Q’arlynd contemplaba desde cierta distancia cómo Leliana, Rowaan y las demás sacerdotisas que habían sobrevivido al ataque de las drañas cantaban de pie bajo el árbol, completando la ceremonia sagrada por las seis que habían muerto a manos del judicador. Según había explicado Rowaan, normalmente los cadáveres delos fieles se colocaban en un catafalco en las copas de los árboles, pero el ataque mágico del judicador no había dejado nada de aquellas a las que había asesinado. Las sacerdotisas tuvieron que conformarse con las ropas y las armaduras vacías. Habían reunido esos restos y los habían puesto en las ramas desnudas de los árboles para que los bañara la luz de la luna: las lágrimas de Eilistraee.
Sin embargo, por el momento el cielo nocturno estaba encapotado. No era la luz de la luna la que caía sobre los restos, sino la nieve. Q’arlynd había leído sobre eso en los libros, pero esta era la primera vez que tenía la experiencia directa. Cubría su piwafwi como una espesa capa de esporas flotantes, pero estas «esporas» de agua congelada eran frías y se derretían al contacto con la piel, atravesaban el piwafwi y empapaban su camisa. El mago estaba aterido.
Entrecerró los ojos cuando el viento sopló la nieve hacia él. No sabía exactamente por qué se había quedado a presenciar la ceremonia. Todavía era, en gran medida, un intruso, a pesar de haber hecho los votos que le habían dado entrada a la fe de Eilistraee. No se invitaba a los hombres a unirse a las danzas sagradas y tampoco a que sumaran sus voces al canto de las Vísperas. Eilistraee sólo otorgaba la magia a sus sacerdotisas, y a los hombres les estaba reservado sólo un papel de apoyo, al igual que sucedía en la fe de Lloth.
«De tal madre, tal hija», pensó Q’arlynd.
La canción terminó. El ritual llegó a su fin.
Q’arlynd le hizo a Rowaan una seña para que se acercara.
Ella miró a Leliana, que se encogió de hombros, y se acercó a él, dejando unas huellas profundas en la nieve, que le llegaba a los tobillos.
Q’arlynd la saludó con una inclinación de cabeza.
—Señora —dijo—, ¿puedo hacer una pregunta?
—Llámame Rowaan. Todos somos iguales a los ojos de Eilistraee.
«Lo dudo», pensó Q’arlynd.
—¿Qué pregunta es esa?
Q’arlynd respiró hondo. Cuando era niño, había preguntado lo mismo a una de las sacerdotisas de Lloth; por toda respuesta recibió una buena tunda, pero seguía sintiendo curiosidad por saber qué le esperaba en la otra vida tras haber aceptado a Eilistraee como deidad protectora.
—¿Cómo fue eso de… estar muerta?
Rowaan permaneció en silencio unos instantes.
—Quieres saber qué te espera en el dominio de Eilistraee.
Q’arlynd asintió.
—¿Es mucho lo que recuerdas?
—Un poco —contestó Rowaan, sonriendo—. Me di cuenta de que estaba muerta cuando me encontré sola, de pie, en un lugar gris, sin relieve, el Plano de Fuga. A mi alrededor había otras almas, pero yo no podía verlas ni tocarlas. Sólo las sentía. Entonces oí una voz —parpadeó, tratando de contener las lágrimas—, una voz indescriptiblemente bella. Era Eilistraee, que me cantaba, que me llamaba. Se abrió una brecha en el gris, y por ella se coló un rayo de luna. Avancé hacia él, pero cuando estaba a punto de tocarlo y de ascender hacia la diosa, desapareció. Me desperté en el bosque, viva: Chezzara me había rescatado de entre los muertos antes de que pudiera entrar en el dominio de Eilistraee.
Se encogió de hombros y le dedicó una tímida sonrisa.
—Así pues, no puedo decirte cómo es eso de bailar con la diosa.
—El rayo de luna —insistió Q’arlynd—, ¿apareció, así, sin más?
Rowaan asintió.
—Por supuesto. Cuando Eilistraee cantó. Es la puerta a su dominio.
—Tal vez sea lo mejor que no fueras allí.
—No estoy segura de entender qué quieres decir.
—Podrías haber sido atacada y acabar con el alma consumida.
Rowaan frunció el entrecejo.
—¿Consumida? ¿Por qué?
Q’arlynd vaciló.
—¿No suele haber… alguna clase de criaturas con las que tiene que luchar tu alma para abrirse paso, o alguna otra prueba que superar antes de disfrutar de la presencia de la diosa?
—¿Y por qué crees eso?
—El dominio de Lloth está lleno de monstruos que consumen almas —explicó Q’arlynd—. Si tu alma consigue evitarlos, todavía queda el Paso del Ladrón de Almas. Según las enseñanzas de las sacerdotisas, equivale a ser desollado vivo. Sólo los más duros y tenaces sobreviven a ese paso y permanecen finalmente al lado de Lloth. Los demás son aniquilados. —Se encogió de hombros—. Suponía que Eilistraee por lo menos lanzaría un muro de espadas o algo para escoger entre los fieles y los indignos, para elegir a los que realmente lo merecen.
Rowaan sonrió.
—Eilistraee no pone a prueba a sus fieles. Somos nosotros mismos los que nos ponemos a prueba. Lo que importa es lo que hayamos hecho aquí, en Toril, antes de morir.
—¿Y los que se convierten a la fe? —inquirió Q’arlynd—. ¿Y si antes de buscar la redención han hecho cosas que abominables para Eilistraee?
Rowaan se lo quedó mirando unos instantes. Entonces asintió con la cabeza.
—Ah, ya veo. Te preocupa que Eilistraee tal vez no te acepte.
—En realidad, estaba pensando en Halisstra —mintió.
Rowaan le apoyó una mano en el brazo, sin escuchar realmente.
—No importa lo que hayas hecho antes de tu redención, ni a qué deidad hayas adorado. Ahora perteneces a Eilistraee.
El corazón le dio un vuelco. ¿Acaso Halisstra les habría hablado a las sacerdotisas sobre su anterior y no muy convencida «conversión» a la fe de Vhaeraun? Q’arlynd abrió la boca y se dispuso a explicar que los devaneos de su juventud no eran más que eso, meros coqueteos, el tipo de cosas en las que puede caer un muchacho por error. Sin embargo, se calló, pensando que cualquier cosa que dijera podría poner en tela de juicio su conversión más reciente. Si afirmaba no haber actuado con seriedad entonces, las sacerdotisas podrían pensar que tampoco era sincero esta vez, algo que contaría en contra de él cuando finalmente acudiera a reunirse con la suma sacerdotisa.
Rowaan, tal vez percibiendo su inquietud, le tocó con suavidad en el brazo.
