Qilué se quedó mirando los eslabones de metal retorcidos, los restos chamuscados de una cota de malla que había pasado por las tripas de un carroñero reptante. Al parecer se había resuelto el misterio de la súbita desaparición de la novicia. No había esperanza de recuperar a Thaleste de entre los muertos. No quedaba de ella ni una esquirla de hueso, apenas unos cuantos trozos de la cota de malla y un trozo deforme de plata que otrora había sido un colgante sagrado.
—Que las lágrimas de Eilistraee —murmuró Qilué— puedan purificar su alma.
Junto a ella, Iljrene repitió la bendición.
La señora de batalla del templo era una mujer muy menuda, tan esbelta como un junco, con facciones finas y cejas muy arqueadas. Su voz era aguda, casi chillona, como la de un niño. Sin embargo, tenía una fuerte musculatura y su habilidad con las armas era de todos conocida. Se le habían confiado las defensas de El Paseo y era portadora de una de las apreciadas reliquias del templo, una de las espadas cantoras que las compañeras de Qilué habían llevado a la batalla contra el avatar de Ghaunadaur. Siempre la llevaba en la vaina sujeta a su espalda.
—¿Por qué me has hecho llamar? —preguntó Qilué—. La respuesta de nuestro misterio me parece muy clara. Un carroñero reptante devoró a la novicia y dejó aquí sus restos.
—Eso fue lo que pensó la patrulla que la encontró —dijo Iljrene—, hasta que cantaron una adivinación. Cuando vieron el resto de lo que había aquí, no quisieron tocarlo. Prueba tú misma y verás.
Qilué cantó una breve plegaria al tiempo que pasaba la palma de la mano por encima del amasijo de la cota de malla. Un aura apareció en torno a una pieza oval que estaba enterrada dentro del amasijo. Resplandecía con una intermitente luz purpúrea entre unas líneas negras entrecruzadas.
Con un movimiento del dedo hizo levitar el objeto hasta la altura de sus ojos. Giró el dedo y le dio la vuelta. Las líneas de fuerza mágica se desplazaban por la superficie del aura purpúrea, y formaban por momentos dibujos semejantes a una tela de araña; después se transformaban en otros, en algo que recordaba a una runa dethek muy simplificada. También el aura palpitaba, acercándose y alejándose entre un benigno azul cielo y un oscuro púrpura con tintes funestos. Qilué formuló un conjuro para analizar el dweomer, pero por mucho que pulsaba las cuerdas del Tejido, la música producida por la obsidiana era una cacofonía de notas discordantes. Reconocía que la gema tenía alguna especie de magia de conjuración, pero algo le impedía averiguar más. Era casi como si el elemento mágico estuviese en manos de un mago cuya voluntad se resistía a ella, aunque era evidente que no era así.
Qilué dejó que se extinguiera su conjuro de adivinación. Las líneas mágicas de fuerza que había hecho visibles se desvanecieron. Una vez más, el objeto recuperó su aspecto oval de negra obsidiana pulida.
—Jamás he visto nada parecido —dijo Iljrene.
—Ni yo —dijo Qilué—, aunque evidentemente es una forma de magia de gemas que se remonta a muchos miles de años, a juzgar por el aspecto antiguo de esa runa.
—¿Qué palabra es?
—Eso depende de que fueran enanos o gnomos quienes la escribieron. Se lee thrawen, pero podría significar «arrojar» o «retorcer».
Iljrene repitió las palabras en voz baja.
—¿Crees que es una especie de trampa?
Qilué sacudió lentamente la cabeza.
—No lo creo, o ya se habría activado, a menos que se haga al tacto —suavemente volvió a depositar la piedra en el suelo sin tocarla. Luego se inclinó y estudió el lugar del que se había elevado, un agujero dentro de los restos de la cota de malla—. ¿Ha sido desplazado esto?
—No, señora.
—¿Ves el sitio en el que descansaba la piedra? —dijo Qilué, señalando—. Parece un fragmento de cuero. Juraría que Thaleste llevaba la piedra en su bolsillo cuando murió. En ese caso, probablemente la haya tocado… sin activar una trampa. —Se irguió—. Ahora la cuestión es de dónde la cogió la novicia. Su cuerpo debe de haber estado algún tiempo dentro del carroñero reptante. Podría haber encontrado la gema en cualquier parte.
Dicho esto, extrajo una suave bolsa de cuero de uno de sus bolsillos y la puso en el suelo junto a la piedra. Con la punta de la daga depositó la piedra en su interior y a continuación cerró las cintas del bolsillo mágico.
—No estamos lejos del lugar donde murió la aranea —observó Iljrene—. ¿Crees que la gema podría estar relacionada con los selvetargtlin?
—Espero que Horaldin nos lo diga.
Con los ojos cerrados, el druida Horaldin mantuvo las manos suspendidas encima de la piedra que Qilué acababa de sacar de su bolsa. Estaba encima de su mesa de trabajo, una gruesa losa de piedra clara que había colocado sobre dos enormes pies de hongos petrificados. De las paredes y el techo de su taller brotaban hongos vivos. El druida había conseguido que crecieran sobre la piedra sólida.
El propio Horaldin estaba tan pálido como un champiñón, y su piel de elfo lunar casi brillaba de tan blanca. Llevaba su negro azulado pelo, largo hasta la cintura, tan enredado como los líquenes. Una de sus manos, de finos dedos se movía con rigidez. Las sacerdotisas habían curado la ruina agarrotada en que la habían convertido los esclavistas, y el druida seguía utilizándola. Desde que lo habían rescatado del Puerto de la Calavera, vivía en El Paseo con los fieles. Todavía adoraba al Señor de las Hojas, pero servía a Eilistraee con idéntica fidelidad.
