad de haber mandado a la Dama Canción Oscura a la muerte. Se endureció, diciéndose que había sido necesario. Esos sacrificios eran necesarios para atraer a los drow a la luz de Eilistraee. Mientras tanto, debía enfrentarse a la situación actual.
Miró el tenue cuadrado negro que ensombrecía la cara de Rowaan.
—¿Has dicho que Q’arlynd venía directamente de Ched Nasad?
Leliana asintió.
—A través del portal que hay en las ruinas de Hlaungadath.
—Esperemos que trate de volver por el mismo camino.
Q’arlynd se mantenía agazapado en el pequeño parche de sombra que proyectaba la pared, echando un vistazo al portal. Se había pasado toda una noche tratando de activarlo, pero no había conseguido nada. Había creído que sería algo sencillo, una repetición de la frase que había activado su magia del otro lado, en
Ched Nasad, pero aunque había leído los caracteres dracónicos, tal como estaban escritos, el espacio interior del arco seguía siendo una pared de piedra inerte. Aunque lo hubiera golpeado con la cabeza, el resultado habría sido el mismo.
En pleno mediodía, con el sol en lo alto, la luz lo dejaba casi ciego. Se preguntó por centésima vez si no sería mejor desistir y dirigirse a la ciudad más próxima de la Antípoda Oscura. Eryndlyn estaba en algún lugar por debajo de la antigua Miyeritar. Tal vez en alguna de las Casas de allí tuviera cabida un mago de batalla para acompañar las misiones comerciales.
Un ruido repentino hizo que se sobresaltara. ¿Otra lamia? Rápidamente se hizo invisible. Al tiempo que se ponía de pie, buscó dentro de su bolsa los componentes de un conjuro de fuego. Esperó, con goma sulfúrica en la mano, mientras unos pasos se acercaban a la habitación en la que se encontraba.
Una sombra se proyectó sobre el suelo: una silueta drow, y desnuda… y hembra, además.
Q’arlynd rompió a reír. ¿Es que las lamias pensaban que era tonto? Con todo, no pudo por menos que admirar lo detallado de la ilusión. Esas curvas eran muy tentadoras.
Sacó del bolsillo el cristal de cuarzo. Con él podría ver a través de las ilusiones de la lamia y detectar a la criatura para incinerarla en el acto. Cuando la sombra se alargó, activó su insignia y se elevó por los aires, abandonando el edificio sin tejado.
Debajo de él, pareció que una mujer drow entraba en la habitación. Q’arlynd miró a través del cristal, esperando ver o bien el suelo desnudo debajo de la ilusión, o bien una lamia oculta bajo las atractivas formas de la drow. Lo que vio, en cambio, fue a una mujer alta y hermosa, con el pelo plateado y porte orgulloso, como la madre matrona de una Casa noble. Llevaba una túnica de gasa plateada que escasamente cubría las oscuras curvas de su cuerpo. De su cinturón pendía una espada en su vaina, y en un brazalete que lucía en el antebrazo derecho llevaba una daga. En la mano izquierda portaba una vara de metal de extraño aspecto, con una perilla en cada extremo, y de una cadena que le rodeaba el cuello, colgaba el símbolo sagrado de Eilistraee. Su cara estaba surcada por profundas arrugas y su expresión era sombría, pero a pesar de la edad parecía tan en forma como una hembra en el primer siglo de vida. Con independencia del evidente peligro que representaba, o puede que como consecuencia de ello, Q’arlynd la encontró sumamente atractiva. En pocas palabras: era la mujer más hermosa que había visto jamás.
Q’arlynd bajó el cristal. La sacerdotisa era real. Debían de haberla mandado en su busca, para matarlo. Apoyó un pie encima de la pared en ruinas y se impulsó con suavidad haciendo puntería al mismo tiempo con la goma sulfúrica.
Sin previa advertencia, su levitación cesó y cayó estrepitosamente sobre la calle. Se puso de pie, jadeando y escupiendo la sangre que brotaba de un corte en el labio. Mientras tanto, la sacerdotisa se volvió hacia la calle. Lo miró directamente a él, viéndolo. Su invisibilidad debía de haberse acabado también.
—¿Q’arlynd?
El mago la apuntó con la goma sulfúrica y gritó las palabras de su conjuro. La bola diminuta salió volando y se encendió en el aire. Golpeó a la sacerdotisa en el hombro y se expandió de inmediato, transformándose en una violenta bola de fuego hiriente. Gran parte rebotó hacia él, cosa que no debería haber sucedido.
Q’arlynd se puso de pie con dificultad, con el pelo y la piel chamuscados por la ráfaga, parpadeando furiosamente para disipar la imagen residual que oscurecía su visión. Esperaba ver un cuerpo achicharrado tirado en el suelo, pero cuando la vista se le aclaró, comprobó que la sacerdotisa estaba allí, de pie, intacta. Un nimbo de fuego plateado rodeaba su cuerpo desnudo como una segunda piel, y su pelo era una mata plateada y reluciente. Una llama como la de una vela parpadeaba en el extremo de la varita que sostenía en la mano, hasta que la acercó a los labios y la apagó.
—Eso no estuvo nada bien —dijo, con voz seca.
Entonces chasqueó los dedos y de ellos brotó un raya blanca plateada que alcanzó a Q’arlynd en el pecho. Él se tocó con los dedos el lugar donde había impactado, pero no halló ninguna herida. Un segundo chasquido de los dedos de la sacerdotisa y Q’arlynd se encontró totalmente rodeado por un muro de espadas. Los aceros formaron en torno a él un estrecho círculo que no le dejaba espacio para moverse.
—Si tratas de atacarme otra vez —dijo la mujer—, estrecharé el círculo. —Hizo con la mano una señal de estrechamiento y la cortina de espadas se ciñó aún más.
Q’arlynd no tenía la menor intención de dejar que le hiciera picadillo. Una palabra bastaría para teleportarse, así que pronunció la palabra.