—La Reina Araña ya no tiene poder sobre ti.
Q’arlynd se tranquilizó al darse cuenta de que se había referido a Lloth y no a Vhaeraun.
—Nunca serví con convicción a Lloth —dijo—. Pronunciaba las palabras porque me lo ordenaban las sacerdotisas, pero nunca entregué mi corazón a la Reina Araña —se llevó la mano al pecho al decir esto, con expresión sincera.
Parte de lo que decía era verdad. Era cierto que no había hecho ninguna promesa a la Reina Araña, y mucho menos la había invocado como deidad patrona. Nunca le había visto sentido a aquello. Para los fieles vivos de Lloth había grandes recompensas —poder y gloria—, pero sólo si se era hembra. A los varones se les prometían recompensas después de la muerte, pero por lo que Q’arlynd había oído, Lloth sólo otorgaba más sufrimientos.
—Todo eso lo has dejado atrás, en la oscuridad —continuó Rowaan—. Has accedido a la luz de Eilistraee. Si realmente has acogido su canción en tu corazón, bailarás para siempre con la diosa.
—Recompensa eterna —musitó Q’arlynd, añadiendo a su voz un tono de reverencia. Tenía que parecer realmente respetuoso, por más que supiera que todo lo que Rowaan decía era demasiado bueno para ser verdad—. Pero seguramente sólo para las almas de aquellos que se hayan mostrado merecedores de ella en vida y hayan ayudado ala diosa de una forma sustancial.
—No —dijo Rowaan, con firmeza—. Para Eilistraee, valen tanto la lucha como el éxito. Lo que cuenta realmente es la intención que está detrás del acto.
Q’arlynd se frotó la barbilla, tratando de asimilar aquello. Si lo que decía Rowaan era cierto, Eilistraee ofrecía vida eterna a todos los que se mantuvieran fieles a sus votos de ayudar a los débiles y de trabajar para convertir a los demás drow a su fe. No importaba si realmente triunfaban en la consecución de estos objetivos. Lo importante era que lo intentaran.
Era una doctrina sorprendente, que entraba en contradicción con todo lo que Q’arlynd había aprendido a lo largo de su vida. Por lo que había observado y lo que le habían enseñado, los dioses les pedían todo o nada a sus fieles. Vhaeraun, por ejemplo, pedía la perfección a sus seguidores. El menor fallo en el seguimiento de los decretos del Señor Enmascarado podía acarrearles su ira eterna. Incluso los que habían sido hasta el momento sus seguidores más devotos podían encontrarse expulsados para siempre de sus dominios. Lloth, en cambio, prefería el caos y no parecía importarle lo que hicieran sus fieles. Tampoco intervenía demasiado en las pruebas a las que se enfrentaban después de muertos, sino que dejaba todo en manos de los secuaces que tenía en su dominio. Que las almas —desde el más ínfimo y lego varón hasta la más encumbrada de sus sacerdotisas— consiguieran atravesar la Red de Pozos Demoníacos dependía tanto de la casualidad como de otras cosas.
En cambio, Eilistraee imponía exigencias a sus seguidores, pero se mostraba clemente con ellos aun cuando fracasaran.
Q’arlynd suponía que esa era una idea reconfortante para la mayoría, pero, para él, la idea de una deidad que ponía en la balanza no sólo los hechos sino también las intenciones resultaba bastante inquietante e incluso un poco injusto. Los seguidores de Vhaeraun, en la medida en que consiguieran resultados que fuesen del agrado del dios, podían dar cabida en sus corazones a todo tipo de pensamientos de rebeldía. Las sacerdotisas de Lloth podían hacer y pensar lo que les viniera en gana, ya que las recompensas otorgadas por su diosa a menudo eran arbitrarias. Los fieles de Eilistraee, en cambio, tenían que estar preguntándose continuamente no sólo si estaban haciendo lo correcto, sino también si lo hacían por las razones correctas.
Q’arlynd no quería tener que cargar con eso. Después de toda una vida mintiendo para sobrevivir, ni él mismo estaba seguro de cuándo decía la verdad.
La mayor parte de las sacerdotisas habían regresado a sus puestos. Leliana, sin embargo, se había quedado atrás, hablando con otras. Q’arlynd se daba cuenta de que Leliana no le quitaba los ojos de encima a su hija. A pesar de sus votos de conversión, seguía sin confiar en él plenamente.
—Otra pregunta… ¿Es el dominio de Eilistraee realmente un lugar donde los muertos son felices?
Rowaan pareció sorprendida por la pregunta.
—Por supuesto. ¿Qué podría proporcionar más gozo que ser uno con la propia diosa?
—Entonces —dijo Q’arlynd, bajando la voz—, ¿por qué estabas tan triste cuando Leliana murió?
—Porque la iba a echar de menos —dijo Rowaan. Hizo una pausa y luego prosiguió—. Imagina que alguien a quien amas desapareciera de pronto y supieras que iban a pasar muchos años, puede que incluso siglos, antes de volver a verlo. Tú también estarías terriblemente triste al verlo marchar. Tú también llorarías.
«No, yo no —pensó Q’arlynd—. No fue así hace tres años y tampoco ahora».
—Entonces, ¿por qué usaste tu anillo para cambiarte por ella? —preguntó—. Tú estarías muerta y ella viva, y podrían pasar muchos años antes de que volvierais a reuniros.
Rowaan hizo una mueca.
—Mi madre es una sacerdotisa poderosa. Puede hacer mucho más que yo por la causa de Eilistraee aquí, en Toril.
Echó una mirada a los restos depositados en los árboles.
—Si recuperamos a nuestros muertos, es porque debemos hacerlo. Somos muy pocos y no podemos darnos el lujo de perder a uno solo de nuestros fieles. Por eso fue tan devastador el ataque del judicador. Sin un cuerpo, no podemos hacer resucitar a los muertos, y todavía queda tanto por hacer. Hay tantos drow a los que todavía no hemos hecho salir a la luz. Todos los fieles de Eilistraee serán necesarios en la lucha que nos espera —miró a Q’arlynd y, por un momento, el mago sintió como si un ser divino escudriñara su alma—. Todos.
Q’arlynd se estremeció.
Detrás de Rowaan, Leliana puso fin a su conversación con las demás sacerdotisas y se encaminó a donde ellos estaban.
Q’arlynd la saludó con una reverencia.
—¿De qué estáis hablando vosotros dos? —preguntó Leliana.
Rowaan se volvió, sonriendo.
—Me estaba haciendo preguntas sobre el dominio de Eilistraee y sobre cómo es lo de bailar con la diosa.
Leliana arqueó una ceja y se volvió hacia Q’arlynd.
—¿Por qué? ¿Tienes pensado morir pronto?
El mago se incorporó.