Después de un momento, abrió los ojos.
—Tu sacerdotisa tocó la gema —dijo—. La recogió de una superficie de piedra plana… un piso, por como suena, pero no puedo saber exactamente dónde se encuentra. —Hablaba en voz baja, apenas con un suspiro, un hábito consolidado a lo largo de más de un siglo de vida solitaria en los bosques—. No mucho después de que la sacerdotisa la tocase, la piedra fue manipulada por una araña transmutadora. Antes de eso, por un drow con una pierna en la nuca —creo que la pierna representa una trenza— y un «pecho reluciente». Tal vez un peto lustrado.
—¿Un selvetargtlin? —preguntó Qilué. Los seguidores del campeón de la Reina Araña eran conocidos por sus trenzas.
—Es probable. La piedra no hace ese tipo de distinciones. Antes de que el drow de la trenza se la entregara, la piedra estuvo bajo la barriga de una gran criatura negra y alada, al parecer durante muchos siglos. Creo que se trataba de un dragón. Uno con una profunda herida en un costado, que nunca se cerró. Mucho, mucho antes de eso, varios milenios antes, me parece que… a la piedra le dieron forma unas pequeñas manos pardas. El que lo hizo tenía una barba cana y orejas puntiagudas. Esa persona pulió la piedra hasta darle una forma redondeada y le infundió su magia. Antes de eso, la piedra fue extraída de un bloque de roca más grande, en una cantera, y luego pasó por diferentes manos antes de llegar a quien le dio forma.
—Pequeñas manos pardas y barba —repitió Qilué—. ¿Un gnomo de las rocas?
—Eso es lo que yo también supongo, señora —dijo Horaldin, con una inclinación de cabeza.
—¿Y qué me dices de la runa? —preguntó Qilué—. ¿Qué conjuro activa?
Horaldin se encogió de hombros.
—Eso no puedo decírtelo. Ni la propia piedra sabe qué magia contiene, pero su magia fue alterada por alguien, o bien el dragón o bien el drow de la trenza, tal vez los dos. La piedra no es unívoca al respecto. Las hebras mágicas que la atraviesan, la telaraña que reveló tu detección, todavía están vinculadas a los elfos oscuros. Está teñida de magia funesta, de Selvetarm o de Lloth.
Qilué respiró hondo. En su pelo brillaron hilos de fuego plateado.
—¿Quieres destruirla, señora?
Qilué se quedó pensando. Si anulaba la magia de la piedra, tal vez jamás averiguara cuál era el enigma que encerraba. Era evidente que la aranea había llevado la piedra a las cavernas recuperadas por El Paseo y la había ocultado allí, hasta que Thaleste, loada sea Eilistraee, tropezó con ella.
—No la voy a destruir por ahora —respondió Qilué por fin—. No hasta que haya averiguado qué es lo que hace.
Hizo que la piedra levitara nuevamente hasta el interior de la bolsa, y dio gracias de que, fueran cuales fueren los funestos planes de la aranea, hubieran sido abortados. No importaba cuál fuera la naturaleza del óvalo de obsidiana: no podría hacer ningún daño mientras estuviese en el espacio extradimensional de la bolsa mágica.
Sostenida por sus botas mágicas, Cavatina flotaba entre las ramas descompuestas, tratando de no perder de vista ni las aguas cenagosas de abajo ni los árboles que la rodeaban. Ya llevaba catorce días y catorce noches de cacería. Por encima de su cabeza, la luna se había convertido en una delgada tajada, y los puntos titilantes de luz que la seguían por el cielo eran mortecinos, como velas a punto de apagarse.
La criatura a la que perseguía había abandonado Cormanthor y se había internado hacia al sur, en los bosques inundados. Los árboles muertos que se mantenían en pie en el pantano estaban debilitados por la podredumbre, y sus ramas solían quebrarse en las manos de Cavatina cuando trataba de impulsarse con ellas. Al igual que la criatura a la que daba caza, Cavatina iba dejando un rastro claro, un camino de ramas quebradas y de moho hollado.
Otra rama se rompió al asirse a ella, lo que hizo que saliera en trompo en una dirección diferente de la que había pretendido. Se retorció y se impulsó con los pies sobre el tronco de un árbol. El árbol cedió un poco, se ladeó y acabó cayendo y rompiendo las ramas de los árboles que lo rodeaban. Tras la estrepitosa caída, por fin se hundió en el pantano con un tremendo chapoteo. El agua hedionda saltó por los aires y salpicó la armadura y la ropa de Cavatina.
Cavatina lanzó una maldición. No podría haber revelado mejor su paradero por más que lo hubiera intentado.
Se quedó allí, sin moverse, a la espera por si la criatura volvía atrás atraída por tanto ruido. No fue así, pero algo se movió en las aguas del pantano. Una forma surgió de ellas junto al árbol caído. Parecía un montón de vegetación podrida, pero tenía unos «brazos» como látigos, que parecían retorcidas ramas de vid, y unas «piernas» como raíces sarmentosas y ennegrecidas. La criatura se apartó del árbol caído, inclinando el cuerpo contrahecho hacia uno y otro lado, como si fuera buscando algo. Después de unos cuantos pasos, se volvió a sumergir en el pantano. Cuando las ondas se aquietaron, el único vestigio de su presencia era un montículo bajo y las vides que formaban sus brazos, tendidas sobre la superficie del agua como una red.
Cavatina se alegró de tener sus botas mágicas. Si hubiera tenido que meter los pies en el pantano, habría tenido que abrirse camino batallando contra esos seres vegetales. Evidentemente, eso era lo que pretendía la criatura a la que quería dar caza.