No pasó nada. Estaba en el mismo lugar que antes. Las espadas seguían girando alrededor de él, propagando en el aire un zumbido amenazador.
—Tus conjuros no funcionarán —le dijo la sacerdotisa—. Estás dentro de un campo que anula la magia.
—Imposible —dijo Q’arlynd, entre dientes. En el Conservatorio, le habían enseñado que un campo antimágico sólo podía levantarlo un mago sobre sí mismo. No era algo que una sacerdotisa lanzara contra alguien desde cierta distancia.
Intentó un contraconjuro, pero las espadas se mantuvieron en su sitio. Intentó un segundo conjuro, pero la armadura mágica capaz de protegerlo de las espadas no apareció. Como no quería tentar a la suerte y la sacerdotisa no le perdía ojo, desistió de lanzar conjuros. Sentía el pecho tirante por la tensión.
—¿Quién… eres?
—Alguien a quien querías conocer —dijo, sonriendo—. Soy Qilué Veladorn, suma sacerdotisa de Eilistraee y una de las Elegidas de Mystra.
Q’arlynd contuvo el aliento. En lo más hondo estaba seguro de que la sacerdotisa iba a matarlo. Si no lo había hecho aún, era porque quería interrogarlo. Lo mejor que podía hacer era mostrarse lo más complaciente posible para que ella mostrase clemencia y le diera una muerte rápida. Trató de agacharse para postrarse en el suelo, y a duras penas evitó un feo corte en la frente, de modo que se decidió por una reverencia parcial.
—Lady Qilué, mis más sentidas excusas por haberte atacado —dijo—. De haber sabido quién eras, jamás me habría atrevido.
Qilué no hizo el menor comentario. Se quedó allí de pie mientras el resplandor plateado iba desapareciendo de su piel y su cabello. Q’arlynd mantenía la vista baja, fija en un punto de la arena que tenía a sus pies.
—Leliana me contó lo del ataque de anoche —dijo Qilué—. Dice que tú facilitaste la entrada del Sombra Nocturna en la habitación de Rowaan.
Q’arlynd apretó la mandíbula. Sintió un vacío en el estómago. Lo mejor sería acabar con aquello cuanto antes. Se preguntó adónde iría a parar su alma cuando la sacerdotisa lo matara. Tal vez a la Red de Pozos Demoníacos, donde los demonios secuaces de Lloth se asegurarían de que recibiera tormento eterno por haber abandonado la gracia aunque sólo fuera durante un brevísimo período.
—Es cierto que desactivé el glifo de su puerta —dijo lentamente—, pero no por la razón que tú piensas. Simplemente quería hablar con Rowaan, darle cierta información sobre los Sombras Nocturnas que creía útil para tus sacerdotisas. Sin embargo, cambié de idea y hablé con Leliana.
—¿Por qué?
—Leliana es una sacerdotisa de mayor rango. Pensé que me ofrecía una recompensa más alta. —Abrió las manos e hizo un gesto de dolor al pincharse un dedo con una espada—. Es así de simple.
—Te creo.
Q’arlynd alzó la vista.
—¿De veras? —Sintió nacer en él la esperanza, como una llama brillante.
Qilué sonrió. Hizo un gesto y la cortina de espadas que rodeaba al mago desapareció.
—He venido a pedirte un favor —dijo—. Un favor. Puedes decir sí o no, según te parezca, pero si la respuesta es sí, te impondré un geas que te obligará a cumplirlo. ¿Lo entiendes?
Q’arlynd asintió. Vaya si lo hizo. Había visto de primera mano los efectos de un geas hacía tiempo. Una de las sacerdotisas de Lloth le había impuesto a un mozo de su Casa uno que lo obligaba a limpiarle las botas con la lengua todas las noches. A continuación había caminado por el cieno de la cuadra de los lagartos. El muchacho se negó a limpiar las botas y no tardó en enfermar y morir, ya que la magia del geas lo corroyó por dentro.
Abrió los labios a punto de cometer la ligereza de preguntar qué sucedería si decía que no a su petición, pero a tiempo se dio cuenta de que sólo tenía una salida.
—¿Qué tarea debo cumplir, señora?
—Una vez fuiste un Sombra Nocturna.
—Un aspirante, nada más —dijo con cuidado—. Jamás llevé una máscara.
—Asististe a sus reuniones —dijo, y a continuación pasó al lenguaje de signos—. Conoces sus contraseñas.
De modo que eso era lo que quería. Un espía.
—Conozco las que se usaban en Ched Nasad, hace décadas.
Muéstrame una.
Le hizo la demostración de una: alzó los puños —como si estuviera estirando la cuerda de un asesino— y, de repente, los giró, con los dedos plegados hacia arriba, formando el signo de una araña muerta.
—¿Sabes qué es el robo del alma? —preguntó Qilué.
Q’arlynd asintió. Por supuesto, había oído hablar de ello. Su hermano había cometido la necedad de jactarse de que un día mataría a una madre matrona y le robaría el alma, preferiblemente su propia madre.
—Es un conjuro poderoso. Tengo entendido que se hace mediante la máscara de Vhaeraun, una vez que la víctima está muerta.
Qilué se acercó.
—¿Crees que podrías hacerte pasar por un Sombra Nocturna? ¿Puedes engañarlos para que piensen que eres uno de los suyos?
El mago sonrió aunque sin apartar los ojos del suelo en señal de respeto.
—Creo que sí, señora.
Qilué se acercó y le levantó la cabeza, poniéndole un dedo debajo del mentón. Lo miró a los ojos.
—¿Querrás hacerlo?
Q’arlynd se vio obligado a sostenerle la mirada. Vio una enorme fuerza de voluntad en ellos, pero también algo más, algo que atemperaba esa fuerza. De repente se dio cuenta de que había sido sincera cuando le dijo que le daría ocasión de elegir entre hacer este «favor» o no. No se lo estaba ordenando, se lo estaba pidiendo. Una mujer pidiéndole a un varón.