—No, si puedo evitarlo, señora. Si Eilistraee quiere, pasará todavía un tiempo antes de que me encuentre en su dominio. —Les dedicó una de sus sonrisas más cándidas—. Como veréis, no soy buen bailarín.
La observación tuvo el efecto deseado. Rowaan rompió a reír de buena gana.
No así Leliana, sin embargo.
—En realidad, pensaba en mi hermana —se apresuró a continuar Q’arlynd—. Quería saber qué le sucedió después de su muerte.
La expresión de Leliana se suavizó.
—No te preocupes, la volverás a ver en Svartalfheim algún día —hizo una pausa—. Es decir, si permaneces fiel a tus votos.
Q’arlynd asintió.
—Así lo haré, señora —era una promesa con muy pocas probabilidades de ser cumplida, pero eso era algo que no importaría hasta que estuviera muerto. Mientras aún tuviera aliento, siempre podía elegir una deidad diferente si las cosas no iban bien con la suma sacerdotisa de Eilistraee.
Ya iba siendo hora de hacer algún movimiento en ese sentido.
Fijó la mirada en la de Leliana.
—Me dijiste que sería posible un encuentro con vuestra suma sacerdotisa —señaló el catafalco del árbol—. Ahora que los rituales fúnebres han terminado, me preguntaba cuándo podría reunirme con lady Qilué. Tengo entendido que está en vuestro templo principal… ¿El Paseo?
Leliana negó con la cabeza.
—No podemos enviar a nadie contigo en este preciso momento.
—Pero me puedo teleportar, ¿no lo recuerdas? —le sugirió Q’arlynd—. No necesito una escolta. Basta con que me describas el lugar y yo lo encontraré.
—No —dijo Leliana, con firmeza.
—¿Al menos le has dicho a lady Qilué que me gustaría reunirme con ella?
Leliana alzó los brazos al cielo.
—¿Cuándo se supone que he tenido ocasión de hacerlo, entre la batalla con las drañas y el sepelio de nuestras muertas?
—El ataque de las drañas tuvo lugar hace más de diez días —continuó Q’arlynd, usando la unidad de tiempo de los habitantes de la superficie. Comprendía la demora, ya que la sacerdotisa había estado ocupada en reforzar las defensas después del ataque; pero, a pesar de todo, lo irritaba—. ¿Cuándo ibas a decirle a la dama Qilué que me gustaría reunirme con ella?
—Cuando me parezca oportuno y esté dispuesta —dijo Leliana con los brazos cruzados—. Ni un minuto antes.
Q’arlynd echaba chispas. Se preguntaba por qué no habría acabado con Leliana cuando había tenido ocasión. Era evidente que ella había cambiado de opinión respecto a lo de concertar un encuentro con la suma sacerdotisa, y puesto que era la encargada de él, allá en el portal, tenía la última palabra sobre qué deberes tendría que desempeñar entre los fieles, así como acerca de su traslado o no a otro altar o templo. Sin embargo, Q’arlynd tenía aspiraciones más altas que quedarse sentado en un bosque envuelto en la niebla oyendo cantar a las mujeres. Quería estar en el centro de las cosas, en la sede del poder, y eso sólo sería posible si conseguía una audiencia con Qilué. Esa era la forma que tenía un varón de triunfar en la vida, arrimándose a una hembra poderosa y prestándole buenos servicios.
—Por ahora es mejor que te quedes aquí, Q’arlynd —dijo Rowaan—. El ataque de las drañas redujo nuestras filas a casi la mitad. Si vuelve el judicador, necesitaremos tus conjuros.
Q’arlynd inclinó la cabeza como muestra de modestia, aunque por dentro le rechinaban los dientes.
—Y si los asesinos de Vhaeraun se dejan ver por aquí…
—¡Rowaan! —le soltó Leliana, volviéndose hacia su hija—. Eso no es algo de lo que tengan que preocuparse los fieles legos.
Q’arlynd parpadeó, asombrado. Era obvio que Rowaan acababa de decir algo que él no debía oír. Era casi como si las sacerdotisas estuvieran esperando que los Sombras Nocturnas atacaran.
—Pero ahora Q’arlynd es uno de los nuestros —protestó Rowaan—. Él…
—No es una sacerdotisa —dijo Leliana—. Es cierto que es un mago poderoso, pero es…
No fue necesario que terminara la frase. Q’arlynd podía hacerlo: un varón.
El mago inclinó la cabeza, reconociendo calladamente la superioridad de Leliana. Daba lo mismo que fuera una adoradora de Lloth o de Eilistraee, una sacerdotisa era una sacerdotisa.
Una hembra.
Pero las hembras, según su experiencia, solían tener debilidad por las caras atractivas, algo que Q’arlynd podía explotar en su provecho. Le dedicó a Rowaan la sonrisa, aparentemente sumisa, de un macho que sabe qué lugar le corresponde en el mundo pero que no puede evitar querer más. Ella le respondió con una levísima inclinación de cabeza.
Estaba seguro de que Rowaan confiaba en él.
Podría valerse de eso.
Qilué contemplaba con una mezcla de piedad y de cautela a la criatura agazapada frente a ella. Quedaba muy poco de la drow que otrora había sido Halisstra Melarn. Lloth había duplicado su tamaño, aumentándolo con unos músculos fibrosos y le había dado a su cara un aspecto brutal y alargado. Las patas de araña que nacían de sus costillas y los colmillos que asomaban de aquellas protuberancias de la cara le daban un aspecto realmente monstruoso, pero, a pesar de su tamaño y su fuerza, en los ojos de Halisstra brillaba algo que hacía pensar en la sacerdotisa que había sido. Qilué vio en ellos un anhelo, una débil chispa de esperanza casi perdida en medio de la angustia y de la rabia.
Estaban en el bosque, Qilué envuelta en un fuego lunar plateado y protector, Halisstra rodeada de una visible aura de corrupción. Qilué había acudido armada con una espada cantora, una daga de plata y su brazalete mágico, además de sus conjuros, pero hasta el momento no había habido signos de traición. Era evidente que Halisstra había caído en manos de Lloth, pero si aquello era una trampa, todavía no se había activado.
Cavatina estaba unos pasos por detrás de Halisstra, espada en mano. La luz de la luna relumbraba sobre su armadura.
—Repite lo que me dijiste a mí sobre el templo —la incitó—. Descríbeselo a Qilué.
Halisstra dejó al descubierto sus dientes puntiagudos en algo que Qilué supuso pretendía ser una sonrisa.
—Se encuentra encima de un gran promontorio rocoso. Feliane, Uluyara y yo lo hicimos surgir con nuestras plegarias de la piedra de la Red de Pozos Demoníacos. Está intacto, y sigue siendo tierra consagrada. Las criaturas de Lloth no pueden entrar en él.