Se asió de otra rama y se impulsó hacia delante, sin hacer caso de los mosquitos que se arremolinaban en torno a su cara y sus brazos. Necesitaba las dos manos para abrirse camino a través de las copas de los árboles, así que llevaba la espada cantora enfundada junto a la cadera. Su símbolo sagrado pendía de su cinturón con una cadena, al lado de la espada, lista para hacer conjuros.
Pasó junto a un árbol cuyo tronco estaba moteado de brillantes hongos amarillos. De varios de ellos, que habían sido rozados, caía una nube de esporas. La criatura le llevaba poca ventaja.
Cavatina desenvainó la espada y se dejó llevar hasta hacer un alto. Una brisa fétida movía el musgo que colgaba de los árboles próximos. A través de ese velo rasgado pudo ver un leve resplandor verdoso. Parecía provenir de un punto sobre la superficie del pantano.
Susurró una plegaria para protegerse de los que tuvieran malas intenciones y añadió un segundo conjuro que le permitiría ver a través de la oscuridad mágica y otras ilusiones. A continuación le quitó el tapón a su botella de hierro y la dejó colgando de su cadena. Espada en mano, avanzó entre las ramas sin dificultad.
El brillo verdoso provenía de una plataforma de piedra que se encontraba apenas por debajo de la superficie del agua. Desde un punto cercano al centro de la plataforma se expandían unas ondas, como si algo acabara de remover el agua allí mismo. Las ondas llevaban suciedad en suspensión, lo que amortiguaba el resplandor. La plataforma tenía unos veinte pasos de largo, un óvalo cuyos bordes estaban marcados por columnas rotas que sobresalían del agua como unos dientes carcomidos. Unos escalones, también relucientes, seguían el contorno curvo de la plataforma y permitían el descenso hacia el cieno por todos lados.
Cavatina lo captó con una sola mirada. La plataforma representaba una interrupción en la extensión del bosque inundado, un espacio claro despojado de árboles y en el que no había señal alguna de la criatura a la que seguía.
—¡Criatura! —gritó—. ¡Muéstrate!
Una risa burlona salió de entre los árboles muertos que había al otro lado del claro.
La criatura estaba demasiado lejos para poder hacerle un conjuro. Cavatina necesitaba hacerla salir de su escondite. Tomó impulso contra un árbol y llegó flotando al claro, esgrimiendo la espada y convirtiéndose deliberadamente en un blanco.
El ataque no se hizo esperar. La oscuridad se cernió en torno a ella y veló momentáneamente el resplandor verde de abajo y la débil luz de la luna plateada de arriba. Un instante después, el conjuro con el que Cavatina se había protegido se instaló y pudo ver otra vez. Justo a tiempo, describió un arco con su espada para detener a la criatura que se lanzaba contra ella llevando tras de sí la hebra de una telaraña. El aire se llenó de resonancias cantoras cuando el arma realizó su trayectoria descendente.
La criatura se retorció en pleno salto, con un movimiento tan rápido que casi era imperceptible a la vista. La espada la alcanzó, pero sólo fue un contacto efímero contra algo que parecía piedra sólida. El golpe desvió a Cavatina hacia un lado y a la criatura hacia otro. Mientras se apartaban la una de la otra hacia uno y otro lado de la oscuridad mágica, Cavatina, por primera vez, pudo ver debidamente a aquella cosa.
La criatura era enorme, tal como había dicho el varón de la Casa Jaerle que había sobrevivido a su ataque; quizás medía el doble de la altura de Cavatina. Parecía una hembra drow de poderosa musculatura, pero con una protuberancia peluda en cada mejilla, justo debajo de los ojos, y ocho patas del diámetro de palos de escoba que brotaban de sus costillas. Iba desnuda y tenía una mata de pelo blanco cuyas puntas parecían pegadas a sus hombros y espalda.
—¡Quarthz’ress! —gritó Cavatina.
El frasco de hierro empezó a relucir. Una brillante luz plateada atravesó la oscuridad mágica, pero en lugar de atraer a la criatura al interior del frasco, el rayo mágico rebotó en su satinada piel negra como un rayo de luz reflejado en un espejo. Conque así era la cosa. La criatura definitivamente no era demoníaca. De haberlo sido, el frasco la habría atrapado. Aunque también existía la posibilidad, mucho más inquietante, de que fuera una forma de demonio inmune a la magia del frasco.
La criatura aterrizó sobre un tronco de árbol al borde del claro y volvió a saltar hacia Cavatina con los brazos abiertos, como invitándola a atacar. Cavatina invocó a su alrededor una cortina arremolinada de espadas, pero la criatura no les hizo el menor caso. Pasó a través de ellas, riendo como una desquiciada mientras impactaban en su piel. La mayoría rebotaban, como el metal que golpease contra una piedra, pero unas cuantas abrieron profundos surcos en la carne de la criatura que se atrevía a atravesar la barrera. Ahí estaba, manando sangre, pero muy viva.
Asió a Cavatina por una pierna y gritó unas palabras ásperas, roncas, que ella no reconoció; pasó a su lado dando vueltas como una danzarina en una danza macabra. Cavatina sintió una opresión en el interior del cuerpo, como si una mano invisible se le hubiera metido dentro y apretase sus órganos vitales. El intenso dolor estuvo a punto de hacerle perder el sentido. Después una luz roja se encendió debajo de su cota de malla y la sensación desapareció. Sintió algo tan rasposo como terrones de sal gruesa contra el pecho, cuando fue superada la magia del talismán rojo que llevaba sobre el pecho. Sintió un tirón en un pie. La criatura la había despojado de una de sus botas y a continuación volvió a atravesar la barrera de espadas que una vez más le produjeron brutales heridas.