Ni siquiera tuvo que pensarse la respuesta. Era su oportunidad para demostrar su valía, para servir no sólo a una sacerdotisa poderosa sino a una maga poderosa… nada menos que a una Elegida de la diosa de la magia. El entusiasmo lo invadió. Si hubiera tenido una tendencia religiosa, habría susurrado una plegaria de agradecimiento a… a alguien.
—Soy tuyo para lo que gustes mandar, lady Qilué.
—Un favor —le recordó, apartando la mano de su cara.
Q’arlynd sonrió y ladeó la cabeza en un gesto travieso. Estaba en su elemento, en terreno familiar.
—Por supuesto. Un favor. ¿De qué se trata?
La expresión de Qilué se hizo tirante.
—Hace cinco noches, un Sombra Nocturna atacó nuestro altar en el bosque de Lethyr. Trataba de robar el alma de una de nuestras sacerdotisas.
—¿No lo consiguió?
—No.
La respuesta había sido abrupta. En esto había más de lo que se decía, pero de cualquier modo, Qilué no se lo pensaba contar.
—Nuestras sacerdotisas han sufrido otros ataques —continuó—. Otros robos de almas.
Q’arlynd escuchaba en silencio, pensando en Rowaan. Sintió una punzada de algo. «Culpa», pensó.
—Los hombres que los perpetran están liderados por un Sombra Nocturna llamado Malvag. Tienen pensado usar las máscaras cargadas de almas para abrir una puerta entre el dominio de Vhaeraun y el de Eilistraee, para que Vhaeraun pueda matar a nuestra diosa.
Q’arlynd silbó quedamente.
—¿Es eso posible? La puerta, quiero decir. Seguro que Eilistraee puede cuidarse sola.
—Para abrir semejante puerta, los Sombras Nocturnas tendrán que operar con alta magia, algo que requiere una cooperación completa entre los formuladores de conjuros y una fe absoluta de unos en los otros. —Qilué sonrió tensamente—. ¿Puedes imaginar, honestamente, a los Sombras Nocturnas confiando unos en otros?
Q’arlynd rio entre dientes.
—Es poco probable.
—Aun cuando no consigan conjurar una puerta, el intento consumirá las almas de las sacerdotisas a las que asesinaron. No quiero que eso suceda. Quiero desactivar la magia que vincula sus almas con las máscaras, y que se libere a las sacerdotisas… Y eso significa detener a Malvag.
—¿Quieres que lo maten?
—Si es posible.
Ese «si» hizo que Q’arlynd callase, pero sólo por un momento. Ya suponía lo que vendría a continuación.
—Quieres que me haga pasar por el Sombra Nocturna que murió en el bosque de Lethyr.
Qilué asintió.
—Sabemos su nombre: Szorak, de la Casa Auzkovyn. Fue uno de los tres Sombras Nocturnas que se sumaron al plan de Malvag. Es el único de la Casa Auzkovyn. Los otros dos eran de la Casa Jaerle, y no creo que lo conocieran bien. Ni ellos ni el propio Malvag han visto a Szorak sin su máscara. Tú tienes aproximadamente la misma estatura y complexión que Szorak, y tus ojos son del mismo color que los suyos. No necesitaremos usar un encantamiento contigo, y sabemos mucho sobre Szorak, ya que su hermana fue una de las se convirtió a nuestra fe.
Cuando dijo esto, apareció una expresión apenada en los ojos de Qilué. Detrás de aquello había una historia, pero no era el momento adecuado para preguntar.
—Hasta ahí todo va bien —dijo Q’arlynd—, pero si aparezco sin una máscara cargada de alma…
—Te proporcionaremos una máscara —dijo Qilué—. No la de Szorak, pero sí una que se le parece. Un trozo de tela creado mediante polimorfismo de una gema, una que contiene el cuerpo y el alma de una sacerdotisa que se prestó voluntariamente a correr este riesgo.
Q’arlynd se frotó nerviosamente el mentón. A él se le pedía que arriesgara otro tanto.
—¿No se darán cuenta los Sombras Nocturnas de que no soy uno de ellos? —preguntó—. He prestado juramento a Eilistraee, he tomado los votos de la espada…
—Pronunciaste las palabras. —Se llevó la mano al pecho—. Pero tu corazón… —Qilué levantó los dedos—. Tal vez un día baile en él una canción.
Q’arlynd inclinó sumisamente la cabeza. Ya tendría tiempo de ocuparse de eso. Ahora tenía una misión que cumplir, y una potencial matrona a quien impresionar.
—¿Dónde está Malvag ahora?
—No lo sabemos. Se ha revestido de una magia poderosa que impide cualquier escudriñamiento, pero sabemos dónde se reunirán él y los demás Sombras Nocturnas la noche del solsticio de invierno: en una caverna recubierta de cristales de piedra oscura. La caverna no tiene entrada ni salida. No está conectada con ningún lugar de la Antípoda Oscura. La única forma de llegar a ella es teleportándose —sonrió—. Por fortuna eso es algo a lo que, según Leliana, tú eres muy aficionado.
Q’arlynd se permitió una modesta sonrisa. Era evidente que Qilué había creído a Leliana, de lo contrario no habría recurrido a él.
—¿Dónde está esa caverna?
—Tampoco esto lo sabemos. Suponemos que no estará a mucha profundidad en la Antípoda Oscura, y que no habrá faerzress en las proximidades, ya que es posible teleportarse a ella. Todo lo que tenemos es una descripción, aunque breve, proporcionada por el cadáver.
Q’arlynd enarcó las cejas.
—¿Pretendes que me teleporte allí basándome en una descripción?
—Me di cuenta de que esto sería imposible sin que tú hubieras visualizado la caverna. Por eso recurrí a la precaución adicional de hacer que el nigromante animara el cuerpo del asesino muerto. A continuación pedí a Szorak que «describiera» la caverna por segunda vez… mediante un dibujo.
—Ah —dijo Q’arlynd—. Ya veo. Quieres que estudie el dibujo y a continuación trate de teleportarme allí.