—Halisstra incluida —añadió Cavatina.
Halisstra asintió.
—¿Y sin embargo, pudiste colocar la Espada de la Medialuna en su interior? —preguntó Qilué. Quería oír otra vez esa parte de la historia para detectar las posibles incongruencias.
Halisstra asintió.
—Sí, desde lejos. Arrojé los trozos a través de la puerta. Había pensado poner los restos en lugar seguro para que más tarde pudieran ser recuperados y reparados, pero el templo debió de haber hecho magia con la espada. Ante mis ojos, la hoja y la empuñadura se deslizaron hasta unirse. La luz lunar sagrada de Eilistraee llenó el templo y la espada emitió un resplandor blanco. El resplandor me cegó unos instantes. Cuando por fin volví a ver, miré hacia el interior del templo y vi la espada en el suelo, reforjada.
A Qilué le pareció extraño que Lloth hubiera permitido que sucediera eso dentro de sus propios dominios, y todavía más extraño que el templo de Eilistraee siguiera en pie. Era sabido que la Reina Araña permitía espacios consagrados a otras deidades dentro de su reino —la Red de Pozos Demoníacos albergaba parte de los dominios de Vhaeraun, Kiaransalee y Ghaunadaur, después de todo—, pero eran deidades que se habían aliado con Lloth durante su revuelta contra los Seldarine. Eilistraee era la enemiga de Lloth. Un templo erigido en su honor dentro de la Red de Pozos Demoníacos debía de ser una molestia insoportable para el trono de la Reina Araña. O bien Lloth toleraba la existencia del templo por algún motivo o bien —Qilué sonrió pesarosa—, había sido debilitada por su Silencio hasta el punto de ser, por fin, susceptible de ser vencida por Eilistraee. Aunque también existía la posibilidad de que Halisstra mintiera sobre la existencia de un templo.
—Explícame otra vez cómo se partió la Espada de la Medialuna —dijo Qilué.
—Después de que Danifae me atacó a traición, yací allí, herida, durante un tiempo. Cuando recobré la conciencia (fue un milagro que siguiera viva), Uluyara y Feliane estaban muertas. Danifae y el draegloth habían desaparecido. Me di cuenta de que debían de haber entrado en el Paso del Ladrón de Almas y supe que tenía que seguirlos. Entré en el paso y luché contra los monstruos que Lloth había enviado contra mí. Luché bien, pero cuando estaba ya cerca de la salida, una estocada desviada hizo que mi espada quedara trabada en una grieta de la roca. Cuando traté de arrancarla, la hoja se partió. Me había abierto camino por el Paso, pero había terminado en el umbral mismo de la fortaleza de Lloth con un arma rota.
Halisstra hizo una pausa. Sus colmillos de araña temblaban. Después de un momento, se rehízo.
—Todavía tenía la espada de Seyll —continuó—, de modo que seguí adelante; combatí con Danifae y con Quenthel, pero en medio de la batalla llegamos a la ciudad de Lloth, a su mismísimo trono. Lloth se había despertado de su silencio. Traté de enfrentarme a la propia diosa, pero sin la Espada de la Medialuna… —Un estremecimiento sacudió todo su cuerpo—. No tenía esperanza. Lloth era demasiado poderosa. Nos obligó a las tres a arrodillarnos a sus pies. A Danifae la mató y la consumió. Era la más merecedora, a los ojos de Lloth, y la diosa quería añadirla a su propia sustancia. A Quenthel le perdonó la vida y la envió de vuelta a Arach-Tinilith, donde todavía sirve a la Reina Araña. Yo fui considerada indigna por haber renunciado a mi fe para abrazar a Eilistraee. Lloth dijo que por eso tendría que hacer penitencia eterna. Se apoderó de mí y me mordió. —Halisstra se tocó las marcas de las picaduras en el cuello—. Ocho veces me hundió los dientes en la carne. Entonces me envolvió en un capullo. Cuando salí de él, era… como soy ahora.
Qilué asintió.
—¿Qué pasó después?
—Salí de la fortaleza de Lloth. Estaba llena de yochlols, pero no hicieron el menor intento de detenerme. Me alejé por la planicie dando tumbos, de vuelta hacia el Paso del Ladrón de Almas. Recuperé los trozos de la Espada de la Medialuna y entré en el Paso. Esta vez nada me atacó. Volví al templo de Eilistraee y deposité la espada en su interior.
—Cuéntale cómo escapaste de la Red de Pozos Demoníacos —le pidió Cavatina—. Fue una táctica muy inteligente.
Qilué le lanzó una mirada a la Dama Canción Oscura. Hasta el momento, ella misma no se había pronunciando acerca de lo dicho por Halisstra. Qilué quería que llegara rápidamente al Velarswood. Era evidente que Halisstra le había contado la historia más de una vez a Cavatina, algo que podría haberle permitido corregir un poco el relato. Normalmente, Qilué habría usado un conjuro para determinar qué partes de la historia eran ciertas y cuáles eran mentiras o meros adornos, añadidos a un endeble hilo de verdad. Pero fuera cual fuere el dominio que tenía Lloth sobre la trágica criatura en que se había convertido Halisstra, era potente. Ni siquiera la magia de Qilué podía penetrar en él.
Qilué se preguntó qué era lo que Lloth trataba de ocultar.
—Escapé gracias a que observé a Selvetarm —continuó Halisstra—. Al seguirlo, descubrí dónde se encuentra uno de los portales que permite salir del dominio de Lloth. Estaba guardado por una araña cantora, una criatura cuyas telarañas crean música capaz de esclavizar o incluso matar. Esto habría sido una barrera infranqueable para mí si no hubiera tenido yo formación en bae’queshel. Utilicé esta magia para tañer las cuerdas de la telaraña como si se tratase de una lira, y conseguí que se abriera. El portal conducía de regreso a este plano, a un lugar al este del lago Sember.
—Halisstra puede enseñarnos dónde está —dijo Cavatina con ojos chispeantes—, y conducirnos al templo erigido en la Red de Pozos Demoníacos. La Espada de la Medialuna…
Qilué impuso silencio alzando una mano. No le gustaba la expresión de los ojos de Halisstra. Por mucho que fuera una antigua sacerdotisa, sus ojos tenían un destello tan maligno como los de la propia Lloth. Su deseo de volver a la Red de Pozos Demoníacos parecía un poco excesivo.
Sin embargo, el dolor y la desesperación que Qilué percibía en ella parecían reales. Al menos una parte de Halisstra tenía todavía ansias de una segunda oportunidad de redimirse, pero puesto que no podía morir, le esperaba toda una eternidad de vinculación con la Reina Araña, a menos que las pegajosas redes con que Lloth la sujetaba pudieran romperse de alguna manera.