Cavatina cayó.
El agua cenagosa apenas amortiguó su aterrizaje. Se desplomó sobre la plataforma de piedra sumergida, raspándose la piel de rodillas y brazos. Consiguió ponerse de pie con dificultad. Todavía tenía en la mano la espada cantora y se afirmó como pudo sobre la resbaladiza superficie. Era como estar parada sobre una gruesa capa de limo.
La criatura chocó contra un árbol. Dejó caer la bota de Cavatina y, asida a las ramas, la miró desde lo alto con expresión malévola. La barrera de espadas la había herido, abriendo profundas heridas en su piel, dura como la piedra. Le caía sangre por todo el cuerpo, que se deslizaba desde sus pies desnudos hacia el pantano.
—¿Has tenido bastante? —la hostigó Cavatina, esgrimiendo la espada.
La criatura alargó la mano que había sido alcanzada por las espadas. En ella, dos dedos colgaban de jirones de piel, goteando sangre.
—¿Por qué me hieres? —preguntó con voz doliente—. Soy de los tuyos.
—No eres drow —replicó Cavatina—, y si lo fuiste alguna vez, ya no lo eres.
Por el rabillo del ojo, Cavatina vio un montículo de vegetación descompuesta que empezaba a elevarse del pantano: una de las monstruosidades que había visto antes. Invocó el nombre de Eilistraee y lanzó una ráfaga de frío lacerante hacia el lugar donde se removía, congelando de inmediato el agua a su alrededor e inmovilizando a la criatura vegetal donde estaba. A continuación lanzó una segunda ráfaga sobre la propia criatura vegetal. El agua que había dentro de su cuerpo, al congelarse, se expandió con fuerza suficiente para abrirla en dos.
Mientras hacía esto, Cavatina no dejó de vigilar a la criatura arácnida a la que perseguía. Ante sus ojos, las heridas de la otra se iban regenerando. Aquel sería un combate difícil.
—Yo fui una drow —continuó la criatura, flexionando los dedos recién reparados—. Ahora soy la Dama Penitente.
A Cavatina el título no le decía nada.
—¿Y por qué cumples pena? —preguntó.
La criatura contempló cómo se le curaban los dedos. En cuanto volvieron a estar enteros los flexionó y bajó la mano.
—Por todo —dijo—, pero sobre todo por mi debilidad.
—¿Y qué debilidad fue esa?
La criatura no respondió.
—Baja de las ramas —le sugirió Cavatina—. Acabemos esto.
La criatura negó con la cabeza.
Cavatina sabía que estaba haciendo tiempo.
Ella ya empezaba a sentir los efectos de la plataforma resplandeciente. Habían empezado a temblarle las piernas, y sentía inestables los huesos. La magia funesta de la piedra reluciente la estaba afectando. Incluso mirar la plataforma por el rabillo del ojo le producía un principio de náusea. Sin embargo, abandonar la plataforma equivaldría a vadear aguas profundas en las que probablemente hubiera más de esas criaturas de la podredumbre. Tal vez pudiera ahuyentar al monstruo que se divertía con ella usando un conjuro, lo que le daría tiempo para recuperar su bota, pero Qilué le había ordenado averiguar todo lo que pudiera sobre él, y un Caballero Canción Oscura siempre obedece las órdenes. Cavatina susurró un conjuro de restauración. La magia divina la inundó y anuló los efectos del resplandor.
La criatura debía de haber captado la rápida mirada que Cavatina había echado a la reluciente piedra verde y la habría oído pronunciar la plegaria.
—Es cierto —dijo, desafiante—. Está hecha de piedra mareante. ¿No crees que sea adecuada para un templo de Moander?
Cavatina conocía bien el nombre, a pesar de la relativa oscuridad del rey. Moander había sido una deidad de la corrupción y la podredumbre, un dios que había sido asesinado, no hacía muchos años, por un simple mortal, un bardo llamado Finder. Por alguna de sus perversas razones, Lloth había adoptado el nombre de Moander como uno de sus alias, posiblemente para hacerse con sus seguidores humanos.
—¿Por eso me has conducido aquí? —preguntó Cavatina—. ¿Está consagrado a tu diosa este lugar?
—¿Y qué diosa es esa? —preguntó la criatura. Hizo un gesto con una mano y dispersó en el aire un enjambre de diminutas arañas—. La Madre Oscura, o… —formó un círculo con los dos índices y los dos pulgares—, ¿su hija? —Como si fuera caramelo, desde sus dedos se extendieron telarañas cuando apartó las manos. Rio.
Cavatina sintió que en su interior crecía la ira como si fuera fuego.
—¡Cómo te atreves! —dijo entre dientes.
Lanzó la espada y pronunció una rápida plegaria mientras surcaba el aire. Dio en el blanco. Guiada por la magia de la diosa, la espada cantora se hundió en el pecho de la criatura casi hasta la empuñadura. La criatura lanzó un grito y manoteó con sus patas de araña mientras Cavatina movía la mano y arrancaba la espada, preparándose para asestar una segunda estocada.
La criatura la miró con rabia.
—¡No puedes matarme! —dijo furiosa—. Nada puede matarme. Ella siempre… —tosió y se dobló sobre sí— me hace volver… —otra tos, con expulsión de sangre.
Dicho esto, abandonó la copa del árbol donde estaba apostada con un salto que hizo que el árbol se quebrara hacia atrás. Cavatina trató de enviar su espada en pos de ella, pero la criatura era demasiado rápida. Se escabulló entre las ramas y la perdió de vista.