Qilué estudió atentamente su expresión.
—¿Puedes hacerlo?
Q’arlynd procuró que lo que pensaba no aflorara a su expresión. Si el dibujo lo había hecho el equivalente de un muerto viviente, con escasísimo control muscular y sin espíritu que le guiara la mano, no sería muy preciso. Lo más probable era que el «dibujo» resultante no fuera más que un conjunto de trazos bastante burdos.
Se frotó nerviosamente la barbilla. Se le hizo un nudo en el estómago de sólo pensar lo que le estaba pidiendo Qilué. Todavía no había saltado, pero la idea de intentar una teleportación «imposible» le resultaba tentadora por lo que tenía de reto. Qilué estaba pendiente de su respuesta, con todos los músculos en tensión.
Si conseguía resolver aquello, la impresionaría fuera de toda duda. Si conseguía detener a Malvag y salvar las almas de un par de sacerdotisas además, las recompensas serían absolutamente incalculables. Qilué era un camino real hacia Mystra. La mera idea hizo que tuviera un vahído.
—Puedo hacerlo —dijo.
Qilué resplandeció.
—Bien.
Una parte del mago se regocijó ante esa sonrisa. Otra parte se preguntó ni no acabaría de firmar su propia sentencia de muerte. Aplastó a esa segunda parte sin piedad. Para progresar en la vida, había que correr riesgos.
—¿El geas, entonces? —preguntó Qilué.
Q’arlynd inclinó la cabeza.
La suma sacerdotisa apoyó sus fríos dedos sobre la frente del mago e invocó los nombres de Eilistraee… y de Mystra.
—Te ordeno que me prestes este servicio —empezó—. Que encuentres a Malvag y…
Cuando terminó, Q’arlynd sintió un hormigueo en la frente. Un crepitar de magia plateada le puso los pelos de punta y luego desapareció.
Ya estaba. Le había sido impuesto el geas.
Ahora sólo tenía que conseguir lo casi imposible.
—Un favor —musitó Jub, mientras descendía por la caverna colgando de un hilo de seda—. Le prometí a Qilué concederle un favor y me pide justo esto: que me introduzca en la guarida de un dracolich.
El dracolich en cuestión ya se había abalanzado sobre él una vez, haciéndolo girar vertiginosamente sobre su hilo de seda. El wyrm no muerto era una criatura enorme, tan negra como la sangre seca y con alas tan grandes que tocaban al mismo tiempo las dos paredes del pasadizo. El monstruo dejaba a su paso olor a muerte y tenía una profunda herida no cicatrizada en el costado izquierdo. Y sin embargo, vivía…, bueno, a su modo. Jub estaba asombrado dela cantidad de magia que se necesitaba para que un dragón se transformase en una criatura no muerta.
Jub también tenía magia: la diminuta cajita metálica adosada a un brazalete de cuero que llevaba por encima del codo izquierdo. Había conseguido una auténtica ganga con la filacteria de la tienda taumatúrgica del Puerto de la Calavera gracias a su «maldición». No produjo una auténtica «polimorfosis», ya que sólo podía transformar a su portador en un gusano, pero a Jub le bastaba. Con él, podía transformarse en prácticamente cualquier bicho que se le ocurriera, grande o pequeño. Por lo general le gustaba transformarse en una mosca, ya que jamás despertaba las sospechas de nadie, pero Qilué le había advertido de que esa no sería una opción saludable en esta ocasión. Los drows a los que buscaba rendían culto a Selvetarm, campeón de la Reina de las Arañas. Seguramente estarían rodeados de cientos de mascotas dondequiera que se ocultaran, de modo que el propio Jub había preferido polimorfarse en una araña. Con una sonrisa taimada que hizo que le temblaran los colmillos, pensó que era el disfraz perfecto.
Hasta el momento, el cuerpo de la araña le había resultado muy útil. Le había permitido superar un puñado de trampas. Tenía el tamaño de un puño, demasiado ligero para hacer saltar las lanzas montadas sobre muelles olas trampas. También le había permitido meterse en una grieta de la pared para no morir aplastado por la caída de un pesado bloque de piedra. Claro que este cuerpo también tenía sus inconvenientes. El lanzamiento de hebras de telaraña le dejaba el trasero irritado, y había que acostumbrarse a tener tres pares de ojos. Todos los colores eran planos y no dejaba de confundirse sobre lo que estaba cerca y lo que quedaba lejos, por no hablar de la distracción que representaba el paso vertiginoso de las paredes al tiempo que se empequeñecía y alejaba la caverna a sus espaldas. No entendía cómo podían soportar las arañas eso de ver en todas direcciones al mismo tiempo.
Una vez que alcanzó el suelo de la caverna, Jub soltó el hilo de seda y miró en derredor. De ese punto partían varios pasadizos. A Jub todos le parecían enormes, pero de haber andado por allí con su cuerpo habitual, mitad orco, mitad drow, los pelos blancos de su coronilla hubieran tocado el techo de casi todos ellos. Eso se imaginó. Dolblunde había sido construido por gnomos de las rocas.
Anduvo de un lado a otro de la caverna, mientras trataba de decidir qué pasadizo lateral debía explorar en primer lugar. Al principio le había resultado complicado caminar, pero una vez dominadas las ocho patas, podía moverse con bastante rapidez. Ya había recorrido un buen trozo de la antigua ciudad. Algo tenía que aparecer pronto, a menos que Qilué se hubiera equivocado y los selvetargtlin no estuvieran allí. También era posible que la hubiesen engañado.
Jub hizo un alto en la entrada de uno de los pasadizos. De él provenía un ruido, una especie de repiqueteo. Lo sintió en las patas, que eran sensibles a las vibraciones del suelo. Decidido a ver de qué se trataba, se introdujo en el pasadizo.