Qilué sospechaba que Halisstra, conscientemente o no, trataba de jugar al mismo tiempo en los dos lados del tablero de sava. Y el otro lado era la posibilidad de la recompensa que la Reina Araña le daría por poner en sus manos a una sacerdotisa de Eilistraee, claro que Lloth era caprichosa en lo tocante a recompensar a los mortales por los servicios prestados. La Reina Araña lo mismo podía castigar que perdonar, y eso, indudablemente, Halisstra lo sabía.
—Podemos hacerlo, lady Qilué —susurró Halisstra—, terminar lo que empezamos. Usar la Espada de la Medialuna para matar a Lloth —extendió sus alargados dedos, y miró las garras que salían de sus extremos—, pero no la matarán estas manos. Esta vez tendrá que ser otra persona quien esgrima la Espada de la Medialuna.
Qilué asintió. Los fieles de Eilistraee no cometerían dos veces el mismo error. La decisión tomada tres años antes por Uluyara de que fuera Halisstra quien portara la espada había resultado un desastre, aun cuando la elección había parecido sólida en aquel momento. Halisstra formaba parte del grupo que había estado buscando a Lloth durante su silencio. Era la que tenía la mejor oportunidad de infiltrarse en la banda de Quenthel y de viajar con ella al lugar donde Lloth se había recluido, pero Halisstra era una novicia y todavía no confiaba plenamente en la fe que acababa de abrazar. En esta ocasión sería una de las Elegidas de Eilistraee, la propia Qilué, quien dirigiría la operación.
Eso si realmente todavía existía la Espada de la Medialuna.
—Hace tres años —dijo Qilué—, Uluyara se presentó ante mí y me dijo lo que pensabais hacer. Cuando entrasteis en la Red de Pozos Demoníacos, yo estaba observando.
Eso produjo una reacción.
—¿Estabas escudriñando? —Las patas de araña de Halisstra tamborilearon sobre su pecho. Su respiración se volvió más rápida y superficial.
Qilué asintió. Deliberadamente, añadió detalles que Halisstra pudiera reconocer.
—¿No percibiste mi presencia cuando hice añicos el hielo que Pharaun usó para apresarte? Vi a través de tus ojos cuando Danifae te levantó por el pelo y te obligó a mirar cómo el draegloth destrozaba a Feliane.
Halisstra entrecerró los ojos, tal vez porque el recuerdo le resultaba doloroso.
—¿Viste morir a Feliane? —todos sus músculos se pusieron tensos.
—Sí.
Durante unos instantes hubo un silencio expectante. Qilué esperaba que Halisstra pusiera al descubierto, con alguna palabra mal elegida, el secreto, fuera cual fuese, que le producía tamaña tensión. Había sucedido algo después de que el draegloth matara a Feliane, algo que Halisstra no quería que Qilué averiguara, pero ¿qué?
Halisstra se rio. Su risa era un sonido salvaje que rayaba en la locura. Qilué creyó percibir un fondo de alivio en él, pero no podía asegurarlo.
—Crees que podría haber hecho más para salvar a Feliane, pero estaba débil, medio muerta. No pude hacer nada para impedir que el draegloth la matara.
Qilué enarcó una ceja, aguardando, pero no hubo nada más. Por fin asintió.
—No pudiste hacer nada para salvarla —coincidió.
El alivio de Halisstra era perfectamente visible, y tal vez todo se redujera a eso. Tal vez Halisstra se sentía culpable de las muertes de las dos sacerdotisas que la habían acompañado a la Red de Pozos Demoníacos, una culpa tan dolorosa como cualquier castigo impuesto por Lloth.
Qilué se preguntó de repente si no habría presionado demasiado a Halisstra. Cambió a un tono más apaciguador.
—Una muerte como la de Feliane trastornaría a cualquiera. Cualquiera dudaría de su fe —dijo—. No es raro que pensaras que Eilistraee te había abandonado, pero no fue así. Fue su magia lo que te revivió después de que la maza de Danifae te aplastara la cara.
Halisstra ladeó la cabeza.
—¿Eilistraee estaba… conmigo? —dijo en un susurro seco y ahogado—. Incluso cuando…
Qilué asintió.
—Así es.
—Si Eilistraee estaba conmigo —la mirada de Halisstra se hizo más dura—, ¿por qué dejó que Lloth se adueñara de mí?
—A pesar de lo fuerte que es Eilistraee, Lloth es más poderosa dentro de su propio dominio, especialmente dentro de su fortaleza. —Qilué abrió las manos—. Pero ni Eilistraee ni yo te abandonamos así, sin más. Yo puse fin a mi escudriñamiento cuando Danifae te derribó. Supuse que estabas muerta hasta que Eilistraee me sugirió lo contrario. No importa qué sucedió en la Red de Pozos Demoníacos después de eso, Eilistraee te perdonará.
Halisstra la miró con escepticismo.
—Una última pregunta —dijo Qilué—. Han pasado tres años desde que Lloth rompió su silencio. ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?
Halisstra se removió, incómoda.
—Sólo hace un año que escapé de la Red de Pozos Demoníacos. Desde entonces he estado… ocupada.
—Haciendo lo que te mandó Lloth.
Los ojos de Halisstra se encendieron.
—Jamás ataqué a tus sacerdotisas.
A Qilué no le pasó desapercibida la palabra que usó.
—Fui detrás de las Casas Jaerle y Auzkovyn —continuó Halisstra—, de los clérigos de Vhaeraun. Ellos son también vuestros enemigos.
—Los que rinden culto a Vhaeraun, sí —dijo Qilué en voz baja—, pero algunos de esas Casas han buscado la redención.
—No todos ellos —interrumpió Cavatina, dándole la razón a Halisstra—. El último al que mató murió sin arrepentirse. Le di todas las oportunidades de redimirse antes de morir, pero las rechazó.
Qilué frunció el entrecejo, sin entender nada.
—¿Resucitaste a una de sus víctimas de entre los muertos?
La Dama Canción Oscura rio.
—Todo lo contrario. Estaba vivo, dentro del capullo, cuando lo encontré.
—¿Lo mataste?
Cavatina sostuvo la mirada de Qilué sin sombra de arrepentimiento.
—Merecía morir.
Cavatina no parecía dispuesta a decir más. En lugar de proseguir la conversación ante Halisstra, quien escuchaba con atención un tanto excesiva, Qilué prefirió dejar aquel tema. Tenían entre manos cosas más importantes. La Espada de la Medialuna. Si todavía existía, la búsqueda que habían iniciado tres años antes podría continuar.