Cavatina hizo que la espada volviera a su mano y formuló un segundo conjuro restaurador sobre sí misma, ya que la piedra mareante sobre la que estaba parada estaba volviendo a absorber su fuerza. A continuación se metió en el agua y llegó hasta donde flotaba su bota. El agua le cubrió hasta el pecho antes de que pudiera alcanzarla, y tuvo dificultades para mantener el equilibrio sobre un solo pie en el fango al tratar de ponérsela. El agua hedionda le empapó la ropa y se le pegó a la piel. Cuando por fin pudo salir de allí levitando, llevaba el hedor pegado a la ropa y la armadura. Sacudió las piernas para vaciar el agua que se le había colado en las botas y a continuación se lanzó a perseguir a la criatura.
No cometería dos veces el mismo error. Esta vez se aseguraría de mantenerse lejos de sus codiciosas manos.
La criatura era fácil de seguir. De nuevo iba dejando un rastro visible de ramas rotas, pero esta vez el rastro describía un camino circular, de vuelta al templo en ruinas.
Cavatina se mantuvo fuera del alcance del enfermante resplandor verde, pero vio con sorpresa que la criatura no lo hacía.
Permanecía sobre la plataforma sumergida, todavía doblada sobre sí por la herida que su espada le había infligido, una herida que debería haber sido mortal, pero ya empezaba a cerrarse, dejando apenas una leve cicatriz grisácea. A medida que se iba acercando, Cavatina vio que los movimientos de la criatura formaban un dibujo.
—Por lo más sagrado —dijo Cavatina en un susurro—. Está danzando.
La criatura giraba en el aire y se dejaba caer en el agua, con los brazos por encima de la cabeza, batiéndose el pecho con las patas de araña acompasadamente a ritmo del baile. Una vez más, blasfemaba contra Eilistraee. Sus manos de drow formaban el círculo sagrado de la diosa por encima de su cabeza. Tenía los ojos cerrados y parecía ajena a la presencia de Cavatina. De sus labios brotaba una canción áspera. Algunas palabras se las comía, otras las abreviaba, como si se ahogara y tropezara con las sílabas. La melodía estaba algo distorsionada, como un acorde con una nota desviada en un semitono, pero a pesar de todo, Cavatina la reconoció.
Las sagradas Vísperas de Eilistraee.
Cavatina estaba indignada.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —gritó.
Los movimientos de la criatura se hicieron más lentos y bajó las manos.
—¿No es obvio?
—Profanas nuestra canción sagrada.
—La canto como la aprendí.
Cavatina parpadeó.
—Pero tú no eres… No puedes ser una adoradora de Eilistraee.
—Lo fui.
Cavatina asió la espada con tal fuerza que le dolió la mano. Muda de horror, sacudió la cabeza.
—Oh, sí —dijo la criatura, con el rostro iluminado desde abajo por el nauseabundo resplandor verdoso—. Antes bailaba en el jardín sagrado. Salí de la Cueva del Renacimiento, canté la canción y recibí la espada.
Cavatina no podía moverse de la impresión.
—¿Tú… fuiste una de las Redimidas? ¿Una sacerdotisa?
La criatura asintió.
—Pero… pero cómo…
—Fui débil. Lloth me castigó. Fui… transformada.
Cavatina se permitió descender un poco, aunque con cuidado de no acercarse demasiado a la piedra mareante. El resplandor debía de estar afectando a la criatura. Le temblaban de forma evidente las piernas, que hacían ondear levemente las sucias aguas.
—¿Y ahora quieres volver a ser drow? —conjeturó Cavatina.
La criatura rio con amargura.
—Si fuera tan sencillo…
Cavatina bajó la espada, pero sólo un poco.
—Canta conmigo —dijo—. Pide la ayuda de Eilistraee.
—No puedo. Cada vez que lo intento, se me llena la garganta de arañas y me ahogo.
—Una maldición —dijo Cavatina en un susurro. Una parte de ella se preguntaba si no sería una estratagema para hacer que se acercara, pero las enseñanzas de Eilistraee eran claras. Se debía mostrar piedad con quienes la solicitaban, y la criatura, a su peculiar manera, estaba rogando. Cavatina le tendió la mano a regañadientes—. Las maldiciones pueden eliminarse. Permíteme…
La criatura retrocedió, removiendo el agua a la altura de sus tobillos.
—¿Es que no me has escuchado? —aulló—. Esto no es una simple maldición. Mi transformación es permanente. ¡Nada, absolutamente nada puede redimirme!
A Cavatina se le hizo un nudo en la garganta. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Sentía la angustia de la sacerdotisa maldita como si fuera suya. De repente comprendió por qué la criatura había dejado un rastro para que la siguiera, por qué no se había limitado a huir. Quería que Cavatina acabara con su dolor y —Cavatina se quedó mirando el lugar donde la espada cantora le había atravesado el pecho, en el que ya no quedaba ni sombra de cicatriz— ella le había fallado.
Como si pudiera leerle los pensamientos, la criatura alzó la vista.
—Eres poderosa —dijo—. Puedo sentirlo. Pensé que tendrías algún conjuro capaz de poner fin a esto, pero me has decepcionado, lo mismo que Eilistraee.
—No digas eso —dijo Cavatina con voz entrecortada por la impresión.
—¿Por qué habría de controlar la lengua? —dijo la criatura riendo, y prosiguió en tono de burla—. ¿Es que Eilistraee me va a castigar acaso? Ya me ha castigado bastante por mi fracaso. Me ha abandonado.
—Eso no es cierto —dijo Cavatina con fiereza—. Mientras tengas en tu corazón su canción, Eilistraee sigue estando contigo.