Los pelos de sus patas se estremecían cada vez más, a medida que se acercaba a la fuente de aquel sonido que cesó, volvió a empezar y paró otra vez. El pasadizo era lo suficientemente ancho para permitir el paso de un par de gnomos de las rocas codo con codo, el techo era alto y estrecho como el filo de un cuchillo; y el suelo estaba cubierto de piedra molida. El túnel serpenteaba a través de la roca como un río, algo que probablemente había sido en algún momento.
Jub supo que estaba en el buen camino cuando vio un ovillo de telaraña sobre la pared. Una araña debía de haber pasado por allí, tal vez una de las mascotas de los selvetargtlin.
Unos cincuenta pasos más adelante, Jub vio a una araña pegada a la pared. Era peluda y negra, aproximadamente del mismo tamaño que su forma polimorfada. Se volvió al paso de Jub y le observó con sus ojos múltiples. Jub había elegido una forma de araña de cuerpo estrecho y patas largas y ágiles que le permitiera cubrir más terreno. Esperaba que esa araña más grande y pesada no lo considerara una presa. Pasó a su lado dispuesto a recuperar rápidamente su forma de semidrow y aplastar a esa cosa si fuera necesario, pero la araña peluda no hizo el menor caso de él.
Más adelante, el pasadizo se abría en una gran caverna donde el aire era húmedo. Volvió a oír el repiqueteo y vio algo que se movía de lado a lado en la boca del túnel. Era extraño, pero parecían espadas negras animadas que se desplazaban sobre sus puntas. Al acercarse más, Jub vio que lo que él había tomado por espadas eran las patas de una araña enorme cuyo cuerpo hubiera llenado una habitación pequeña. Sus patas, agudas como cuchillos afilados, repiqueteaban sobre el suelo de piedra al caminar. Estaba allí, a la entrada del pasadizo, como montando guardia, y su abdomen se inflaba y se contraía con la respiración. Jub se escabulló del pasadizo, cuidándose de aquellas patas agudas y mortíferas. El monstruo, al igual que la parienta más pequeña y peluda que Jub había dejado atrás, no le prestó la menor atención. Fue una suerte, pues le habría bastado sentarse sobre Jub para matarlo.
Jub se deslizó por una pared arriba y se detuvo a altura suficiente para dominar el panorama.
La caverna era enorme. En el extremo más distante había un profundo estanque de agua rodeado por docenas de pequeños edificios en ruinas.
Jub identificó al menos una docena de personas. La mayoría eran drows fácilmente reconocibles, incluso con su vista limitada, por la piel negra y el pelo blanco. Llevaban túnicas, pero a esa distancia Jub no podía saber si eran selvetargtlin o no. También vio a varias araneas con forma de araña. Las reconoció por su característica joroba y por los brazos humanoides que les salían del mentón. Las caras tenían todo el aspecto de las de los insectos, con ojos múltiples y colmillos rechinantes, pero se movían con una inteligencia y una determinación impropias de las verdaderas arañas.
Jub avanzó por el techo hacia la ciudad. Al acercarse a las ruinas distinguió detalles de algunos edificios. Daba la impresión de que aquello había sido un mercado. Cada edificio tenía en la fachada una losa de piedra que probablemente había hecho las veces de mostrador. Lo que quedaba de las puertas destrozadas colgaba de las bisagras oxidadas, y el suelo estaba sembrado de vasijas rotas, cajones destrozados y huesos. La mayor parte de los cráneos que miraban a Jub sonrientes eran pequeños —gnomos de las rocas—, pero entre ellos había algunos cráneos de frente prominente característicos de sus parientes, los orcos, que habían saqueado Dolblunde hacía más de seis siglos. La ciudad había estado vacía desde entonces.
Ahora ya no lo estaba. Además del puñado de drow y de araneas que había distinguido, la plaza del mercado en ruinas estaba llena de arañas. Jub las veía deslizarse por todas partes. La mayoría era aproximadamente de su tamaño, pero algunas de las más grandes eran grandes como perros. Tejían sus telas en los huecos vacíos de puertas y ventanas y saltaban de una piedra a otra. Hicieron una pausa y miraron a Jub con ojos relucientes, multifacetados, mientras este marchaba hacia el centro del mercado en ruinas.
Allí, junto a las ruinas de un pozo, estaba lo que a primera vista parecía una araña todavía más grande que el monstruo de patas aguzadas que guardaba la entrada. Sin embargo, no se movía; al acercarse más, Jub se dio cuenta de que era una estatua. Frente a ella se veía el cuerpo de un drow, pero no había nadie más por allí cerca.
Jub descendió por un hilo de seda para observar mejor. Al aproximarse se dio cuenta de que la estatua no estaba del todo terminada. La parte con más detalle era la cabeza del drow apoyada encima del cuerpo de la araña.
Qilué no se había equivocado. El drow que le había pedido a Jub que buscara seguramente estaría ahí. Esa era la estatua de Selvetarm, la araña con cabeza de drow que era el campeón de Lloth.
El cadáver que yacía frente a la estatua era de una hembra drow. Estaba tendida boca abajo sobre un bloque de piedra que habían arrastrado desde un edificio cercano, a juzgar por las marcas en el suelo. Estaba vestida con un largo piwafwi negro en el que habían bordado una telaraña roja. La espalda del mismo estaba manchada de sangre seca, y había más sangre reseca sobre la piedra en la que yacía. El olor saturó los sentidos de araña de Jub e hizo que se le revolviera el estómago.
Bajó hasta el bloque de piedra que había junto al cadáver. Del cuello de este colgaba una cadena de platino y el medallón estaba medio oculto debajo del hombro. Jub lo apartó con las patas delanteras. El disco, también de platino, llevaba grabada la imagen de una araña, el símbolo sagrado de Lloth. En el suelo, junto a la mano inerte de la mujer muerta, había otra prueba de su categoría: la empuñadura adamantina de un látigo rematado con lo que otrora habían sido dos serpientes vivas. Les habían cortado limpiamente la cabeza y estaban en el suelo junto al látigo.