Miró a Cavatina por encima de Halisstra. La Dama Canción Oscura estaba lista. Sus ojos brillaban a la luz de la luna. Cavatina era hábil con la espada y tenía experiencia en el combate con demonios. Sin contar a la propia Qilué, era la opción más lógica para recuperar la espada, si es que todavía existía.
—Sacerdotisa —le dijo Qilué, en voz alta—. ¿Te consideras a la altura del desafío? —Al mismo tiempo se valió de su magia para enviarle un mensaje silencioso. Será una trampa. Lo más probable es que el templo ya no exista y que la espada siga perdida.
Cavatina estaba en actitud tensa. Ansiosa. Pero ¿y si es cierto? ¿Y sí puede recuperarse la espada?
—Entonces tendrás que traérmela —dijo Qilué, respondiendo en voz alta. Mientras hablaba no perdía de vista a Halisstra, en busca de una reacción. Halisstra no dio muestras de decepción. Al parecer no le importaba que la propia Qilué no fuese atraída a la Red de Pozos Demoníacos.
Cavatina pareció a punto de decir algo, pero se contuvo. Qilué se dio cuenta de que su intención era protestar, insistir en que debía ser un Caballero Canción Oscura quien hiciese el intento de matar a Lloth, pero en vez de eso se limitó a inclinar la cabeza.
—Con el canto y la espada, triunfaremos —dijo—. Los drow quedarán por fin libres de la Reina Araña.
—Con el canto y la espada —murmuró Qilué. A continuación respiró hondo. Pensó que Halisstra era una moneda que se mantenía inestable sobre su canto. ¿Hacia qué lado se inclinaría?, ¿hacia la traición o hacia la colaboración? La profecía de hacía tres años afirmaba que las dos posibilidades existían.
No, la profecía había dicho que sucederían las dos cosas. En palabras de la propia diosa, la Casa Melarn ayudaría y traicionaría. Una sola moneda sólo podía caer hacia un lado o hacia el otro.
¿Había una segunda «moneda» en algún lugar, esperando para mostrarse?
Y si así era, ¿dónde?
Q’arlynd se aproximó al árbol que sostenía a las sacerdotisas. Seguía cubierto de hojas a pesar de la reciente nevada. Alimentadas por la antigua magia, sus ramas se destacaban contra el cielo nocturno con un verde brillante que le recordó a Q’arlynd a los fuegos mágicos que decoraban los edificios y las calles en su ciudad.
El tronco era enorme, tan grueso como cualquiera de las calles de la antigua Ched Nasad. En varios puntos, su corteza presentaba bultos, enormes nudos. En cada uno de ellos se había excavado una habitación a la que se accedía por una puerta redonda de madera. A las puertas se subía por escalas de peldaños independientes que flotaban en el aire. Esos peldaños tenían un aspecto inofensivo, pero los glifos grabados en ellos se activarían en caso de ser tocados por alguien con aviesas intenciones, y los transformarían de inmediato en una sustancia tan afilada como el acero. Los enemigos de Eilistraee lo bastante necios como para usar una escala mágica perderían los dedos, en el mejor de los casos.
Sin embargo, Q’arlynd tenía una forma más fácil de acceder: la insignia de su Casa. Mentalmente la activó y se elevó por los aires hasta la habitación de Rowaan. Una luz amarilla se filtraba por las rendijas que quedaban entre la puerta y el marco. Aunque Rowaan era una elfa oscura, parecía haber abandonado el uso de su visión en la oscuridad. Q’arlynd, levitando todavía, desactivó el glifo de la puerta, una simple custodia que proyectaba una sugestión mental para disuadir a los varones de tocar el picaporte de la puerta. Entonces alzó la mano para llamar.
Sin embargo, no lo hizo. Había ido con la intención de convencer a Rowaan para que lo acompañara a El Paseo y le presentara a Qilué, Tenía la historia perfecta, minuciosamente ensayada para ganarse la simpatía de Rowaan, el relato de cómo había salvado Halisstra su vida después de su accidente. Le diría que aquello había despertado en él sentimientos que ni siquiera sabía que tenía, que se había dado cuenta de que Halisstra le importaba. Que había descubierto cómo (¿cuál era la palabra?) cómo quería a su hermana. A continuación le rogaría y le diría que si pudiera hablar con Qilué, brevemente y sin interrumpir a la suma sacerdotisa en sus importantes deberes, tal vez pudiera averiguar algo más sobre la única persona que realmente le importaba en el mundo. Sin embargo, allí flotando ante el umbral de Rowaan, todo le parecía demasiado fácil, casi tan apasionante como saltar de una mesa al suelo. Él necesitaba un reto mayor.
Un poco más arriba vio la puerta de Leliana.
Sonrió. Eso ya era otra cosa. Y ser presentado a Qilué por una sacerdotisa más poderosa, sin duda, no lo perjudicaría.
Levitó, se aproximó a su puerta y desactivó la custodia. Después llamó con los nudillos, una llamada leve, aparentemente vacilante. Mientras esperaba a que la puerta se abriera, se pasó una mano por el pelo, alisándolo.
La puerta se abrió y dejó ver una pequeña habitación confortablemente oscura. Q’arlynd saludó con una reverencia.
—¿Puedo entrar?
Leliana miró primero al mago y después la puerta.
—¿Cómo…?
Q’arlynd hizo un movimiento ondulante con los dedos.
—Magia.
Los ojos de Leliana se encendieron de ira.
—No está permitida tu presencia aquí. Sólo las sacerdotisas…
—Lo sé, pero necesito hablar contigo. —Bajó la voz, como si temiera que alguien le oyera—. Es sobre los Sombras Nocturnas. Tengo información que creo que debes oír.
Leliana apartó la mirada y farfulló algo entre dientes.
—Está bien —dijo—, pasa.
Q’arlynd se impulsó hacia dentro y puso fin a su levitación. Por todo mobiliario, la habitación tenía dos taburetes con cojines y una mesa de intrincada talla cuyas patas estaban unidas al suelo. Seguramente había sido tallada cuando se ahuecó el nudo. De unas perchas colgaban la armadura, las armas y el capote de Leliana. En unas anchas hornacinas ahuecadas en la pared había cestas, ropa doblada y libros. Q’arlynd asintió. No le sorprendió que Leliana leyera. Tenía una mente despierta. Otra cosa atrajo su atención, un arpa en forma de medialuna en un hueco junto a la puerta. Alargó la mano para tocarla, pero luego bajó la mano, como si de pronto hubiera recordado sus modales.
—Lo siento —dijo—, no debería tocar tus cosas, pero me… recuerdan a mi hermana. —Alzó los ojos para mirar a Leliana—. ¿Tú conociste bien a Halisstra?
—Sólo la vi una vez.
Q’arlynd pulsó las cuerdas del arpa con la punta del dedo. Un trémolo de notas se expandió por el aire.
—Tocaba la lira.