—No, no lo está —le replicó la criatura en el mismo tono—. Yo fui su campeona. Ahora soy su mayor decepción. Me abandonó y fui reclamada por Lloth.
Cavatina observó a la criatura. La cara le resultaba levemente familiar, a pesar de su forma alargada y sus bestiales colmillos de araña. Trató de imaginarla con el pelo limpio, con un cuerpo que en su tamaño y proporción fueran los de una hembra drow normal. Le resultó imposible.
—Pero ¿quién eres tú?
—¿No es obvio? —La criatura señaló a la resplandeciente plataforma verde sobre la que se encontraba—. Yo también intenté matar a una deidad, pero a diferencia del bardo que mató a Moander, fallé.
Cavatina abrió mucho los ojos.
—Eres…
—Era Halisstra Melarn.
Cavatina retrocedió.
—¡Pero si te mataron! En las mismísimas puertas de la Red de Pozos Demoníacos. Qilué lo vio en su escudriñamiento.
Halisstra se encogió de hombros.
Las preguntas salieron en tromba de los labios de Cavatina.
—¿Cómo has sobrevivido? ¿Dónde has estado? ¿Qué sucedió realmente?
—Ya te lo he dicho: Lloth me castigó.
—Pero seguramente… —Cavatina hizo una pausa. Sacudió la cabeza—. Debió de ser Eilistraee quien te devolvió ala vida después de que fueras derribada. ¿Por qué no pediste ayuda a Eilistraee?
Otro encogimiento de hombros.
—Por entonces ya había perdido mi fe.
—Todavía puedes redimirte —insistió Cavatina—. Basta con que…
Halisstra rio con amargura.
—Eso fue lo que dijo Seyll, y mira cómo acabó.
Cavatina sintió que la recorría un escalofrío.
—¿De qué estás hablando?
Halisstra alzó hacia ella unos ojos tan vacíos como un pozo.
—Seyll se sacrificó… dejó que su alma cayera en el olvido. ¿Y todo para qué? —Los ojos, de repente, se volvieron dos ascuas—. ¡Para nada! Fallé.
Cavatina le habló con suavidad, como si se dirigiera a un niño herido.
—Te pidieron demasiado. Eras una sacerdotisa novicia, y te pidieron que mataras a una diosa.
Halisstra se estremeció. Debilitada por la piedra mareante cayó de rodillas sobre la plataforma resplandeciente. El agua ondeó a lo largo del nauseabundo resplandor verdoso.
Cavatina le tendió la mano.
—Sal de ahí. Ya has sufrido bastante.
Halisstra dio un profundo suspiro.
—Traté con todas mis fuerzas de servir a Eilistraee. Incluso después de saber que le había fallado, después de que Lloth hiciera conmigo lo que quiso y me dejara a un lado, traté de redimirme. La Espada de la Medialuna estaba rota, pero recogí los trozos y los llevé al templo que Feliane, Uluyara y yo habíamos consagrado la primera vez que entramos en la Red de Pozos Demoníacos; los puse en el suelo y observé cómo se recomponía la espada y…
—¿Qué? —Cavatina negó con la cabeza. Halisstra le estaba contando demasiadas cosas y demasiado rápido—. ¿Quieres decir que creasteis un templo consagrado a Eilistraee dentro de la Red de Pozos Demoníacos?
Halisstra asintió. Una luz brilló en sus ojos.
—¿Y que la Espada de la Medialuna, un arma capaz de matar a Lloth, existe todavía? —preguntó Cavatina.
Halisstra asintió temblorosa. Luego esbozó una sonrisa maliciosa.
—Y está en un lugar donde Lloth no puede tocarla. El templo que creamos sigue en pie, y la Espada de la Medialuna está en su interior.
Cavatina dejó escapar un largo suspiro y alzó una mano.
—Espera un momento. —Pronunció el nombre de Qilué y un segundo después sintió que la suma sacerdotisa se conectaba mentalmente con ella. En un leve suspiro, Cavatina envió un mensaje a El Paseo.
—He encontrado a la criatura. Es Halisstra Melarn y su cuerpo ha sido corrompido por Lloth. Ha contado muchas cosas que tendrías que oír.
La respuesta tardó un momento en llegar.
Llévala al altar de Velarswood. Espérame allí.
Cavatina asintió. Le dio la impresión de que Qilué estaba preocupada por algo. Distraída. Cavatina se preguntó qué nueva amenaza habría surgido desde su partida de El Paseo.
Tendió una mano a la criatura que otrora había sido una sacerdotisa como ella.
—Ven —le dijo a Halisstra—. Es probable que la ocasión de redimirte esté a tu alcance.
Szorak avanzaba sigilosamente por el bosque en sombras, farfullando para sus adentros debajo de la máscara. No le importaban demasiado los lethyr, aunque el espeso follaje de gruesas ramas entrelazadas que había sobre su cabeza lo protegía de la áspera luz de la luna. A pesar del anillo mágico que había vuelto su piel y sus ropas del color exacto de las sombras que atravesaba y aunque sus botas le permitían moverse en el silencio más absoluto, acallando hasta el crepitar de una rama muerta bajo sus pies, todavía tenía la sensación de que lo estaban vigilando.
Y así era. Hasta los árboles estaban vivos y comunicaban en un susurro a las guardianas el paradero de todos los que entraban en el bosque.
Por fortuna, la misión que le habían encomendado en esa noche oscura no tenía nada que ver ni con los árboles ni con los druidas. Szorak no iba en pos del alma de un druida, sino de la de una sacerdotisa.