El cuerpo planteaba un enigma. Esas heridas parecían hechas con las patas de la araña que guardaba la entrada del túnel, pero esta no parecía inclinada a desplazarse mucho. Jub dudaba que una sacerdotisa de Lloth —capaz de controlar a las arañas con el pensamiento— hubiera muerto de esa manera.
No, esas heridas probablemente habían sido infligidas con una espada, y por la espalda, justo a la altura de los órganos vitales, como un ataque por sorpresa rápido y letal, al parecer sin previa advertencia. De lo contrario, la sacerdotisa se habría llevado por delante a unos cuantos de sus agresores con ese látigo suyo.
Lo más extraño era que la sacerdotisa muerta todavía yaciera allí. A juzgar por la sangre seca, debían de haberla matado hacía algún tiempo, pero, según parecía, los selvetargtlin todavía no se habían dado cuenta.
Cuando la encontraran, las cosas se pondrían feas. Selvetarm era el campeón de Lloth. Sus seguidores se pondrían tan furiosos, como una plaga de estirges, cuando se dieran cuenta de que una de las sacerdotisas de la Reina Araña había sido asesinada. Pondrían la caverna patas arriba en busca de su asesino.
Jub sintió que le vibraban los pelos de las patas. Tardó un momento en identificar el sonido como entrechocar de acero. Provenía del interior de uno de los edificios cercanos, una estructura de dos plantas, sin ventanas, que tenía todo el aspecto de haber sido un almacén. La puerta estaba invitadoramente abierta, ya que las dos hojas destrozadas yacían en el suelo, pero Jub no era tan tonto como para entrar por ahí. En lugar de eso trepó por la pared hasta el techo. Estaba desvencijado por siglos de filtraciones de agua que habían abierto en la delgada piedra grietas de tamaño apenas suficiente para permitirle colarse dentro. Jub se introdujo por ellas y se pegó al techo para mirar desde allí.
Abajo, dos selvetargtlin vestidos de color rojo sangre describían un círculo, uno frente al otro; uno esgrimía una espada adamantina, y el otro, una maza de púas de hierro negro. Ambos tenían largas cabelleras blancas peinadas en gruesas trenzas que saltaban como látigos mientras ellos giraban, atacaban y paraban. Sus ropas apenas se movían. Cuando uno retrocedió, Jub vio que estaban recubiertos con cotas de malla. Los dos varones llevaban guanteletes de acero para resguardar las manos. Del dorso de cada guantelete salía una hoja de torvo aspecto.
Los dos luchaban con furia, entrechocando espadas y maza en una sucesión ininterrumpida de golpes. Lo hacían en silencio, cosa que, según había oído, era poco frecuente entre los selvetargtlin. Los sacerdotes de Selvetarm por lo general se preparaban para el combate gritando el nombre de su dios. Tampoco usaban conjuros el uno contra otro, cosa curiosa en un combate que parecía muy apretado.
El varón de la maza hizo una finta, luego giró hacia atrás y abrió con la hoja de su guantelete una fina raja en la túnica del otro, que dejó a la vista la cota de malla que lo recubría. El segundo se vengó tratando de alcanzar con su espada el cuello, el torso y los tendones de la corva de su adversario, pero este evitó los tres embates. Dio un salto en alto mientras giraba de lado la parte inferior del cuerpo. Sus botas golpearon en la pared y se pegaron a ella. Corriendo hacia arriba como una araña, se puso en cuclillas, dispuesto a saltar, pero el selvetargtlin de la espada era tan rápido como él y también corrió pared arriba como si anduviera por una superficie horizontal. La batalla continuó hasta que, de repente, la espada cayó y se quedó describiendo círculos en el suelo después de que un golpe la arrancara de las manos que en el sostenían. El selvetargtlin desarmado saltó para recuperarla, pero el de la maza no se quedó atrás. Tocó el suelo un segundo después del primero y le lanzó un golpe desde arriba que debería haberlo dejado tendido y sangrando. Pero aunque el primero había perdido la espada, todavía tenía las hojas de sus guanteletes. Se retorció y saltó dentro del arco de la maza descendente, clavando ambas hojas en el pecho del otro.
El grito ahogado de la muerte consiguió ponerle los pelos de punta a Jub. El selvetargtlin herido de muerte cayó al suelo. La sangre manó en abundancia de su pecho cuando el otro arrancó las hojas de sus guanteletes. Estremeciéndose por el esfuerzo, puso la cabeza de lado, una invitación a su oponente, que estaba recuperando su espada, para que acabara con él.
El otro drow rompió a reír.
—Buen combate —dijo, jadeante, mientras envainaba la espada. Luego se arrodilló y aplicó las palmas de las enguantadas manos sobre el pecho del otro, una sobre cada herida, y empezó a rezar. La oscuridad, surcada de una telaraña blanca, rodeó sus manos y luego cubrió las heridas. Las hebras blancas fueron dando puntadas y cerrando las heridas, impidiendo así que el otro muriera.
Un momento después; el vencedor ayudó al selvetargtlin herido a ponerse de pie. El otro varón se limpió con la manga los labios ensangrentados y recogió su maza.
—Los dos hemos hecho un buen combate —dijo, parándose a escupir la sangre que le quedaba en la boca. Se pasó la mano por el lugar donde habían estado las heridas—. No esperaba esa última embestida. Esperemos que tus quitinosos resulten igualmente competentes.
—Ya lo han hecho —respondió el otro—. Tienen una capacidad sorprendente para cumplir órdenes. Por supuesto, ayuda que las órdenes provengan de la propia Lloth.
Los dos rieron.
A Jub se le pusieron los pelos de punta. Los quitinosos eran creaciones mágicas de los drow, provistas de cuatro brazos. Creados como esclavos por los magos siglos atrás, tenían apenas las tres cuartas partes de la estatura de un varón. Abandonados por sus creadores por inservibles, habían escapado hacía décadas hasta los distantes confines de la Antípoda Oscura, donde todavía vivían. Jub había dado casualmente con una de sus cavernas llenas de telarañas en una ocasión. Por fortuna para él, un solo quitino tenía allí su guarida. Lo había matado, pero había salido lleno de rasguños que le había producido con las palmas de las manos y los pies, provistos de garfios. Había tenido suerte de salir vivo. Los quitinosos odiaban a muerte a los elfos oscuros. Atacaban a todos los drow a los que ponían el ojo encima, incluso a un semidrow como Jub.