—Déjate de rodeos. Has venido a decirme algo sobre los Sombras Nocturnas. Lárgalo ya.
Q’arlynd enarcó una ceja mientras inclinaba la cabeza.
—Como tú mandes…, señora.
—No me llames así.
—¿Por qué no? —inquirió Q’arlynd—. ¿Acaso no naciste en la Antípoda Oscura? En Menzoberranzan, si no me engaña tu acento. Sin duda naciste en el seno de una Casa noble. Tu porte aristocrático es inconfundible.
Leliana pasó por alto la adulación. Cerró la puerta para que no entrara el aire helado y se cruzó de brazos. Como no tenía puesta la armadura, Q’arlynd pudo apreciar las curvas de sus pechos y la fuerte musculatura de los brazos. Era apenas un poco más alta que él. Baja, para ser mujer.
—Vamos al grano —dijo Leliana.
Q’arlynd suspiró.
—Las cosas se hacen de diferente modo en los reinos de la superficie ¿no? —dijo—. Bien. Por nuestra conversación de la noche pasada, creo que estás preocupada por un posible ataque de los asesinos de Vhaeraun.
Siguió un silencio. Leliana ni confirmó ni desmintió lo que acababa de decir.
—Prosigue.
—Los Sombras Nocturnas son maestros del engaño y el disfraz —dijo Q’arlynd. Se inclinó más hacia ella como para compartir un oscuro secreto—, pero yo sé cómo detectarlos.
—Yo también —dijo ella, con sarcasmo—. El primer indicio es ese cuadrado de tela negra que tanto les gusta llevar.
Q’arlynd sonrió.
—Es cierto, pero un Sombra Nocturna puede hacer magia aunque su máscara esté a miles de pasos de distancia. —Hizo un gesto despectivo con la mano—. Claro que eso ya lo sabías, sin duda. Del mismo modo que sabes, seguramente, que el conjuro de engaño de un Sombra Nocturna puede enmascarar su adscripción, su verdadera fe…, incluso sus pensamientos. Pero lo que no sabes, apuesto lo que quieras, es cómo contrarrestar su engaño.
—¿Y tú sí lo sabes?
—Así es.
La expresión de Leliana era de absoluto escepticismo, pero todavía no lo había echado con cajas destempladas. Quería oír más.
—Deja que te explique. Hace muchos años, cuando yo era un mago novicio, un… —rebuscó la palabra adecuada, que no era una de uso frecuente entre los drow—, un amigo mío acudió a mí en busca de ayuda. Era un Sombra Nocturna. Tenía un problema que creía que mi magia podía solucionar.
—¿Qué clase de problema?
—Había sido maldecido. —Q’arlynd se dirigió hacia el centro de la habitación para poner deliberadamente a prueba la disposición dela sacerdotisa a dejar que él invadiera su espacio privado.
Al ver que no hacía el menor intento de detenerlo, Q’arlynd se apoyó de espaldas en la mesa, estirándose, mostrando de su cuerpo. Sonrió para sus adentros cuando vio que los ojos de la mujer se demoraban sobre él.
—¿Estás familiarizada con el avatar de Vhaeraun? —preguntó.
—Personalmente no, nunca me he tropezado con él. Y, Eilistraee mediante, jamás tendré ese gusto.
Q’arlynd rio entre dientes.
—Yo tampoco, pero mi amigo me instruyó. Según él, el avatar del Señor Enmascarado tiene el aspecto de un drow normal, salvo en los ojos, que cambian de color para reflejar sus estados de ánimo. Son rojos cuando el dios está enfadado, azules cuando está satisfecho, verdes cuando…
—Deja que adivine: cuando siente envidia.
—En realidad, cuando está intrigado —Q’arlynd hizo un gesto restándole importancia—, pero eso no tiene importancia. Lo importante es que este Sombra Nocturna había transgredido las normas de su fe. Se había rodeado de una ilusión que hacía que sus ojos cambiaran de color y había tratado de hacerse pasar por el avatar de Vhaeraun. Fue una estupidez, y pagó el precio de su temeridad. Vhaeraun le lanzó una maldición que hacía que sus ojos lo traicionaran para siempre. Seguían cambiando de color en todo momento, incluso cuando desactivaba su ilusión, lo cual lo identificaba como clérigo de Vhaeraun, cosa que en Ched Nasad no era nada conveniente.
—Entonces, ¿recurrió a ti para que eliminaras el maleficio?
—Exacto —Q’arlynd suspiró—, pero para su desgracia aquella maldición superaba mi capacidad. Yo todavía era un novicio y mis habilidades se limitaban a unos cuantos trucos y conjuros sencillos.
—Entonces —dijo Leliana, frunciendo el entrecejo—, ¿por qué recurrió a ti?
Q’arlynd se encogió de hombros y apartó la mirada.
—Tenía sus motivos.
—¿Por qué? ¿Porque tú también eras un Sombra Nocturna?
Q’arlynd le sostuvo la mirada sin flaquear.
—No. Hubo un tiempo en que pensé convertirme en aspirante… Mi amigo me hacía confidencias y me contaba muchas cosas sobre los Sombras Nocturnas. Incluso llegué a asistir a una de sus reuniones secretas, pero nunca llegué a tomar la máscara.
—Entonces, ¿pudiste ayudar a tu amigo?
Q’arlynd suspiró.
—Mientras le decía que no podía ayudarlo, se me escapó que yo estaba estudiando cómo tornar invisibles a las criaturas vivas. Me rogó que le lanzara ese conjuro para poder escapar de la ciudad.
Leliana asintió.
—¿Y se escapó?
La expresión de Q’arlynd se endureció.
—No. En vez de hacerlo invisible le hice un conjuro que le dejó inconsciente. A continuación lo entregué a la madre matrona de nuestra Casa.
La expresión «se me escapó» había sido deliberada. Leliana tardó menos tiempo del que el mago esperaba en asimilarlo.
Casi de inmediato, la sacerdotisa lo miró, sorprendida.
—¿Tú y este «amigo» erais parientes consanguíneos?
Q’arlynd asintió.
—Era mi hermano menor. —Apartó la mirada, prolongando el silencio un instante—. La «recompensa» que recibí por entregarlo fue que me permitieron ver cómo lo sacrificaba nuestra madre. Lo descuartizó y, trozo por trozo, lo ofreció a Lloth. Tardó… —Su voz sonó deliberadamente ahogada—. Tardó largo rato en morir.
Leliana parecía descompuesta.
—Traicionaste a tu propio hermano.
—Tuve que hacerlo. De haberlo ayudado, yo mismo habría sido marcado para el sacrificio.
—No, si conseguía escapar.