Al acercarse al altar de Eilistraee, el conjuro que había hecho unos instantes antes detectó la primera de las custodias: un débil resplandor que salía de debajo de un montón de hojas muertas, varios pasos por delante de él. Szorak sacó una vara de hierro negro y se dispuso a usarla. A continuación siguió avanzando. Cuando la custodia se activó, chispazos de luz blanca helada cayeron sobre su piel y su frío casi lo dejó sin aliento. Sin embargo, la custodia absorbió el frío glacial, que desapareció en un instante.
—¿Es eso lo mejor de que sois capaces, señoras? —dijo Szorak en voz baja—. Esperaba algo un poco más letal.
Siguió avanzando y sosteniendo displicentemente la vara en la mano. El montón de hojas explotó cuando una espada salió volando de debajo de él. Alzó la vara para parar la espada en una maniobra desesperada. El hierro negro chocó contra el acero reluciente produciendo un sonoro clank. La espada cayó al suelo, inerte.
Szorak respiró hondo. Contempló los dos glifos grabados en la hoja. Ambos contenían la palabra ogglin: enemigo. Ni siquiera su disfraz mágico había podido engañarlos, y Szorak no había esperado una custodia de dos glifos. De no haber parado la espada, en ese momento estaría muerto.
Rio entre dientes.
—Eso es casi digno de Vhaeraun, señoras, salvo que nuestra espada hubiera venido por la espalda.
Su magia de detección reveló otras custodias a derecha e izquierda. Seguramente la espada era una de varias colocadas en círculo en torno al perímetro del altar, pero ese círculo había sido traspasado.
Szorak pasó por encima de la espada neutralizada y a continuación activó el poder subsidiario de su anillo para cambiar de aspecto. Aunque todavía podía sentir el suave terciopelo de su máscara sobre las mejillas y la barbilla, un observador habría visto el rostro descubierto de suaves mejillas de una joven. Parecería más alto de lo que realmente era, de cuerpo mejor formado, y el capote, la camisa y los pantalones negros, parecerían una cota de malla cubierta por un peto adornado con la luna y la espada de Eilistraee. La vara que llevaba en la mano parecería una espada. Cualquiera que lo tocase notaría inmediatamente el engaño, pero había decidido que, en caso de que alguien se acercara lo suficiente, no le dejaría vivir el tiempo necesario para hacerlo.
Siguió caminando por el oscuro bosque. Al frente podía oír voces de mujeres cantando y veía formas que se movían entre los árboles, fieles de Eilistraee que honraban a la diosa en el altar. Se apartó de ese lugar y se dedicó a buscar el lugar donde vivían las sacerdotisas. Agachado, susurró una plegaria que lo conduciría a la cueva más próxima.
La cueva resultó ser una grieta en la ladera, resguardada por la corriente de un río que caía desde arriba. Sin embargo, la entrada estaba protegida con magia. Incluso desde lejos, Szorak pudo sentir su poder. Producía un chillido estridente, cuya intensidad aumentaba cuanto más se acercaba a la cueva. Por mucho que lo intentó, no pudo acercarse lo suficiente para desactivarla con su vara. Si insistía en avanzar en esa dirección, le palpitaban tanto los oídos como si le fueran a estallar.
Retrocedió, musitando nefastas maldiciones. Tendría que robar el alma de una de las danzarinas.
—¿Un reto, señor enmascarado? —musitó. Sus ojos relumbraron—. Lo acepto.
Volvió hacia el bosque por donde había venido.
El altar resultó ser una columna natural de piedra negra tallada con medialunas, cuya altura duplicaba la estatura de un drow. De la parte superior sobresalía la empuñadura de una espada. En la columna se habían practicado varios orificios, y la brisa, al pasar a través de ellos, producía un sonido semejante al de varias flautas tocando al mismo tiempo. Las sacerdotisas danzaban en torno a la columna formando un círculo amplio; no llevaban encima más que el cinturón del que colgaban sus cuernos de caza y los símbolos sagrados alrededor del cuello. Cada mujer tenía una espada, que sostenía con el brazo extendido mientras giraba. Las espadas chocaban unas con otras mientras las mujeres daban vueltas y luego se apartaban, dejando detrás las chispas de luz plateada de sus hojas.
La danza podría haber sido hermosa de no representar una transgresión del orden sagrado. Si Eilistraee no hubiera interferido, Vhaeraun podría haber unido a todos los elfos oscuros en torno a una única deidad milenios atrás, pero Eilistraee había demostrado ser tan avariciosa como Lloth, y había privado al Señor Enmascarado de la adoración de las hembras. Les había enseñado a dejar a los hombres fuera de su círculo y a subyugarlos y envilecerlos.
Los seguidores de Vhaeraun habían aprendido una amarga lección. No se podía confiar en las mujeres.
Szorak estuvo observando el tiempo suficiente para determinar qué sacerdotisas se incorporaban a la danza o la abandonaban, aparentemente a intervalos aleatorios. Aunque danzaban en grupo, no había una coreografía identificable en sus movimientos colectivos. Daba la impresión de que cada una seguía su propio camino. Satisfecho, modificó su disfraz mágico y dio a sus ropas el aspecto de la carne desnuda. A continuación, sosteniendo su vara como si fuera una espada, bailó junto con ellas.
Las mujeres, engañadas por su disfraz, le hicieron sitio. Se mantuvo en los límites, reacio e incapaz de aproximarse a la columna sagrada que, al igual que la cueva donde vivían las mujeres, estaba custodiaba con una magia que le revolvía el estómago y le provocaba arcadas, aunque la vara que llevaba en la mano la amortiguaba lo suficiente como para que resultara soportable. El nerviosismo que sentía por haberse infiltrado en su danza sagrada le producía una gran excitación. La sangre palpitaba dentro de su cuerpo mientras bailaba y le causaba una especie de sofoco.