Sin embargo, estos selvetargtlin hablaban de los quitinosos como si fueran lagartos domésticos.
Lagartos que, por lo que parecía, libraban batallas por ellos.
Los varones seguían hablando, aunque en tono más bajo a medida que iban recobrando el aliento. Deseoso de oír más, Jub se descolgó del techo mediante un hilo de seda.
—… alegra oír que tus quitinosos han luchado bien —estaba diciendo el selvetargtlin de la maza—. ¿Cuál fue su objetivo?
—El bosque de la Luna. Mataron a ocho bailarinas oscuras.
Jub se paró en seco y pensó que no era de extrañar que Qilué hubiera dado tanta importancia a esta misión. Estos tipos estaban atacando los santuarios de Eilistraee.
—Si nuestros subalternos hacen bien su trabajo, las desangraremos hasta que se pongan grises en vez de eliminarlas con nuestros ataques —dijo el de la maza.
—Espero que no. Quiero que todavía queden unas cuantas en pie cuando saltemos sobre el templo, al menos sesenta y seis de esas zorras, para que cada uno de nosotros podamos matar a una.
Ambos siguieron riendo mientras se dirigían a la puerta.
—¿De modo que los quitinosos no sospecharon anda? —preguntó el selvetargtlin de la maza.
—Nada —dijo el otro con sonrisa aviesa—. Les dije que la Reina Araña los recompensaría con…
La voz se desvaneció cuando ambos salieron a la calle. Jub permaneció colgado del hilo, girando lentamente en su sitio, esperando sus gritos de alarma. La sacerdotisa muerta estaba junto a la puerta. Prácticamente los dos tendrían que tropezar con ella al salir, pero no hubo la menor señal de alarma. Al parecer, a los selvetargtlin los tenía sin cuidado que hubieran matado a una sacerdotisa de Lloth.
Jub pensó que tal vez fuera porque ellos mismos la habían matado.
Se preguntó si debería seguir a los dos clérigos, pero después se dio cuenta de que caminarían demasiado rápido para él. De todos modos, había oído suficiente. Habían hablado de un «templo», «el templo». Estaban pensando en atacar El Paseo. Al parecer, sesenta y seis de los suyos. Un número curioso.
El Paseo no estaba lejos, apenas a unas leguas, pero sus protecciones mágicas eran sólidas como la roca. Jub se preguntó cómo pensarían entrar los selvetargtlin. Hasta donde él sabía, no había forma de hacerlo.
Se dio la vuelta y volvió a trepar por el hilo y salió al tejado. Era hora de informar.
Volvió al túnel, atravesando tejados donde pudo, pero varias veces se vio obligado a deslizarse por el suelo. Pasó por un momento angustioso al llegar a la salida. La araña de patas aguzadas estuvo a punto de ensartarlo, repiqueteando con sus patas afiladas alrededor de él mientras corría a toda prisa. Sin embargo, por fin se encontró otra vez en el pasadizo. Salió por él lo más rápido que pudo y volvió a la caverna vacía.
Una vez allí, se escabulló hacia uno de los pasadizos laterales y recuperó su forma de semidrow. Qilué le había dicho que la informase de cualquier cosa que descubriera en cuanto fuera posible. Probablemente no esperaba que saliera de allí vivo con un dracolich suelto por ahí. Eso hería su orgullo, pero no tanto como para no hacer lo que ella le pedía. Estaba en deuda con Qilué. Hacía catorce años, el consorte de la sacerdotisa había muerto por liberar a Jub y a un grupo de otros desdichados de un barco de esclavos en el Puerto de la Calavera. En lugar de culpar a los esclavos por la muerte de su consorte, Qilué les había dado la libertad y los había invitado a vivir en El Paseo. Ni siquiera había tratado de hacer valer su derecho sobre los esclavos. Todo lo que había pedido, a cambio de la libertad, era un favor de cada uno de ellos.
Catorce años después, Jub iba a pagarle, por fin.
Sus ropas y sus enseres se habían polimorfado junto con él en el momento de invocar la magia de la filacteria, y los recuperó junto con su forma de semidrow. Sacó un delgado tubo de metal del bolsillo, lo destapó y lo volcó cuidadosamente para sacar lo que contenía. Una pluma con cañón de plata le cayó en la mano, seguida por un rollo de pergamino. Se sentó, cruzó las piernas y se llevó la pluma mágica a la lengua para mojarla. Luego empezó a escribir.
Sus cartas eran torpes, escritas con simples letras mayúsculas, como las que escribiría un niño. De saber que pudiera llegar a leerlas alguien que no fuera Qilué se habría sentido muy azorado, pero la sacerdotisa jamás se burlaba de él. Ella era tan hermosa, en cuerpo y alma, como feo era él.
CLÉRIGOS SELV. ATACARON EL BOSQUE DE LA LUNA CON QUITINOSOS, PERO FUE SÓLO UN ANTICIPO. VAN ATACAR TAMBIEN PASEO. 66 DE ELLOS.
NO SEGURO CUÁNDO.
Hizo una breve pausa para pensar y agregó:
ESTÁN EN DOLBLUND COMO HABÍAS PENSAO. CREO QUE HAN MATAO A UNA SACERDOTA DE LLOTH ALLÍ.
Otra pausa. Qilué le había dicho que escribiera todo lo que viera y oyera, por insignificante que fuera, de modo que agregó:
VAN A SALTAR SOBRE EL TEMPLO.