—Un conjuro de invisibilidad no habría servido. Se habría desactivado mucho antes de que consiguiera escapar de la ciudad, y sus ojos lo habrían delatado. Las sacerdotisas de Lloth, al igual que las de Eilistraee, tienen recursos para sonsacarle la verdad a una persona —suspiró—. Lo que debería haber hecho es darle a Tellik una muerte rápida y limpia, pero no fui lo bastante fuerte para hacer eso. —Elevó los ojos hacia ella—. Tú te criaste en la Antípoda Oscura. Entiendes que algunas cosas son necesarias. Para sobrevivir debiste de haber… hecho cosas, cosas que más tarde has lamentado.
Leliana entrecerró los ojos.
—Todo eso lo he dejado atrás.
—Lo mismo he hecho yo. He hecho los votos de Eilistraee. He entrado en la luz.
Leliana arqueó una ceja.
—¿Lo has hecho?
—Sí, por eso he compartido contigo esta historia, por más que me haya resultado doloroso. Quería darte un arma que pudieras usar contra cualquier Sombra Nocturna que pueda deslizarse disfrazado en tu altar. —Sonrió—. Por eso vine a decírtelo. Si formulas cuidadosamente un conjuro, puedes producir el mismo efecto, que los ojos de un Sombra Nocturna reflejen los de su avatar. Con independencia del disfraz que lleve, eso lo delatará.
Leliana reflexionó unos instantes.
—Interesante historia —dijo por fin.
Q’arlynd sintió que se ruborizaba.
—¿No me crees? —Señaló la espada de la sacerdotisa—. Entonces hazla girar y haz tu conjuro de verdad. Haz que repita mi «historia» y comprueba si he dicho la verdad.
La boca de Leliana se curvó en una sonrisa.
—No es necesario —dijo—. Antes de invitarte a entrar pronuncié una plegaria que me haría oír un tintineo cuando mintieras. Es mucho más sutil que el conjuro de verdad que usé contigo anteriormente, ¿no te parece?
Q’arlynd se rio, evaporado su enojo. Leliana era una hembra drow hasta la médula.
—Bien hecho —dijo, ladeando la cabeza.
—Y tú —replicó ella—, tú contaste una historia conmovedora, llena de confesiones y autorecriminaciones que te habrían ganado mi simpatía, y has ofrecido un posible método para descubrir a nuestros enemigos.
—El método funciona, sin duda —dijo Q’arlynd—. Lo he visto yo mismo.
—Seguro que sí —dijo Leliana—, pero hay un pequeño problema. Ninguna de nosotras sabe lanzar una maldición.
Q’arlynd se sintió aliviado. Las cosas volvían a su curso.
—Me doy cuenta —dijo, con aire solemne—. Vlashiri está muerta, pero he oído decir a una de sus sacerdotisas que hay otras en El Paseo familiarizadas con las maldiciones. Envíame allí y les enseñaré la fórmula de un conjuro para descubrir a un Sombra Nocturna disfrazado.
Leliana se rio.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Q’arlynd.
—Saben cómo deshacer maldiciones, no cómo lanzarlas. Eilistraee no lo permitiría.
Q’arlynd tuvo que hacer un gran esfuerzo para no dejar traslucir sus emociones.
—Ya veo.
Leliana fue hacia la puerta.
—No estás preparado para visitar El Paseo todavía.
—Eso significa que no confías en mí.
—No del todo —abrió la puerta y se dispuso a indicarle la salida—, pero enviaré un mensaje a Qilué en tu nombre, aunque sólo para…
El resto de sus palabras se perdió en un estruendo metálico que venía desde abajo. Parecía el entrechocar de espadas, pero más rápido de lo que podría hacerlo cualquier mortal. Las puertas se abrieron de golpe, por encima y por debajo de la habitación de Leliana.
—¡La barrera! —gritó una sacerdotisa—. Algo la ha activado.
Leliana corrió a por su armadura y su espada. Se metió dentro de su cota de malla tan rápido como quien se pone una camisa y corrió hacia la puerta abierta.
—Vamos —gritó, al pasar junto al mago—. Si es otra vez el judicador, tal vez te necesitemos.
Q’arlynd no esperó a que repitiera la invitación. Era una oportunidad de combatir al lado de Leliana y de ponerse a prueba ante ella. De un tirón sacó la varita de su estuche y la siguió hasta la puerta. Echó una mirada al exterior mientras ella bajaba la escala a toda velocidad, y vio espadas animadas por medios mágicos que atravesaban el aire silbando a varios pasos del árbol, formando un círculo en torno a él. Fugazmente se preguntó por qué no había saltado la trampa mágica antes, cuando él mismo había atravesado cualquier límite invisible que hubiera rodeando el árbol. Tal vez porque ahora él era uno de los «fieles». Encogiéndose de hombros, lanzó un conjuro para protegerse y, saltando, activó la insignia de su Casa. Mientras levitaba lentamente hasta el suelo, otras sacerdotisas pasaron a su lado al bajar por las escalas con las espadas en ristre. Una de ellas ya estaba al pie del árbol, girando en el sitio y sosteniendo la espada ante sí.
De repente se detuvo y señaló con la espada.
—¡Allí! —gritó—. Se fue por ahí.
Otra sacerdotisa hizo bajar del cielo un relámpago lunar. Descendió como una saeta hacia el bosque e iluminó, apenas un momento, la figura de un hombre de piel negra que corría. Se tambaleó cuando golpeó en el suelo junto a él y miró por encima del hombro. A pesar de la distancia, Q’arlynd vio su máscara.
—Un Sombra Nocturna —susurró entre dientes.
Una de las sacerdotisas dijo una palabra para desactivar la barrera de espadas. Cuando cayó, las demás sacerdotisas cargaron en pos del asesino. Una de ellas hizo sonar un cuerno de caza. Leliana salió corriendo detrás de ellas.
—¡Q’arlynd! —gritó por encima del hombro—. ¿A qué estás esperando?
Q’arlynd vaciló. Había observado algo que a ella le había pasado desapercibido. La puerta de Rowaan estaba abierta, pero no la había visto entre la desbandada para coger al asesino. Levitando, se acercó hasta la apertura y miró dentro.
Lo que vio no lo sorprendió. Rowaan yacía en el suelo de la habitación, con los ojos desorbitados y un profundo surco en la garganta. El asesino debía de estar estrangulándola mientras Q’arlynd y Leliana conversaban.
Y Q’arlynd había sido quien le había abierto la puerta.
Leliana se daría cuenta en el instante mismo en que viera el glifo desactivado. Entonces, todas las sospechas que abrigaba sobre él se verían «confirmadas».
Tal como estaban las cosas, jamás conseguiría una audiencia con la suma sacerdotisa, a menos que fuera como prisionero.
Maldijo y guardó su varita antes de teleportarse.