Mientras giraba cerca de una de las sacerdotisas, movió la vara como si fuera una espada. Ella, a su vez, hizo que su hoja entrechocara con ella. La fuerza del golpe le dejó a Szorak los dedos entumecidos, pero su vara, al ser de metal, produjo un sonido convincente al tiempo que despojaba a la espada de su magia. Rápidamente, musitó una plegaria.
Antes de que la mujer pudiera alejarse dando vueltas, se acercó a su oído y le susurró una orden terminante:
—Sígueme.
Era una apuesta. Si el conjuro fallaba, se habría dado a conocer como hombre, ya que su voz seguía siendo la de siempre, pero, al parecer, la suerte estaba de su lado. No hubo ningún revuelo cuando se apartó de la danza y se internó en el bosque. La sacerdotisa a la que había elegido lo siguió sin decir palabra, tan mansamente como un rothé apartado del rebaño.
Cuando se encontraron a cierta distancia de la danza, Szorak se volvió a mirarla. Se alegró al ver que era una drow, y no una de esas elfas de la superficie que se pintan la cara de negro. Matar a una elfa habría resultado mucho menos gratificante.
La sacerdotisa todavía jadeaba, debido al cansancio del baile. Sus pechos subían y bajaban y la larga cabellera blanca estaba húmeda de sudor. Tenía el ceño levemente fruncido y miraba a Szorak con aire confundido, mientras sostenía blandamente la espada en la mano.
—¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué hemos dejado de bailar?
Szorak le indicó que se acercara y se inclinó hacia ella como si fuera a hacerle una confidencia al oído. Tuvo que ponerse en puntillas para eso ya que, como la mayoría de las mujeres, era más alta que él.
La sacerdotisa se acercó.
Él le tocó la mejilla mientras susurraba la palabra que activaría su conjuro. La magia oscura crepitó en sus dedos. La drow empezó a convulsionarse, y Szorak apretó los labios contra los suyos, haciendo que su máscara le succionara el alma.
Sin embargo, el robo del alma no funcionó. En lugar de caer víctima de su magia, la sacerdotisa continuó viva; le aplicó una mano contra el pecho y lo empujó hacia atrás. A continuación, la drow describió en el aire un arco con su espada para decapitarlo, pero el conjuro de Szorak la había dañado lo suficiente para que fallara. La sacerdotisa se tambaleó, tratando otra vez de alcanzarlo con su arma, pero él pudo sortearla justo a tiempo de esquivar la espada. Musitando una maldición, saltó y se colocó dentro del arco del siguiente golpe, al tiempo que sacaba de la manga un cordón de estrangular. Szorak rodeó con él el cuello y se colocó detrás de ella mientras lo sujetaba con la otra mano. A continuación le rodeó la cintura con las piernas e hizo palanca con el torso, hacia atrás, para tirar del cordón.
El cordón se hundió en el cuello de la sacerdotisa, impidiéndole gritar o formular cualquier conjuro que requiriese una plegaria, pero la mujer no era tonta. Se lanzó hacia atrás, haciendo que su atacante diese contra un árbol. Su cabeza se golpeó contra la áspera corteza y soltó el cordón. Cuando la sacerdotisa se apartó de él violentamente, Szorak consiguió ponerse de pie y sacar una daga envenenada de una vaina que llevaba en la muñeca. Mientras se preparaba para lanzarla, la sacerdotisa trató de pedir ayuda, pero su voz era apenas un susurro medio ahogado, debido al cordón, que había dejado una marca en su garganta. Echó mano al cuerno de caza que colgaba de su cinturón.
Antes de que pudiera hacer sonar el cuerno, la daga de Szorak se clavó en la garganta de la mujer. El veneno que la cubría acabó el trabajo que había iniciado la cuerda. La sacerdotisa se quedó rígida. La espada le temblaba entre las manos y los ojos se le pusieron en blanco.
Szorak la sujetó antes de que cayera y una vez más apretó la boca contra la de la mujer e inhaló. Esta vez su máscara se tragó su alma mientras él apretaba su cuerpo contra el dela sacerdotisa, saboreando el momento. Incluso a través de sus ropas podía sentir la piel desnuda de la mujer, caliente, sudorosa y resbaladiza por la sangre que manaba de la herida de la garganta. Totalmente excitado, Szorak se despojó torpemente de sus pantalones. Estaba decidido a tomarla, del mismo modo que las sacerdotisas de Menzoberranzan lo habían tomado a él tantas veces cuando era apenas un muchacho para satisfacer sus oscuras y sucias necesidades. Sonriendo con fiereza detrás de su máscara, saboreó la emoción de lo que estaba a punto de hacer, apenas a unos pasos del bosquecillo sagrado de Eilistraee. Entre los árboles llegaba la canción de sus fieles, totalmente entregadas, y él iba a…
Algo se le clavó por la espalda, atravesando la tela y la carne, algo frío y penetrante. La hoja de una espada. Mientras el dolor llenaba el vacío que la espada había abierto en su cuerpo, Szorak volvió la cabeza, con expresión de sorpresa en la cara. Una sacerdotisa de Eilistraee se cernía sobre él, oscurecido el rostro por la luz de la luna, que convertía su pelo en una feroz llamarada blanca. Por un momento creyó reconocerla.
—¿Seyll? —dijo, con voz entrecortada.
Si era Seyll, no respondió. Aplicándole un pie sobre la espalda, la sacerdotisa arrancó la espada. La sangre que la cubría, goteaba desde la punta sobre los perplejos ojos de Szorak.
Era Eilistraee quien le escupía a la cara.
Después, la negrura lo invadió.