Acabado su mensaje, Jub golpeó el pergamino tres veces con la pluma mágica. Al tercer golpe, las palabras que había escrito volvieron a la pluma, desapareciendo de la página. Jub sostuvo la pluma cerca de su boca y susurró el nombre de Qilué, después la soltó. La pluma surcó el aire como una flecha y desapareció en medio de una lluvia de chispas plateadas.
Job volvió a agacharse y a posar las manos y las rodillas en el suelo, listo para polimorfarse otra vez. Al hacerlo, oyó un ruido fuera, en la caverna, unos pasos suaves que se detenían, como si alguien estuviera arrastrando los pies. Cuando se acercó al túnel donde él estaba escondido, Jub activó su filacteria y subió rápidamente la pared en forma de araña. El ruido de los pies arrastrándose, una vibración que podía sentir en las piernas, se paró a la entrada de su túnel. Alguien se asomó. Tenía una estatura equivalente a la de un drow y medio, una cabeza, brazos y piernas identificables, pero su cuerpo estaba totalmente cubierto de un maraña espesa de telarañas. Ocho ojos de araña miraban desde una cara cuyo rasgo más destacado era una boca que al abrirse dejaba ver unos colmillos retorcidos. La criatura despedía un olor, mezcla de almizcle y putrefacción. Allí donde los extremos informes que eran sus manos y sus pies tocaban la piedra, dejaban un montón de hilos.
Aquella cosa miró a Jub un buen rato, tanto como para ponerlo nervioso, pero justo en el momento en que ya pensaba que lo había identificado como un enemigo, se retiró. Desapareció a través de la caverna, haciendo un ruido pegajoso al arrastrar los pies. Iba siendo hora de salir de allí.
Jub desanduvo el camino por el que había venido, trepando por las empinadas paredes de la caverna. Cuando llegó al techo, los pelos de sus patas captaron una débil corriente de aire que salía de una hendidura cercana que había en la roca. El aire que entraba en la caverna era levemente húmedo. Olía a nieve derretida.
La hendedura apenas tenía el ancho necesario para que él se colara dentro. También era una salida más rápida, una manera de sortear todas aquellas trampas. Se deslizó por su interior hacia arriba. Era un ascenso tortuoso y varias veces estuvo a punto de quedarse atascado, pero cuanto más subía, con más claridad percibía el olor invernal de los bosques de la superficie.
La oscuridad de la grieta empezaba a volverse gris cuando pasó por una estrecha fisura que daba a una enorme caverna. Un vistazo a su interior bastó para hacer que se detuviera. El suelo de la caverna resplandecía con cientos de gemas y monedas esparcidas como las piedras en una playa. Medio enterrados entre ellas se veían estatuas, libros, petos y yelmos enjoyados, espadas en vaina de plata, cálices y profusión de tesoros. Era una visión que Jub no había esperado ver jamás en su vida: el tesoro de un dragón.
Era demasiado listo para dejarse tentar por él, de modo que se volvió para marcharse.
Algo conmovió los pelos de sus patas… El aleteo de unas alas gigantescas.
Un segundo después, una cabeza enorme surgió al nivel de sus ojos. Un descomunal ojo de pupila partida, grande como una fuente y arrugado como una ciruela pasa se asomó y miró el interior del agujero.
—No tan rápido, pequeño orco —dijo, en un susurro, una voz seca.
Aterrorizado, Jub trató de escabullirse, pero se encontró con que, de repente, no podía moverse. El corazón le latía furiosamente y su agitada respiración le hacía palpitar el abdomen. Le dio a su cuerpo la orden de moverse, pero no respondía. Estaba muerto de miedo —el dracolich debía de haber visto a través de su disfraz de araña y lo había identificado como lo que era—. Jub no dejaba de recriminarse. Si hubiera salido por donde había venido, en lugar de tratar de tomar un atajo, aquello jamás habría sucedido.
Las puntas de dos garras asomaron en el agujero y lo apresaron. Jub dio un respingo cuando se le clavaron en los costados. El dracolich lo sacó del agujero y, con un áspero susurro, desactivó la magia de la filacteria y devolvió a Jub a su forma de semiorco. Su aliento despedía un hedor ácido.
—Te advertí que no subieras hasta aquí —le dijo el dracolich, con el ronquido de un moribundo—. Teníamos un acuerdo.
La parálisis que se había apoderado del cuerpo de Jub estaba empezando a desvanecerse.
—Lo siento —dijo con voz entrecortada, sintiendo renacer la esperanza. ¡El dracolich no se había dado cuenta de que era un espía, lo había tomado por uno de los selvetargtlin!—. No fue mi intención romper el acuerdo. Pensé que era un atajo hacia la superficie. No sabía que conducía a tu guarida.
Mientras hablaba, Jub trataba desesperadamente de activar su filacteria. Si pudiera transformarse en una mosca podría salir volando por la grieta y escapar. Seria demasiado pequeño para que el dracolich pudiera cogerlo. Sin embargo, el dracolich parecía haber anulado completamente la magia de la filacteria.
El dracolich no muerto flotaba en el aire, moviendo pesadamente las negras alas y mirando amenazador a Jub con sus enormes ojos arrugados.
—Se te advirtió —dijo con un silbido.
Entonces aspiró aire, llenando sus pulmones. Un aire ácido salió por entre sus escamas, por donde otrora había tenido músculos.
Jub se preparó. Había llegado el momento. Iba a morir. Al menos no le había fallado a Qilué. Tal vez cuando volvieran a encontrarse en el dominio de Eilistraee, Qilué le sonreiría y le daría las gracias. Tal vez le tocaría suavemente la mano y…
El dracolich exhaló. Jub sintió que una corriente de aire ácido lo golpeaba en el pecho y abría instantáneamente un agujero a través de la carne y de los pulmones y derretía su espina dorsal. La parte superior de su cuerpo se desplomó hacia atrás como si fuera una muñeca rota, con colgajos de carne quemada por el ácido. Hubo un breve estallido de dolor, enceguecedor de tan intenso.
Entonces se cernió sobre él el gris olvido y oyó una canción apaciguadora que lo inundó, llevándose la angustia.